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Las últimas eras del mundo

Los neis hechizaron las armas de los recién llegados y los elementales lucharon con una energía que revivió a las tropas. El ejército de Vulcano se resintió. Los jirones de tinieblas que se acumulaban sobre el valle menguaron hasta casi desaparecer, lo que permitió que los soldados caídos dejasen de levantarse. Mateus, los Annorum Vitae y los Ixes creaban pócimas todo lo rápido que podían, pero por desgracia, no era suficiente. Desde las cumbres del Baldío Prohibido se vislumbraba la totalidad del valle y los neis que las ocupaban sabían algo que los soldados que luchaban en la base de las montañas desconocían: el ejército alquímico era infinito.

Entre las dunas más lejanas seguían apareciendo soldados transmutados que aguardaban su turno con ansia, pues todos deseaban arrancar alas iridiscentes de los cuerpos de las sílfides y retorcer los cuellos de los neis hasta la muerte. Los elfos luchaban tan asombrados como Àrelun por la presencia de los soldados de la reina Niamh. Los elementales los miraban de soslayo, ya que todos consideraban a los habitantes de Iderendil unos traidores, pero ninguno estaba dispuesto a desobedecer las órdenes de sus líderes para actuar en una venganza personal.

Los hechizos supremos que generaban Mónica y Aidan gracias al vínculo nywïth iluminaban las montañas y aniquilaban a decenas de enemigos a la vez, al igual que la energía del Ix Realix. La magia de Àrelun, un gran elemental que había acumulado poder durante las últimas eras, lograba paralizar batallones enteros de alquímicos que el ejército destrozaba en cuestión de latidos.

Pero los enemigos seguían llegando.

A pesar de los hechizos emocionales que Quentin lanzaba para mantener a flote a las tropas, la moral del ejército se resintió. El atardecer tiñó el horizonte como un recordatorio del paso del tiempo y Moira suspiró agotada. ¿Hasta cuándo podrían seguir luchando? Mientras los arcos de los elfos abatían a los enemigos desde todos los rincones, Moira se encargaba de proteger a la Guardia Aylerix con sus flechas de hielo. El amuleto que le colgaba del cuello la mantenía a salvo sin agotarse, pues se nutría con la magia que flotaba constantemente en el campo de batalla.

—¡A tu izquierda! —gritó mientras corría hacia Mónica.

La obsidiana fue arrollada por una aqua transmutada a la que Moira abatió con una saeta directa al corazón. La joven disparó mientras avanzaba hacia la Aylerix, que fue asediada por un anillo de enemigos que se acercaron a ella como carroñeros en busca de alimento. Mónica golpeó el suelo. La tierra vibró con un terremoto que solo afectó a los neis alquímicos. Moira centró sus esfuerzos en abatir a los neis transmutados que levitaban a su alrededor. El amuleto estalló con un relámpago iridiscente que los cegó.

—¡Mónica! —exclamó mientras se volvía hacia su amiga.

Pero en lugar de a la obsidiana, la joven descubrió una mancha blanca en movimiento. Los ojos de Musa brillaron con diversión antes de generar una ráfaga de aire esmeralda que desterró a los enemigos de su entorno.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Max desconcertado.

—Hola, amorcito —lo saludó Musa burlona.

Marco se rio y atrajo al esmeralda hacia él. Max intentó protestar, pero los labios de su compañero convirtieron las palabras en besos robados. Killian sonrió antes de ensartar a un alquímico en una lanza aquamarina. Alya flotó sobre sus cabezas para proteger a Àrelun de un ataque furtivo. El elfo le dedicó una mirada de agradecimiento que despertó sentimientos que ambos creían olvidados. Frente a ellos, Musa rodeó a Moira con un abrazo cargado de afecto.

—¿No podemos venir a defender lo que es nuestro? —le preguntó la hrathni con un guiño.

—¡Espero que te estés refiriendo a mí! —exclamó Quentin entre las líneas enemigas.

—¡Ya te gustaría!

El amuleto de Moira generó un escudo de fuego que consumió las llamas oscuras que se dirigían a ellos. Àrelun admiró el dominio que Marco y Musa habían ganado sobre el poder de Neibos y descubrió que, aunque podían utilizar la magia elemental, también sabían cómo desequilibrar los distintos tipos de energías gracias al poder de las gemas.

El suelo vibró y Aidan se volvió hacia su hermano con pánico en la mirada, pues no se trataba de un simple hechizo de los obsidianas. Los elementales gritaron en decenas de idiomas y Moira utilizó una lágrima de luna para levitar sobre las tropas y descubrir qué ocurría. Sus amigos la siguieron con escudos que los protegieron de los ataques alquímicos. Sin embargo, ninguno estaba preparado para enfrentarse a lo que vieron al otro lado del desierto.

Sobre las tropas de Vulcano flotaban decenas de elementales transmutados que, con los rostros desfigurados por lo que parecían ser eras de tortura y sufrimiento, combinaban la magia de Tirnanög con la energía oscura para aniquilar al ejército de Neibos.

Àrelun y Esen palidecieron. Los Aylerix intercambiaron miradas de horror. Alya y Moira vieron cómo los soldados de la reina se enfrentaban a ellos para ser vencidos. Trasno se llevó una mano al pecho y recitó una plegaria en su honor.

—Si tienes alguna idea brillante en reserva, Arenilla, es el momento de sacarla a la luz.

—Brillante... ¡Disparatada y brillante! —exclamó Moira aturdida—. Investigar en caso de emergencia.

La joven se llevó una mano a la boca, sobresaltada por sus propios pensamientos. Una nube gris se formó sobre sus cabezas y el pánico inundó la base de la montaña. Los gritos rebotaron en las colinas. Moira se volvió hacia el duende con urgencia.

—¿Existen de verdad?

Trasno frunció el ceño, incapaz de comprenderla, y sus amigos los arrastraron hacia un portal que evitó que muriesen sepultados por una roca. Moira aterrizó en el suelo y la tierra vibró bajo su cuerpo. El ejército de Neibos no podía luchar contra los neis alquímicos y los elementales al mismo tiempo, lo que permitió que las tropas de Vulcano recuperasen la ventaja que habían perdido.

—¡Tenemos que hacer algo! —exclamó Elísabet desde la cima de la montaña.

—Están poseídos por la energía alquímica —confirmó Sterk mientras rebuscaba entre los prismas del hechizo que brillaban bajo la luz del atardecer.

—Bien —murmuró Mateus con la mirada perdida en el campo de batalla—. Entonces sabemos cómo acabar con ellos.

—¡Killian! ¡Necesito el diario de tu padre! —exclamó Moira mientras lanzaba una flecha para combatir a una sílfide transmutada—. ¡Ahora!

El Ix Realix maldijo y activó el contenedor espacial para darle a la joven lo que le pedía. Esen los protegió con una barrera de tormenta que envió rayos púrpuras hacia los alquímicos. Moira abrió el diario que había memorizado lunas atrás y dio con la página que buscaba en un latido. Mónica reunió a varios obsidianas y juntos construyeron un muro de piedra que frenó el avance de los elementales a pie en medio del valle. Moira acarició los trazos que Adaír había dibujado en su diario y arrancó la membrana del alga de cristal que descansaba junto al rótulo: «TEORÍA DE OL: Disparatada y brillante. Investigar en caso de emergencia». El corazón de la joven latió acelerado. Los gritos de los soldados le atravesaron las venas. Moira se volvió hacia sus eternos acompañantes, que luchaban por proteger las dimensiones del mundo, y cerró el diario de golpe.

—¿Confiáis en mí? —les preguntó.

Àrelun la observó con el alma encogida por la historia de su pueblo. Alya y el elfo intercambiaron una mirada cargada de significado, al igual que Trasno y Esen. Para sorpresa de Moira, los elementales asintieron.

—¡Aidan! —exclamó la joven con una sonrisa triste—. ¡Crea un portal al Hrath!

—¿Te parece un buen momento para ir de vacaciones? —cuestionó el aqua mientras se quitaba a una ninfa oscura de encima.

Moira le lanzó la membrana del alga de cristal. La joven utilizó dos lágrimas de luna para atrapar al trol que se dirigía a ellos en un mar de raíces ardientes. El Aylerix creó el portal que le había pedido de inmediato. Moira lo siguió, pero antes de cruzar al otro lado, una mano le rodeó la muñeca para detenerla.

—Ni se te ocurra volver a dejarme sola —le advirtió Musa con los ojos brillantes.

—Nunca —le respondió.

* * *

—¡Casiopea! —exclamó Moira en cuanto aterrizó en las galerías del Hrath.

Mientras la colonia se movilizaba para encontrar a la diamante, Moira le tendió el diario de Adaír a Aidan.

—Sé lo que tenemos que hacer —susurró asombrado.

—Por supuesto que lo sabes —le dijo Moira con cariño—, eres tan brillante como tus padres.

—¿Qué ocurre? —les preguntó Casiopea, que los alcanzó falta de aliento. Aidan le tendió el diario, y cuando la mujer vio el dibujo que reflejaba el contenido de sus sueños más recientes, palideció.

—Tenemos que irnos —le dijo Moira—. Ahora.

El portal los llevó a la cumbre de unas montañas sumidas en una tormenta permanente. La noche brilló con los ríos de energía azulada que recorrían las colinas en dirección ascendente. Las rocas, cargadas con el poder que acumulaban los impactos de los rayos, emitían destellos púrpuras. La diamante extendió una mano inconsciente hacia ellos.

—¡Cuidado! —exclamó Aidan.

La oscuridad se iluminó con la luz de los relámpagos y en los dedos de Casiopea aterrizó un rayo púrpura que la reconoció como suya. Moira gritó alarmada y Aidan la atrapó con su cuerpo para protegerla.

—Está bien —los tranquilizó la diamante con una sonrisa—. Nos está pidiendo ayuda. La tormenta no tiene fin porque nadie escucha nunca su voz.

Casiopea se rio y asintió con una determinación que los puso en marcha. Aidan las guio por los valles de tierra ennegrecida sin dudar sobre qué dirección tomar, pues conocía la estructura de aquellas montañas de memoria. Los neis se adentraron en una cueva que vibró con la energía de los rayos y entre los dedos de Casiopea se formaron finas líneas de electricidad que les iluminaron los rostros entre las sombras. Sus pisadas rebotaron en las paredes de la cueva. La humedad los recibió al final del túnel.

Moira jadeó en cuanto abandonaron el abrigo de las rocas y descubrió la inmensa cascada iridiscente que se extendía ante ella. El idioma del agua le acarició la piel. Las partículas que flotaban en el aire centellearon bajo la luz reflejada por el polvo de colores que cubría el interior de la montaña. El río de aguas cristalinas llegaba a un precipicio que parecía descender hasta el centro del planeta y a su alrededor crecían plantas mágicas cargadas de vida.

Aidan deslizó los dedos por el polvo de cristal y se le empañaron los ojos con el cariño de sus padres. Casiopea se manchó la piel con las mismas partículas que cubrían el árbol que crecía en el corazón del Hrath. La joven posó las manos en la pared de roca y el suelo se sacudió con un temblor que tomó forma en su pensamiento.

«Habéis venido» —le dijo una voz tan grave como los truenos.

—¿Dónde estás?

La voz no respondió, pero en la mente de la joven se sucedieron una serie de imágenes que guiaron sus pies a través de la montaña. La cascada se extendió ante Casiopea como un sueño. La diamante estiró los brazos y se lanzó al abismo.

—¡Casiopea! —exclamó Moira aterrada.

Aidan trató de frenarla, pero las rocas volvieron a vibrar y los tres se precipitaron al vacío. Del corazón de la montaña brotó un viento que los empujó hacia arriba y evitó que alcanzasen el fondo del precipicio. Casiopea soltó una carcajada y Aidan sonrió en cuanto hundió los dedos en la cascada iridiscente que fluía junto a ellos. El corazón de Moira latió acelerado. La joven sentía la energía primitiva que manaba de aquellas paredes que habían presenciado las últimas eras del mundo. El vértigo le removió el estómago y sus pies aterrizaron en uno de los arroyos que llevaban el agua a través de la montaña.

«Han pasado edades desde la última vez que vi a un humano...» —susurró la voz de trueno en la mente de Casiopea—. «Ahora os hacéis llamar neis, pero vuestra codicia continúa derramando sangre inocente».

—¿Por eso os resguardáis en la montaña? —preguntó la hrathni—. ¿Por los humanos?

—No creo que sea algo voluntario —murmuró Moira con voz grave.

La joven separó las hojas de una planta anaranjada para dejar al descubierto símbolos elementales del clan Diamante. En cuanto los tocó, los trazos se iluminaron con una potente luz violeta que se extendió por lo que parecía ser una entrada en la roca. La magia con la que brillaron demostró que seguían sellando la montaña. Aidan y Casiopea entrelazaron los dedos sin necesidad de mirarse. El agua de la cascada reflejó la luz de sus hechizos. Aidan deslizó una mano en la catarata y el agua iridiscente flotó sobre su piel hasta acumularse frente a ellos. Casiopea moldeó la esfera líquida, en cuyo interior se formó un torbellino que se cristalizó antes de precipitarse hacia la pared de roca.

El estruendo que generó el impacto rebotó en el corazón de la montaña. El suelo vibró bajo sus pies. Las gotas estallaron como lágrimas de cristal que se transformaron en destellos de plata en el aire. La pared de roca se convirtió en una nube de polvo y tierra que ocultó lo que se encontraba al otro lado de la montaña. Los neis tosieron mientras se adentraban en ella. La oscuridad los recibió con un silencio atronador. La humedad que se pegó a sus cuerpos los hizo estremecerse.

De los dedos de Casiopea brotaron chispas púrpuras que invocaron a la electricidad. El polvo iridiscente que cubría las paredes reflejó destellos de todos los colores y los neis atravesaron las galerías hasta que la roca se convirtió en cristal. Moira deslizó los dedos por la pared de la mina. Aidan se sorprendió por la ausencia de piedra, pues lo único que alcanzaban a ver sus ojos eran brillantes gemas con forma de medialuna que parecían ser tan fuertes como el mismo diamante.

Casiopea sonrió y acarició el material hasta que sintió su energía sobre la piel. Moira se volvió hacia el otro lado de la cueva, donde encontró cristales tan grandes como las gemas originales. Cuando se acercó descubrió que no eran translúcidos como había creído en un primer latido, sino que proyectaban una ilusión con sus destellos que buscaba proteger el secreto guardado en sus esencias.

«La ámbar tiene razón» —dijo la voz de trueno en la mente de los neis, que se miraron asombrados—. «Este lugar era un santuario, pero la guerra lo convirtió en un refugio para la autopreservación que me volvió prisionero cuando el mundo ardió en llamas».

—¿Qué guerra? —preguntó Aidan.

«La más antigua de todas, joven aqua: la guerra por el poder».

—¿Los diamantes te encarcelaron? —preguntó Casiopea afectada.

«Al contrario, vivíamos en simbiosis con tu raza. Ellos protegieron el santuario, pero fueron aniquilados tras perder la guerra, al igual que mis hermanos. Nuestra existencia murió con ellos y el resto de especies que decidieron luchar contra el Rey Tirano».

Los neis se miraron desconcertados. Casiopea avanzó hasta que encontró un corredor en curva. Los cristales centellearon bajo la luz de su magia y la diamante se acercó a ellos como si fuese atraída por la canción de una sirena. De las yemas de sus dedos nacieron líneas de electricidad que atravesaron las lunas de la pared. Su poder inundó el aire húmedo de la cueva. Un relámpago nació del centro de la tierra. Los cristales vibraron cuando los atravesó un rayo que resonó en la inmensidad.

Aidan y Moira se prepararon para proteger a Casiopea si la montaña colapsaba sobre sus cabezas. Una ráfaga de viento sacudió las partículas de polvo argénteo, que inundaron la galería con una lluvia iridiscente cargada de vida. La cueva se estremeció. Los rayos se propagaron por los cristales con una fuerza implacable. Moira oyó un tintineo que provino del final del túnel. Las paredes de cristal se movieron y, en un solo latido, probaron que jamás habían pertenecido a la montaña.

🏁 : 100👀, 60🌟 y 42 ✍

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