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Corazones errantes

Cincuenta y ocho amaneceres atrás

Mónica atravesó las dependencias de la familia del clan con seguridad. Estaba amaneciendo, pero la soldado sabía que no encontraría a nadie en aquellos pasillos. Los habitantes de la Fortaleza se habían despedido del descanso hacía casi dos lunas. El asesinato de la heredera del Ix Realix les robó la calma, y desde que la sangre de Alis había teñido el suelo del castillo, los neis dedicaban hasta el último latido de sus existencias a vengar su muerte.

Mónica no dejaba de pensar en todos los secretos que había compartido con Moira. Se arrepentía de haber confiado en ella. La Guardia la consideraba una amiga, una hermana, y a cambio, ella los había traicionado cometiendo el acto más deleznable de todos: el asesinato de un ser querido.

«No te dejes llevar por las emociones».

Mónica se volvió hacia la lechuza blanca que se posaba sobre su hombro. Los ojos negros de Baloo le atravesaron el alma.

—Va a pagar por lo que ha hecho —prometió furiosa.

«Las gemas mantienen el equilibrio de Neibos» —le recordó el animal—. «Todos recibimos lo que merecemos. El momento de las retribuciones se aproxima».

—El momento llegará cuando le cortemos la yugular.

Baloo miró a Mónica con lástima. La soldado se removió incómoda. No necesitaba la compasión de una lechuza, sino ejercer su derecho a la venganza.

«Confundes odio con dolor» —le dijo Baloo—. «Si deseas aliviar el peso que se acumula sobre tus hombros, tendrás que aceptar que la querías».

—No la quería —escupió Mónica.

«Sí lo hacías y por eso duele tanto su traición».

La obsidiana observó a la lechuza con furia, pero cuando vio su reflejo en la mirada del animal, le resultó imposible negar sus emociones.

Descubrir cómo se sentía no hizo más que agravar su ira. Mónica se detuvo frente a los aposentos de los Ix Realix. Analizó la energía desde el otro lado de la puerta, aunque ya sabía que la estancia estaba vacía. Killian se encontraba con los líderes de las patrullas, que partirían para relevar a los soldados que llevaban toda la noche rastreando el reino, y Elísabet se reunía con el Consejo. Tras la muerte de Alis, la nywïth del Ix Realix se había desvivido para ayudarlos, por lo que recibía grandes muestras de gratitud por parte del reino. Sus contribuciones para la mejora del clan eran innegables y la joven parecía haber madurado desde que había ocupado el puesto más alto de la tribuna.

Los centinelas saludaron a Mónica con respeto. Como era una Aylerix, no cuestionaron su presencia, así que la obsidiana se adentró en el cuarto que Killian compartía con Elísabet sin demora. La cama estaba coronada por cojines que evocaban al océano, pero por desgracia, el orden del lugar no lograba ocultar el caos que vivía el clan.

Mónica atravesó la estancia y se detuvo ante la cómoda. Las olas que contenía el mueble colisionaban contra las paredes de sal cristalizada que las mantenían prisioneras. Sobre él había diversos artefactos de gran belleza. La obsidiana no les prestó atención ni al árbol de cristal de brillos argénteos ni a la concha de nácar que se extendían ante ella. Sus ojos se posaron en un cofre de ornamentos azules y la Aylerix suspiró antes de abrirlo. En la oscuridad de su interior brilló una única esfera anaranjada que contenía el símbolo del ámbar.

«Sigue viva» —dijo Baloo con admiración.

Mónica cerró el cofre con un golpe que resonó en la estancia. Se sentía como una traidora al reino, pues una parte de ella encontraba alivio en saber que Moira no había perecido. Vivía en una batalla constante. ¿Cómo podía seguir siéndole fiel a alguien que le había hecho tanto daño?

En el reino vecino, Quentin se hacía la misma pregunta. A pesar del odio que sentía, el jefe legítimo del clan Rubí respiraba más tranquilo cuando las tropas les comunicaban que no habían encontrado a la Sin Magia. Y, gracias a la energía emocional, sabía que no era el único.

El Aylerix de ojos azules y largo cabello dorado atravesó una de las calzadas empedradas de la Ciudad Gris. El asentamiento que habían creado los rubíes para ocultarse de la Autoridad del clan era tan grande como la capital del reino Rojo, pues en él convivían todos sus habitantes.

Quentin se detuvo ante una entrada de madera y piedra cubierta por enredaderas escarlata. Los recuerdos lo hicieron estremecerse. Sin embargo, cuando cruzó el umbral, en lugar de rubíes enfermos esperando el abrazo de la muerte, descubrió un bosque repleto de huertos que crecían en abundancia. Con ayuda de Killian y Emosi, los rebeldes de Foyer habían convertido aquel lugar en una despensa natural que, con los cuidados necesarios, proveía a la Ciudad Gris de una seguridad que se vivía en las calles.

El asentamiento que en el pasado parecía una ciudad fantasma había recobrado la vida, y aunque la mayoría de las viviendas todavía se encontraban en proceso de rehabilitación, el color había llegado a sus calles. Los edificios reconstruidos brillaban con tejados escarlatas de los que colgaban enredaderas cargadas de flores. La maleza que crecía en las cunetas y se apoderaba de la belleza del bosque había desaparecido gracias al trabajo de los rubíes, pues Emosi, Foyer y Quentin habían creado un sistema con el que facilitar su recuperación. A cambio de nögle y neibanes, los habitantes de la Ciudad Gris trabajaban para darles a sus familias un lugar digno en el que vivir. Todo el mundo sabía que el pago era innecesario, ya que los ciudadgrisensis trabajaban sin buscar mayor recompensa que salir adelante, pero aquel era un incentivo que hablaba de la generosidad de sus nuevos líderes.

Los habitantes de la ciudad secreta de Rubí sentían una inmensa gratitud hacia aquel extraño grupo de poder que se había unido para devolverle la gloria al reino. Los avances eran evidentes, y con las reservas de nögle que recibían, los ciudadgrisensis estaban cada vez más fuertes. Emosi se esforzaba por entretener a los Ixes que residían en la capital, ya que nadie quería llamar la atención del Consejo, y entre trabajos de restauración y repartos de alimentos, el Ix Regnix Rubí, Foyer y Quentin buscaban la forma de probar que el legado de Erasmo Faux estaba corrompido desde la raíz. El antiguo jefe del clan los había destruido y todos apreciaban el esfuerzo que el Aylerix ponía en corregir los errores de su padre.

Todos excepto él mismo.

Quentin no encontraba descanso. Lo carcomía el arrepentimiento. ¿Cuánto dolor les habría ahorrado a los habitantes de Rubí si, en lugar de huir, hubiese decidido luchar?

Al joven Faux le resultaba muy difícil volver a casa, pues era otro el lugar al que llamaba hogar. La responsabilidad que sentía sobre el reino Rojo era inquebrantable, pero su pulso solo hallaba calma en compañía de cuatro corazones errantes que habían encontrado su destino tras la misma puerta.

En el pasado habían sido cinco.

En el pasado todavía desconocía la perfidia de su engaño.

En ocasiones, le gustaba fingir que seguía siendo así.

Quentin se despidió de Emosi mediante el şihïr y creó un portal de humo rosado que lo llevó a las montañas. Hacía menos de un ciclo de asteria que había comenzado la temporada estival y la nieve se mantenía tenaz sobre las cimas que coronaban el reino más grande de Neibos. El aire de la montaña, humedecido por la energía del reino Aqua, le acarició las mejillas. El Aylerix susurró unas palabras que lo cubrieron con prendas de abrigo. Decidió no malgastar el tiempo esperando indicaciones y se dejó guiar por el hormigueo que sentía en la punta de los dedos.

La energía emocional era volátil y traicionera. Quentin había aprendido a dominarla hacía soles, cuando no le quedó más remedio que tomar el control de sus sentimientos o arriesgarse a ser consumido por ellos. El rubí ignoró la voz de su padre, que se abrió paso en su memoria, y se esforzó por admirar la belleza de los árboles. Los tonos verdes de las copas resplandecían bajo los rayos del amanecer. La tranquilidad de la naturaleza lo envolvió en un abrazo reconfortante.

Un silbido rompió la burbuja de paz que lo rodeaba.

Quentin generó un escudo de cristal rubí que lo protegió de la flecha de hueso que iba directa a su corazón. El soldado se preparó para el siguiente ataque. Sus manos lo ocultaron tras un muro de luz escarlata mientras buscaba el lugar del que provenían los disparos. No percibió nada fuera de lo normal.

Una figura blanca se abrió paso entre las rocas que se alzaban ante él. Bajo la capucha de pelo níveo, Quentin reconoció el cabello del color de los abetos de Musa. La mirada de la joven, verde y desafiante, se suavizó en cuanto reparó en la figura de su nywïth. Lo había confundido con un enemigo, aunque lo cierto era que ya no sabía qué categoría otorgarle.

La hrathni saltó desde la roca y rodó sobre el suelo con gracilidad. Por algo era una de las mejores cazadoras de la colonia. Musa se acercó a Quentin y arrancó la flecha que le había clavado en el escudo.

—¿Por qué no podía percibir tu energía emocional? —le preguntó el soldado. La joven sonrió satisfecha.

—Soy cazadora y guerrera. Mi mente se libera de distracciones cuando me encuentro ante una presa o un enemigo.

—¿Y yo qué soy? ¿Presa o enemigo?

Musa se perdió en el reflejo violeta de los ojos del rubí. ¿Quién conocía la respuesta? La hrathni retrocedió para apoyarse en la pared de la roca desde la que había saltado. Quentin suspiró y se dejó caer contra el árbol que había a su espalda.

—¿Qué haces aquí, Aylerix? Este no es tu sitio.

Quentin la observó en busca de la verdad que escondían sus palabras. Encontró preocupación en los ojos de su nywïth. La culpabilidad le cayó como una losa sobre los hombros. La relación entre el Hrath y la Guardia se había resentido desde el asesinato de Alis y sus visitas ya no eran bien recibidas en la Cumbre Solitaria.

—Soy un mal amigo —dijo de pronto.

—No lo negaré —respondió Musa sin ocultar la dureza de su voz.

—Soy incapaz de pasar más tiempo del necesario en la misma estancia que Aidan o Killian. Sus emociones... Yo...

Musa dudó antes de dar un paso hacia el rubí que empezaba a desmoronarse.

—Su dolor... Todo ese sufrimiento... No dejo de pensar en la muerte de mi hermana. Siento su angustia en las entrañas, Musa. La pérdida, la desolación... No puedo volver a pasar por esto. No tengo la fuerza necesaria para acompañarlos en este camino —confesó con las mejillas humedecidas por las lágrimas—. Soy un mal amigo. Soy un mal soldado. No puedo volver a perder a mi hermana, Musa, no puedo...

El soldado se sacudió al ritmo de los sollozos. Musa oyó el sonido que emitió su alma al resquebrajarse. La joven lo rodeó con los brazos y enterró el rostro en su cuello. Quentin se nutrió de la paz que la joven generó para él y la estrechó como si necesitase de su abrigo para sobrevivir.

—Gracias —susurró el Aylerix—. Sé que me odias por lo sucedido con Moira.

Musa se separó de él. Se estaba ahogando. Necesitaba salir de allí.

—Desearía que las cosas fuesen más fáciles —se lamentó el rubí.

—¿Qué pasará cuando la encontréis?

Quentin no se atrevió a responder. Los ojos de Musa se empañaron con dolor.

—¿Has considerado la posibilidad de que no nos equivoquemos, Musa? ¿De que ella sea la única culpable?

Moira jamás haría algo así. No podía. Conocía a su amiga y sabía que era inocente.

Con los atardeceres, sin embargo, las raíces de la duda se volvían más profundas. El muro que protegía las creencias de la esmeralda se estaba agrietando. Habían pasado dos lunas. Cada vez le resultaba más difícil mantenerse firme.

Si Moira estaba libre de culpa, ¿por qué no había regresado ya?

🏁 : 90👀, 40🌟 y 40 ✍

¡¡Las teorías han regresado!!😻😻😻😻

Volvemos a la vida de todos los demás... 😏 ¿Qué os ha parecido?

Mónica está enfadadísima, y Quentin... 😡

También tenemos una ventana a la Ciudad Gris y a la vida en Rubí. ❤️‍🩹

Y luego Musa... 🏹🌲

Decidme, vosotrxs qué sois, ¿presas o enemigxs? 😈

Espero que os haya gustadoooooo 😍

Un beso enorme 🥰

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