9
Mizu se encontraba completamente perdido desde el momento en que pisó tierra. Por un momento, le extrañó la quietud del suelo y el silencio cuando las olas no estaban en constante movimiento. Se sintió de alguna manera fuera de lugar. Aunque, ¿quién no se sentiría fuera de lugar en medio de una isla desierta con animales salvajes jugueteando por ahí listos para comerle hasta los huesos?
Consciente de que había varios pares de ojos piratas mirándolo desde lejos, Mizu, quien tenía un orgullo que simplemente no podía dejar marchar, caminó con la frente en alto y negándose a temblar de miedo tal y como se moría por hacerlo.
Después de caminar por varios metros y adentrarse en medio de los altos e intimidantes árboles, por fin perdió de vista a los que se atrevieron a dejarlo en este lugar solo.
«¿En verdad necesito atravesar por todas estas ridículas pruebas?», se preguntó Mizu, pero él no era un chico que fácilmente retrocede a su palabra, por más de que estas no tengan ningún valor para los demás. Además, Keizar sabía demasiadas cosas que lo inquietaban y eso lo motivaba aún más. ¿Cómo es que tenía tanta información sobre dioses, clanes perdidos y demás?
Al estar aún más dentro de la fauna, el sol fue ocultándose hasta dejar solo unos rayos que pasaban a través de las hojas de los árboles. El aire también se sentía más helado y ligero, era agradable para Mizu, pero no tanto como lo era el mar. Un ruido a su derecha lo puso en alerta y al dar la vuelta vio como unas hojas se movían y luego, en un segundo, se quedaron quietas de nuevo. Quiso creer que los escalofríos que de pronto le subieron en todo el cuerpo en realidad eran debido a la brisa fría y no a algo parecido al miedo.
Contó unos tres segundos y al no volver a escuchar nada más, siguió su camino. Quería terminar cuanto antes con todo aquello. Encontrar al felino, cazarlo y luego volver.
«¡¿Cómo rayos voy a hacer eso?!», gritó para sus adentros.
Un rugido enorme se escuchó muy cerca y Mizu levantó la espada en un inútil intento de protegerse. Empezó a sudar frío y el pelo se le erizó. Su palma empezó a mojarse, sus oídos se pusieron en alerta y su respiración se acrecentó. Nunca había sentido tanto miedo como ahora. Escuchó como las hojas se movieron a sus costados y se dio cuenta que eran otros animales que también temblaban tanto como él de la bestia que rugía potente a la par que se acercaba.
Mizu no pensó en nada más que ponerse a salvo. De inmediato corrió tanto como sus pies le permitieron sin tomar en cuenta el sonido que sus pasos hacían sobre las ligeras ramas y hojas bajo él. Tal vez no fue lo más inteligente por hacer, después de todo, hacía más ruido que hace un momento. Pero eso no le impidió respirar aceleradamente mientras salía disparado sin rumbo. Sus hombros chocaron con los pedazos sobresalientes de los árboles, su rostro recibió arañazos que escocían y sus torpes pies casi le hicieron caer un par de veces. En aquel recorrido desesperante, se topó con un barranco y decidió bajar por él llenándose de tierra en el proceso y haciendo tronar unos huesos. Al hacerlo, volvió a acelerar los pasos hasta hallar una especie de cueva en donde decidió entrar esperando que la bestia no lo encontrase. Se sintió como un completo cobarde, pero no podía ir simplemente a saludar a un animal salvaje esperando que este se ofrezca como ofrenda a él.
La cueva era oscura y su fuerte respiración hacía un ligero eco. Después de unos momentos, cuando solo el silencio se escuchó tanto adentro como afuera, se permitió sentarse sobre algunas rocas que sobresalían del piso. Dejó su espada recostada a su lado y la mochila llena de agujeros también. El interior de la cueva parecía un buen lugar para refugiarse por veinticuatro horas hasta que fuera el momento de volver al barco. Solo tendría que soportar las miradas y risas burlonas de la tripulación debido a su cobardía y la decepción de sí mismo por no poder cumplir con esta prueba. Pero, ¿es lo que todos esperaban de él, cierto? Una amarga sensación le dijo que no estaba tan de acuerdo con rendirse como estaba pensando. ¿En verdad debía darse por vencido?
—Tengo que hacerlo, no toleraré que me sigan menospreciando —dijo en voz alta.
El eco retumbó por las paredes de piedra hasta que de a poco se fue quedando en silencio de nuevo. Sacó el frasco de cristal de su bolsillo, algo extrañado porque no se le haya caído en todo aquel recorrido, y lo miró de cerca. Le encantaba perderse en el brillo de la piedra azul que tenía dentro. Una gota se escuchó en medio del silencio. Atento, agudizó el oído y lo escuchó de nuevo. Curioso, guardó el frasco de nuevo en el bolsillo y se adentró a la cueva. Adentro, era aún más oscuro, por lo que encontró un sendero guiado por sus manos en las paredes. Tropezó un par de veces, pero eso no le impidió seguir. Cada tanto paraba para atender el sonido y cuando estuvo seguro de estar cerca, se resbaló y cayó. Lo que Mizu pensó que era solo un resbalón, resultó ser más que eso. Un precipicio oscuro lo consumió y el eco de su grito solo ayudó a aturdirlo más. Después de unos segundos que a Mizu le parecieron una eternidad, finalmente cayó sobre piedras de nuevo haciendo tronar sus huesos por segunda vez en el día. El dolor en su cuerpo le robó un jadeo sonoro y sintió como si miles de cuchillas lo hubieran clavado. No sabía si lo que sentía sobre la ropa era sudor o sangre. O ambos.
Un suave lengüetazo en el brazo le hizo recobrar la conciencia a la par que se percataba de que había desmayado del dolor. Todavía envuelto en zozobra, tardó un poco en procesar de donde venía aquel lengüetazo y cuando lo hizo, se levantó de golpe soltando un grito de dolor. Miró a su alrededor cayendo en la cuenta de que la oscuridad había abandonado la cueva. El sonido que había escuchado, resultó ser una naciente cuyas aguas transparentes hacían incluso posible ver el fondo del pequeño pozo donde caía. El líquido que desbordaba de aquel recipiente natural, formaba diminutas cascadas que conducían hasta la oscuridad de nuevo. ¿Pero de dónde venía la claridad? Curioso, miró arriba y a una altura formidable, las rocas se abrían como si fueran un volcán dejando pasar unos rayos de luz. Mirando a lo alto, se dio cuenta también de que aterrizó desde una altura considerable. Era un milagro que siguiera vivo.
Mizu miró anonadado el espectáculo que solo la naturaleza podría brindar. Estuvo a punto de caminar hasta el agua para poder refrescarse cuando sintió, esta vez no una, sino un par de lenguas lamiendo su herida. Sus ojos se desviaron hasta unos tres hermosos gatos de pelaje blanco. Dos de ellos, tenían unas rayas negras horizontales que rodeaban su pelaje, sin embargo, uno de ellos no poseía raya alguna y si no fuera por los enormes ojos azules como el del resto, podía ser confundido con una enorme bola de nieve. Los felinos lo miraron expectantes en cuanto Mizu reparó en su presencia.
—¿Pero de dónde salieron, gatitos? —preguntó completamente embelesado por la hermosura de esos animales. Levantó la mano para acariciarlos, pero estos saltaron sobre él para llenarlo de baba el rostro—. ¡Oigan, tranquilos! —exclamó entre risas debido a las cosquillas que le provocaron.
Mizu acariciaba a los felinos hasta que los mismos levantaron las orejas en alerta y se fueron hasta la esquina opuesta de donde él cayó. Por el mismo, un enorme tigre caminó pausadamente mirándolo con nada más que ira. Los gatos fueron hasta el animal y saltaron animados junto a este, por lo que Mizu dedujo que era uno de sus padres. De la boca del tigre, colgaba algo que le resultó muy familiar. Sus provisiones. El tigre lo desgarró en un segundo y dejó caer dos pedazos de pan y una diminuta botella de agua. Las crías comieron el pan en un segundo mientras que el tigre no apartaba la mirada de Mizu. Este, asustado a más no poder, se arrastró un poco hacia atrás aún sin poder moverse mucho. Aunque fue inútil porque en menos de un segundo, el tigre albino lo derribó por completo y se alzó sobre él con una de las garras a la altura del pecho. Mizu tragó saliva consciente de que ese momento era su fin. El tigre rugió potente y el chico vio los dientes afilados de la criatura.
—Por favor no me mates —dijo temblando. El tigre rugió de nuevo—. Eres un lindo gatito blanco.
Al terminar de decir eso, recordó las palabras de Bastian. «¡Que sí! Es un gato blanco y muy grande. Lo vi una vez y me guio por todos los pasillos. Por poco me pierdo. No creo que sea un fantasma bueno, ¿pero sabes cuál es el secreto para dominarlo? Debes rascarle la oreja izquierda. Si haces eso, será tu amigo».
Este tigre ciertamente no era un fantasma, aunque cualquiera podría confundirlo con uno debido a su color, ¿pero rascarle la oreja izquierda? Bueno, estaba por morir de todos modos, no perdía nada con intentarlo. Ahora la pregunta es, ¿cómo? El tigre estaba a punto de matarlo. Levantó su garra izquierda dejando un camino limpio a Mizu directo a la oreja. El chico aprovechó la abertura y se levantó para rascarlo, pero la garra fue más rápida y lanzó un alarido de dolor en cuanto un camino de arañazos le abrió una enorme herida en el pecho. Mizu soltó lágrimas de dolor, pero en un último intento levantó la mano y lo llevó cerca de la oreja. Apenas sus manos tocaron su pelaje, el tigre se quedó completamente quieto. Mizu no pudo más, dejó caer la mano y sollozó del dolor. El tigre, salió de su estado de trance y llevó la cabeza a lado de la de Mizu para frotarse. La hostilidad del animal pasó a segundo plano y ahora parecía más amigable.
«¿En verdad funcionó? ¿Cómo? ¿Bastian sabía de esta prueba o todos los felinos reaccionaban igual en este mundo?», fueron los últimos pensamientos de Mizu antes de cerrar los ojos.
Por un momento, Mizu pensó que estaba de nuevo en la embarcación y se sintió reconfortado. No obstante, por más que cobraba consciencia por segunda vez en el día, si es que aún era el mismo día, por supuesto; se dio cuenta de que estaba empapado. El agua recorría su cuerpo y aunque suene surrealista, sentía como el dolor de su herida abierta menguaba un poco. Abrió los ojos con pesadez y lo primero que vislumbró fue a los tigres. Su madre, intuyó que lo era por la manera en que se portaba con los cachorros, lamiéndolos y acariciándolos, estaba recostada sobre sus patas en el lado seco del lugar, mirándolo fijamente, pero con un aire más amigable que cuando lo atacó. Sin embargo, eso no quería decir que dejaría de estar en alerta. Los cachorros, estaban alrededor de la madre jugando, solo el que era completamente blanco lo miraba también.
Cuando por fin recobró algo de su fuerza, se sentó y recostó por donde salía la naciente. El agua lo calmaba y relajaba. Podía sentir la vitalidad a través de ella. El frasco en su bolsillo se calentó y lo sacó. La piedra brillaba y los tigres, al ver que emitía aquel celeste particular, levantaron la mirada. Algo divertido, Mizu lo movió y cuatro pares de ojos siguieron sus movimientos. Aún no podía entender qué era aquel objeto, pero sentía una conexión con la piedra. Como si tuviera alguna relación con él. Se sentía fortalecido cada vez que la observaba y un calor desconocido se instalaba en su pecho.
Volvió a guardar el frasco y cerró los ojos para poder disfrutar más del frescor de la naciente. Su descanso fue interrumpido cuando la madre de los tigres se levantó en alerta y miró hacia arriba, en donde se veían los rayos del sol.
—¿Qué pasa? —preguntó Mizu. El animal se puso en modo de ataque, lo cual alertó a Mizu pues estuvo a nada de morir a causa de sus garras por más que ahora solo le escocían y ya no sangraba. No sobreviviría a otro enfrentamiento. Pero a pesar de todo, debió ser solo aquel enorme gato quien lo depositó en medio del agua para poder aliviarlo, tal vez seguido por su instinto animal, lo cual solo podría significar que ya no lo ve como a un enemigo. Entonces, ¿por qué volvió a ponerse tensa?
Un rugido potente y desgarrador se escuchó de nuevo y la tigresa gruñó yendo hacia sus hijos. Mizu se sorprendió por ello. Todo este tiempo pensó que era el tigre quien rugió antes cuando salió huyendo. ¿Era otra criatura? Ahora que lo pensaba, un felino del tamaño de la tigresa no podría emitir una voz tan potente que lograba retumbar en cada lugar de la isla. Los cachorros bajaron las orejas asustados y se aferraron a su madre. El enorme gato albino les gruñó como si estuviera diciendo algo importante y les lamió la cara, después fue hasta Mizu quien se retiró un poco por instinto, pero no hizo falta porque el animal llegó hasta él con lentitud para frotar su cara contra la suya, haciéndole cosquillas en la nariz. Anonadado, Mizu no se movió un milímetro, pero podía decir que aquello fue lo más parecido a un «lo siento» dicho por un animal.
—No te preocupes por mí, estoy bien. Sé que solo querías protegerlos —le dijo y eso pareció relajarla porque le lamió la cara—. ¡Me haces cosquillas de nuevo! —rió.
No obstante, lejos de parecer divertida, el animal miró con tristeza a sus hijos y fue por donde vino cuando trajo la mochila de Mizu consigo.
«¿Qué planea hacer? ¡¿Acaso que quiere enfrentar a la bestia sola?!»
—Tigresa, ¡espera! —gritó Mizu, pero el animal ya se había marchado.
¿Por qué se preocupaba de todos modos? Él debía cazarla y llevarla a la tripulación. Ahora podría hacerlo si la bestia la mata por él. Pasaría la prueba, sería uno más del Drágora y todos lo mirarían con respeto.
«¡A quién engaño! ¡No puedo dejarla sola! Sus cachorros la necesitan, debo ayudarla», se dijo a pesar de que era lo contrario a lo que debía hacer. Se levantó con mucha dificultad. Sus huesos le dolían y su herida en el pecho también. Se abrió la camisa con lentitud para observarla y se encontró con unas enormes marcas de garras con rastros de sangre alrededor. La camisa ya era completamente inútil, por lo que terminó por sacársela. Los cachorros, al ver que Mizu parecía recuperado, se acercaron a él a buscar consuelo por la huida de su madre, pero él no tenía intenciones de quedarse a consolarlos.
—Ustedes quédense aquí, iré a ayudar a su madre. Sean fuertes —les dijo y podría jurar que los tigres le entendieron. A lo mejor los animales de este mundo son más inteligentes y perceptivos que del lugar de donde vino, aquel que ahora ya le parecía tan lejano.
Mizu caminó con dificultad y fue por donde vio que lo hacía el animal. Los cachorros se quedaron atrás mirándolo con tristeza.
—¡No se preocupen, estaremos bien! —prometió.
Cualquiera pensaría que estaba loco si lo vieran hablando con los animales. Volvió a pasar por el mismo sendero oscuro que el otro camino, pero sin tantos escombros. Lo sorprendente de eso fue que el sendero tenía forma circular y en menos de cinco minutos, los cuales hubieran sido menos si Mizu no caminara con tanta lentitud, ya se encontraba en la entrada, donde su espada seguía recostada contra la pared. Aliviado de ver su arma de nuevo, la tomó y fue en busca de la tigresa. Su estómago rugía de hambre y la pérdida de sangre le generaba mareos, pero no se daría por vencido, lucharía con todo lo que tenía.
No fue difícil localizar a la enorme bestia, sus rugidos parecían urgentes y los enormes pájaros que volaban de cierta dirección también ayudó. Sus pasos lentos lo llevaron de nuevo hasta el barranco por donde había caído. Sin embargo, ahora que podía pensar con más claridad, se dio cuenta de que los árboles a su lado eran tan enormes que podía utilizarlos para subir. Decidido, puso su espada en la boca y subió por las ramas. El sudor se deslizaba por su rostro y las heridas gritaban por un poco más de consideración. Pero no paró. Cuando estuvo a unos metros, supo que sería suficiente para pasar el desnivel, por lo que se tiró al piso y cayó sobre sus brazos. Antes de poder lamer sus heridas por un rato, escuchó de nuevo el estruendo causado por el animal. Se levantó y con toda la velocidad que fue capaz de adquirir, fue hasta allí.
Sus ojos no podían creer lo que veían, pero su consciencia le dijo que aquello ya no debería sorprenderlo. Una enorme criatura, que podría jurar era un dragón, rugió hasta hacer mover los árboles cerca de él. Sus ojos rojos brillaban con ira y su cuerpo con extremidades de garras descomunales se tensaban con cada paso que hacía temblar la tierra a su alrededor. Mizu quiso huir del lugar de inmediato. Su instinto de supervivencia le suplicó que retrocediera, pero su corazón permaneció de pie con firmeza, especialmente cuando vislumbró a la tigresa a unos metros. La misma, estaba en modo de ataque lista para arremeter contra la bestia. En el momento en que la enorme criatura abrió sus enormes alas, supo definitivamente que era un dragón.
«De tigre pasé a dragón, solo a mí me puede pasar semejante desgracia», se lamentó Mizu.
Con sigilo, se acercó hasta donde se encontraba aquel dragón que parecía querer acabar con todos en la isla. La tigresa fue la primera en reparar en su presencia. Dio un rugido y movió la cabeza como diciéndole que se fuera.
—Tú y yo nos iremos juntos, vine a llevarte de vuelta —le dijo al animal, quien lució indeciso. Mientras Mizu más se acercaba a ellos dos, más quería salir corriendo. En el momento en que el dragón posó sus furiosos ojos sobre él, supo que ya era demasiado tarde—. Si he de morir, al menos que sea por una buena causa —susurró para sí mismo.
El dragón emitió un sonido poderoso cuando Mizu se acercó hasta ellos, sus alas subían y bajaban creando viento y moviendo árboles. Solo una de sus patas, tenía el triple del tamaño de la cabeza de Mizu.
—¡Tú, bestia, deja en paz a los animales de la isla! —soltó Mizu y el dragón lo miró aún con más odio.
Mizu elevó su espada y tal y como lo hizo contra Torment, se armó de valentía. Tal vez, el arma vuelva a reaccionar a él.
—Soy valiente, soy fuerte y tengo corazón de fuego —se dijo mentalmente. Sobre lo último, no estaba realmente seguro, pero según Keizar, aquello podría ser posible.
«Hazme más fuerte», fue lo que pensó Mizu y una vez más, sintió el calor rodearlo y también poder. Sus heridas cicatrizaron al instante y por fin dejó de sentir dolor. Esto solo confirmaba lo que Keizar dijo acerca de pertenecer al clan Fénix, no estaba seguro de cómo, pero los hechos estaban a su favor.
Quitó aquellos pensamientos de su mente y se concentró en el presente. Se preguntó si su fuerza sería suficiente para derrotar al dragón. Solo había una manera de averiguarlo.
Mizu lanzó un alarido y se plantó frente al dragón. Apuntó su espada al pecho del enemigo, pero la criatura fue más astuta y retrocedió un paso. La tigresa se ubicó a lado del chico, también en postura de batalla.
—Retrocede tigresa, yo me haré cargo. ¡Tú, ve con tus hijos! —soltó Mizu, pero el animal se negaba a salir de su lado.
Negando con la cabeza ante la terquedad del animal, Mizu blandió la espada de nuevo y fue contra el dragón. La enorme criatura levantó una de las patas y piso el suelo creando un ligero temblor que desequilibró a Mizu, lo cual aprovechó para bajar sus garras e intentar hundirlo. Sin embargo, en vez de ser a Mizu a quien aplastara, la tigresa tomó su lugar y ante la mirada aturdida del chico, esta fue tomada completamente contra el suelo. Un sonido de dolor salió de la garganta de la albina y a pesar de que Mizu gritó de la desesperación, el dragón no tuvo piedad.
—¡Tigresa! —exclamó Mizu en cuanto el dragón levantó la pata. Fue junto a ella, y la vio empapada de sangre. Su corazón se llenó de dolor y sus ojos de lágrimas. A sus espaldas, escuchó unos maullidos lastimeros y antes de mirar el origen, los tres pequeños tigres, que probablemente siguieron a Mizu, fueron hasta su madre para lamerle las heridas. Tigresa levantó una de las patas y la llevó hasta sus cachorros. Poco a poco se iba quedando inconsciente.
Mizu se levantó furioso por lo que presenció, aquel solo era un animal que buscaba proteger a su familia. Con ese sentimiento de ira, su espada se calentó en sus manos y renovando sus fuerzas, fue hasta la criatura. El dragón bajó la cabeza y lanzó un grito, cosa que no paró a Mizu que a pesar de la potencia fue corriendo hasta él. Su espada impactó contra su pata izquierda y la criatura bramó. No conforme con eso, fue de nuevo e intentó repetir el ataque. El dragón retrocedió furioso por el arrebato de Mizu, quien tenía una mirada de completa concentración y valentía. La diferencia de tamaños era evidente, pero eso no impidió que en los próximos acercamientos de Mizu, este no retrocediera ni un poco, por el contrario, fue el dragón quien cada vez iba más y más hacia atrás. Estocada tras estocada, algunas certeras y otras no, hizo que Mizu renueve su confianza en la batalla. Inclusive una pulga puede ser un gran enemigo si lucha con todas sus fuerzas.
La espada de Mizu no descansaba y su cuerpo tampoco, no le importó quedarse sin voz por sus gritos de batalla, tener más de dos o tres huesos rotos, ni siquiera morir si eso significaba alejar a aquella bestia fuera de los animales de esa isla. El dragón, cansado de recibir aquellos golpes, extendió sus alas y procedió a alzar vuelo. Mizu lo miró desde abajo sin temor. Desafiándolo. El dragón lanzó un rugido aún más potente que antes, pero contrario a lo que pensó, este salió volando alejándose del lugar.
Aliviado, Mizu dejó caer la espada y su cuerpo tembló por completo. Sus rodillas dejaron de funcionar y cayeron con fuerza contra el suelo. Pareciera que toda la fuerza que obtuvo ahora estaba drenando su energía. A su costado, a unos metros, unos maullidos llamaron su atención y de inmediato recordó a la tigresa y sus cachorros. Con la poca fuerza que le sobraba, fue hasta ellos. La tenue luz del sol le dijo que ya pronto anochecería. A pesar de la poca iluminación, podía ver bien las heridas de la tigresa, quien arriesgo su vida por él.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Mizu con la voz entrecortada por la tristeza. Los cachorros le empezaron a acariciar con la cabeza como si le dijera que ellos no lo culpaban. Tigresa lanzó un sonido pausado y lento. Su final estaba cerca y Mizu lo sabía. Con dolor, se acercó a ella y a pesar del peso del animal, lo subió a su regazo y la abrazó. Pronto sus lágrimas empaparon a tigresa y se lamentó de nuevo el no poder salvarla.
—Si ustedes, dioses, realmente existen, por favor, no dejen que muera —rogó en voz baja. No supo cómo ni cuándo, pero quedó dormido en brazos de tigresa con el corazón completamente afligido.
La luz del amanecer le dijo a Mizu que ya habían pasados horas desde el amanecer. Lo primero que sintió fue su estómago vacío y una sed que le raspaba la garganta. Lo segundo, fue la ausencia de los tigres. Asustado de que tal vez el dragón haya vuelto, se levantó de golpe miró alrededor. No había rastros de los animales.
Con un sentimiento de desesperación, empezó a llamar a la tigresa, pero no obtuvo respuestas. Cuando fue a recoger su espada para poder ir a buscar a los cachorros, escuchó el ruido de los arbustos. En alerta, se pudo en modo de defensa. Sin embargo, no iba a ser necesario atacar pues los gatos volvieron hasta él con algo en sus hocicos.
—¿Qué es eso? —preguntó al ver que los felinos dejaban lo que parecía fruta fresca cerca a sus pies—. ¿Es para mí? —los gatos movieron la cola—. ¿Dónde está tigresa? —preguntó mirando a todos lados y no encontrándola. Los felinos fueron por donde vinieron y en pocos segundos, tigresa apareció en su campo de visión. Estaba completamente sana. Mizu fue hasta ella y la miró más de cerca. No tenía ninguna herida abierta solo las cicatrices de la batalla. Sin poder creerlo, abrazó al felino con todas sus fuerzas.
—Gracias —susurró sin saber a quién exactamente. El animal frotó su cabeza contra la suya y depositó, tal como sus hijos, unas frutas a sus pies. ¿Es para mí? —preguntó y la tigresa rugió. Confiando completamente en la tigresa, Mizu comió el alimento y su paladar se deleitó con el sabor más delicioso que había probado. De un bocado, se comió el resto y pronto también engullo lo que trajeron los gatos. Pronto estuvo completamente satisfecho. No obstante, sabía que ya era hora de despedirse de ellos—. Debo irme, hay personas que aguardan por mí.
Los animales bajaron las orejas y Mizu tuvo un amargo sabor en la boca por la despedida. Sin embargo, la madre de los pequeños se puso firme en sus cuatro patas y le mostró la espalda. Mizu no entendió lo que quería hasta que volvió a repetir el gesto.
—¿Quieres que suba a tu espalda? —preguntó y la tigresa asintió.
Mizu obedeció y se subió a su espalda después de recoger su espada. El animal lo guio por el bosque y no supo si fue su imaginación o no, pero juraría que los demás animales lo estaban despidiendo también.
Al ver la claridad de la costa, supo que la tigresa lo había llevado hasta la orilla, donde se encontraba la tripulación. Mientras más se acercaba, fue sintiendo la familiar sensación de ser observado por todos los piratas. Incluso escuchó a algunos de ellos gritar:
—¡El chico viene montando al felino albino!
En un abrir y cerrar de ojos, pusieron una rampa hasta el piso y de ahí bajó el capitán con los demás. Su rostro expresaba incredulidad y también el de los demás.
—Veo que lo has logrado, has cazado al felino albino. Bien hecho —elogió el capitán—. Aunque te ha tomado más horas de lo acordado.
—Te equivocas —dijo Mizu bajando del animal—. Yo no he cazado a ningún animal. Ellos no merecen morir a manos de nadie.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el capitán Keizar incrédulo.
—No mancharé mis manos con la sangre de inocentes, ya tuve suficiente con el dragón —soltó fuerte y claro, para que así no hubieran dudas de su postura.
—¿Dragón? ¡Los dragones no viven en islas! —exclamó Neim con burla—. Ellos son los custodios de los dioses, están donde puedan servir a su amo. Por tanto, tal y como los dioses, desaparecieron hace años. No quieras engañarnos.
—¡Yo lo vi! ¡Era un enorme dragón! —se defendió Mizu sin entender cómo es que llegó aquella bestia hasta ese lugar.
—Tonterías —volvió a responder Neim.
—No es más que un mentiroso —susurró alguien y pronto le siguieron más voces en acuerdo.
—No ha cazado al felino albino, por lo tanto, no cumplió la prueba —soltó Theo. Ya se le hacía raro a Mizu que no haya hecho un comentario hiriente al comienzo.
—Podemos matarlo ahora. Su piel es bastante bien cotizada —soltó uno de los piratas.
—¡No! —gritó Mizu poniéndose enfrente de la tigresa y extendiendo sus brazos—. ¡Quien quiera ponerle una mano encima, se las verá conmigo! —exclamó. Todos rieron como si hubiera dicho un chiste.
—Basta —dijo Keizar con seriedad y todos callaron—. No has cumplido lo que se te encomendó, por lo tanto, pierdes esta prueba. Nadie matará a ningún animal. Abandonaremos el lugar cuanto antes.
Nadie se atrevió a objetar nada. Mizu, a pesar de perder, sintió que en realidad ganó algo mucho más valioso y eso era el sentimiento de haber protegido a alguien que lo merecía.
—Nos vemos, tigresa. Cuida bien de los cachorros —dijo despidiéndose. La tigresa bajó las orejas y dejó que Mizu lo abrazara. Pudo escuchar perfectamente los jadeos de asombro a sus espaldas, pero eso no le importó. Abrazó uno a uno a los pequeños y con la mano en alto, los saludó cuando ya estaban por zarpar. Jamás olvidaría aquel lugar.
—Veo que no te fue muy bien. Tienes una herida muy fea —le dijo Bastian en cuanto lo encontró en la proa mirando el horizonte.
—¡Bastian, que bueno verte! —dijo con entusiasmo—. Espera, ¿qué te hiciste en la mano? —preguntó al ver la mano vendada de su amigo.
—Tuve un pequeño accidente, no es muy grave —lo tranquilizó, aunque podía ver que también parecía tener el cuerpo un poco dolido.
—Eso espero, debe dolerte un montón —Bastian no le dio importancia. Después de un momento, se atrevió a preguntar aquello que rondaba por su mente desde hace rato—. Oye, eso de acariciar la oreja de un gato, ¿cómo lo sabías?
—¿Qué no te lo dije? ¡Los gatos son fáciles de entender! —rió y Mizu lo hizo con él. Convencido de que su amigo seguía siendo un niño con demasiada imaginación y agradecido por haberlo ayudado, al menos indirectamente.
—¿Cuándo comenzará la última prueba? —preguntó. Hubiera interrogado a Keizar, pero lo veía con un humor de perros desde que volvió. Solo había ordenado que vaya junto a Ágata para mirar aquella horrible cicatriz, pero como siempre, no le hizo mucho caso, en cambio fue a mirar el gran océano deleitándose con su color.
—No lo sé, pero todos dicen que perderás también —soltó Bastian en tono de disculpa.
—¿Tú si me crees? —preguntó Mizu—. Eso de que había un dragón en la isla. Nadie lo hace —dijo recordando la burla a sus espaldas.
—¡Por supuesto! ¡Los dragones son seres muy extraños, pero no hacen las cosas al azar! El hecho de que tú lo hayas visto, puede tener mucho significado —dijo con tal confianza que hizo sonreír a Mizu.
—Gracias, Bastian. Eres un gran amigo —afirmó Mizu despeinando el cabello del chico.
Solo sobraba una prueba y haría lo posible por pasarla. Si es que sobrevivía, por supuesto. Deseó que esta vez fuera más sencilla, pero sabía con absoluta certeza, que eso estaba lejos de pasar.
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