1. Vientos de galerna
Los helechos en espiral me acariciaban la piel mientras corría entre los árboles. Las sombras inundaban el bosque, proyectando figuras estremecedoras a mi alrededor. Los pasos de mi persecutor estaban a punto de alcanzarme.
Distinguía el camino gracias a la luz emitida por el luminíar que brincaba sobre la hierba. El pelaje violeta del animal destacaba entre la vegetación celeste, al igual que los tonos anaranjados que le teñían la barriga y la cola redondeada. Sus patas dejaban huellas sobre el terreno que se iluminaban antes de desaparecer entre las briznas de hierba, y de sus grandes orejas, que se balanceaban de un lado a otro, brotaban rayos que impedían que las pesadillas se cerniesen sobre nosotros.
Tras tomar la curva, Eco se volvió para comprobar que permanecía cerca de él. Su mirada centelleó entre las tinieblas, pues en sus ojos se refugiaban pequeñas acumulaciones de energía, destellos dorados diminutos que descendían como una lluvia de estrellas decidida a pulverizar la superficie del planeta.
—Está bien —anunció el joven a mi espalda, que aminoró la velocidad para apoyarse en el tronco de un árbol de escarcha—, los hemos despistado.
Podría haber confiado en su palabra, pero conocía demasiado bien los peligros que se ocultaban en la oscuridad. Eco regresó a nosotros y brincó hasta mi hombro, donde se acomodó mientras analizábamos las sombras. Su pelaje me acarició la piel y sus largos bigotes me hicieron cosquillas en los pómulos. Frost avanzó hacia mí con la adoración reflejada en sus característicos ojos azules. Su cercanía me aceleró el pulso. El miedo que me recorría las venas se esfumó y en su lugar solo quedó una grata sensación de calma.
—Juntos lograremos grandes cosas —susurró Aron mientras me acariciaba la mejilla.
Un estruendo rebotó contra los árboles. La noche se consumió en un estallido de luz cegadora. Tres golpes vibrantes retumbaron entre mis sienes y, al otro lado, descubrí un duende de ojos grises y sonrisa maliciosa que se inclinaba sobre mi abdomen.
Trasno golpeó un cazo de cristal con una cuchara, lo que emitió un sonido estridente que resonó en la inmensidad del bosque. Los pájaros abandonaron las copas de los árboles. El viento propagó su risilla musical.
—¡Aparta! —exclamé malhumorada.
—Te he dicho cientos de veces que no comas los frutos de esos árboles —reprochó el duende mientras saltaba hacia la roca más cercana—, te desequilibran la mente.
—Quizá si invirtieses la energía en llenar el cazo de comida en lugar de utilizarlo como tambor, no me vería obligada a ingerir alimentos que desconozco.
—¿Es que pretendes que lo haga yo todo, Arenilla?
—¿Is qui pritindis qui mi mi mi mi?
Trasno me dedicó una sonrisa que le iluminó el rostro. Sus orejas puntiagudas se enderezaron, abriéndose paso entre las trenzas violáceas que le brotaban de la capucha. Los iris cenicientos del duende, iluminados por gotas del color del cielo, brillaron con malicia. Trasno se volvió hacia el lugar del que provino una carcajada tintineante que agravó mi dolor de cabeza.
—Veo que nos hemos despertado de buen humor... —se burló el recién llegado.
Los iris violetas de Esen destacaban sobre su tez pálida, un efecto agravado por las prendas oscuras que vestía. Estaba apoyado en un árbol y la capa negra que le colgaba de los hombros se pegaba al tronco, afectada por la fuerza de una corriente invisible. El cabello del elemental del aire era corto y suave, del color de las nubes del anochecer, y en él se reflejaba la energía de los tornados que moldeaba sobre las palmas de las manos.
—Cierra la boca —murmuré mientras me sentaba entre las telas sobre las que había dormido.
—¡Vientos de galerna! Cuando sueñas con el hermano del Ix Realix —el hombre que confesó quererte— no hay quién te aguante...
Llevé la mano al cuchillo rubí que ocultaba en el cinturón y se lo lancé. Esen estiró los dedos con un movimiento despreocupado. Los ornamentos escarlata que decoraban la daga brillaron cuando la detuvo en el aire y la giró en mi dirección. El filo de la hoja se inclinó hacia mí y Trasno soltó una carcajada que resonó en el bosque. El elemental del aire arqueó una ceja complacido; me había derrotado de nuevo.
Suspiré y me dejé caer sobre las telas, abatida. Oculté el rostro entre las mantas en un intento por amortiguar las risas que se colaban entre las ramas. El objeto volador que aterrizó sobre mí se convirtió en la gota que colmó el vaso. Me incorporé de golpe, tan furiosa como un terremoto que sacude el corazón de la tierra, y mis acompañantes me observaron desconcertados.
—Parece que alguien ha escogido la violencia como plato principal del atardecer... —se mofó Esen.
El elemental del aire respondió a mi ruido de protesta alzando el cuchillo entre nosotros. La daga centelleó antes de introducirse en el tahalí que me colgaba de la cintura.
—Los frutos de estos árboles contienen una energía que altera la línea temporal del pensamiento —explicó Trasno molesto, como si fuese un conocimiento evidente que todo el mundo debía poseer—. Las barreras entre el presente, el pasado y el futuro se desdibujan. Tu mente se traslada a cualquier realidad que ya haya ocurrido o que esté por ocurrir, ¿entiendes?
—Entiendo.
—¡Pues entonces deja de comértelos! —exclamó antes de saltar sobre las cenizas de la hoguera.
La época más calurosa de helios llegaba a su fin y, con cada puesta de los soles, el aire se volvía más gélido. Las copas de los árboles antiguos también auguraban el cambio de estación, lo que no hacía nada por aliviar mi nerviosismo. Habían transcurrido tres ciclos de asteria desde que me había condenado al asesinar a Alis, la hija de Adaír, el antiguo Ix Realix del reino. Tres ciclos desde que mi padre le había suplicado a la Autoridad del clan que no me ejecutase. Tres ciclos desde que Killian me había dejado escapar por miedo a enfrentarse a su propio dolor.
Me apoyé contra el tronco del árbol más cercano y analicé el entorno en busca de algún cuenco con agua. Por desgracia, habían pasado hebdómadas desde la última lluvia y me encontraba en una zona tan remota que ni siquiera había un mísero arroyo a la vista.
Hacía tres lunas desde la última vez que había descansado en un lugar más mullido que el suelo de los bosques. Catorce hebdómadas desde la última noche que había dormido con el estómago lleno y sin miedo a ser capturada. Cien atardeceres desde la última conversación que había mantenido con alguien que perteneciese al mundo real.
—¿Vas a esperar a la puesta de los soles para levantarte?
Mi resoplido fue respuesta suficiente para Trasno, que desapareció deslizándose por la rama de un árbol. Me aparté el pelo sudado de la cara y lo recogí con una tira de cuero desgastada. Mi cabello había crecido desde que era una fugitiva, aunque lo que más llamaba la atención era la necesidad de cuidados que presentaba. Los nudos me unían los mechones en un caos de hojas y polvo que no tenía fin, por lo que las trenzas gruesas se habían convertido en la única forma de lidiar con él. Los abalorios que lo habían decorado en el pasado no eran más que un recuerdo inútil guardado en el contenedor espacial.
El anillo de cuarzo granate que me había proporcionado Foyer antes de abandonar la Ciudad Azul contenía todo lo necesario para garantizar mi huida de la prisión. En aquel momento, sin embargo, protegía las herramientas que me permitían seguir con vida. La joya se había convertido en mi posesión más preciada, de ahí que no me la quitase jamás. La trataba con el mayor cuidado posible, ya que, si la extraviaba, también perdería mi única posibilidad de sobrevivir en un entorno en el que hasta el último nei de los seis reinos trabajaba para dar conmigo.
El sangriento episodio ocurrido en la Fortaleza Aquamarina había atravesado las fronteras de los seis clanes, que dedicaban la mayor parte de sus esfuerzos a buscarme. La Sin Magia había logrado infiltrarse en el reino más poderoso de Neibos y acabar con una Ix; todos temían descubrir lo que pretendía obtener del próximo lugar en el que me asentase.
Sonreí ufana y me levanté para estirar las piernas.
—Me alegra verte complacida con tu situación actual —ironizó Esen—, pero en los últimos tres amaneceres has comido un total de dos raíces del manantial oculto, diez brotes de helechos estrellados y cuatro de esos frutos arenosos.
—Estás débil, no te queda agua y hueles que apestas —añadió Trasno mientras arrugaba la nariz.
Deslicé un dedo por la piedra de cuarzo del contenedor espacial. El anillo emitió un triángulo de luz rosada que avivó la niebla que me aturdía el pensamiento. Tras pasar tanto tiempo alejada de la civilización, mi tolerancia a la magia se había reducido, lo que resultaba exasperante. Además, sin el colgante de Killian y el brazalete inhibidor que me había regalado Cruz, ya no tenía nada que me protegiese contra la energía de las gemas.
Busqué entre los objetos de luz granate que se formaron ante mí hasta encontrar un tallo de udela. Los neis los utilizaban para transportar varias cargas de nögle, el elixir que los ayudaba a mitigar el gasto de energía que les suponía utilizar su poder. Foyer había incluido uno entre mis bártulos, aunque ninguno de nosotros esperaba que la Fortaleza diese la alarma tan pronto, echando a perder todos nuestros planes.
Me llevé el tallo de udela a la boca y saboreé las últimas tres gotas de agua que contenía, que no hicieron más que unificar el polvo y la sequedad sobre mi lengua. Me acaricié los labios, asqueada por la masa repugnante que me cubría el paladar. Los tenía agrietados, al igual que las manos y el resto de la piel. Estaba sucia, hambrienta y de mal humor. Qué buena combinación.
—Recuérdame por qué no vamos al Hrath —pidió Trasno con molestia.
—Porque allí sería el primer lugar en el que nos buscarían, tarado —le respondió Esen.
—¡Pero al menos en la montaña haría fresco, cara ciclón!
—Cerrad la boca —ordené con voz grave—. ¿Todavía no habéis entendido que no podemos ir a ninguna parte? El reino está repleto de centinelas que patrullan cada ápice de la superficie en nuestra busca. ¿Creéis que estamos en el rincón más recóndito de Aqua por amor a los árboles de arena que crecen en esta tierra infértil?
Señalé el suelo agrietado y las ramas secas que se extendían ante mí. Hacía lunas que la brisa había desaparecido en favor de un clima sofocante, y tardé atardeceres en comprender que el constante murmullo que oía no provenía del viento, sino de los árboles. A mi llegada había intentado recolectar su madera, pero en aquel lugar desolado, incluso la leña parecía inservible. En cuanto la cortabas y dejaba de recibir la energía que obtenía de las raíces, se convertía en granos de arena que impedían que me cobijase junto al fuego en las noches frías.
Jamás había visto especies como las que habitaban aquel lugar yermo en el que los arbustos carecían de hojas y no había ni una sombra bajo la que guarecerse de los rayos de los soles. Comer frutos nacidos de aquel suelo era como masticar tierra humedecida, pero, al menos, lograban apaciguar la angustia que me encogía el corazón.
Tras la muerte de Alis, los soldados del reino se habían dirigido a los lugares en los que mis conocidos me podrían haber brindado ayuda. Como no era una persona muy popular, los centinelas hicieron de los bosques su próximo objetivo. Las patrullas se centraron en las zonas en las que crecían alimentos y, poco a poco y junto a los refuerzos llegados de los demás clanes, se propagaron por todas partes. No quedaron aldeas, montañas ni precipicios libres de la infección de la Autoridad.
Los söka sobrevolaban el reino sin descanso. Se trataba de naves diminutas, accionadas por la energía de las gemas y formadas por un disco tan pequeño que me cabría en la palma de la mano. En la parte inferior portaban un cristal que emitía un haz de luz con el que analizaban todo cuanto encontraban a su paso. La población los detestaba porque amenazaban su derecho a la intimidad, por lo que generaban grandes disputas. El Consejo no se había atrevido a usarlos tras la huida de Catnia, pero, conmigo, ya éramos dos las fugitivas que habían logrado asesinar a varios miembros de la Fortaleza Aquamarina. La Autoridad no podía permitirse más errores.
A pesar de todo, tenía que reconocer que lo estaban haciendo bien. Las patrullas del reino siempre se acercaban demasiado y nos vimos obligados a huir de todos los lugares en los que nos refugiamos. El último rincón que nos quedaba por explorar era aquella inmensidad de arena que carecía de agua y alimento dónde, además, el clima tenía el poder de quemarnos la piel.
La marea de arbustos desnudos que se extendía a nuestro alrededor se sacudió con un viento inexistente. Enrosqué la mano alrededor del cuchillo que me colgaba del tahalí. La adrenalina me aceleró el pulso. Los ojos violetas de Esen centellearon y de las palmas de sus manos brotaron dos tornados siseantes que se prepararon para atacar.
—¡LIBERTAAAAAAAAD! —bramó Trasno de repente.
El duende echó a correr, armado con una cuchara de sal del océano. Esen y yo lo miramos anonadados; ¿qué ninfas estaba haciendo? La expresión valerosa de Trasno se esfumó en cuanto descubrió a la sombra que se cernía sobre él. De entre la maleza surgió un gran pico turquesa y, tras descubrir a qué enemigo se enfrentaba, el duende dio media vuelta y puso pies en polvorosa, dejándonos desprotegidos ante el peligro.
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AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH!!!!!
¡¡Estamos de vueltaaaaa!!
¿Me esperábais?
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAH
Contadme cosaaaaaaaaaaaaaaas
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAH
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