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35. Simbiosis

Regresar al Hrath, al hogar de mi segunda familia, se convirtió en el mejor de los analgésicos. Después de un reencuentro bañado en lágrimas, nos reunimos en la elipse para compartir anécdotas acompañadas por eldavá. La bebida de la Cumbre Solitaria me relajó los músculos, pero fueron las carcajadas de la colonia quienes me calentaron el corazón.

Los niños me raptaron para enseñarme las últimas formas de entretenimiento que habían ideado en mi ausencia. Aquellos pequeños utilizaban el entorno a su favor con una habilidad fascinante. No me cabía duda: si había logrado sobrevivir a tantas lunas exiliada, era gracias a los hrathnis. De ellos había aprendido a racionar las provisiones a pesar del hambre y la sed, a enfrentarme a problemas inesperados con soluciones disparatadas y, por encima de todo, a no rendirme nunca.

—Ya no puedo seguir su ritmo —resollé mientras me dejaba caer en una mesa de las oquedades comunes.

—Nadie puede seguir su ritmo —me recordó la madre de Xion.

El pequeño se rio, oculto tras las piernas de la diamante, antes de echar a correr tras el lobo —a quien adoraban— junto al resto de sus amigos.

—Pertenecen a una nueva generación de hrathnis, más fuertes y valientes —declaró Terrance—. En escasas lunas los veremos alimentándose de nieve y piedras.

—¡Y convirtiendo el hielo en material para sus armas! —exclamó una voz que despertó carcajadas entre la multitud.

Ixeia me indicó que la siguiese a través de las galerías de la montaña. Musa, que no se había separado de mí desde nuestro reencuentro, me rodeó con un brazo y me apretó hacia ella. Su cariño me atravesó la piel y me robó una sonrisa: estaba empezando a aceptar que al fin había regresado a casa.

—Tienes el pelo que da pena —murmuró la esmeralda con desaprobación.

Definitivamente, estaba en casa.

Después de los gritos, los reproches, el enfado y el perdón, el rostro de mi amiga había recuperado la afabilidad que tanto la caracterizaba. Musa estaba radiante. El aroma mentolado que desprendía su ropa blanca era un regalo para los sentidos. Las trenzas que le decoraban el cabello del color de la corteza de los abetos —ornamentadas con cuentas de madera y hueso fabricadas por los mismos hrathnis— parecían formar parte del propio bosque. Su tez olivácea estaba llena de vida, pero era en sus ojos verdes donde más se apreciaba el cambio, pues ocultaban una energía que no podía dejar de admirar.

Lo mismo les ocurría a Marco e Ixeia, que nos esperaban en la salida del túnel ataviados con sonrisas radiantes. La piel de la líder obsidiana había recuperado la fuerza de la tierra y en la mirada de Marco parecía esconderse el corazón de la foresta. Celeste me guiñó un ojo cuando nos cruzamos en la intersección.

—¿Estás segura de que tendremos la energía necesaria para que funcione? —le preguntó Lion, que me miró con un cariño que me calentó el pecho mientras caminaba junto a ella.

—Creo que tengo una idea para solucionar ese problema...

La voz de Celeste se convirtió en un murmullo conforme se alejaban en la dirección opuesta. Me volví hacia mis amigos con una sonrisa orgullosa.

—Será un buen líder para el Hrath.

—Ya ha empezado a comportarse como tal —coincidió Marco—. Elyon pasa cada vez más tiempo fuera, así que le pidió a Lion que cuidase de la colonia en su ausencia.

—¿Qué tiene tan ocupado al maestro?

—Es un hombre de muchos misterios —me respondió Ixeia—, quién sabe dónde se mete.

—Lo que sí sabemos, sin embargo, es dónde quiere meterse Liooon... —canturreó Musa.

La miré con el ceño fruncido. Marco se rio sin disimulo.

—Me refiero a tu cama, boba.

—No digas tonterías —protesté—, nuestra tormenta se consumió hace edades.

—Donde hubo fuego...

—Ardieron corazones.

—Menudo humor, amiga mía... ¿Tu reencuentro con el Ix Realix no ha sido tan pasional como te habría gustado?

—¿Es necesario que mantengamos esta conversación? —me quejé entre las risas de los hrathnis.

—No has respondido a mi pregunta.

—Y tú pareces haber olvidado a la Ix Realix que lleva lunas trabajando para restaurar la paz del reino.

—¿Te refieres a la nywïth del jefe del clan? —preguntó Ixeia con fingida inocencia.

—¿Esa con la que no se ha vinculado en quién sabe cuántos ciclos?

Las palabras de Marco resonaron en el túnel. ¿Killian no había aceptado el vínculo nywïth? El silencio se llenó con los latidos de mi corazón traicionero. Tragué la esperanza que me calentó la garganta y me obligué a poner los pies en la tierra.

—Si ni siquiera se han besado en público... —murmuró Musa.

—Qué extraño —dije irónica—, porque yo recuerdo haber estado presente cuando ocurrió.

—La primera vez no cuenta.

—Porque tú lo digas —refunfuñé—. ¿Y esa cavidad? —pregunté tras descubrir un túnel que se adentraba en el corazón de la montaña—. ¿Es reciente?

Los hrathnis sonrieron y Marco fue el primero en atravesar el conducto. Aunque la luz era tenue, logré apreciar los surcos que dibujaban formas infinitas en las paredes de roca. Deslicé las yemas de los dedos sobre un símbolo elemental. La energía de la montaña me recorrió las venas hasta que me hizo estremecerme. Musa tocó el mismo símbolo y, en cuanto lo rozó con la piel, los surcos se llenaron de una brillante luz esmeralda que avanzó por las paredes sin encontrar obstáculos.

La magia de las gemas nos bañó los rostros con un espectáculo fascinante. Analicé los símbolos que cobraron vida sobre la roca sin perder detalle. Al final del túnel yacía una enorme piedra que obstruía el camino. En ella descansaba el dibujo de una mano repleta de enlaces elementales que no se habían iluminado. Al menos, hasta que Ixeia colocó los dedos sobre ella.

Los símbolos fulguraron con el poder de la tierra. El suelo vibró y la roca que nos cortaba el paso se deslizó a un lado, impulsada por una brisa invisible. Seguí a los hrathnis hasta el interior de la oquedad. La energía que contenía la cueva me dejó sin aliento.

El centro de la estancia estaba acotado por un círculo perfecto de agua cristalina. El murmullo que emitía, potenciado por el silencio que reinaba en la cavidad, resultaba cautivador. Para acceder a él se debía recorrer el camino de piedras labradas con símbolos de los seis clanes que flotaban en el lago adyacente. Junto a las paredes que delimitaban la caverna crecía una vegetación repleta de especies mágicas que no había visto nunca, aunque lo más impresionante era el árbol de estalactita que presidía la sala.

El tronco tenía el mismo grosor que una patrulla de soldados. Las ramas de curvas sinuosas se extendían en un dosel que cubría el lago, donde se reflejaba la luz de las decenas de cristales que nacían entre las hojas. Algunos eran esmeralda, aqua o rubí, pues contenían energía elemental pura, pero otros mostraban combinaciones de colores que simbolizaban la naturaleza mixta de su poder. Las raíces del árbol se extendían bajo el agua, atravesando la montaña hacia el corazón de Neibos. El poder que extraían de las gemas formaba ríos fulgurantes que se abrían paso entre la corteza e iluminaban la totalidad del lugar.

Se trataba del ejemplar más extraordinario que había visto nunca.

Avancé entre las rocas, maravillada por la belleza de la cueva, y el agua me mojó los pies. La oleada de energía que me recorrió el cuerpo me dejó sin aliento durante un latido. Recorrí el sendero del lago antes de saltar sobre la superficie de la que crecía el árbol. Llevé los dedos a uno de los cristales que pendían sobre mi cabeza. El hormigueo que me acarició la piel me hizo reír.

—¿Cómo es posible? —les pregunté a mis amigos.

Los tres aguardaban junto a mí, bañados por los haces de luz multicolor que iluminaban la cueva. La voz de Musa se elevó sobre el idioma de los elementos.

—¿Recuerdas que Marco y yo logramos despertar nuestra magia gracias al poder de una estalactita?

—Llevabas razón sobre la energía, Moira —reconoció el esmeralda—. Ahora la sentimos en nuestro entorno a todo momento, ya no tenemos que extraerla de las gemas.

—Los hechizos están pensados para invocar la energía de la propia fuente, por lo que debemos recalibrarlos —me explicó Ixeia—. De esta manera, tenemos que pedirles a los demás seres que nos concedan parte de su energía vital. Resulta complejo, especialmente al principio. No todo el mundo puede hacerlo, ya que el método tradicional de los neis requiere menos disciplina y control. Cuando logras establecer la conexión con el mundo que te rodea, sin embargo, ya no puedes dejar de hablar el idioma de la energía.

—No entiendo por qué —dijo Musa—, pero si extraemos el poder de nuestro entorno en lugar de canalizarlo desde las gemas, los hechizos son más poderosos.

—Puede que yo sí —respondí pensativa—. Al parecer, el poder elemental está formado por siete tipos de energía que se combinan en diferentes relaciones de equilibrio.

Mis amigos me observaron contrariados.

—Mejor no me preguntéis lo que he descubierto sobre la magia alquímica...

Marco me miró con el ceño fruncido, pero Musa continuó reflexionando en voz alta.

—Quizá, al invocar el poder de las gemas, se pierde parte de alguna energía en concreto.

—Cuando la extraemos de la fuente, la estamos ordenando —argumentó Ixeia—. La magia viene a nosotros porque no tiene elección, pero cuando se la pedimos, es el entorno quién nos la cede.

—Se produce una simbiosis —coincidió Marco.

Un estruendo rebotó en las paredes de piedra. La cueva se iluminó con el fulgor púrpura de un relámpago y el trueno me atravesó el pecho con la fuerza de seis tormentas. El pulso me resonó en los oídos mientras avanzaba hacia el lugar del que provenían los destellos violáceos. Al otro lado, en una zona apartada cubierta por agua, crecía un segundo árbol. No era tan grande como el de estalactita, pero sí igual de hermoso.

La corteza iridiscente proyectaba destellos que revoloteaban sobre la superficie del lago en una danza hipnótica. Me acerqué, evitando las raíces que atravesaban el suelo y se perdían en el interior de la montaña. El árbol se iluminó con otro relámpago que se extendió por sus ramas y la fuerza de un nuevo trueno me rebotó en los huesos. Posé los dedos sobre la corteza, que me tiñó la piel del color de la plata. Aunque no lo parecía debido a la fina capa de polvo iridiscente que lo cubría, el árbol estaba formado por cristal transparente. La luz púrpura volvió a reflejarse en las paredes de roca, y a través de las ventanas que habían formado mis huellas en la superficie cristalina, vi el poder del rayo que estalló en su interior.

—Todavía no hemos conseguido identificar su especie —me explicó Musa, que percibió las preguntas que se reflejaban en mi rostro.

—Jamás he visto nada igual...

—En la Región Nívea solo crecen árboles antiguos y especies no mágicas —me recordó Marco—. Recuperamos nuestros poderes porque nos diste un motivo para pasar tiempo en el corazón del reino, pero cuando regresamos y quisimos compartir nuestros descubrimientos con la colonia, no pudimos.

—La energía de las gemas se desvanece antes de alcanzar la base de la montaña —continuó Musa—. Pensamos que, si encontrábamos la forma de plantar una especie mágica en la Cumbre, sus raíces lograrían traer el poder hasta nosotros. Sin embargo, dar con la teoría fue más fácil que ponerla en práctica. No logramos que sobreviviese ningún tipo de vegetación foránea, y después de lunas de fracasos, se nos ocurrió probar con una estalactita.

—Elyon creyó que lo mejor sería facilitar el flujo de energía, así que los obsidianas unimos nuestro poder para excavar esta oquedad en el centro de la montaña —me explicó Ixeia—. Los esmeraldas se encargaron de instaurar las condiciones idóneas para que creciese el árbol y utilizamos la magia de todos los que habíamos conseguido despertar nuestros poderes para plantarlo.

—No ocurrió nada —prosiguió Marco—. Perdimos la esperanza, pero tres hebdómadas después, la montaña empezó a temblar. Creímos que se trataba de la Autoridad, que venía a acabar con nosotros. Los haces de luz multicolor que iluminaron las galerías, sin embargo, nos trajeron aquí.

—El árbol brotó de la tierra y creció como si llevase helios aguardando en el corazón de la montaña —dijo Musa ilusionada—. De las grietas manó el agua que forma el lago y la vegetación floreció entre las rocas sin esfuerzo. Encontramos una medialuna de piedra sobre el suelo, aunque nadie le dio importancia hasta que Casiopea la hundió en el agua para limpiarla.

—El lago empezó a brillar, Moira, fue espectacular —continuó Marco—. La medialuna descendió sobre la tierra y el árbol del trueno germinó ante nosotros en cuestión de latidos.

El cristal brilló con el fulgor de un relámpago, como si desease expresar su aprobación por el relato de los hrathnis. El silencio se apoderó de la cueva mientras admiraba las ramas plateadas que se extendían sobre el agua.

—No sé ni qué decir —confesé maravillada.

—¡Pues todavía falta lo mejor!

Ixeia abandonó la cueva y nos guio hasta la ocho, una de las alturas que formaban la Cumbre Solitaria. A las galerías de la base de la montaña les correspondía el cero y a la cima —mi lugar favorito—, el número doce. Debido a la baja temperatura de la zona, a partir de la siete se volvían inhabitables, así que la colonia las utilizaba como espacio de almacenaje. Los hrathnis eran muy ingeniosos, pero estaba segura de que la última vez que había estado allí, las oquedades carecían de los enormes habitáculos de cristal que proyectaban destellos en las paredes de roca.

—¿Adivinas en qué nos hemos inspirado? —me preguntó Musa entusiasmada.

Habían construido invernaderos similares al que ocultábamos mi padre y yo en el jardín de nuestra casa. No me lo podía creer. Marco abrió la puerta del más cercano con una reverencia. La calidez que guardaba su interior me recibió de inmediato, acompañada por la humedad que generaban las nubes que flotaban sobre los cultivos.

—Moira, no te voy a mentir —me dijo Musa con seriedad—: fui a vuestro invernadero a robar semillas.

Mi carcajada rebotó en las paredes de cristal. Estaba pletórica. Los hrathnis me guiaron entre plantaciones de especies mágicas y antiguas. Las galerías estaban repletas de frutos, hortalizas, árboles y semillas que crecían con energía e inundaban las oquedades de color. Las plantaciones eran inmensas y la alegría que sentí tras comprender que la colonia ya no tenía problemas para alimentarse me llenó el corazón de alivio.

—¡Funciona! —exclamó una voz ilusionada.

Nos acercamos a la oquedad de la que provenía, donde varios hrathnis se reunían alrededor de un artefacto un tanto peculiar.

—¿Qué es eso? —pregunté confusa.

—Estamos intentando fabricar nögle para no tener que depender de los envíos del Ix Realix —me explicó Lion.

—Una colonia autosuficiente es una colonia feliz.

El obsidiana me sonrió, complacido con mi respuesta.

—¡Aquí estáis! —exclamó Celeste mientras se acercaba—. Os hemos buscado por todas partes, ¿a que sí, amigo? —le dijo al lobo, que se restregó contra mis piernas en busca de caricias—. Musa, el rango uno ha sido llamado al comedor.

—¡Os guardaré un sitio en la mesa! —prometió la cazadora antes de echar a correr junto a Celeste.

Ixeia y yo intercambiamos una mirada silenciosa. Aunque en aquel momento se podían alimentar varias veces al atardecer, el orden de racionamiento seguía en vigor. Los hrathnis no habían olvidado la más valiosa de las lecciones: esperar la adversidad con los brazos abiertos.

🏁 : 100👀, 55🌟 y 42 ✍

¡De vuelta a la Cumbre Solitaria! 🗻

¿Extrañabais a los hrathnis? ❄

¿Qué pasa con Elyon? 🤔

¿Y con la nywïth del jefe del clan? 🤨

¿Qué os ha parecido el árbol del Hrath? 🌲

¿Y el resto de mejoras? 🧐

Musa es una ladronzuela... 🤣

Espero que os haya gustado ✨

Un besiño ❤

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