El rubor de la vida
¡Capítulo largo! Lee cuando tengas tiempo
Las exclamaciones de alarma de las patrullas resonaron en el bosque Rubí. Los Ixes iluminaron el claro con la magia de las gemas. Moira se tambaleó hacia atrás, sobresaltada por lo que descubrió al otro lado de la pared de energía transmutada. Killian le deslizó un brazo alrededor de la cintura y la arrastró hacia el refugio que proporcionaban los escudos de la Guardia.
—Para —le pidió Moira mientras le acariciaba los dedos—. No están conscientes.
Los soldados se volvieron hacia el muro de magia oscura de inmediato. Tras la barrera que se erigía ante ellos se ocultaban cientos de neis en filas de formación cuyo final no lograban discernir. Mostraban expresiones vacías y sus pieles carecían del rubor de la vida. Tenían los ojos abiertos, pero sus iris no reaccionaban al mundo que se extendía ante ellos, pues sus esencias se habían consumido ciclos atrás.
—¿Qué es esto? —susurró Max trastornado.
—Un ejército.
—O una parte de él —apuntó Killian.
Las palabras del Ix Realix se volvieron tan duras como la realidad a la que se enfrentaban.
—Reconozco a esta rubí —dijo Quentin mientras señalaba el cuerpo de una mujer—. Enfermó cuando la dolencia atacó a la Ciudad Gris.
—¿Son los fallecidos a causa de la enfermedad? —preguntó Mónica.
—No, este hombre era un gran maestro de Aqua —explicó Killian—. Falleció cuando yo era un muchacho.
Los soldados intercambiaron una mirada de espanto. Los neis que observaban la escena desde la protección del bosque se adentraron en el claro.
—Elísabet, regresa a la Fortaleza y alerta a los Ix Regnix de inmediato —ordenó el jefe del clan.
La joven asintió con el rostro tan pálido como su cabello de nieve y desapareció tras un portal de humo añil que se formó entre los árboles.
—Que alguien me explique qué estoy viendo —pidió Vayras.
—Son armas —respondió Moira sin perder de vista el ejército de fallecidos—. La magia alquímica preserva los cuerpos y los convierte en vehículos de su poder, protegiéndolos mientras espera a que su huésped les ordene tomar acción.
—¿Eso significa que nos podrían atacar en cualquier momento? —preguntó una sanadora.
El silencio que reinó en el claro ejerció como respuesta. Mateus intercambió una mirada con su hija antes de analizar los rostros sin vida que los observaban desde el otro lado del bosque. Ixe Turia se acercó y negó agravado.
—Son demasiados —dijo el erudito—. Si atacamos la barrera, la energía alquímica los poseerá y despertaremos a una bestia dormida.
—Pondrían en peligro a todo el clan —dijo Quentin preocupado—. Debemos alertar a Emosi.
Killian asintió y Moira se volvió hacia los eruditos.
—Si los despertamos, ¿podríais anular su conexión con el huésped?
—Todavía no poseemos el conocimiento necesario para desvincular la energía transmutada de la voluntad que la comanda, señorita Stone.
—La magia alquímica lleva edades prohibida en Neibos —murmuró una erudita—, no entiendo cómo han logrado dominarla.
—No todos honran los acuerdos establecidos por los neis, Ixe.
La voz de Mateus se cargó de una gravedad que se posó sobre los hombros de los presentes. Moira maldijo entre dientes.
—Quizá los ancianos sepan cómo ayudarnos —propuso la joven.
—No han terminado su cónclave, no podemos interrumpirlos.
Moira le dedicó una mirada a Killian con la que expresó lo mucho que le importaban las normas de la Autoridad y la reunión interminable de Los Trece. Vayras se atusó la barba con el rostro serio.
—Es posible que conozca a alguien que nos pueda asistir...
—Cualquier ayuda será bienvenida, Ixe Vayras. Desde este momento, todos nuestros esfuerzos serán destinados a neutralizar esta amenaza con la mayor urgencia posible.
—¿Alya? —cuestionó Moira, que avanzó hacia los árboles ennegrecidos—. ¿Te encuentras bien? ¿Qué haces aquí?
El rostro de la joven se iluminó con una sonrisa y su voz se abrió paso entre el silencio del claro. Los neis la observaron dirigirse al viento e intercambiaron miradas de lástima. Los habitantes de la Fortaleza ya sabían que Moira estaba enferma, pues la noticia había alcanzado hasta el último rincón de Aqua, avivada por las voces del Consejo que conocían el contenido de los prismas memoriales infundidos en la reunión con los Ix Regnix.
Aunque todos la habían visto hablar sola en la Fortaleza, nadie se atrevió a interrumpir sus divagaciones. A pesar de la inquietud que les suponía presenciar cómo la Sin Magia perdía el contacto con la realidad, la falta de lucidez de la joven aumentaba el creciente respeto que sentían por ella. Moira había luchado durante atardeceres para protegerlos de sus enemigos, se había enfrentado a la soledad y a sus delirios por el bien del reino. La joven no lo sabía, pero, en el proceso, había ganado la admiración de los habitantes del clan, un sentimiento que se extendía desde la Ciudad Azul hasta Isla Salina.
Los Ixes de la Fortaleza Aquamarina habían abandonado el miedo a lo desconocido en favor de una pena que, aunque estaba cargada de deferencia, no haría más que enfurecer a Moira. Por suerte, la joven no era consciente de que todos la miraban con el corazón encogido. Su mente se abstraía admirando la luz emitida por las alas iridiscentes de la sílfide de cabello violeta que había acudido a verla en mitad de la noche.
—¿Dónde está Àrelun? —le preguntó.
Mateus y los sanadores intercambiaron una mirada de preocupación. Moira frunció el ceño y se volvió hacia el ejército oscuro que aguardaba al otro lado de la barrera alquímica.
—No te preocupes —dijo serena—, no parece que vayan a atacarnos por el momento.
La joven deslizó la mirada entre los árboles, como si esperase que brotara una respuesta de sus ramas. El pánico que le transformó el rostro inquietó a los Ixes.
—Si todos estamos aquí, la Fortaleza...
Moira palideció. La joven se volvió hacia los Aylerix con el pulso acelerado, pero no logró encontrarse con sus miradas, pues sus şihïres cobraron vida y tiñeron el anochecer con destellos de colores.
—¡¡Nos atacan!!
El miedo encogió los corazones de los neis. Killian y la Guardia repartieron órdenes. En el claro surgieron portales que desafiaron a las tinieblas. Los soldados formaron una línea defensiva ante la barrera oscura.
Pero no era en el bosque rubí donde se había invocado a la muerte, sino en el corazón del reino Aquamarina.
—¡Raen, regresa para comandar a los centinelas! —exclamó Killian—. ¡Max, Mónica, necesito un informe de la situación!
Los Aylerix atravesaron un portal de hiedras para cumplir el encargo recibido. Los guardias se equiparon con las armas elementales. Moira llevó los dedos al saco de lágrimas de luna.
—Los Ixes incapaces de luchar, diríjanse a la Fortaleza Rubí —ordenó Quentin—. El Ix Regnix espera su llegada.
—¡Los demás, prepárense para el combate! —exclamó Aidan.
Aquellos que no participarían en la batalla abandonaron el bosque. Los demás aguardaron las noticias de sus compañeros con ansia.
—Que se quede una patrulla para vigilar el claro —ordenó Killian—. Dad la alarma ante cualquier cambio que se produzca al otro lado de la barrera alquímica.
—Por supuesto, Ix Realix.
Mateus se preparó para luchar junto a los eruditos. Sus iris en llamas observaron a su hija con preocupación, al igual que los Aylerix.
—Moira, resguárdate en la Fortaleza Rubí con los demás —ordenó Quentin.
El şihïr del soldado se iluminó. La joven se sirvió de la distracción para atravesar el portal de luz que la llevó de regreso a Aqua, donde la recibió el caos. Los Aylerix surgieron de los portales que se repartían por los jardines, justo en el centro de la batalla. La cúpula de los centinelas fulguraba en la noche, pero el hechizo protector no estaba terminado. La bóveda celeste se alzaba por encima de las cabezas de los neis, incapaz de alcanzar la hierba que sellaría el conjuro. Los centinelas necesitaban más tiempo para completarlo, y con cada latido que pasaba, se adentraban más enemigos en la Fortaleza.
—¿De dónde salen? —preguntó Aidan mientras golpeaba a una diamante.
Max atravesó el abdomen de su adversario con un disparo de energía que lo lanzó por los aires. Mónica emitió un grito de guerra y removió la tierra del jardín. A sus pies se alzó una montaña que avanzó entre los enemigos, ganando altura con cada rival al que asfixiaba.
—¡Cuidado! —advirtió Quentin.
Moira sintió cómo se ralentizaba el pulso de la batalla. Durante unos latidos, el mundo pareció detenerse. Un crujido atronador se propagó por la península en la que se erigía la Fortaleza. Tras la oscuridad de la noche se ocultaba una gran tormenta, aunque, en aquella ocasión, los relámpagos no provenían del celo, sino de los destellos que emitía la magia de los soldados con cada ataque lanzado hacia sus enemigos.
El estruendo resonó en los corazones de los neis. El suelo vibró y estremeció los cimientos que sustentaban al reino Aquamarina. Moira entrecerró los ojos. No eran gotas lo que caía sobre ella, sino una lluvia de piedras diminutas. El crujido se convirtió en un estallido que resonó sobre el océano. La tierra se abrió y del suelo brotaron ríos oscuros que se alzaron por la fachada del castillo y se concentraron en una de sus torres. Las grietas hendieron la piedra hasta convertirla en polvo y ruinas. Los cascotes descendieron sobre la patrulla de centinelas que protegían una de las entradas.
—¡En formación!
El escudo de hielo que conjuraron los soldados evitó que muriesen sepultados. Los pedazos de la torre rodaron hasta hundirse en el jardín, acabando con las vidas de decenas de inocentes. Los centinelas se volvieron hacia el tejado del castillo, preparados para enfrentarse al ejército que los asaltaba desde el aire. En su lugar, solo encontraron a tres neis con las cuencas de los ojos llenas de humo ennegrecido.
—¡Utilizan energía transmutada! —alertó una soldado.
Las tropas retrocedieron asustadas. Los Aylerix fueron los únicos que mantuvieron la posición. Killian gritó mientras lanzaba una onda de plasma expansivo que derribó a los enemigos que se encontraban a su alrededor. Por cada adversario que abatían los centinelas, el Ix Realix neutralizaba a tres más. Utilizar una magia tan poderosa, sin embargo, tenía consecuencias, y la debilidad que se apoderaba del jefe del clan comenzó a ser evidente.
—¡Auxilio! —exclamaron varias voces aterradas.
Killian encontró a una patrulla acorralada por un grupo de enemigos. En su ansia por ayudarlos, el Ix Realix no percibió que había más neis ocultos entre los árboles. Killian intentó luchar contra ellos, pero se vio obligado a retroceder entre los árboles de bruma junto a los demás soldados.
De pronto, una enorme bola de fuego atravesó la noche y arrasó con las ramas que los protegían. Las llamas se propagaron por los cuerpos de los atacantes. Del cielo llovieron gritos y cenizas. El olor a carne quemada inundó el aire. El jefe del clan se unió a Mateus para aniquilar a sus rivales con un torbellino de agua y lumbre que los lanzó más allá del acantilado.
—¡Han entrado en el castillo! —exclamó un erudito, que abandonó el edificio para dar la alerta.
Una sombra informe le rodeó los tobillos y lo arrastró por el suelo hasta que se le deshizo la piel y la sangre tiñó las piedras de color escarlata. Sus gritos resonaron en la inmensidad. Quentin presenció la escena con la rabia mordiéndole las entrañas, pero no pudo hacer nada por salvarlo, pues desconocía el lugar del que procedían los ataques. Aidan y el rubí unieron sus poderes en busca de tan cruel enemigo. No tardaron en dar con la mujer que dirigía el cúmulo de tinieblas allí donde quería sembrar destrucción.
En cuanto vio que se acercaban a ella, la rubí lanzó las sombras hacia los soldados. Los jirones de niebla tenebrosa se abalanzaron sobre los Aylerix, ansiosos por devorarlos. Quentin generó una lluvia de espinas carmesíes que Aidan convirtió en hielo antes de que alcanzasen a su rival. Los proyectiles clavaron a la mujer contra la pared del castillo. La sangre brotó de su cuerpo sin vida, al igual que la energía transmutada. La oscuridad se disipó ante ellos, liberada de la voluntad de su huésped, y se convirtió en arena negra que desapareció con una ráfaga de viento.
—Estupendo, Trasno —refunfuñó Moira—. ¿Alguna otra idea brillante que quieras compartir?
La joven tomó una lágrima esmeralda mientras se arrodillaba sobre la hierba y apoyó las manos en el suelo, de donde nació una marea de raíces que se aferraron a las piernas de sus enemigos y los arrastraron hasta el centro de la tierra. Moira se quedó paralizada durante un latido, conmocionada por lo que acababa de presenciar. Una luz celeste la obligó a apartar la mirada del espacio que, instantes atrás, habían ocupado sus víctimas.
—¿Cómo has hecho eso? —le preguntó Cruz sorprendido.
El aqua generó un escudo de escarcha con el que la protegió de un ataque enemigo. Moira explotó una lágrima rubí y la convirtió en una flecha de energía escarlata. El nei que intentó atacar a su amigo por la espalda cayó sin haberlo tocado. Cruz le dedicó una sonrisa de agradecimiento y ambos se separaron para combatir a los enemigos que se acercaban a ellos.
—¡Han sido mis enseñanzas! —exclamó Quentin desde algún lugar oculto entre los árboles en llamas—. ¡Soy el mejor instructor de combate de toda la Fortaleza!
—¡Era una lágrima esmeralda! —protestó Max mientras derribaba a una nei que atacaba a las patrullas desde el cielo.
Mónica surgió ante ellos para formar una pared de tierra que los protegió de las garras de las sombras. La obsidiana le dio un golpe en el pecho a Quentin.
—Dejad de hacer el ridículo, ¿queréis? —les pidió con una sonrisa de suficiencia.
—¡Aidan! —exclamó el rubí—. ¡Tu nywïth está hiriendo mis sentimientos!
Las risas de los soldados aliviaron parte de la tensión que condensaba el ambiente. Moira había tenido una idea tras crear la flecha de energía rubí, por lo que evitó mirar al suelo repleto de cadáveres mientras posaba el arco sobre él. Escondida entre los soldados caídos, la joven bañó los cuatro proyectiles que poseía con la luz turquesa de una lágrima de luna del Ix Realix.
—¡Dulces arenas de plata! —exclamó Aidan con estupor—. ¿Te parece que este es el mejor momento para hacer manualidades?
El Aylerix señaló al nei que se encontraba frente a ellos. Tenía la piel pálida y las venas ennegrecidas por el mal. De sus manos brotaban sombras que adquirían la forma de tarántulas peludas antes de posarse sobre el suelo. Aidan corrió hacia Moira para crear un bloque de hielo que los protegiese de la marea de arácnidos que avanzaban en su dirección. Los animales, que eran tres veces más grandes de lo normal, se amontonaban los unos sobre los otros, ajenos a las convulsiones que sacudían a su creador.
—La energía transmutada lo está atacando para desvincularse —murmuró Moira impresionada.
Quentin saltó sobre Max para protegerlo de una hiedra de la noche. Las tinieblas se retorcieron y Mónica las atrapó con un látigo de luz tostada antes de que le hundiesen los colmillos en la carne. Un grito atroz se alzó sobre el fragor de la guerra. De la boca del nei oscuro brotaron decenas de sombras que se cernieron sobre los soldados, vastas y temibles.
—¡Asegurad vuestros escudos! —ordenó Aidan mientras disparaba rayos que centelleaban furiosos entre las tinieblas.
Max y Quentin formaron una barrera de energía para detener el avance de la magia oscura, pero las sombras tenían demasiada fuerza y Mónica tuvo que acudir a ayudarlos. Las tarántulas se acumularon alrededor del hielo que protegía a Aidan y Moira, formando una pared con sus cuerpos que les robó la visión.
—Esto no pinta nada bien... —murmuró Max mientras preparaba una rueda de símbolos elementales.
Moira deslizó los dedos por el arco de ramas endebles que descansaba frente a ella. Trató de visualizar las hendiduras y los ornamentos de plata que recordaba haber visto en su superficie, aunque lo cierto era que ya no importaba. Quizá no fuese el arma estable que había imaginado en los momentos más duros de su travesía, pero si había sobrevivido hasta entonces, era gracias a ella.
Solo necesitaba un disparo más.
La voz de Aidan se convirtió en un murmullo amortiguado por el silbido del viento. Moira se concentró en su propia respiración. La joven contó los latidos mientras buscaba una abertura entre las patas lanudas de las tarántulas. En cuanto encontró su objetivo, tensó la cuerda del arco y la dejó ir.
🏁 : 100👀, 58🌟 y 42 ✍
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