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54. Palabras de dos mundos

Capítulo largoooooooooooooo 💜

El ambiente de la gran sala de reuniones se tensó tanto que creí que iba a estallar. Los helechos del lomo de Mrïl me acariciaron la piel y me calmaron el pulso. Estaba tan enfadada que temía convertirme en llamas de un momento a otro, aunque el hielo que se apoderó de los ojos perlados de la reina Niamh logró mantener el incendio bajo control.

Los elementales estaban preparados para atacar. Lo veía en la tensión de sus músculos, en la postura que habían adoptado sus cuerpos y en el hormigueo que me acariciaba la piel con su poder. Solo necesitaban la orden de la reina. Un gesto que les permitiese abalanzarse sobre los humanos y aniquilarnos como nuestros antepasados habían aniquilado a su pueblo. El odio en sus miradas hostiles era innegable, aunque también justificado.

Los neis imitaron sus posiciones de ataque y sentí la energía de los Ix Regnix sobre la piel. La magia de Tirnanög era distinta a la suya, tan etérea y sutil que me costaba percibirla, pero el poder de las gemas era inconfundible. El aroma de la menta y el eucalipto se mezcló con la calidez de las hogueras de invierno. La brisa del mar me envolvió en el abrazo de un ser querido. El pulso de la tierra tembló contra mis pies. La dureza de los cristales cortó la incertidumbre que cargaba el aire. Los elementales avanzaron en el acto.

—¿He oído mi nombre? —preguntó una voz que me hizo sonreír.

Àrelun se dirigió a las criaturas, que lo acorralaron de inmediato. La tensión se convirtió en inquina en sus rostros y el miedo me aceleró el corazón. El elfo se volvió hacia mí, divertido por las expresiones de rabia que lo rodeaban. Vestía un atuendo similar al que había lucido en el bosque. Sus ornamentos eran de plata, al contrario que los de los demás elementales, que portaban joyas áureas en consonancia con el emblema dorado de Tirnanög. Los tres triángulos rojos que le brillaban en la frente destacaban sobre sus ojos verdes, al igual que las tiras de pétalos granates y anaranjados que se deslizaban entre su lacia melena castaña. El aura rebelde que lo envolvía era evidente incluso en medio de la foresta, pero allí, rodeado por otros elementales, se convertía en toda una declaración de intenciones.

—¿Qué haces tú aquí? —preguntó el lugarteniente colérico—. ¡Nadie te ha invitado a esta reunión, holeïlafei!

—¿No? —cuestionó Àrelun mientras se llevaba una mano al pecho con exagerada preocupación—. Que indigno por mi parte interrumpiros de esta manera sin haber sido convocado.

Los elementales se volvieron hacia la reina con el rostro incrédulo y tuve que desviar la mirada al suelo para contener una carcajada histérica. Mrïl se restregó contra mis piernas antes de avanzar hacia el elfo, que se agachó para acariciarlo.

—Veo que ya te has transformado, elïdul —le dijo complacido.

—¿Sabías que era un hetaliá? —le pregunté sorprendida.

—Tenía mis sospechas.

—Te alegrará saber que ya tiene nombre: Mrïl.

Los ojos de Àrelun resplandecieron tras escuchar una muestra de su lengua pronunciada por mis labios y, aunque lo intentó, no logró disimular su orgullo. El elfo se levantó para enfrentarse a la reina, pero antes se topó con Alya. Su cuerpo se tensó durante un latido. Trasno y yo intercambiamos una mirada curiosa entre el silencio.

Àrelun se detuvo ante Niamh y las alas doradas de la reina parecieron brillar con mayor intensidad. El elfo le dedicó una sonrisa de suficiencia al lugarteniente, que parecía preparado para rebanarle el pescuezo, al igual que las demás criaturas. Me encontré con los iris violetas de Esen. El elemental del aire negó en un gesto casi imperceptible, animándome a no hacer preguntas sobre los secretos que se escondían entre ellos. Ambos sabíamos que era un ejercicio inútil.

La tensión de la sala se multiplicó y Alya fue quien peor disimuló su malestar. La reina no rompió el contacto visual con Àrelun, que le sonreía soberbio. Ante mis ojos se desarrolló una conversación silente cargada de odio y reproches. Niamh alzó la barbilla con superioridad. Àrelun se dirigió al círculo de elementales que le bloqueaban el paso. El miedo me estranguló el estómago mientras llevaba la mano al saco de lágrimas de luna. Aquel elfo idiota conseguiría que nos matasen a todos.

Àrelun no dudó en su avance, como si supiese que las garras y los colmillos se alejarían de él antes de tocarlo. Y así fue. Los elementales se apartaron. No hubo quejas ni gruñidos ni insultos. Algunos utilizaron las alas, otros decidieron caminar, pero todos volvieron a ocupar sus posiciones tras la reina sin derramar ni una gota de sangre.

—Interesante posición en la que os encontráis, majestad —murmuró Àrelun con burla.

Los ojos de la reina llamearon y el rostro de su lugarteniente enrojeció.

¡Lomïm tál deledlel, holeïlafei! —bramó el elfo.

Àrelun se limitó a sonreír. Sus ojos verdes se posaron sobre mi rostro antes de ofrecerme una mano. En cuanto la acepté, el elfo miró a la reina con malicia y una pizca de satisfacción, lo que aumentó la hostilidad que se respiraba en la sala.

Frente a nosotros, de la nada, surgió una puerta a otro mundo. Los gritos se volvieron ensordecedores. La magia me acarició la piel y los elementales se lanzaron en nuestra dirección. Àrelun me guio hacia el delicado bosque que se vislumbraba a través de las dimensiones.

¡Vä lôtludym! —bramó el lugarteniente.

—¡No puedes llevar a una humana a...!

La voz enfurecida de la reina se perdió tras el vórtice que se cerró a nuestra espalda. La luz se coló entre el dosel de hojas que nos rodeaban y sentí la caricia del viento sobre la piel. En él percibí un aroma fresco e indómito y la esencia de Tirnanög me llenó los pulmones de libertad.

—¡Tenéis especies antiguas! —exclamé tras reconocer árboles que había visto en los libros del Viejo Mundo.

Àrelun sonrió y su cabello ornamentado ondeó bajo la brisa mágica de aquel lugar. El árbol que descansaba a mi derecha era tan ancho como una de las salas de la Fortaleza y fui incapaz de resistirme a posar la palma de la mano sobre su tronco. El hormigueo que manaba de su corteza me acarició las yemas de los dedos y me separé para admirar las ramas que se extendían sobre nosotros.

El elfo me observó complacido. La magia de los elementales se agitó y la naturaleza cobró vida a nuestro alrededor. La brisa capturó la lluvia de hojas anaranjadas que me acariciaron el rostro y su danza serpenteante las llevó montaña abajo. Los arbustos se separaron para formar un sendero que terminaba en el borde de un precipicio limitado por una barandilla que parecía brotar de la misma roca. La balaustrada, creada por tallos y formas vegetales que se entrelazaban como si tuviesen vida propia, era un mirador desde el que contemplar la belleza que se extendía a nuestros pies.

En el valle, protegida por montañas llenas de vida, se encontraba la ciudad más hermosa que había visto nunca. Los edificios, construidos a partir de un mármol blanco que refulgía entre las rocas, presentaban arcos terminados en punta y grandiosas cristaleras en las que incidía la luz. La plata que los ornamentaba también brillaba en los puentes que comunicaban las cumbres, en los tejados y en las torres de formas orgánicas que parecían imitar a la propia naturaleza. Entre los templetes descansaban árboles de copas granates y anaranjadas, y de las paredes de las montañas brotaban torrentes de agua que confluían en el río de aguas cristalinas que atravesaba la urbe.

Me volví hacia Àrelun embelesada, pero entonces recordé el portal que habíamos dejado atrás.

—No te preocupes —me tranquilizó—, nadie vendrá a molestarnos.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque no saben cómo llegar aquí.

—¿Estamos en Iderendil?

Mi voz se convirtió en un susurro, pero las orejas puntiagudas de Àrelun no tuvieron dificultades para oírme.

—¿Lo recuerdas? —preguntó asombrado.

—No soy más que una humana impresionable, Àrelun, hijo de Eryndel y Asyar, descendiente de la Dinastía del Manantial de Loto. Es de esperar que haya memorizado hasta el último detalle de mi primer encuentro con un abraza-árboles imberbe de piel delicada.

La risa musical del elfo resonó en el valle y el viento pareció deleitarse en su presencia. Àrelun posó las manos sobre la balaustrada. Su túnica del color de los helechos se meció con la brisa.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué se siente al ser la primera humana en visitar el Nuevo Tirnanög?

Las edades de sufrimiento que se escondían tras la honestidad de sus palabras me golpearon con la fuerza del oleaje de invierno. Los elementales habían vivido ocultos durante eras porque temían que volviésemos a aniquilar su mundo. La posibilidad de ver la magnificencia de aquel lugar reducida a polvo me encogió el corazón. ¿Cómo podían haberlo destruido mis antepasados?

—¿Por qué me has traído aquí? —pregunté dolida.

La atención de Àrelun se perdió entre las montañas. El amor que se reflejó en sus ojos verdes me obligó a desviar la mirada, pues me sentía una intrusa presenciando aquel momento de devoción tan vulnerable. Me volví hacia la plaza que se encontraba junto al río, donde, a pesar de la distancia, logré distinguir los puestos de joyas y delicias artesanas. A su alrededor se congregaban las decenas de elfos que recorrían Iderendil gracias a los puentes que conectaban las montañas con las casas nacidas de los árboles. De las rocas brotaban pasarelas que cruzaban el río, y por sus aguas cerúleas se deslizaban pequeñas barcas de madera y plata que titilaban con el reflejo de la corriente. Sobre las conversaciones se elevaba el dulce sonido de arpas e instrumentos de viento, que eran acompañados por las carcajadas de un pueblo que no merecía ser masacrado, sino venerado.

—Quería que lo vieses con tus propios ojos —confesó Àrelun—. Quería que comprendieses todo lo que se perdería si se repitiese la historia, Moira. Tirnanög está lleno de asentamientos como este, de ciudades y poblados en los que se refugian las distintas subespecies de elementales. Si los humanos vuelven a...

—No permitiremos que ocurra de nuevo —lo interrumpí posándole una mano en el hombro. Àrelun me dedicó una sonrisa triste.

—¿Qué significa holeïlafei?

Los ojos del elfo centellearon en cuanto escucharon la palabra que le había dedicado el lugarteniente de la reina con tanto desprecio. Me separé de él para darle espacio y desvié la mirada hacia Iderendil. La luz del meridión incidía sobre la ciudad y aumentaba el fulgor que proyectaban los adornos argénteos sobre sus edificios.

—Algunos la llaman la Ciudad de Plata.

—Veo el porqué —respondí con admiración—. ¿El uso del plateado es una actitud rebelde contra del dorado del séquito de la reina o se debe a un gusto propio?

Àrelun me miró tan sorprendido que ni siquiera me ofendí por su mueca de absoluta perplejidad.

—La inteligencia de la humana impresionable ataca de nuevo —me burlé—. Ahora dime qué pasa entre vosotros.

Holeïlafei significa traidor.

La sonrisa amarga que se dibujó en su rostro no hizo más que aumentar mi desconcierto. Arqueé las cejas, a la espera de más información, y Àrelun se llevó una mano a la nuca en un gesto tan áspero y frágil que, por primera vez desde que lo conocía, me recordó a un humano.

—Es una historia que abarca cientos de edades, Moira. Bastará con que sepas que, cuando estalló la guerra y los humanos decidieron invadir la antigua isla, mi pueblo quedó excluido del escudo que lanzaron las Dinastías para contener a tus antepasados.

El horror me hizo palidecer.

—Nuestra historia no se contiene en esas palabras, pero es la mejor explicación que te puedo ofrecer en este momento. Los líderes de Tirnanög tomaron la decisión que creyeron correcta, y yo hice lo que consideré necesario para proteger a mi pueblo de la masacre a la que nos habían condenado.

No supe qué responder. La información que poseía sobre los elementales se sucedió en mi memoria mientras recordaba aquella mañana en el bosque, junto a los árboles de lluvia, en la que presencié el dolor que atormentaba a Àrelun en sueños.

—¿Es ese el motivo por el que los demás elementales no pueden alcanzarnos? ¿Vivís ajenos al resto de Tirnanög?

El elfo me miró con reservas y desvió la mirada a las montañas.

—Aunque quisiera, no podría condensar eras de acontecimientos en el tiempo del que disponemos.

—Pues ya puedes encontrar una forma sencilla para explicarle a mi estúpida mente humana lo que ocurre, elfo, porque si esperas que haga algo por ayudar tanto a tu pueblo como al mío, necesito conocer la verdad.

Àrelun me dedicó una sonrisa inesperada.

—Tienes una voz demasiado intrépida para ser una criatura tan pequeña y joven, Moira Stone. Aunque quizá sea la propia juventud lo que te vuelve tan osada.

—Mi voz es increíble, pero, si lo deseas, también te puedo enseñar el poder de mi puño —respondí servicial—. Habla, lïfnei.

Àrelun me observó tan divertido como sorprendido por mi conocimiento de los insultos élficos y no pude evitar sonreír orgullosa. De algo me tenía que servir oírlo discutir con Alya durante atardeceres.

—Mi pueblo fue el primero en sufrir las atrocidades cometidas por los humanos —explicó con la voz contenida—. Nos convirtieron en un ejemplo para los demás elementales, querían demostrar que sería preferible rendirse cien veces antes que soportar aquella tortura. Cuando le supliqué a la reina que nos protegiese, que permitiese que los más jóvenes se refugiasen en otras Dinastías para que nuestro linaje no muriese en aquella batalla, se negó.

»Tienes que entender que el tiempo para los elementales no pasa de la misma forma que para los humanos, Moira. Mi pueblo contuvo al ejército enemigo durante edades. Fuimos capturados, torturados y mutilados. Soportamos eras de guerras y violencia para que el resto de Tirnanög se mantuviese a salvo.

—Hasta que algo cambió.

—Encontré la forma de traer la paz a mi pueblo —reconoció con pesar—. Cuando creé Iderendil, me convertí en uno de los primeros grandes elementales de Tirnanög. He mantenido el secreto de su posición desde entonces.

—¿Me estás diciendo que luchaste en la Primera Guerra? —pregunté desconcertada.

Àrelun me miró con malicia y supe qué palabras iba a pronunciar incluso antes de que brotasen de su boca.

—¿Calculando si hacemos una buena pareja, humana?

—¡Ninfas, no! —exclamé en un eco del pasado.

La sonrisa del elfo se agrandó y logró alejar al dolor de los recuerdos durante un latido.

—¿Qué pasa con el lugarteniente de la reina?

—Elas de Zeryndel es un buen líder y un mejor soldado —respondió con una admiración que me sorprendió.

—Entonces, ¿por qué te odia?

—Es un elfo —dijo como si su naturaleza justificase la aversión que sentía hacia él—. Todos los elfos me odian. Al retirar a mi pueblo de la primera línea de batalla traicioné a nuestra especie y, con ella, a todo Tirnanög.

La tristeza que se reflejó en el rostro de Àrelun me removió por dentro. El elfo se volvió hacia la ciudad para evitar mi mirada y el sufrimiento que le tiñó la voz probó que no compartiría más información sobre lo sucedido.

—A riesgo de volver a maravillarte con mi inteligencia, tengo otra pregunta que hacerte —advertí—. No me equivoqué al creer que no podéis luchar solos contra Vulcano, ¿verdad? Es la energía transmutada lo que os afecta.

La sorpresa de Àrelun fue respuesta suficiente, y aunque el elfo se esforzó por guardar los secretos que ponían en peligro a los elementales, ambos sabíamos que ya no había vuelta atrás.

—¿Está relacionado con lo que me contaste sobre los distintos tipos de energía?

—La magia de Tirnanög proviene de la naturaleza —explicó mientras hacía que el tallo de una hiedra se le enredase en la muñeca—, a diferencia de la magia de los neis, que es extraída de las gemas de Neibos. Nuestra energía nace del planeta, pero la vuestra es modificada mediante hechizos para serviros.

—Creo que conozco a alguien que ha aprendido a utilizar la energía como vosotros.

—Tus amigos de la montaña —confirmó.

—¿Me has estado espiando? —pregunté indignada, lo que solo consiguió aumentar su diversión.

—Estoy al tanto de tus investigaciones —confesó lenguaraz—, y tengo que reconocer que me han sorprendido. Creo que habéis dado con el origen del problema. Nuestro poder no diferencia los distintos tipos de energía porque sigue el equilibrio natural, pero vuestra magia puede alterar la presencia de ciertas clases de energía en su beneficio.

—Aunque vosotros sois más poderosos, la magia de los neis se vuelve más específica... —murmuré pensativa—. He sentido ambos tipos de hechizos y parecen vibrar en frecuencias distintas. La energía transmutada es una perturbación del poder de las gemas, lo que hace que vuestra magia pueda contenerla temporalmente, pero no vencerla.

—Sin embargo, vosotros también tenéis dificultades para controlarla —dijo preocupado.

—Cuando se desvincula del huésped que la domina y adquiere voluntad propia, creo que cambia la relación de equilibrio de su propia energía, pero todavía no estoy segura de cómo opera en libertad.

—Debéis daros prisa, Moira. Si Vulcano consigue llegar a Tirnanög y apoderarse de las habilidades de más elementales, la magia alquímica lo destruirá todo. Ninguna dimensión de Neibos estará a salvo, y si me veo obligado a escoger entre mi especie y la tuya, no dudaré en aniquilaros.

El peso de la realidad cayó sobre mis hombros como un manto húmedo y oscuro. La gravedad de su advertencia me atravesó las entrañas. Àrelun se volvió hacia el bosque con el ceño fruncido, como si pudiese ver más allá de las palabras murmuradas por el viento.

—Debemos regresar —declaró inquieto.

El miedo no me abandonó cuando Àrelun abrió el vórtice que nos llevaría de regreso a Aqua. Los gritos llegaron a nosotros antes de que viésemos lo que ocurría en la gran sala de reuniones. El portal entre los mundos se cerró. Una hoja afilada se posicionó entre mi rostro y el hacha que volaba en mi dirección. El suelo tembló. Una poderosa esfera de luz verde se expandió a mi alrededor. La vegetación que brotaba del lomo de Mrïl se sacudió con una ráfaga de viento y Àrelun, que se había adelantado para protegerme, se volvió hacia nosotros maravillado.

La sala estaba destrozada y cubierta por manchas de sangre multicolor. Los neis y los elementales, cuyo número había aumentado desde nuestra partida, se detuvieron para observarnos. La escaramuza les había dejado los rostros heridos y los cuerpos magullados. Lo tenían bien merecido. Al parecer, todos en aquel maldito lugar tenían espuma de mar en lugar de cerebro.

—¿Es así como protegéis a vuestro pueblo? —les pregunté furiosa.

Los habitantes de Tirnanög desviaron las miradas y la reina y Elas se esforzaron por ocultar su vergüenza. Me volví hacia los neis decepcionada. Los ojos de Killian centellearon en la distancia.

—Gracias, amigo —le susurré a Mrïl mientras le acariciaba el lomo.

El lobo se restregó contra mi cuerpo y, aunque la luz protectora se consumió, el animal no se separó de mí. Los elementales se tensaron cuando me deslicé entre ellos para acercarme a la reina. Su lugarteniente inclinó la espada. Los ojos perlados de Niamh se detuvieron en mi rostro mientras los enlaces de los neis inundaban el aire.

—Quiero tu palabra de que, si caemos, liberaréis a los elementales cautivos y protegeréis a los neis del enemigo.

—¿Lucharéis? —me preguntó con el rostro desencajado.

La reina se volvió hacia Àrelun incrédula, al igual que las decenas de elementales que se encontraban en la sala. Los imité por el placer de admirar la expresión condescendiente del elfo, pero, en su lugar, encontré dos ojos verdes clavados en mi rostro.

—Si fracasamos —le dije a la reina—, ¿prometes ocultar a los neis en Tirnanög hasta que sea seguro regresar?

Niamh dudó. Elas se volvió alarmado. Los elementales concentraron toda su atención en la reina y el mundo se redujo a la intensidad de sus ojos de perla. Las mariposas que le cubrían el cuerpo aletearon nerviosas. Por su rostro se deslizaron eras de reflexiones.

—Tienes mi palabra —respondió para sorpresa de sus súbditos.

—Entonces sí, reina Niamh, lucharemos.

—Y no lo harán solos —declaró una voz que desafió al silencio.

La multitud se volvió hacia Àrelun con el corazón en vilo.

—¿Lucharéis por los humanos? —condenó una elfa con desprecio.

—No —le respondió Àrelun—, lucharemos junto a ellos.

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