Un agujero en la muralla
Setenta y cuatro atardeceres atrás
Aidan no podía dejar de pensar en sus padres. Los recuerdos que tenía de ellos se habían erosionado con el tiempo, pero la pirámide de cristal que descansaba en su cuarto contenía memorias que, de tanto reproducirlas, se le habían quedado grabadas a fuego en el corazón.
El rostro de Dana brillaba alegre en aquella tarde en la que ella y su padre lo habían llevado a las . Se trataba de uno de los parajes más valorados del clan Aquamarina, aunque no era fácil dar con él, pues estaba escondido en una de las zonas más peligrosas del reino.
Las Montañas Galvánicas recibían tal nombre porque sus cumbres se ocultaban bajo una tormenta permanente. Los rayos colisionaban contra la superficie sin descanso y cargaban el suelo de una electricidad que llegaba hasta el corazón de la montaña. La energía azulada recorría la roca como si se tratase de venas de destellos violetas que iluminaban la oscuridad generada por las nubes.
Aidan todavía era un niño, pero no sintió miedo de los truenos ni de las vibraciones que agitaban el suelo y le aceleraban el corazón. Estaba acompañado por su madre, una de las eruditas más brillantes del reino, y por su padre, el soldado de confianza del Ix Realix. Si alguien podía atravesar las Montañas Galvánicas y salir ileso en la travesía, eran ellos.
Odiel los guio por los valles de tierra ennegrecida sin dudar sobre qué dirección tomar. Cuando los rayos púrpuras se dirigieron a ellos, sus padres invocaron escudos de hielo y plasma que los mantuvieron a salvo.
El trayecto fue largo y, con las posiciones, la tormenta empeoró. Los rayos descendían sobre ellos como una lluvia nacida de la furia de los dioses. Aidan miró a su padre, que le sonrió antes de adentrarse en una cueva inmensa que vibraba con las sacudidas que azotaban la superficie. El pequeño se removió intranquilo en la oscuridad, por lo que Dana y Odiel lo distrajeron con leyendas sobre héroes y pueblos perdidos. Su hijo era un niño risueño que nunca dejaba de hacer preguntas, pero en aquel entorno tan temido por los habitantes del reino, fue incapaz de abrir la boca.
—¿Estás bien? —le preguntó su padre, que le ofreció la mano para ayudarlo a sortear una roca.
—¿Por qué no utilizamos un portal como hacemos siempre?
—La energía que acumulan las montañas es impredecible —le explicó su madre—. El poder de las gemas se altera tras entrar en contacto con ellas y nunca se sabe cómo va a reaccionar.
Aidan se esforzó por demostrar valentía.
—Mientras estemos juntos... —le susurró su padre mientras le acariciaba la espalda.
—Nada podrá detenernos.
—Siempre juntos —le dijo su madre antes de darle un beso en la mejilla.
El Aidan adulto, que visitaba aquellos recuerdos desde la tranquilidad de su cuarto, se encogió con pesar. El niño de ojos azules y alma incansable, sin embargo, recorrió las cuevas de las Montañas Galvánicas con una seguridad envidiable. Arropado por el amor de sus padres, nada podría salir mal.
De un momento a otro, la tierra dejó de vibrar. A aquella profundidad, el ruido de los truenos se convirtió en un murmullo casi imperceptible. Odiel y Dana intercambiaron una sonrisa cómplice.
—¡Eh! —protestó Aidan.
Su madre se rio, pues fue ella quien materializó la venda celeste que se anudó alrededor de los ojos del muchacho. Aidan percibió la humedad que inundó el aire y sus sentidos aquamarina se revolvieron emocionados. El agua que lo rodeaba no le transmitía la misma energía que la que se encontraba en otras partes del reino.
—¿Estás preparado? —le preguntó Odiel.
Su madre lo liberó de la oscuridad y Aidan emitió un jadeo de asombro. Sus ojos, jóvenes e inexpertos, se maravillaron con la magia que se extendía ante él. Las miradas de sus padres, sin embargo, también reflejaron la misma fascinación. La masa de agua que fluía ante ellos, nacida en el recoveco más profundo de la montaña, emitía un murmullo incomprensible para todos aquellos que desconocían la lengua de los elementos.
El río cristalino fluía sereno entre las rocas hasta que, tras alcanzar un salto, se arrojaba al vacío. La cortina de agua natural se proyectaba hasta el infinito y fulguraba con partículas que reflejaban destellos de colores en todas las superficies. La piel escarchada de Aidan se convirtió en un lienzo cargado de vida. El niño se volvió hacia sus padres, que se abrazaban con afecto. Odiel depositó un beso en la frente de Dana y la hizo sonreír.
A Aidan nunca le había molestado presenciar muestras de cariño, pero no se sentía cómodo cuando era él quien tenía que expresarlas en público. Desde la tranquilidad de su cuarto se preguntó si era algo que había interiorizado desde niño, pues sus padres nunca mostraban sus sentimientos cuando se reunían con otros Ixes. Las pruebas de su amor quedaban reservadas para la intimidad, aunque la calidez con la que se miraban desvelaba una confianza que nadie podría pasar por alto.
Aidan recorrió la abertura de la montaña, fascinado con el ecosistema que se había originado entre las rocas. Dana le contó que las especies que crecían en aquel lugar no existían el ningún otro punto del reino, así que el niño se esforzó por grabar cada una de ellas en su memoria. Aidan tocó la arena iridiscente que cubría el suelo. Los destellos que se formaron ante sus ojos lo hicieron reír.
—¿Por qué es así?
—¿Así cómo? —le preguntó su madre.
—Distinta a la de las playas del reino. Es suave y de colores. ¿Nace de los arcoíris? —preguntó ilusionado.
Odiel le sonrió con ternura y cubrió las manos para generar sombra sobre la arena. Los destellos murieron al instante.
—¡Es cristal! —exclamó Aidan sorprendido.
—¿Quieres que te cuente una historia?
—Odiel... —protestó su madre con una sonrisa, ya que no le gustaba que alimentase la fascinación que sentía el niño por los cuentos y las aventuras. Después de todo, era una erudita.
—Dicen que hace edades, tantas que ni siquiera Los Trece logran recordarlas, estas montañas estaban habitadas por dragones.
—¿Por dragones? —repitió Aidan emocionado.
—Las leyendas los describen como criaturas implacables, pues su piel era tan resistente que nada podía atravesarla. A pesar de su fama, los dragones eran muy juguetones, y cuando se peleaban o se retorcían durmiendo, siempre se les caía alguna escama.
—¿Y qué pasaba con ellas?
—Que quedaban ocultas entre las rocas de la montaña, y después de recibir el impacto de cientos de rayos, se convertían en polvo de colores que era arrastrado por el agua.
—¡Las Cascadas de Polvo Iridiscente! —exclamó el muchacho, complacido con la explicación—. ¿Y ahora dónde viven los dragones?
—Nadie lo sabe —respondió Dana con cariño.
—¿Por qué no?
—¡Porque la familia de exploradores Loch todavía no ha iniciado sus investigaciones! —exclamó su padre antes de cogerlo en brazos.
La carcajada de Aidan rebotó en las paredes de roca, al igual que el sonoro beso que le dio su madre. El rostro de Odiel brilló con alegría y, en un latido, la energía del recuerdo se disipó.
El cuarto que Aidan ocupaba en la Casa Aylerix tomó forma a su alrededor. El soldado posó la pirámide de cristal sobre la mesa con un suspiro. Las gemas le habían arrebatado la oportunidad de explorar el mundo con sus padres, pues aquel era uno de los últimos recuerdos que tenía de Odiel. Su padre había fallecido en el campo de batalla atardeceres después, cumpliendo su labor como soldado honorífico del reino y, desde entonces, la vida jamás había vuelto a ser la misma.
Adaír era un gran amigo de su padre, por lo que, tras la pérdida de Odiel, se aseguró de que a Dana y a su hijo no les faltaba de nada. Aidan recordaba las visitas del padre de Killian con nostalgia, pues el Ix Realix siempre se ofrecía a contarle anécdotas sobre Odiel para ayudarlo a mantenerlo con vida en sus recuerdos.
Cuando un experimento fallido le arrebató a su madre y Aidan se quedó solo en el mundo, Adaír se hizo cargo de él. Lo llevó a vivir a la Fortaleza, donde recibió la educación que merecía el hijo de Odiel y Dana Loch. Las gemas quisieron que Aidan creciese con Killian y su hermana, que descubriese el mundo junto a ellos, y por eso le dolía tanto vivir una existencia que la pequeña Alis ya no compartía.
El Aylerix golpeó la mesa con un grito que se perdió entre los cristales rotos y la madera astillada. La sangre le bañó la piel, pero no llegó a sentir daño alguno. Su interior estaba consumido por un dolor que no conocía descanso desde hacía lunas.
El şihïr del soldado le iluminó el semblante con tonos turquesas. El poder de la Aquamarina lo transportó hasta la muralla de agua que protegía a la Fortaleza. Allí lo esperaban un grupo de centinelas con el rostro serio y un brillo triste en la mirada.
—¿Qué ocurre? —preguntó el Aylerix.
Los centinelas intentaron explicarse, pero como no encontraron las palabras adecuadas, se apartaron para dejar que los hechos hablasen por sí solos. Aidan jadeó aturdido.
Había un agujero en la muralla que protegía al castillo.
Un hueco que ejercía como ventana hacia el bosque que se extendía más allá de los muros de la Fortaleza. Una abertura tan grande que les permitiría la entrada a cientos de enemigos.
Había un agujero en la muralla que protegía al castillo, y solo una persona en todo el reino que tenía el poder de causar semejante ruina.
Aidan suspiró y los soldados intercambiaron asentimientos silenciosos. El aqua atravesó los jardines mediante un portal de luz añil. El atardecer estaba próximo: el Aylerix sabía que encontraría a su amigo junto al árbol de cristal que se alzaba al borde de los acantilados.
Killian observaba el horizonte a través de las ramas translúcidas que se extendían ante él. Las lágrimas le bañaban las mejillas. Tenía los puños apretados y llenos de sangre. A Aidan no le sorprendieron los restos de energía que flotaban a su alrededor. Para provocar aquella brecha en la muralla que protegía a la Fortaleza, habría necesitado canalizar un gran influjo de poder.
El Aylerix se sentó en el banco de piedra blanca junto a su amigo, que permaneció inmóvil. Aidan reconoció la rabia que reflejaba el semblante de Killian, pues su interior albergaba la misma oscuridad. En aquel momento, un pensamiento fugaz le apuñaló el corazón. Aidan comprendió que, mientras él se refugiaba en el abrigo del amor de sus padres, Killian tenía que lidiar con las enseñanzas envenenadas de Catnia y las responsabilidades de ser el Ix Realix.
El soldado deseó que Killian hubiese conocido a su madre. Deseó que Dana estuviese presente para envolver a su amigo en uno de aquellos abrazos que lograban iluminar hasta la cueva más oscura. Deseó que lo ayudase a recomponerle el corazón.
Pero estaban solos.
Aidan intentó buscar las palabras apropiadas, pero ¿qué podía decir cuando sabía que su amigo se sentía culpable por lo ocurrido? El Aylerix era incapaz de imaginar lo que pasaba por la mente de Killian, así que no lo insultó fingiendo que lo hacía. El joven activó el broche de polvo iridiscente que le brillaba en el pecho y sacó un objeto del contenedor espacial. Se trataba de un camaleón de fibras de mar que Alis llevaba a todas partes cuando era pequeña. Killian sollozó en cuanto lo vio. Aidan lo rodeó con los brazos y lloró junto a él. Su llanto entristeció a las raíces que se abrían paso bajo la tierra.
Había un agujero en la muralla que protegía al castillo, y solo una persona en todo el reino que tenía el poder de volver a reconstruirlo.
🏁 : 90👀, 40🌟 y 40 ✍
Hoy tocó más ración de la normal porque este capítulo era largo, pero el anterior no... 🤩 No se quejen.
Regresamos al pasadoooooo. ⏳ ¿Os gustan estos capítulos?
En esta ocasión conocemos un poco más de la vida de Aidan... 😏 ¿Os gusta leer sobre las vidas de los personajes?
Luego tenemos a Killian, que está un poco en la decadencia... 😢 ¿Qué os parece la amistad que comparte con Aidan?
Este es uno de mis favoritos, espero que os haya gustado. ❤
Un besiño 🥰
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