Agravio
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Los gritos de alarma inundaron la estancia y los asistentes situados más cerca de la puerta fueron impulsados por el impacto. Los Ixes se movilizaron para proteger al Ix Realix y a los cinco Ix Regnix. La sala se llenó de escudos y símbolos elementales que fulguraron con los colores de los seis clanes.
El pánico reinó entre los centinelas, cuyos şihïres se iluminaron para recibir instrucciones sin que lo supiese el enemigo. La jefa del clan Ámbar creó un látigo de llamas que se precipitó hacia la nube de partículas tras la que se ocultaba la entrada. La Ix Regnix diamante lanzó una lluvia de dagas de cristal y sus superficies afiladas se perdieron al otro lado de la niebla. El silencio aumentó la tensión de la sala. Un latido después, se oyó el tintineo que emitieron los proyectiles al colisionar contra el suelo.
Killian irradió una barrera de poder aquamarina que sacudió los cuerpos de los Ixes. El precio a pagar por semejante uso de la magia fue evidente, así que Emosi le posó una mano en el hombro para cederle parte de su energía. Los Aylerix llegaron a la sala a través de varios portales, alertados por los centinelas, y con sus cuerpos formaron una línea defensiva que aniquilaría a todo aquel que osase acercarse a los Ix.
Geo creó dos cúmulos de tierra que se elevaron entre las nubes de sal. El Ix Regnix sostuvo las montañas sobre la entrada, esperando el momento oportuno para dejarlas caer y sepultar con ellas a sus atacantes. Oak disipó parte del polvo que les nublaba la visión con una ráfaga de aire de los bosques. Killian percibió una mancha del color del mar entre la bruma. El instinto del Ix Realix tomó el mando incluso antes de que fuese plenamente consciente de que se trataba del cabello de Moira.
Killian impulsó la barrera aquamarina hacia el techo. La tierra se precipitó sobre la sala. Los gritos se ocultaron tras el estrépito que generaron las montañas al colisionar con la capa de hielo que se formó bajo ellas. Las esquirlas se propagaron en todas las direcciones. De la niebla surgió una esfera de energía que repelió los afilados proyectiles, que rebotaron contra los escudos de los Ixes antes de enterrarse en las paredes.
El sanador se resintió por el gasto de energía que le supuso mantener el escudo activo, pero en cuanto sintió la magia protectora de Mrïl a su alrededor, se relajó. El desconcierto reinó en la sala. Los gritos se alzaron por encima de la incomprensión. Los Ixes se volvieron hacia Killian en busca de pruebas de una traición. Las exclamaciones de los Aylerix se encargaron de redirigir el interés de los Ix Regnix, pues fueron los primeros en distinguir el cuerpo de Moira entre las partículas de sal.
La joven avanzó sin ver a los soldados, ajena a los escudos que la protegían de los ataques que volaban en su dirección. Moira abandonó la bruma sin titubear, pues en su mente no había cabida para nada más que la pirámide efímera. En el interior de la joven ardía un fuego que llevaba soles acumulando combustible. Las llamas escarlatas que le teñían la visión solo dejaban espacio para un objetivo. El dolor que le quemaba la garganta impedía que pronunciase palabra, así que posó la pirámide sobre la mesa con tanta furia que resquebrajó el cristal.
Mateus se encontró con el incendio que consumía el rostro de su hija. En aquel latido, supo que no tenía escapatoria.
Los centinelas se acercaron a él para protegerlo. La pirámide emitió un haz de luz añil que atravesó la estancia. Moira no oyó los gemidos de sorpresa ni percibió la confusión que reinaba en su entorno. La joven solo tenía ojos para su padre; para el hombre que, a pesar de haber jurado protegerla, le había mentido durante toda su vida.
Los iris anaranjados de Mateus se nublaron en cuanto vieron a la mujer a la que tanto echaba de menos. En la imagen, el rostro de Isla brillaba con una alegría que iluminaba salas y derretía corazones. El padre de Moira recordaba aquel momento con todo detalle, pues jamás había visto a su compañera tan feliz ni tampoco experimentado un sentimiento tan puro en sus propias carnes. El ámbar recordaba cómo la había rodeado con los brazos y estrechado contra su pecho. Si cerraba los ojos, incluso podía oír la melodía de su risa, las carcajadas convertidas en susurros para no sobresaltar al bebé que sostenían entre los brazos.
Moira, arropada con una manta celeste de gemas anaranjadas, les sonreía. La pequeña tenía una mano enterrada en la túnica de Mateus y la otra enredada en los rizos de su madre. Isla y su compañero se abrazaban con un amor capaz de atravesar los límites de la proyección. Sus miradas descansaban en el bebé al que observaban con la misma adoración que se profesaban el uno al otro.
—Dime que no es verdad —suplicó Moira con la voz rota.
Mateus asintió, incapaz de pronunciar palabra. Su hija se llevó una mano a la boca, tratando de contener el gemido que la fragmentó en mil pedazos. La joven sintió cómo se rompía por dentro. El dolor que le recorrió las venas logró atravesarle los huesos. Las lágrimas formaron ríos oscuros sobre el polvo que le cubría el rostro y el labio inferior le tembló con angustia. Mateus intentó acercarse, pero Moira se alejó de él con la pirámide entre los dedos. La joven reaccionó de la única forma que sabía cuando el mundo probaba ser demasiado para su mente: huyendo.
Los gritos que rebotaron en el corredor no lograron detenerla. Los recuerdos la abrumaban. Las mentiras resonaban en su mente sin darle tregua. Moira sentía el pecho en carne viva, pero si algo tenía claro, era que debía salir de allí.
Necesitaba aire.
Necesitaba ayuda.
Necesitaba respuestas.
La claridad regresó a su pensamiento mientras trazaba un plan. Ya sabía qué pasos seguir, así que estalló una lágrima esmeralda en medio del corredor. Las hiedras crearon un portal que le acarició la piel en cuanto lo atravesó, pero antes de perderse en su interior, sintió el agarre de una mano que la llevó de vuelta a la Fortaleza.
Moira se topó con el rostro preocupado de Killian. El Ix Realix la miró tan aturdido como los Ixes que había dejado atrás. En cuanto percibió el dolor que reflejaban sus ojos, la abrazó. El aroma de la lluvia logró reconfortarla y Moira permitió que la brisa del océano apagase el incendio que le quemaba la piel. Killian le acarició la nuca con ternura. Permanecieron en aquella posición durante varios latidos, hasta que la joven se alejó del refugio de sus brazos y se encaminó hacia el portal.
—¿A dónde vas? —le preguntó Killian.
—A ver al magno.
—Moira, espera un...
—¡No, no espero! —lo interrumpió con los ojos en llamas—. ¡Ya no puedo más!
—Su cónclave todavía no ha terminado, no puedes interrumpirlos.
—¿Es que no lo entiendes? ¡La que sale en esa imagen es mi madre, Killian! ¡Mi madre! ¡La persona que, según el magno, falleció antes de poder transmitirme el conocimiento necesario para procesar la magia! Si estaba muerta, ¡que alguien me explique cómo es posible que me sostuviese entre sus brazos lunas después de mi nacimiento!
Los gritos de Moira rebotaron en las paredes. Las decenas de seres que habitaban su mente se asomaron para ver cómo perdía el control.
—No sé quién soy, Killian... ¡No sé quién es nadie! Aidan, Alis, Júpiter, yo... Es todo mentira, ¿entiendes? Ya no reconozco el mundo en el que vivo, y si no lo comprendo, no sé cómo hacer que mejore.
El Ix Realix le acarició la mejilla sin apartar la mirada de sus ojos marrones. Quizá fue por la preocupación que sintió al comprobar la fragilidad de la mente de la joven, o porque lo arropaba la certeza de saber que ella siempre se había mantenido junto a él a pesar de las consecuencias, pero Killian decidió que, en aquel momento, la acompañaría hasta los mismísimos soles si se lo pidiese.
El aqua la tomó la mano y tiró de ella hacia el portal. La joven opuso resistencia, ya que, a dónde se dirigía, el Ix Realix no podría acompañarla. Killian le acarició los dedos con un beso y volvió a tirar de ella.
—Vamos —dijo con firmeza.
Moira lo miró con los ojos anegados en lágrimas. Una vez más, deseó poder confesarle que lo quería.
—Vamos —respondió antes de atravesar el portal.
La Cima Inalcanzable los recibió con ráfagas de aire helado que se colaron bajo sus túnicas. Los soles del mediodía se reflejaban en el riachuelo que descendía desde la cumbre de la montaña. A su alrededor crecían flores de escarcha y hielo que depuraban el agua cristalina. La belleza del paisaje era innegable, pero Moira solo tenía atención para el inmenso edificio de cristal que se alzaba entre las rocas.
Killian se volvió hacia la cueva que habían recorrido juntos en el pasado. Por desgracia, la montaña solo respondía a la magia del magno, y aunque lo intentó, no logró que el pasadizo cediese. Un estallido resonó en la inmensidad y el Ix se volvió sobresaltado. Del cielo cayeron pedazos de cristal que le arañaron la piel, por lo que Killian se encogió en busca de protección. Cuando levantó la mirada, descubrió a Moira levitando sobre las rocas.
La joven caminaba en el aire, apoyándose en las huellas de obsidiana que se formaban bajo sus pies e impedían que se precipitase al vacío. La magia de las lágrimas de luna impregnaba el viento, pero quedó reducida a polvo cuando el poder que contenía el edificio se filtró por las grietas del cristal.
Moira no esperaba sentir la energía elemental pura que le atravesó la piel y provocó que perdiese el equilibro. El miedo le estranguló el vientre, pero no llegó a liberar un grito de pánico. En su lugar, utilizó el poder de la Esmeralda para estabilizarse. Con la energía de la lágrima creó decenas de tallos verdes que construyeron un balcón a su alrededor. Mientras Killian avanzaba hacia ella, Max y Oak intercambiaron una mirada incrédula. La Guardia Aylerix y los cinco Ix Regnix observaban la escena desde el arroyo, tan aturdidos como maravillados.
—Supongo que, cuando sabes que estás desafiando todas las leyes de Neibos, ya no es necesario esforzarse por ser discreta —comentó Emosi.
Los Aylerix se encaminaron tras Mateus. El ámbar no había dudado ni un latido en seguir a su hija hasta el fin del reino, y Vayras había decidido acompañarlo. Los soldados se sorprendieron, quizá porque desconocían que en el corazón del Ixe vivía una creciente admiración por Moira que lo hacía sentirse culpable por cómo la había tratado en el pasado.
Los Ix Regnix vieron al grupo atravesar el agujero que Moira había creado en la residencia del magno. Tras comprender que era demasiado tarde para detener el agravio a Los Trece Ancianos, decidieron ir tras ella.
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