60. Las lecciones de este mundo
Hundí una espada rubí en el abdomen de un transmutado. En los ojos de Killian vi el reflejo de mi propia desesperación. Los colores del alba teñían el cielo bajo el que volaban alquímicos, hadas, gárgolas, sílfides e incluso un dragón salido de las leyendas más antiguas de Neibos. Vulcano, sin embargo, seguía sin aparecer. Sus tropas eran infatigables. Los duendes y los enanos luchaban contra los elementales oscuros con una eficacia sorprendente para tratarse de criaturas de su tamaño, pero a pesar de sus esfuerzos, no lograríamos contenerlos durante mucho más tiempo.
Las pociones de los sanadores tenían cada vez menos efecto en nuestras tropas y el nögle comenzaba a escasear. La serpiente de arena terminó por perecer, incapaz de soportar más ataques de los neis alquímicos, y su cuerpo yació en el valle. Los soldados de la reina Niamh luchaban con vigor a pesar del desprecio que sentían por los elfos de Iderendil, que abatían a nuestros enemigos con flechas de plata inagotables. Entre las dunas brillaban telas de araña áureas que capturaban a los alquímicos, quienes perdían el control cuando sentían el pulso del prisma hexagonal. El hechizo de los Ixes y los Annorum Vitae emitía vibraciones en una frecuencia que desestabilizaba la energía alquímica, y durante aquellos latidos, el ejército de Vulcano se volvía vulnerable.
Pero nuestra ventaja era efímera.
Los neis transmutados lanzaban a nuestras tropas por los aires hasta que sus huesos se fracturaban contra las laderas de las montañas. Las rocas aplastaban cráneos y teñían el desierto con la sangre de nuestros hermanos y hermanas. Los cadáveres se apilaban bajo las hiedras de la noche, que serpenteaban entre ellos para atacarnos cuando menos lo esperábamos, y-
—¡Cuidado! —me gritó una diamante.
Un sátiro de las tinieblas corrió hacia mí y me obligó a rodar por las dunas para evitar su ataque. La flecha abandonó el arco en cuanto me incorporé. El elemental se desplomó sobre el suelo y un líquido negro y viscoso le brotó de la boca. Me quedé absorta durante un instante, pensando en el horror que supondría ser despojado de tu voluntad por la magia oscura.
—¡Allí! —gritó Marco señalando al horizonte que se transformó en una línea negra que aumentaba de tamaño con cada latido.
—¡Casiopea dice que son más elementales! —explicó Musa mientras se defendía de un enano que la atacaba con un hacha de sombras.
—¡Nos están rodeando! —exclamó Killian.
Maldije entre dientes y lancé las flechas de hielo errante todo lo rápido que me permitían los dedos. Las hiedras reptaron por el suelo y se levantaron a nuestro alrededor para formar una jaula con la que atraparnos. Los soldados lanzaron ataques mágicos hacia ellas, pero tras cada estallido de energía, se volvían a unir en una red cada vez más tupida. Max y Mónica intercambiaron una mirada intranquila. Me obligué a tragar el pánico y di un paso atrás para apoyarme en la espalda de Esen.
—¡Nos tienen acorralados! —gritó Alya, que intentaba alejar a las hiedras con ráfagas de viento eléctrico.
—¡Killian! —exclamó Quentin antes de señalar el cielo.
El jefe del clan dibujó un triángulo de luz turquesa en el aire, pero antes de que pudiésemos descubrir lo que se escondía sobre nosotros, fuimos alcanzados por un estallido de poder que nos obligó a encogernos sobre la arena.
—Ix Realix —dijo una voz que se abrió paso entre los gritos de las tropas de Vulcano.
Devo emergió de una nube blanca que aturdió a las tinieblas. Los brazos del magno se iluminaron con símbolos que brillaron con el color del océano y el anciano golpeó su báculo contra el suelo. La energía de la Aquamarina centelleó y una ola de poder arrasó con los enemigos que nos rodeaban, que disiparon la bruma al desplomarse sobre el suelo.
—¿Magno? —preguntó Killian asombrado—. ¿Qué hace aquí?
—Consideramos que no les vendría mal un poco de ayuda —respondió Pyro orgullosa.
—Creía que Los Trece no intervenían en el transcurso de la vida de los neis —murmuré, incapaz de ocultar el rencor que reflejó mi voz.
El rostro de Devo se transformó con una sonrisa iluminada por la magia de los seis reinos. El anciano se volvió hacia un destello celeste que frenó a las hiedras de la noche y seguimos su mirada para descubrir a Elyon luchando entre nuestros soldados.
—Los errores educan a las distintas generaciones de Neibos, señorita Stone, y por suerte para nosotros, Los Trece todavía podemos aprender de las lecciones de este mundo.
¿El magno me estaba hablando con humildad? Definitivamente, el fin estaba cerca.
Los Aylerix y yo nos miramos conmocionados. Pyro se rio entre dientes y la piel de la anciana centelleó con el color de las llamas. El incendio que se propagó por su cuerpo se expandió hasta convertirse en la figura de un fénix que se elevó en el cielo. El animal observó el valle desde las alturas antes de dejarse caer al vacío. El viento avivó el fuego que desafió a las tinieblas y el ave atravesó el campo de batalla hasta transformarse en una línea incendiaria que calcinó a los enemigos y frenó su avance.
Un cambiaformas alquímico se transformó en una criatura de seis cabezas que nos atacó, pero nuestros gritos murieron en cuanto Elyon lo atravesó con un arma etérea creada con energía aquamarina. Musa, Marco y yo intercambiamos sonrisas incrédulas. El maestro se acercó y nos observó con afecto.
—Tenéis buen aspecto, muchachos —dijo antes de desaparecer entre los soldados para luchar allí donde más se necesitaba ayuda.
El cielo se iluminó con explosiones de energía de todos los clanes y Los Trece se materializaron sobre la batalla para revivir la esperanza de nuestro ejército.
—¡Ígnea!
Me volví en cuanto oí la voz de Celeste. Max me protegió del ataque de una alquímica y tras él descubrí un portal de llamas del que brotaron los cinco Ix Regnix.
—¡¡Regresad!! —ordenó Killian mientras él y la Guardia se esforzaban por defenderlos. Celeste corrió tras Ígnea, que se deslizó entre las tropas sin miedo a ser alcanzada.
—¡Está aquí! —exclamó con el rostro desencajado por el horror.
Maldije mientras atravesaba el pecho de un rubí con una flecha y utilicé una lágrima para ahuyentar a las tinieblas que se cernían sobre nosotras. Ígnea me miró tan pálida como la luz de las lunas y Celeste corrió hasta detenerse junto a ella.
—¡Está aquí, Moira! —repitió la ámbar.
El miedo que reflejó su voz me removió las entrañas. Àrelun nos protegió con un escudo de magia elemental. La energía se propagó por mi piel con un hormigueo que me confundió.
—¡Killian! —exclamé agravada.
Pero mi voz quedó oculta bajo cientos de gritos en un idioma que no comprendí. Los enanos exclamaron en la lengua de las minas y los elementales se miraron aterrorizados. Mónica se desplomó sobre la arena y Aidan gritó su nombre desesperado. La obsidiana posó las manos en el suelo y su cuerpo se sacudió con un escalofrío.
—No... —susurró conmocionada.
—¡¡Salid de aquí!! —bramó Geo con los ojos iluminados por el poder de las montañas.
La advertencia llegó demasiado tarde.
El lamento de la tierra me atravesó la carne. El mundo explotó ante nuestros ojos. Las placas del suelo se levantaron como icebergs en un mar helado. La arena y los soldados se precipitaron en todas las direcciones. Mis gritos se disiparon entre el sonido de la desesperación. El dolor me inmovilizó cuando caí sobre una superficie ardiente. Las rocas y los sedimentos que brotaron del interior de Neibos formaron islas en un océano en movimiento. El valle se separó para dejar las entrañas del mundo al descubierto. Los ríos de arena fluyeron hacia la grieta y se llevaron decenas de vidas inocentes. Me aferré a un saliente con todas mis fuerzas, pues era lo único que impedía que cayese al vacío. La tierra rugió furiosa. El fuego que latía en su interior amenazó con quemarme la piel.
El suelo vibró y la piedra que me sostenía comenzó a desprenderse. Intenté alcanzar las lágrimas de luna, pero mi cuerpo estaba demasiado débil como para obedecer mis súplicas. La oscuridad se removió en las profundidades del abismo. Me pegué a la pared del precipicio en un intento por coger impulso. Las montañas se sacudieron y una lluvia de mármol descendió sobre mí. Las dagas del color de la nieve atravesaron la roca y la fijaron a la tierra. El rugido que retumbó sobre mí me aceleró el corazón.
Levanté la mirada para descubrir a una criatura de piedra ebúrnea volando hacia mí. Alya gritó mi nombre y la gárgola sobre la que viajaba rugió contra el viento. El crujido que provocó la roca al partirse me heló la sangre. El precipicio me arañó la piel. La gárgola se estiró hacia mí. Acaricié la piel tallada de sus garras antes de caer.
—¡¡Moira!! —bramó Alya.
La gárgola rugió en la superficie y el sonido de los gritos se apagó en cuanto me tragó la tierra. La energía del abismo me penetró los huesos. El dolor me llenó los ojos de lágrimas. La voz de la energía oscura me anuló el pensamiento y chillé en cuanto sentí una mandíbula atravesándome el muslo. La sangre descendió por mi piel. La presencia de los monstruos que se escondían en las tinieblas aumentó conforme caía hacia el centro del abismo.
Sentí cómo me atravesaban la carne con sus garras y colmillos. La voluntad de la magia oscura impidió que oyese mis propias súplicas. Las carcajadas me hicieron estremecerme. Una luz púrpura permitió que viese a los monstruos que me rodeaban. Entre las sombras distinguí alas, picos y dientes feroces. El horror me paralizó. Las tinieblas me envolvieron en un abrazo del que no había escapatoria.
La luz se intensificó. Las sombras gritaron bajo mi cuerpo y se expandieron en un abanico que invocó a la oscuridad. El valle reapareció ante mí y me ayudó a comprender que habíamos regresado a la superficie. La gárgola me sostuvo entre sus garras y Alya se asomó entre sus cuernos blancos para comprobar que seguía con vida. La sílfide me dijo algo que no alcancé a escuchar antes de que la inmensa criatura alzase el vuelo.
—Gárgolas antiguas —susurré asombrada.
Las tinieblas nos persiguieron, pero la magia púrpura de Alya logró mantenerlas lejos de mí. El dolor me entumeció el cuerpo y me obligué a activar el contenedor espacial para tomar la última pócima que me habían entregado los sanadores. El alivio llegó de inmediato, y cuando la gárgola se inclinó, vi la grieta que atravesaba el desierto.
Su interior era tan negro como la oscuridad que se acumulaba en el cielo. Las criaturas alquímicas brotaban del abismo en oleadas, y aunque la gárgola se esforzó por evitarlas, no lo consiguió. Los alaridos de las sombras que se dirigieron a nosotros me atravesaron los tímpanos. Del precipicio brotaron columnas de fuego que me iluminaron la piel ensangrentada. A mi alrededor se formó una burbuja esmeralda en la que reconocí la energía de Mrïl. La magia del hetaliá desintegró a las tinieblas hasta que unos brazos cálidos me protegieron con su abrigo.
—Papá —susurré en cuanto sentí su energía sobre la piel.
—Te tengo, hija.
El alivio me empañó la visión y el pelaje de Mrïl me hizo cosquillas en las piernas. La luz que iluminaba la hondonada se consumió y la oscuridad se cernió sobre nosotros. Las llamaradas que brotaban del abismo centellearon cuando Vulcano las atravesó para dirigirse a nosotros.
🏁 : 100👀, 60🌟 y 42 ✍
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