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4._Ecos


Las horas se evaporaban al amparo de una charla, de una comida, de un momento de intimidad. Los días eran lentos como una canción de piano que llena una estancia comercial. Esa música suave que se pierde entre el murmullo de la gente que viene y va de un lado a otro mientras en su oído se susurra una exquisita composición ignorada, ajena. Dai y Mary tenían su burbuja entre los suspiros de una alcoba o la última sílaba de una palabra.  

Las flores de campanilla crecieron, durante esos días, hasta cubrir el balcón de la mujer como una cortina que dibujaba un patrón de franjas con su sombra. Al amparo de aquel toldo verde y violeta, esa tarde Mary permanecía sentada sobre una colchoneta que usaba para tenderse a leer en la sala. En ese momento la empleaba para descansar y permitirle a Dai reposar en su regazo. Su figura y atuendo contrastaban con el naranjo vestido que llevaba Mary quién le peinaba el cabello con esos largos y pálidos dedos, mientras veía un punto entre las flores que colgaban sobre ellos. La voz de Dai leyendo aquel pequeño libro opacaba los ruidos de la calle deleitando a la muchacha que estaba adormeciendo a su lector.

Dai luchaba por mantenerse despierto. No era alguien habituado al contacto físico por lo que este podía llegar a estresarlo si se prolongaba más de lo necesario, pero las manos de Mary le provocaban un cosquilleo somnifero que le estaba impidiendo cumplir la petición que ella misma le hizo. Al fin terminó por volcar el libro sobre su pecho y buscar la mirada de la mujer que apenas notó la ausencia de su voz, bajo sus ojos a él apartando los dedos de su blanca cabellera.

–¿Qué sucede?– le consulto la muchacha- ¿Te ha resultado aburrido?

–Oh, no. El libro está muy bien– respondió Dai– Solo quería evitar caer dormido.

Mary descansó la mano con la que había acariciado el cabello de Dai en el costado de la colchoneta. Aquello le permitió inclinarse un poco más y tener una mejor perspectiva de Dai que tenía una expresión sería. Esa sonrisa vacía había desaparecido de sus labios hacia días. Por la menos cuando estaba con ella no sonreía de ese modo.

–De haberlo hecho lo hubiera considerado un halago– confesó Mary en voz baja.

–¿Un halago? Creo que has recibido bastantes halagos de mi parte– respondió Dai al tomarle la mano para besarle el dorso de esta.

–Uno más no hace daño– comentó Mary y volvió su vista a las campanillas que el viendo agitaba sobre su cabeza mientras Dai retomaba la lectura.

Después de unas horas la voz de Dai se desvaneció y su mano como el libro cayeron a un costado súbitamente. Para entonces Mary sostenía una posición más cómoda que del principio lo que le permitió poder velar el sueño de Dai un buen rato. La noche había caído tibia, pero el viento de noviembre refrescaba el ambiente. Cuando él despertó lo hizo un tanto desorientado. No sabía dónde estaba, aunque pronto recordó aquello viendo a su costado el libro tirado. Se llevó una mano a la nuca. Le dolía un poco el cuello. Al ver hacia atrás encontró a Mary despierta y viéndole con una mirada indescifrable.

–Tal vez la próxima vez prefieras hacerlo en la cama– le dijo ella esbozando una sutil sonrisa.

–Lo consideraré– contestó él sonriendo también.

Dai y Mary nunca despertaron juntos hasta esa mañana. Él dejaba el cuarto de la mujer como un caballero. Mary dejaba su habitación como una novia furtiva. El resto del tiempo parecían amigos, más esa jornada despertaron como amantes. Y fue singular para ambos respirar un aroma ajeno, ver a alguien al costado, al abrir los ojos, recibir un "buenos días", tomar turnos para usar el baño, beber un café juntos al amparo de una hebra de sol que se colaba por la ventana de la cocina; todo eso fue agradable y marcó el inicio de una nueva rutina que seguía ese ritmo esporádico, vago y al mismo tiempo tan necesario como para las campanillas el sol.

Casi dos meses después, una mañana, Dai bajo a la recepción encontrándose ahí a Mary que miraba la calle con una expresión de melancolía. Estaba vestida de negro y su cabello rojo la hacía ver como una escultura de carbón incandescente. Él la observó mientras recibía su correspondencia entre la que encontró una carta que lo tomó por sorpresa. Poniendo la docena de sobres a su espalda, tras un instante que se tomó para asimilar el impacto de la noticia todavía desconocida, Dai caminó hacia Mary para hablarle y preguntar qué hacia ahí.

–Hoy me dieron el alta- contestó la mujer con una sonrisa triste– Puedo volver a retomar mi vida, sin embargo, no quiero que siga sucediendo de una manera diferente a la que ha estado ocurriendo estás semanas...

Dai la observó con calma. Ella se veía angustiada.

–¿Quieres almorzar conmigo, querida? Te prepararé comida italiana– agregó para sacarle una sonrisa más fresca a la muchacha y lo consiguió.

Mary terminó sentada frente a la mesa en la cocina de Dai, quien de espaldas a ella preparaba la comida con su habitual apacibilidad.

–Eres una persona solitaria, Mary. Después de pasar tanto tiempo en tu medio, es natural que sientas ansiedad de volver a desenvolverte en el mundo- le decía él y ella lo oía con atención– Pero ni siquiera hace falta te lo diga... no puedes vivir entre cuatro paredes.

–Tengo un balcón– exclamó Mary de un modo apático.

–El mundo puede ser agobiante, pero estoy seguro lo extrañas. A pesar de ser una persona ermitaña no te niegas al mundo jamás. Al contrario, te encanta apreciarlo– continúo Dai– Lo que sientes es temporal.

–Es verdad. Metida en ese departamento siento que la vida no se mueve. Que nada está sucediendo conmigo y con el mundo– confesó la muchacha y estiró los brazos sobre la mesa para apoyar su rostro sobre la helada tabla.

–La vida nos ofrece pausas. Pero toda pausa es pasajera– terminó de decir Dai y volteó a verla.

El cabello de la mujer brillaba bajo la luz del sol. Se veía tan rojo como la sangre. Nada natural.

–¿Hay algo más que quieras decirme?– le pregunto Mary.

–Sí– exclamó él como si lo hubiera sorprendido. Medio sonrió y encogió los hombros- Voy a mudarme dentro de dos semanas.

Mary levantó la cabeza de inmediato y se le quedó viendo con cierta consternación además de sorpresa.

–¿Te...mudas?

– No había tenido la oportunidad de comentártelo, pero estaba buscando un comprador para este departamento desde hace varios meses. Hasta había perdido la esperanza de que apareciera uno, pero la agencia se comunicó conmigo hace unos días. La venta es un hecho– le explicó con cierta frialdad.

–Y...¿a dónde te mudas?- le preguntó con algo de timidez y pasando por alto lo que estaba sintiendo en ese momento.

–Al campo– respondió Dai volviendo su atención a la comida que preparaba.

–Suena bien.

–Sí. No soy amigo de las grandes ciudades. Hay demasiado ruido– agregó de un modo simpático.

–Claro...– murmuró Mary y volvió a su posición sobre aquella mesa. Parecía una de esas esculturas de mujeres dolientes de los cementerios tendida allí.

El cambio de ánimo fue demasiado evidente para Dai, pero se abstuvo de hacer comentarios. Ni siquiera le pidió quedarse a tomar un café y mucho menos que pasará la noche con él. Una vez la comida terminó la dejó ir para que viviera la pena que le desató la noticia de su partida. Después de lavar los platos Dai se aproximó al balcón y vio la campanilla sobre la mesita. Tuvo que poner una vara en la maceta para que la flor se enroscara en ella. Había crecido bastante, pero no tanto como las de Mary. Esas eran como un bosque.

Mary se sentó en su sala abrazando sus piernas y permaneció así por un par de horas. Pensando. Solo pensando hasta que un par de lágrimas cayeron de sus ojos. Él le gustaba. Le gustaba demasiado. Su compañía le era agradable como pocas y hubiera preferido no apartarse de él, pero no había algo que ella pudiera hacer al respecto. Resignada y un poco dolorida se fue a su cuarto a descansar.

A la mañana siguiente salió temprano a su trabajo. Debía volver allí de manera presencial. Ocho horas de su día las pasaba en una oficina coordinando la llegada y salida de mercancía y dos horas más viajando en autobús. Aunque esa última parte si le agradaba, la suma de todo eso le era molesta. Por un tiempo dejo de ir al ritmo de otros para solo ir al suyo que era lento, paciencia y sereno. Un paso al que no creyó otro pudiera caminar, pero de casualidad lo encontró. Irónicamente lo perdía de manera súbita. Pero así era todo en su vida. Las personas que le importaban siempre se quedaban muy atrás o partían muy lejos no viéndolas más. Le pasó con familia, con amigos; con una pareja. Todo el mundo siempre acaba apartandose de ella no por algo que hubiera hecho, sino por simple acción de sus vidas moviéndose. A veces Mary se preguntaba si su destino era transitar sola por el mundo siendo un simple recuerdo para los demás. Una experiencia un tanto insólita, casi especial, pero reducida al eco de un suspiro que moría en el viento.

Dos días después de ese almuerzo callado con Dai, Mary salía al balcón a tomar aire fresco. Las noches de primavera eran sus favoritas. Esperaba poder verlo, pero no encontrarlo. Sin embargo, lo hizo y lo saludo afable. Dai respondió de la misma forma e incluso se acercó al barandal del lado de ella.

–Es una linda noche– le dijo, Mary solo asintió con la cabeza– Imagino que ahora que dejó el trabajo remoto tiene menos tiempo para cuidar su jardín. Está un poco marchito.

Mary miró las campanillas y en efecto estaban algo marchitas.

–He estado ocupada– dijo al fin.

-
–¿Quiere cenar conmigo?– le pregunto Dai, pero hubiera podido adivinar la respuesta de la chica sin esfuerzo.

–Comi hace poco– contestó sin mirarlo.

–Me estás evitando– le señaló Dai– Y eso no es propio de ti.

Mary guardo silencio para ingresar en su departamento dejando a Dai con una expresión de desconcierto. La muchacha se fue a su habitación, pero unos minutos después golpearon a su puerta. No fue a abrir. Tras un rato, quien haya ido a verla, dejó de insistir. Un cuarto de hora más tarde golpearon la puerta de su cuarto logrando levantarla de la cama como si esta súbitamente se estuviera quemando o algo asi. Para su tranquilidad se encontró con Dai parado bajo el umbral con las manos en la espalda y una expresión sería.

–¿Cómo enteraste?– le preguntó con bastante curiosidad.

Dai no dijo nada. Miró a la ventana de la sala y se encogió de hombros.

–¿Saltaste de tu balcón al mío?

– También fue un acto irracional para mí- comentó sonríen– Solo quería hablar contigo y en vista de que te has propuesto eludirme tuve que cometer esta imprudencia.

–No te estoy eludiendo– exclamó Mary cruzando los brazos.

–Me alegro, así podemos hablar.

La mujer se sentó en la cama y miró a otro lado casi como si estuviera haciendo un berrinche. Hasta cierto punto era simpático, pero Dai no dijo nada al respecto. Caminó hasta quedar frente a ella que le dió una mirada de reojo que pronto volvió al piso y al frente.

–De vez en cuando todos podemos romper uno o dos paradigmas– le dijo Dai y se inclinó un poco buscando el rostro de la muchacha– Yo acabo de saltar de un balcón a otro...– agregó con un tono un tanto provocador.

Mary giro su rostro hacia él y le quedó mirando un momento antes de ponerse de pie para abrazarse a su cuello. Lo apretó con fuerza y el impacto obligo a Dai a dar un paso atrás para sostener el balance. Pronto sintió una humedad tibia en su hombro y rodeo la cintura de la mujer con sus brazos. Mary era un tanto más alta que él, por lo que la posición que ella sostenía era un poco incómoda. En vista de esto Dai acabó por hincarse haciendo que Mary tomara una postura más agradable, mas en ningún momento la soltó.

Mary no lo iba a decir, pero él que Dai se fuera la puso inmensamente triste. No hacía falta que fíjese algo en realidad. Él lo sabía bastante bien y lo complacía saber ella no quería se fuera. Pocas cosas agradan tanto a las personas como Dai como el saber son genuinamente  necesarios para alguien. Y pocas veces experimentan esa sensación debido a que la mayoría los toma por individuos fríos que no requieren ciertas consideraciones. Mary  lo comprendía porque daba la impresión de ser alguien en extremo fuerte e inquebrantable, mas ella también requería del tacto de la gente en ciertas circunstancias. Todas las personas que partieron de su vida, lo hicieron de un momento a otro diciendo que no eran capaces de despedirse o argumentando sabían ella lo entendía todo. Y si bien esto era cierto, en muchas oportunidades Mary hubiera querido despedirse y llorar un poco por la separación. Nunca le habían dado la oportunidad y ella se dijo a si misma no la necesitaba. Que era parte de la vida el alejarse de las personas amadas. Que era algo cotidiano.

Con unas palmaditas en la espalda, Dai le indicó que se apartará un poco de él. El rostro de Mary estaba empapado. Dai le ofreció un pañuelo blanco que ella uso para secar su llanto que rápidamente se desvaneció.

–Puedes ir a visitarme si lo deseas- le dijo Dai– Aunque está algo lejos...

Mary le sonrió mucho más tranquila. Despacio, con delicadeza, busco un beso de él y lo obtuvo. Se quedaron juntos esa noche y otras dos esa semana previa a la partida de Dai que dejó el edificio una tarde.

Mary lo despidió desde el balcón poblado de campanillas. Dai subió al taxi con la maceta que ella le dio entre las manos. No miró atrás, pero observó a la mujer por el lente retrovisor hasta que desapareció de su vista. Ella le gustaba, pero no se iba a quedar por eso.

El tiempo seco las campanillas que comenzaron a soltar sus oscuras semillas por todo el balcón. Mary las levantó y guardo en papel para sembrarlas en primavera. El balcón junto al suyo tenía una pequeña perrera y una bicicleta. La música que salía de ahí era urbana, un poco molesta. Nada era igual. Esa tarde los amigos de Mary habían ido a tomar unas cervezas, se fueron temprano dejando su casa vacía y una encomienda que encontraron en la puerta al llegar. Mary la había olvidado y fue a abrirla para ver qué contenía descubriendo tazas rotas junto a una postal.

Dai había comprado una casa de campo muy bonita en la que vivía solo. Tenía un empleado que lo ayudaba con el mantenimiento del edificio y el jardín, en el que esa mañana se relajaba ese caluroso día de primavera en que un taxi se detuvo en su puerta. Dai abandonó su taza de té y periódico para ir a recibir a su visita. Lo hizo sin prisa y sonriendo.

La expresión de sorpresa en la mujer al ver el techo y muro frontal de la casa cubiertos de campanillas logró medio hacer reír a Dai que se quedó parado frente a ella un instante, detrás de los barrotes de la cerca.

–Bienvenida– le dijo al abrir el portón- Me alegra que hayas decidido visitarme.

–Una temporada en una casa de campo ¿cómo me lo iba a perder?– exclamó Mary.

El largo vestido de la mujer contrastaba con su gastada mochila y botas color café. Dai con su atuendo azul y zapatos blancos resaltaba contra el fondo de flores. Él le tomó la mano para besarla, Mary se sonrió.

–Estas en tu casa– le dijo Dai y le ofreció su brazo para guiarla dentro.

Fin.



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