36. Hogar
Me desperté con las primeras luces del amanecer. El lobo dormía a mis pies y la calidez de su cuerpo me reconfortó. Desde que Mónica lo había curado, tenía mejor aspecto. Su pelaje gris se había vuelto suave y brillante. El acceso a una fuente de alimento constante le fortalecía los músculos y, cuando se ponía en pie, lograba alcanzarme el rostro con el hocico. Me hacía feliz ver que, a pesar de todo lo que habíamos vivido, nos estábamos recuperando.
Mi padre seguía nervioso tras lo ocurrido, y aunque ayer me habría encantado quedarme a pasar la noche en el Hrath con mis amigos, había decidido regresar a su nueva residencia en la Fortaleza. Me sorprendió descubrir que estaba repleta de recuerdos. Mis dibujos decoraban las paredes, acompañados por imágenes de agua capturadas en lugares en los que habíamos vivido grandes momentos. Cuando veía el paisaje del río de la Calma casi podía oír nuestras carcajadas, pues regresaba a aquel atardecer en el que Cruz y mi padre se habían empeñado en construir un bote que nos llevase hasta las islas del reino. El plan había sido un fracaso, por supuesto, pero la diversión de aquellas posiciones siempre tendría un lugar especial en mi corazón.
Los muebles y artefactos que llenaban las estancias estaban fabricados a prueba de magia. Mi padre se había esforzado por crear un espacio en el que pudiese descansar sin ser afectada por el poder de las gemas y el afecto que sentí me hizo sonreír. Todo con lo que me topaba estaba bañado en la esencia de momentos felices: el jarrón de flores de escarcha que decoraba la entrada, la manta de hojas de hiedra que descansaba sobre el sofá, el retrato de mi madre que presidía el salón...
Una parte de mí se negaba a abandonar la casa familiar, pues era el lugar en el que había crecido y donde el espíritu de mi madre se mantenía con vida. Sin embargo, estaba empezando a comprender que no eran los objetos ni las costumbres las que formaban nuestro hogar, sino las personas con las que decidíamos compartirlas.
Me abrí paso entre las mantas para incorporarme y el lobo se removió molesto. La cama, que se alzaba a mi derecha, estaba inmaculada. Después de tantas lunas durmiendo en el suelo, me había vuelto incapaz de soportar la inestabilidad de los colchones de agua. Reconocí una mancha azul sobre la colcha de espuma de mar y sonreí en silencio. Era el diario de Adaír. Lo había ocultado en un lugar seguro antes de atravesar el escudo transmutado de Catnia y Duacro había tenido la amabilidad de devolvérmelo. Saqué el cristal aurático para ver cómo se encontraba. La niebla de color carmesí que se removía entre los filamentos de oro significaba que estaba rabiosa o soportando un dolor desgarrador. Quizá se tratase de ambas cosas.
Me dirigí a la cocina con un suspiro. No esperaba encontrar a mi padre, ya que estaría trabajando con Cruz y Quentin para deshacer los hechizos que afectaban a la madre de Aidan. Sobre la mesa descansaba una nota de papel de algodón.
No te comas todos los bollos.
Te quiero,
papá.
Acaricié las palabras escritas con agua de mar y luché contra el nudo que se me formó en la garganta. El desierto me había convencido de que no volvería a verlo y disfrutar de su cariño en forma de bollos de canela recién horneados era un sueño hecho realidad. El lobo se sentó junto a la puerta y le ofrecí un pedazo de miga que no le entusiasmó. Busqué algo de carne en el bloque de hielo tallado que se escondía tras los muebles. El animal se acercó y me observó con la cabeza ladeada.
—Esto sí que te interesa, ¿no? —pregunté mientras le entregaba el alimento en un cuenco de sal.
—Mucho mejor que esas frutas extrañas que le dabas en el bosque...
—¡Esen! —exclamé ilusionada.
Me abalancé sobre él en un gesto que lo sorprendió, aunque el elemental no tardó en rodearme con los brazos. Echaba en falta la seguridad que me aportaban las visiones, pues eran una constante que no me había abandonado ni en mis peores momentos. Seguía oyendo voces, pero el descanso y la buena alimentación, junto con el trabajo del sanador, parecían haberme devuelto parte de la lucidez perdida entre las dunas. Doc creía que debía alegrarme por sentirme mejor. Él no sabía que me había vuelto dependiente de los delirios, ya que, gracias a ellos, lograba evadirme de la realidad durante unos latidos.
* * *
Alargué el desayuno lo máximo posible. El diario de Adaír que descansaba sobre la encimera, sin embargo, no dejaba de hostigarme. Killian tenía razón, teníamos que hablar.
El lobo me siguió por los corredores del castillo. Aunque los neis se mostraban recelosos ante su presencia, no se alejaban de nosotros, sino todo lo contrario. Desde mi regreso, había percibido un cambio que esperaba que residiese en mi imaginación. La mirada incrédula que me dedicó Trasno probó que no era así.
Los habitantes de la Fortaleza ya no me miraban con desprecio. Sus rostros carentes de sospecha se volvían hacia mí cuando pasaba entre ellos, pero en lugar de odio, en sus ojos brillaban admiración y respeto. Las investigaciones de los grandes maestros probaron que no había asesinado a la Ix del reino, sino a su impostora, y los Ix Regnix y el Consejo de los seis clanes habían fallado a mi favor.
—Ahora eres la heroína del pueblo —se burló Esen.
—En las nöglerías se entonan canciones sobre tus hazañas, Arenilla.
Les dediqué una mirada que los invitó a nadar en el lugar en el que el océano se perdía entre las tinieblas, aunque no logré que dejasen de reírse de mí durante todo el camino. Me sorprendió que los centinelas no nos cortasen el paso cuando nos adentramos en el ala de la familia del clan. Los soldados se limitaron a dedicarme un gesto de cortesía mientras subía las escaleras.
—No hay quién ninfas entienda a los neis —refunfuñó Trasno—. Primero te odian y no te quieren ver delante y ahora, de un atardecer a otro, deciden besar el suelo que pisas.
Llamé a la puerta del cuarto de los Ix Realix. Como me habían arrebatado el xerät y las lágrimas de luna a mi llegada, no me había quedado más remedio que acudir en su busca. La estancia se mantuvo en silencio. El olor a tierra mojada que inundaba el aire tras una gran tormenta se coló por debajo de la puerta. Killian apareció en el umbral con el rostro confuso, pero en cuanto se encontró con mis ojos, sonrió.
—Buenos atardeceres —dijo, utilizando la forma de cortesía de la civilización antigua.
Ignoré el revoloteo que me acarició la piel y correspondí el saludo con un gesto amable. Desvié la mirada más allá de su rostro.
Y entonces sentí que me apuñalaban.
Al otro lado de la estancia, bajo un gran espejo, descansaba una cómoda que contenía olas de mar en movimiento. Entre el cofre de ornamentos azules, las velas de escarcha y las conchas de nácar que se posaban sobre ella, se alzaba una escultura de cristal que imitaba a un árbol de ramas sinuosas. La luz que se reflejaba en su superficie proyectaba espirales plateadas que danzaban para generar formas maravillosas a su alrededor.
Mi mente regresó al pasado, a una de las muchas madrugadas en las que Killian y yo nos reuníamos junto a la muralla de agua, afectados por la enfermedad que diezmaba a los rubíes y los ataques sin tregua que sometían a la Ciudad Azul. Durante aquellos momentos robados le había contado el secreto de las hormigas de terciopelo, que transformaban la tierra en cristal y creaban hermosas tallas con sus hormigueros. Recordé el viento que agitaba las copas de los árboles, el salitre que inundaba el ambiente y la forma en la que me había mirado, cargada de emociones por pronunciar.
Pero ya no había lugar para aquellos momentos, pues nuestro tesoro descansaba en el cuarto que compartía con otra persona, adornado con joyas que no me pertenecían.
Di un paso atrás. Killian frunció el ceño y siguió la línea de mi mirada. Luché contra el picor que me quemó el pecho y me di media vuelta.
—Moira, no es lo que parece —prometió mientras me agarraba del brazo.
El lobo gruñó. Me llevé una mano a los ojos para protegerme de la luz turquesa que inundó el corredor. Un soldado atravesó el portal de agua que se había formado junto a nosotros y el jefe del clan me liberó de su agarre.
—Disculpen que los interrumpa —dijo el centinela mientras nos dedicaba un asentimiento—. El Consejo lo espera en la gran sala de reuniones, Ix Realix.
Bajé las escaleras a toda prisa. El lobo me siguió. Killian le dio las gracias al soldado antes de atravesar el portal. Corrí por los pasillos, ansiosa por llegar al exterior cuanto antes. Necesitaba salir de allí. Estaba siendo irracional, pero por mucho que lo intentase, no lograba deshacerme de la aguja de hielo que me atravesaba el pecho y me robaba el aire.
Cerré los ojos en cuanto llegué al jardín. No tenía derecho a enfadarme. No tenía derecho a sentirme ofendida. Yo misma le había dicho que la escultura sería un buen regalo para Alis o Elísabet, aunque mentiría si dijese que, en lo más profundo de mi corazón, no residía el deseo a ser yo quien recibiese aquel estúpido árbol de cristal hueco.
Qué ridícula era.
La brisa salada me acarició la piel y el sonido del océano se alzó sobre el bullicio del castillo. Mis pies marcaron el rumbo sin esperar a que decidiese a dónde quería ir, pues hasta las hadas de luz y los troles de piedra sabían que mi lugar favorito en aquella Fortaleza era el jardín que daba al acantilado, donde el mar colisionaba con la tierra. Había algo mágico en aquel punto en el que convergían la fuerza del océano, la estabilidad de las montañas, el frescor de la hierba y el poder del viento. Las rocas que delimitaban el abismo se habían convertido en mi refugio en un entorno en el que nadie me quería a su alrededor.
Pero ya no estaban allí.
Contuve un gemido tras atravesar los árboles de bruma y descubrir que mi remanso de paz ya no existía. Las rocas se habían convertido en bancos escarchados cubiertos por nubes de algodón. Entre la hierba crecían helechos de roca azul y flores de nebulosa, y en el círculo que formaban con sus bellos colores se erigía un árbol de cristal hueco cuyas ramas se extendían hasta el horizonte.
El hormigueo que se removió en mi vientre alivió las emociones que me quemaban la piel. Estiré los dedos bajo los destellos plateados que se reflejaban en el entorno. Acaricié los helechos de roca azul, que convertían las gotas de rocío en lágrimas de luna, y posé las manos sobre el cristal. El árbol estaba tan frío como el hielo. Lo rodeé, maravillada por su belleza, y fruncí el ceño al descubrir las grietas que se acumulaban en una parte del tronco. Un golpe había astillado el cristal, pero en lugar de desmerecerlo, el impacto lo hacía todavía más bello, pues el fulgor plateado acudía a la herida como si intentase sanarla con su poder.
—Estaba enfadado —dijo una voz que me sobresaltó.
Killian se acercó con el rostro serio y la mirada anegada en dolor.
—Creía que Alis estaba muerta. Te vi en Atlane y...
—¿Me viste? —repetí confusa.
Killian se llevó una mano al bolsillo y me tendió un papel de algodón de mar que había visto mejores amaneceres. Estaba arrugado y, tras ser doblado una infinidad de veces, se había roto. Entre los pliegues logré distinguir las palabras que había escrito con savia de los árboles de tinta hacía lunas.
«Siento haberme colado en su tienda. En cuanto me sea posible, saldaré la deuda con intereses.
De veras que lo siento,
Moira».
—La dueña de la tienda tenía un sistema de seguridad encomiable —dijo con una sonrisa triste—. Te vi en las proyecciones de los prismas memoriales. Quería odiarte, Moira. Quería desear tu muerte por lo que habías hecho.
El nudo que tenía en la garganta me asfixió. Hundí la cabeza entre los hombros y Killian se acercó con cautela.
—Fueron lunas difíciles. Estaba enfadado y el dolor me convirtió en una persona de la que no me siento orgulloso. Busqué a las hormigas de terciopelo porque quería destruir la escultura. Pensé que, si destrozaba el cristal, también lograría deshacerme de todo lo que me recordaba a ti.
—¿Y lo hiciste extragrande para poder pegarle más a gusto?
Killian se rio y el sonido logró aliviar la angustia que me carcomía el pecho.
—Ansiaba odiarte, Moira, pero no podía. Te conozco, sé que jamás le harías daño a Alis a propósito.
—Nunca quise hacerte pasar por esto —confesé arrepentida—. Ni a ti ni a nadie. Teníamos un plan. Solo serían unos atardeceres, pero la situación se descontroló y...
—Lo sé —dijo mientras me posaba los dedos bajo la barbilla para obligarme a mirarlo a los ojos—. A los habitantes de la Fortaleza les fascinó el árbol y muchos me preguntaron cómo lo había conseguido. Se corrió la voz y todos quisieron hacerse con uno, Elísabet entre ellos.
—Supongo que habréis sustituido los hogares de las hormigas de terciopelo con réplicas mejoradas —reproché con el ceño fruncido. Killian se rio y me acarició la mejilla.
—Ninguna hormiga de terciopelo fue dañada en el proceso, Mónica se aseguró de ello.
Imaginé a la obsidiana gritándole a toda la Fortaleza por poner en peligro hábitats naturales, pero Killian no compartió mi diversión. El rostro del jefe del clan se tornó serio y sus ojos me buscaron con ansia.
—No hay nada entre Elísabet y yo, Moira. No es a ella a quien quiero.
🏁 : 100👀, 55🌟 y 42 ✍
Lobito curadito 🐺
Mateus, en la ausencia de Moira, estuvo redecorando... 🖼️😭
Los neis actúan distinto con respecto a Moira... 🤔 ¿Qué pensáis?
¿Recordáis el árbol de cristal? 🌲
¿Y el lugar favorito de Moira? 🌊 Ahora tiene otro aspecto...
"Ninguna hormiga de terciopelo fue dañada en el proceso" 🤣 🤣
¿Cómo nos sentimos? 🤨
¿Opiniones? 🧐
Os leooo ❤
Espero que os haya gustado 😍
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