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22. Ninfas de hielo escarchado

No necesité abrir los ojos para saber dónde nos encontrábamos. Recordaba la energía del Bosque de Hielo Errante como el latido de mi propio corazón. La naturaleza me dio la bienvenida con el murmullo de la brisa. El arco nacido de la tierra estaba intacto, al igual que la lágrima oscura, cuyo poder venenoso sentía contra la piel. El lobo se incorporó junto a mí. Los demás se materializaron a nuestro alrededor con el rostro serio y la mirada preocupada.

Todos excepto Duacro.

Me volví en busca de la criatura, aunque en el fondo sabía que no la encontraría entre nosotros. El cristal aurático volvía a estar dormido. Sus paredes transparentes ya no contenían la niebla de colores que avivaba el vínculo, lo que significaba que el Bosque de Hielo Errante actuaba de la misma manera que el escudo de Catnia.

Fantástico.

El viento rugió entre los árboles. El cielo que se alzaba más allá del dosel natural se oscureció. Había una tormenta formándose sobre nuestras cabezas.

Maravilloso.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

Mis acompañantes intercambiaron expresiones inquietas. Ignoré su nerviosismo y me incorporé decida. Había sobrevivido a aquel lugar en el pasado; volvería a hacerlo en el futuro. La memoria del jefe del clan me alcanzó como una flecha inesperada. Tragué la nostalgia que sentía por mi hogar sin dejar de acariciar la lágrima ámbar. El poder del fuego me calmó mientras estudiaba el sospechoso camino que nacía a mis pies y se adentraba en el bosque.

—Imagino que esto es lo que el bosque considera una indirecta sutil...

Tomé el sendero indicado sin más preámbulos, ya que no tenía ningún otro lugar al que dirigirme. El lobo avanzó junto a mí mientras los demás se quedaban rezagados. Busqué información en mis recuerdos, en el atardecer en el que el Consejo Aquamarina había decidido sacrificarme para evitar ponerse a sí mismos en peligro. Removí el conocimiento compartido por los eruditos y los sanadores, pero la memoria de la gran sala de reuniones me perjudicó más de lo que me ayudó. Killian se apoderó de mi pensamiento. Las voces de mi mente se empeñaron en recordar todo lo que habíamos vivido juntos entre la magia de aquel bosque.

El hambre me informó de que habíamos sobrepasado el meridión. Por suerte, la lluvia no tardó en regalarnos su presencia. El aroma de la tormenta bañó las hojas y humedeció las cortezas cubiertas de musgo de los árboles más diminutos. El alivio que sentí fue inmediato, pues había pasado lunas atrapada entre el calor y el polvo del desierto. El agua que me empapó la ropa y me hizo cosquillas en la piel fue uno de los mejores regalos que había recibido en mucho tiempo. Mis carcajadas resonaron en la foresta y, por primera vez en ciclos, sentí que estaba de vuelta en casa.

El Bosque de Hielo Errante, aunque bello, era un lugar mortífero. Aquella era mi segunda visita y seguía sin saber cuáles de sus especies eran comestibles y cuáles no. Después de recorrer una gran parte del territorio sin reconocer nada que me sirviese como alimento, decidí sentarme sobre la hierba encharcada. La lluvia no se había detenido en posiciones y los torrentes que descendían de los lugares más altos formaban arroyos que lo inundaban todo a mi alrededor. No había ningún lugar en el que refugiarse, por lo que ni siquiera me molesté en intentarlo.

Las reservas de alimento del contenedor espacial estaban al mínimo, porque en lugar de preparar trampas con las que cazar animales, me había dejado distraer por las enseñanzas de Àrelun. En los últimos atardeceres había sobrevivido a base de frutos, tubérculos y raíces, lujos con los que no contaba en mi situación actual. Tuve la buena fortuna de encontrar algunos en el anillo de cuarzo, ya que, con los ciclos, había aprendido a estar siempre preparada para partir. Deposité setas y hortalizas en unos cuencos y busqué la piedra de lumbre para cocinarlas.

Imagina mi sorpresa tras comprobar que no se encontraba entre mis pertenencias.

—¡Por las hadas del dolor! —exclamé, interrumpiendo la calma del bosque.

Me había acomodado. Había bajado la guardia y ahora tenía que pagar las consecuencias de abandonar mis posesiones en un campamento al que tenía la intención de regresar. Después de todo lo ocurrido, ya tendría que haber aprendido la lección.

Trasno me observaba atento, pero cuando me volví hacia él, se giró para evitar el contacto visual. Esen se ocupaba suspendiendo gotas de lluvia en el aire. Alya generaba ventiscas que sacudían los charcos nacidos entre la vegetación, y Àrelun inspeccionaba las enredaderas de cristal en busca de una excusa con la que ignorarme, como todos los demás.

Estaba pasando algo extraño. Algo incluso más extraño que aparecer en otra parte del reino con cuatro criaturas imaginarias y un lobo enfermo gracias a un ser de energía esmeralda que me había hecho viajar a través del espacio.

—Maravilloso, Moira. Simplemente maravilloso.

Guardé los bártulos y compartí los frutos que poseía con el lobo. El animal arrugó el hocico en cuanto los probó, aunque el hambre lo animó a engullirlos sin emitir queja alguna. Las bayas de los arbustos de las tormentas se convirtieron en sus favoritas, pero por desgracia para ambos, pronto se agotaron. La tormenta no amainó y, sin un refugio bajo el que guarecernos, no tardamos en retomar el camino.

Me martiricé durante todo el trayecto. Tendría que haber sido más prudente. Tendría que haber recogido todas las provisiones que encontraba en el bosque. Tendría que haber aceptado que la calma llegaría a su fin y los problemas no tardarían en regresar.

—¡Ninfas de hielo escarchado! —exclamé furiosa.

Ante mí se erigía una pared de roca interminable. Se alzaba hasta las nubes que anegaban el bosque y, además, me bloqueaba el paso. El camino no tenía salida. En un lateral descansaban arbustos de esferas doradas. En el otro, enredaderas celestes y flores del tamaño de los árboles antiguos. En el centro, el arroyo que brotaba de entre las piedras y fluía hasta el fin de los tiempos.

El viaje terminaba allí.

No había puertas secretas ni rocas deslizantes que dejasen túneles subterráneos a la vista. No se oía otro sonido que el murmullo de la lluvia al descender sobre el río. No había animales ni enanos amables y, desde nuestra llegada, mis acompañantes se habían sumido en un silencio inquebrantable.

Me senté en medio del camino y apoyé la cabeza entre las rodillas. La rabia me quemaba la garganta. Tenía ganas de gritar. ¿Para qué me llevaban allí si no había ningún lugar al que dirigirse?

«¿Estás aquí realmente?» —preguntaron las voces de mi cabeza—, «¿O sigues atrapada en la prisión Aquamarina, esperando ser ejecutada?»

Di un golpe en el suelo y el agua que se acumulaba sobre la tierra me salpicó el rostro. El lobo se acercó y apoyó el hocico sobre mis piernas. Sus ojos afectuosos lograron formar el eco de una sonrisa en mis labios.

—Deberíamos ponerte un nombre —dije mientras le acariciaba el lomo.

El animal movió las orejas en acuerdo. Me volví hacia mis acompañantes, pero su repentino interés en la flora impidió que me mirasen a los ojos.

—Elfo, ¿cómo se dice «amigo» en el idioma en el que me insultas cuando crees que no me doy cuenta?

En el rostro de Àrelun se formó una sonrisa que me quemó el pecho, pues ocultaba una lástima que no hacía más que evidenciar la situación en la que nos encontrábamos.

Elïdul —respondió con voz aterciopelada.

Mi carcajada resonó entre la tormenta. La creatividad de mi mente no dejaba de sorprenderme.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó mientras se acercaba.

—La nywïth del Ix Realix se llama Elísabet. Como comprenderás, no voy a llamarle Elï al lobo.

Los recuerdos carcomieron mi diversión. El elfo me analizó con una gravedad que me incomodó, así que desvié la mirada. Entre los arbustos vislumbré una rama lo bastante grande como para resultar útil. No era muy gruesa, pero tampoco tenía nada mejor con lo que trabajar. Àrelun frunció el ceño cuando saqué el cuchillo del tahalí.

—Un arco sin flechas no me sirve de nada —expliqué mientras deslizaba el filo de la daga por la madera.

El elfo me miró con desaprobación antes de marcharse. Alcé la cabeza y sorprendí a los demás estudiándome en silencio. No tuve la oportunidad de preguntarles qué gárgolas les pasaba, ya que se desintegraron ante mis ojos. La luz menguó y la humedad me caló hasta los huesos. El lobo se estiró sobre mi regazo en un intento por darme calor. Me entretuve eliminando las curvas de la rama mientras pensaba en el escudo de energía transmutada de Catnia. Resistí las ganas de regresar al diario de Adaír. No quería estropearlo con la lluvia, aunque lo cierto era que ya no lo necesitaba: había visitado aquellas páginas tantas veces que sus palabras estaban grabadas a fuego en mi memoria.

Un sonido se abrió paso entre la tormenta. Àrelun depositó un manojo de estacas de colores a mis pies. El lobo se estiró para olisquearlas, pero perdió rápido el interés. Aunque no supondrían una buena fuente de alimento, sí serían la base perfecta para fabricar unas flechas excepcionales.

—¿De dónde las has sacado? —pregunté ilusionada.

Cogí una del suelo y el dolor que sentí en las manos me robó un jadeo. De un momento a otro, ya no me encontraba acurrucada junto a lobo, sino de pie al otro lado del camino. Tenía lo dedos enrojecidos por las astillas de colores que se me incrustaban en la piel. La luz había menguado, al contrario que la tormenta.

Y volvía a estar sola.

Un estremecimiento me recorrió la médula: había vuelto a perder posiciones de vida sin darme cuenta. Observé los restos de madera que me atravesaban la carne. El miedo provocó que me temblase el labio inferior. Percibí una respiración junto a mí. El lobo, que dormía plácidamente bajo la lluvia, era el único que no me había abandonado. El alivio me relajó los músculos.

—Al menos así estarán más blandos —murmuré mientras observaba los palos irisados, que se encontraban sumergidos bajo la creciente inundación que anegaba el bosque.

Supe que se trataba de diferentes tipos de madera en cuanto los atravesé con el cuchillo. Eran largos y firmes, lo que hizo de su talla una actividad ardua. Las astillas me arañaban la piel. Los ornamentos de la daga rubí se me clavaban en la carne. Pero no me importó. Era mejor soportar un poco de dolor a tener que lidiar con el pánico que me arañaba el pecho.

Todo iba bien hasta que terminé de trabajar la rectitud de las flechas y comprendí que no tenía ningún material con el que fabricarles la punta, pues me quedé sin nada que hacer. El lobo alzó las orejas y se incorporó de un salto. Su hocico apuntó al cielo en el preludio de un aullido que se propagó por todos los rincones del bosque. El eco de su llamada reverberó entre mis costillas y me llenó de angustia. El animal ni siquiera me miró antes de echar a correr. Quise suplicarle que se detuviese, que no me dejase sola, pero el lobo no tenía nombre ni yo derechos sobre él.

Un trueno retumbó en el cielo y me sacudió con el sobresalto. El frío se intensificaba con cada latido, faltaba poco para el anochecer. La lluvia intentaba disimularlo, pero la escarcha había empezado a cubrir las hojas de los árboles y las briznas de hierba se volvían cada vez más estáticas.

Me levanté en busca de algo que hacer. Si me detenía, no podría luchar contra el miedo que me estrangulaba el estómago. Posé la mirada en el arroyo. La voz de Killian sacudió los cimientos de mi mente.

—Quizá por eso lo llaman el Bosque de Hielo Errante —repetí en un susurro.

Me acerqué al río que nacía de la pared que bloqueaba el camino y hundí un palo en su caudal. El agua se solidificó tan rápido que fui incapaz de levantarlo. La madera quedó sepultada bajo la hermosa capa cristalizada que pronto cubriría todo el bosque. Tenía que ser más rápida. Lo intenté con otro palo que tuve la suerte de salvar en el último latido. Repetí el procedimiento hasta que se formó una brillante masa de hielo en el extremo de todos los pedazos de madera que poseía.

—¿No te parece un poco estúpido? —me preguntó Àrelun.

El elfo se materializó junto a mí cuando me disponía a tallar el agua helada.

—Sé que los humanos no os caracterizáis por vuestra extrema inteligencia, pero ¿qué harás cuando se derrita?

Desvié la mirada a nuestro entorno. Las grietas de escarcha que atravesaban el suelo formaron un manto que se extendió sobre la vegetación, ajeno a la tormenta y la lluvia. Tenía los labios amoratados por el frío. Mis dedos perdían sensibilidad con cada latido. Sin la piedra de lumbre, sería imposible encender una hoguera que me mantuviese caliente. La amenaza de la noche era inevitable.

—Tengo miedo —susurré.

Las lágrimas que había contenido durante posiciones me acariciaron las mejillas. Atesoré la calidez que me brindaron antes de fusionarse con la lluvia. Àrelun me miró con lástima, al igual que el resto de mis acompañantes. Aquella vez me dejé arropar por su compasión. Necesitaba aferrarme a cualquier fuente de calor que estuviese a mi alcance.

🏁 : 90👀, 44🌟 y 42 ✍

Ya sabemos dónde estamoooooos 🥶

¿Y Duacro qué? 🤔

¿Qué pasa con el Bosque de Hielo Errante? 🌲

Estamos hambrientas, heladas y... desequilibradas ☹

Y ahora también solas 😢

El lobo nos abandona y los episodios de Moira se agravan... 😭

¿Qué creéis que pasará a continuación? 🤨

Espero que os haya gustado ✨

Un besiñooooooo 🌈

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