53. Cadenas y cicatrices
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Mi habitación en la Fortaleza se había mantenido intacta al paso de los ciclos. Hacía lunas que no atravesaba el umbral de la puerta, pero mi capa azul seguía arrugada a los pies de la cama. En el escritorio había restos de carbón del último dibujo que había creado sobre él y, entre las macetas y los artefactos antiguos, se escondían documentos que había encontrado en la torre de Adaír. Las lámparas de sal emitían una luz tenue que se veía opacada por las auroras azules, verdes y púrpuras que se reflejaban en el techo y las paredes. La planta boreal descansaba magnífica sobre la cómoda. El cristal de diamante conservaba la nieve que nutría sus raíces y no me resistí a acariciar las flores que brotaban entre las hojas. Me volví hacia el balcón con una sonrisa. Aquel lugar, que había sido mi refugio en el caos, logró relajarme los músculos de inmediato.
La nostalgia por mi hogar llegó como una bofetada. Con todo lo que había ocurrido aún no había tenido tiempo de regresar a casa, y después de lo que habíamos descubierto, tenía más ganas de cobijarme en el abrigo de los recuerdos que nunca.
Mrïl se restregó contra mis piernas y me ayudó a extender en el suelo la colcha de espuma de mar que descansaba sobre la cama. Nos acomodamos entre los muebles y el lobo se acurrucó junto a mí para permitir que abriese la caja de pigmentos. El cuaderno de nácar y plasma brilló bajo la luz de las auroras y la vegetación que cubría el lomo del animal reflejó sus bellos colores.
La paz se volvió hipnótica. Transcurrieron varias posiciones de las lunas sin que lo percibiese, y cuando alguien llamó a la puerta, no pude evitar tensarme. Mrïl alzó las orejas. La oscuridad que reinaba en el exterior me informó de que ya era de madrugada.
—Soy yo —informó una voz cansada desde el otro lado del pasillo.
—¿Me tengo que levantar? —protesté.
—Eso me temo.
—¿No puedes hacer nada? Eres el Ix Realix de Neibos...
Killian atravesó el portal de humo celeste que se formó ante mí y me miró con un brillo divertido en los ojos.
—¿Ves qué bien? —alabé con malicia—. Tus capacidades nunca dejan de sorprenderme.
El jefe del clan advirtió la colcha sobre la que nos encontrábamos Mrïl y yo y su alegría se resintió.
—¿Otra vez en el suelo? —preguntó mientras avanzaba hacia nosotros.
Me encogí de hombros y Killian se agachó y me atrajo hacia él. Sus dedos me acariciaron la mejilla sin dejar de acercarme a su boca. Sonreí contra su rostro y el aroma a tierra humedecida por la lluvia me despejó los sentidos. Los labios de Killian dejaron un camino de besos por mi mandíbula y me reí antes de limpiarle el carbón de colores con el que le había manchado la piel.
El jefe del clan se acomodó junto a mí antes de posar la mirada en el dibujo. Ya casi lo había terminado y en sus ojos vi el momento justo en el que reconoció mi cuarto. Aunque era evidente que había visitado aquel lugar repleto de plantas extintas y artefactos de la civilización antigua en mi ausencia, ninguno dijo nada al respecto.
Killian deslizó los brazos a mi alrededor, así que flexioné las piernas sobre su regazo para poder apoyarme en su pecho. La carga que soportaban sus hombros se había vuelto más pesada, al igual que las sombras púrpuras que brillaban sobre su piel de escarcha. Killian suspiró y levantó la cabeza para admirar las auroras que titilaban sobre nosotros.
—Es hermosa —dijo señalando la planta boreal.
—La rompí —confesé para su sorpresa—. Cuando descubrí que Elísabet era tu nywïth, me enfadé y lo destrocé todo. Me corté los dedos con el cristal diamante y apareció una ninfa de los bosques que me curó al instante. Era impresionante, ojalá la hubieses visto entre estas paredes. En cuanto tocó las ramas secas de la planta, las auroras recuperaron la vida y la nieve y la maceta de cristal se recompusieron ante mis ojos.
—¿Cómo determinaste que no era real? —me preguntó.
—A aquellas alturas ya había llegado a la conclusión de que estaba enferma, pero al atardecer siguiente, de camino a Slusonia, me topé con Cruz. Me dijo que había recibido mi petición para que reconstruyese la planta boreal y que la había dejado como nueva.
—Pero tú no le habías dicho nada.
Asentí y los iris de Killian se llenaron de tristeza.
—Lo siento tanto, Moira... —se disculpó apenado—. Tendría que haberte creído.
—No pasa nada —susurré mientras le acariciaba la mejilla—. Yo tampoco me creí a mí misma.
—Has hablado con ellos para...
—No he vuelto a ver a ningún elemental.
Killian desvió la mirada hacia las ventanas con preocupación.
—¿Qué vamos a hacer, Moira? Tantos secretos, tantas muertes y dolor... ¿Cómo vamos a proteger a los reinos de esto?
—Paso a paso.
Killian me dedicó una mueca de molestia que me hizo reír y su mirada se detuvo en Mrïl. El jefe del clan se inclinó sobre el lobo, que alzó la cabeza y le mostró los dientes en un gesto amenazante, pero no le gruñó. Sobre la mano de Killian apareció un cuenco con agua fresca y los ojos verdes del hetaliá me observaron con atención. Cuando asentí, Mrïl se abalanzó sobre él para calmar su sed. Killian me miró con fingida ofensa.
—Tenemos problemas de confianza —le expliqué divertida.
—Ya lo veo.
—No te quejes tanto, que al menos a ti no te atacó.
—¿Y a ti sí? —preguntó sorprendido.
Señalé las cicatrices que habían dejado las garras del animal en mi antebrazo. Killian ya había visto todas las marcas que acumulaba mi cuerpo, pero saber qué las había originado le ensombreció el rostro. Sus dedos me recorrieron la piel con una caricia y se posaron en las marcas de hielo que se extendían junto a la huella del lobo.
—¿Esto fue en la tienda de Atlane?
Respondí con un gesto silente y Killian deslizó las yemas de los dedos por mi muñeca hasta detenerse en el valle de cicatrices que tenía en la mano. El océano de sus iris se agitó y el joven me observó con dolor, pues sabía que, bajo los montículos de piel cicatrizada, había descansado la marca de los centinelas de la Fortaleza.
—Tenía miedo de que me rastreaseis, así que me la arranqué —le expliqué.
Killian tragó antes de depositar un beso en la marca que tanto dolor me había generado. Nuestros ojos se encontraron y en ellos vi el reflejo de la promesa que me había hecho hacía tantas lunas. Analicé los recuerdos que guardaba mi piel antes de asentir. Killian se sorprendió y sonreí complacida: había llegado el momento de pasar página.
Para poder prestarle atención al presente tenía que olvidar el rencor y empezar a sanar. Dejarlo ir no implicaba ignorar lo ocurrido. No significaba que fuese débil ni que no me pudiese enfrentar a ello, sino todo lo contrario. Liberarme de las cadenas del dolor probaba que me había reencontrado en la luz que reflejaban los ojos de los monstruos del pasado, y no podía esperar a descubrir todo lo que había aprendido en el camino.
Mi sonrisa se ensanchó y Killian me besó. Entre sus labios descubrí un orgullo que me calentó el pecho. Sus manos se deslizaron bajo mi ropa y me aceleraron el pulso. Me deshice de los cierres de cristal de su unüil y sentí el calor que desprendía su cuerpo sobre el mío. Las auroras tiñeron nuestras pieles de magia y el poder de las gemas nos envolvió en una corriente que envió descargas por mi columna vertebral. Me estremecí de placer, de dolor, de tristeza y de alegría; y beso a beso, caricia a caricia y hechizo a hechizo, mi cuerpo se preparó para volver a luchar. Algunas cicatrices se desvanecieron, otras se quedaron y, juntas, forjaron una armadura que me volvió más resiliente al mundo.
* * *
Me desperté envuelta en una nube de calor que me acariciaba la piel. Alcé la cabeza para ver qué ocurría más allá de aquella habitación y descubrí que la luz de los soles comenzaba a aclarar la oscuridad del horizonte. Distinguí una figura sentada en la barandilla del balcón y me incorporé con cautela para no molestar a Killian. No me pude resistir a depositar un beso en aquel rostro en calma. Mientras me vestía, Mrïl se preparó para seguirme, así que lo acaricié para hacerle saber que podía seguir durmiendo.
La túnica me protegió del aire helado que reinaba en el exterior. Cerré la puerta del balcón antes de mirar a la inmensidad. Las sombras de los árboles se retorcían bajo la energía de las gemas que iluminaba el jardín. Sonreí en cuanto vi nubes sobre las estrellas; hacía demasiado tiempo que no sentía la lluvia sobre la piel.
—Nunca quise hacerte daño —susurró una voz ronca.
—Lo sé.
Trasno se volvió para mirarme y la sonrisa que le dediqué logró aliviar la tristeza que le teñía el semblante.
—He hecho muchas cosas en nombre de Tirnanög, Moira. Le debo lealtad a la reina y a las Grandes Dinastías desde hace tantas edades que ya no recuerdo cuántas, lo que provoca que, en ocasiones, pierda la perspectiva. Nunca me paré a pensar en el daño que te hacíamos con nuestras ilusiones.
—No me mientas, Trasno. Recuerdo encontrarme con tus ojos tristes y llenos de culpa. Recuerdo las veces en las que me mirabas con una lástima que no comprendía, y también la rabia que cargaba tus palabras y que creía que nacía de mí.
El duende guardó silencio. El pesar que brilló en sus iris me resultó familiar, pues me había visto reflejada en él en incontables ocasiones.
—¿Volverías a hacerlo? —le pregunté.
Trasno me miró con una gravedad que le transformó el semblante. El azul de sus ojos se convirtió en brasas ardientes y el duende se irguió orgulloso.
—El pueblo de Tirnanög no volverá a ser sometido, Moira. Tomaremos las armas y destruiremos el mundo antes de permitir que nos encadenen de nuevo.
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