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59. La hondonada de las pesadillas

Muchísimas gracias por toda la interacción de los últimos capítulos; significa mucho.

Veo caras nuevas y las aprecio un montón, al igual que a quienes llevan ciclos acompañándome. ❤

Pronto haré un maratón.

Que no decaiga 😉

El caos que inundó el valle destrozó las dunas y atravesó los cuerpos de los neis. La colisión entre los ejércitos llenó el desierto de gritos atroces. El miedo se filtró por nuestros huesos con lágrimas y sangre. Los soldados combatieron con una valentía que no se debilitaba con los latidos, y con cada compañero que se hundía entre la arena, llegaban gritos que nos animaban a seguir luchando. Desde las cimas, las patrullas lanzaban ataques que iluminaban las tinieblas y las consumían con la energía de los seis clanes. Los neis transmutados ansiaban llegar a ellas, pero los Annorum Vitae impidieron que se teletransportasen a las cumbres con un nuevo conjuro, por lo que, si querían alcanzarlas, tendrían que pasar por encima de nuestros cadáveres.

Los elfos eran guerreros grandiosos. Sus flechas caían desde las montañas como gotas de lluvia plateada que aniquilaban a decenas de enemigos en un instante, y en el combate cuerpo a cuerpo mostraban una agilidad que ninguno de nosotros podría igualar. Los alquímicos, sin embargo, no tenían nada que perder. Se lanzaban a la batalla sin miedo a morir, pues no eran más que contenedores de energía oscura, y la energía oscura no se detenía ante nada.

Las hiedras y los tallos de espinas se deslizaban entre las dunas como tentáculos que nadaban en un océano de tinieblas. Los enemigos levitaban a nuestro alrededor sin riesgo a cansarse y, con sus ataques aéreos, lograban abatir a varios soldados a la vez. La vegetación oscura brotaba del interior del planeta y atrapaba a los neis, les retorcía el cuello y los arrastraba por la arena hasta que las dunas ardientes les derretían la piel. El ejército de Vulcano no tenía fin. Las tropas avanzaban hacia nosotros sin tregua, y a pesar de los cadáveres que cubrían el suelo, sus números no parecían menguar.

¡Xaïlelú!

El grito de la elfa que luchaba junto a mí permitió que evitase la grieta que se formó bajo nuestros pies. Un obsidiana de ojos alquímicos me dedicó una sonrisa pérfida antes de invocar a la magia oscura. Las sombras se removieron sobre nosotros. Un aullido desgarrador me erizó la piel. El aqua del que provenía se arrodilló ante mí. El cristal transmutado que le atravesaba el cráneo se retorció y el soldado suplicó una clemencia que nunca llegó. La sangre abandonó su cuerpo como un afluente que se dirigió a los ríos carmesíes que recorrían el desierto. Sus ojos grises se encontraron con los míos.

—Por Neibos —susurró antes de desplomarse sobre la arena.

Grité con una rabia que me quemó la garganta. Los neis atacaron con furia, movidos por la venganza. El horror descendió sobre mí; estábamos rodeados de enemigos. La energía rubí y esmeralda de los soldados desafió a las tinieblas, pero las tropas de Vulcano eran demasiadas. El enemigo obsidiana ladeó la cabeza y me miró complacido. Las líneas de humo oscuro que le brotaron de las manos se hundieron en las dunas y su carcajada logró estremecerme.

—¡Preparaos! —bramó el líder del batallón.

El veneno de la magia oscura me atravesó la carne. Me dejé caer sobre la arena, agotada e impresionada por la brutalidad de la guerra. El obsidiana me miró satisfecho. Su rostro se desencajó cuando golpeé un puñado de lágrimas ámbar contra el suelo. El destello anaranjado que emitió su poder nos cegó. La arena se deslizó bajo nuestros pies para formar una ola gigantesca que buscaba sepultarnos entre las dunas. Los gritos de pánico resonaron en la inmensidad. La energía transmutada se alzó con un estruendo que silenció el horror de la batalla. Los neis alquímicos nos rodearon. El desierto se elevó sobre nosotros. Los soldados lucharon contra las hiedras tenebrosas con arrojo. Los elfos dispararon flechas argénteas sin descanso. Pero detrás de cada enemigo que caía, aparecían diez más.

—¡Señorita Stone! —gritó un soldado esmeralda—. ¡Tenemos que sacarla de aquí!

El hombre corrió hacia mí desesperado. La sonrisa que encontró en mi rostro lo confundió. La arena me arañó las rodillas y le tendí una mano para que se uniese a mí. Las olas se cernieron sobre nosotros mientras el esmeralda me ayudaba a levantarme. La brisa de los bosques me acarició la piel. El soldado jadeó en cuanto percibió el calor del fuego en mis dedos.

—¡Soldados, a mí! —ordenó para sorpresa del batallón.

Los neis lo miraron como si hubiese perdido la cabeza, pero obedecieron. El océano se inclinó sobre nosotros, desprendiendo gotas de arena que se convirtieron en una lluvia que me nubló la visión. El polvo me bañó la piel. El rugido del mar me sacudió con un escalofrío. Sentí el peso del desierto sobre mí, preparado para dejarse caer y romperme en mil pedazos. A través de las cascadas de arena vi a las decenas de soldados oscuros que nos rodeaban. El miedo me estranguló los nervios. La adrenalina me ayudó a concentrarme en la energía que flotaba a mi alrededor.

—¡Moira! —gritó Killian desde algún lugar del valle.

¿¡Elï láô elïtem lúxúlei!? —bramó una elfa junto a nosotros.

¡Dlúyïddym ôlúl! —ordenó el eco de la voz de Àrelun.

Los elfos formaron una línea defensiva a nuestro alrededor. El esmeralda sirvió como hilo conductor de la energía que recorrió a la cadena de soldados que me cedieron su poder. La magia de las gemas me acarició las mejillas. Mi colgante brilló con su luz iridiscente, preparado para protegerme de las dunas que se precipitaron sobre nosotros. El silbido que emitió la arena al caer me resonó en los oídos. El peso del desierto me hundió hasta sepultarme. Mis pulmones se resintieron bajo tierra. El fuego me quemó la piel. La energía de las gemas se mezcló con la magia oscura. La brisa del bosque me liberó del lastre del mundo.

El desierto se removió sobre nosotros. El océano desecado se levantó para darme aire. La luz dorada que brotó de mis dedos, que seguían entrelazados con los del esmeralda, formó una cúpula que se propagó en derredor. La energía invocada por los neis alzó las dunas de nuestro sepulcro. La bóveda se expandió y sobre ella se removió la arena del Baldío Prohibido, que nos habló en la lengua de la tierra.

Meridiëi... —susurró un elfo impresionado.

Los soldados miraron al cielo de estrellas tostadas que se extendía sobre nosotros. Los elfos tensaron las cuerdas de los arcos y analizaron el horizonte en expansión. La cúpula ganaba terreno con cada latido, pero bajo ella solo aparecían tropas amigas, pues los neis alquímicos no podían atravesarla. Killian y Àrelun intercambiaron una mirada de estupor y se acercaron a nosotros junto a decenas de soldados aturdidos. El poder de las gemas se acumuló en la superficie y la magia me nubló la visión. Killian deslizó su mano en la mía. El frescor de la lluvia bastó para calmarme. La magia del Ix Realix nutrió la cadena de neis y la bóveda centelleó sobre nosotros y se alzó hasta el infinito.

—¡Preparad vuestros corazones! —exclamó mientras tomaba su arma de energía.

¡Lu dáellïe! —gritó Àrelun antes de cargar su arco de plata.

Los elfos imitaron al señor de Iderendil y en sus rostros coronados por el símbolo de la revolución brilló la valentía. Los neis bebieron nögle y conjuraron ruedas elementales que nos bañaron con un arcoíris de luz que me hizo creer que la victoria era posible.

—¡Por Neibos! —gritaron con las gargantas destrozadas.

¡Dâf lïddyltel! —respondieron los elfos.

Killian se llevó nuestras manos unidas a los labios para depositar un beso sobre mis dedos. El jefe del clan me dedicó un asentimiento que correspondí. Grité en busca de la fuerza necesaria para romper la cadena de energía y me impulsé hacia atrás. El poder de las gemas me abandonó. Me desplomé sobre el suelo. La arena me arañó la piel. El estruendo de la peor de las tormentas se desató sobre nosotros. La cúpula centelleó con la fuerza de cien relámpagos.

Y entonces explotó.

El desierto estalló en todas las direcciones. Las montañas se cubrieron de arena, bañándose en un naranja que resistió a la oscuridad alquímica. El valle fue arrasado por una onda expansiva que sacudió la tierra y derribó a las tropas de Vulcano. Los elfos hundieron sus flechas en los enemigos que lograban mantener la posición, cuyos cuerpos cayeron sin oponer resistencia.

El silencio se apoderó del valle.

Los soldados intercambiaron miradas de recelo. De las montañas llegaron gritos de alarma. En el cielo se materializaron cientos de neis oscuros que se precipitaron sobre nosotros. La hondonada se volvió a teñir del color de la muerte.

Los soldados gritaron sin dejar de luchar por conservar sus vidas. La desesperación me clavó las garras en el pecho. Mi amuleto generó un escudo de luz iridiscente para protegerme mientras activaba el contenedor espacial. La energía elemental que sentí en cuanto me aferré al arco me ayudó a incorporarme. El fulgor de mi flecha centelleó en la oscuridad. La punta de hielo se hundió en el cráneo de una nei alquímica que se desplomó en un latido. La energía transmutada se resintió. El elfo al que había acorralado me miró con agradecimiento antes de regresar a la batalla. En el arco se materializó otra flecha que no llegué a disparar, pues perdí el arma tras ser arrollada por una soldado que se enfrentaba a un nei tenebroso.

El impacto me lanzó duna abajo. Rodé hasta que la arena me nubló la visión y el dolor me atravesó la piel. Una enemiga se desplomó junto a mí, abatida por una elfa. La magia alquímica abandonó su cuerpo y se unió a los ciclones de tinieblas que se arremolinaban sobre nuestras cabezas.

—¡¡Àrelun!! —exclamó una voz en pánico.

La energía transmutada profanó la memoria de los soldados caídos y sus cadáveres se pusieron en pie. Las escleróticas negras del esmeralda que me había ayudado a generar la bóveda se posaron en mí antes de abalanzarse sobre Àrelun. El elfo se resistió, pero las espirales de humo que brotaron del soldado le arrebataron el arco y lo lanzaron por los aires. Àrelun rodó y le dio un golpe al esmeralda que le giró la cabeza en un ángulo imposible.

—¡Cuidado! —gritamos una aqua y yo al unísono.

Me arrastré por la arena mientras veía cómo la cabeza del esmeralda regresaba a su posición natural. De sus manos surgieron tallos con colmillos nacidos de mis propias pesadillas que rodearon las piernas del elfo y lo hicieron caer. Los habitantes de Iderendil se esforzaron por alcanzar a su líder, pero los neis de Vulcano les impidieron el paso con ataques oscuros y sonrisas diabólicas.

La magia elemental del elfo se deshizo de las hiedras que lo aprisionaban. El esmeralda se abalanzó sobre él. Àrelun sonrió. El alquímico frunció el ceño. El líder elfo hizo un gesto para que su enemigo se volviese en mi dirección. La flecha de plata le atravesó la frente antes de que pudiese posar los ojos sobre mí.

—Creía que «era improbable que lograse utilizar un arma tan sensible como esta» —me burlé mientras le devolvía el arco.

Àrelun resopló con una diversión que alivió a sus hermanos. El elfo se levantó y hundió la flecha en la cabeza del esmeralda, que todavía seguía muerto en vida. El alquímico cayó sobre la arena como un peso muerto y de su cuerpo brotaron partículas oscuras que se elevaron en el aire. Seguí su ascenso hasta el cúmulo de tinieblas, que cada vez ocupaba una mayor extensión del cielo del atardecer. Mi mente percibió la anomalía y empezó a trabajar a toda velocidad. El amuleto generó una esfera que me protegió de un torbellino de llamas ennegrecidas que me acariciaron con su calor.

—¿Qué ninfas haces? —me gritó Killian entre las tropas.

—¡Necesito mi arco! —exclamé sin dejar de buscarlo.

El arma me acarició los dedos con una ráfaga de viento salado. Disparé la flecha antes de que una diamante me atravesase el abdomen con un tentáculo de cristal. El arco se cargó con otro proyectil y las prolongaciones que brotaban del pecho de la alquímica se convirtieron en polvo. La energía oscura se resintió cuando su cuerpo cayó sobre la arena.

—¡Àrelun! —exclamé mientras le lanzaba la flecha que sostenía entre los dedos.

El elfo frunció el ceño, pero la utilizó para abatir a la rubí que se lanzó contra él. El cadáver se desplomó entre las dunas. La energía se desintegró ante nosotros. Un soldado generó un orbe de plasma ámbar con el que calcinó a tres enemigos que desaparecieron entre las víctimas. Una elfa hundió la daga en el cuello de una obsidiana y de su cuerpo brotaron espirales de humo que se unieron a las tinieblas. Àrelun y yo nos miramos antes de volvernos hacia las tropas.

—¡¡Hechizad los arcos de los elfos!! —bramé.

¡Lôvem hálâhel àlxïzem ellel!

—¡Bañad sus arcos con vuestra magia! —repitió Killian mientras lanzaba los primeros hechizos.

Las flechas de plata brillaron con los colores de los seis clanes. La combinación de los poderes de los neis y los elementales desintegró la energía que les daba vida a los enemigos antes de que se liberase en el aire. La moral de las tropas cambió de inmediato. Killian me dedicó una expresión tan radiante que me hizo reír. Tras él apareció un niño alquímico dispuesto a rebanarle el cuello. Mi flecha abandonó el arco y se clavó en el pecho de la criatura en el mismo latido en que lo alcanzaba un proyectil de energía aquamarina.

—¿Podemos establecer de una vez que somos igual de buenos con el arco?

Me volví para encontrarme con el rostro sonriente de Aidan, que se deslizó sobre la arena para frenar a los enemigos con un ataque de esquilas de hielo.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Killian, ya que yo estaba distraída hundiendo una flecha en la espalda de una diamante.

—¿Creíais que os íbamos a dejar la diversión para vosotros solos? —cuestionó Mónica.

La Aylerix me guiñó un ojo y se pegó a mi espalda para que la cubriese mientras generaba una grieta entre las dunas que se tragó a varios enemigos. Del interior de la tierra brotó una masa de arena colosal. En su extremo reconocí dos ojos obsidiana y una lengua bífida que me hizo estremecerme. La serpiente estaba cubierta por escamas del color de las dunas y su cuerpo era tan grueso que alcanzaba a los neis por la cintura. El animal abrió la boca y estiró la mandíbula hasta que duplicó su tamaño para lanzarse contra dos neis alquímicos que desaparecieron en un latido. Me volví hacia Mónica asombrada.

—¿No podías haber hecho eso antes de que nos enterrasen vivos? —protesté.

—Lo bueno se hace esperar, flor de mi vida.

La voz de Quentin revoloteó a mi alrededor. El soldado realizó una pirueta cargada de dramatismo antes de arrodillarse sobre la arena. Mónica soltó una carcajada. De las manos del Aylerix brotó una luz escarlata que se propagó por las dunas con la fuerza del mar. En cuanto los alcanzaron las olas rubíes, los soldados recuperaron la esperanza y lucharon con audacia por la victoria.

Quentin señaló el cielo y levanté la mirada para descubrir decenas de naves sobrevolando el valle. Los neis que las ocupaban esquivaban los ataques del ejército de Vulcano mientras lanzaban objetos al suelo. El campo de batalla se llenó de explosiones simultáneas. Las montañas reflejaron los colores de la energía de las gemas, que aniquiló a cientos de enemigos en un instante.

—¡Tu padre es brillante! —exclamó Max con un orgullo que me calentó el pecho—. ¡Debería ascender a su suegro a líder de los grandes maestros de una vez, Ix Realix!

Las carcajadas de mis amigos se elevaron sobre el rugido de la batalla y me volví hacia las montañas como si alguien hubiese pronunciado mi nombre. En la cima que se alzaba sobre nosotros encontré a mi padre, acompañado por Mrïl y los Annorum Vitae. Killian hundió una espada de plasma en la aqua que pretendía atacarme por la espalda y aprovechó nuestra cercanía para besarme. Sonreí contra sus labios, pues la candencia de los gritos de guerra había cambiado. El valle resonaba con expresiones de ánimo. Alarë me susurró contra la piel, por lo que deslicé los dedos en la dirección que marcaban las puntas de flecha.

—¡Àrelun! —exclamé tras descubrir una ventana en el cielo.

El elfo siguió la dirección de mi mirada y el amuleto generó una esfera de luz para protegernos de un ataque alquímico. Del portal que se extendía sobre nosotros brotaron filas de distintas especies de elementales ataviados con armaduras doradas que descendieron una escalera invisible para adentrarse en la batalla.

Meridiëi... —susurró el elfo.

—Y tú diciendo que somos unos desertores... —murmuró Trasno.

El duende se materializó sobre el hombro de Àrelun y Esen y Alya aparecieron junto a él. El elfo y la joven de cabello violeta intercambiaron una sonrisa tan íntima que nos obligó a desviar la mirada. Entre los soldados aparecieron duendes, elementales y sílfides que se lanzaron contra nuestros enemigos en nombre de la reina. Las alas y los tornados se mezclaron con las flechas de plata y la magia de las gemas. Los destellos áureos de las armaduras de los duendes brillaban con cada pirueta que daban en el aire. Me volví hacia mis eternos acompañantes sin saber cómo expresar mi agradecimiento. Esen me sonrió y generó un torbellino que se tragó a varios enemigos antes de dejarlos caer entre el cuerpo de la serpiente de arena, que los aplastó con un siseo.

—Ya puedes disfrutar de este momento, porque te lo recordaré toda la vida —me advirtió Trasno con una risilla antes de desaparecer.

🏁 : 100👀, 60🌟 y 42 ✍

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