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2


Mizu se encontraba en medio de una gran masa de agua, si no se equivocaba, se trataba de un océano.

«¿Qué demonios está pasando aquí?», pensó con incredulidad mientras daba todo de sí para poder tener un poco más de aire en los pulmones.

La pierna lo tenía pensando en mil y un improperios por el dolor que sentía, tanto era así que dudaba de que pudiera permanecer un poco más de tiempo en esa posición, sería llevado por el agua en poco tiempo. El objeto que llegó hasta él por medio de unos animales acuáticos que nunca vio más que en enciclopedias y viejos libros, se encontraba presionado fuertemente en la mano.

Cuando estuvo a punto de gritar auxilio de nuevo, vio como un gran barco se aproximaba. Suspiró de tranquilidad al ver que no moriría en medio del agua. Intentó respirar a pesar de los tragos de agua mientras aguardaba su rescate. Lo primero que haría sería preguntar el motivo por el que se hallaba en aquel lugar. Sin embargo, a medida que se aproximaba, el barco le parecía cada vez más amenazante. Se trataba de uno muy viejo cuya madera ya se veía bastante desgastada. Oscuras velas se alzaban en ella y en la altura de las mismas, una bandera negra y destartalada flameaba mostrando la imagen de dos espadas cruzadas con una corona de diademas encima de ellas.

Aquella imagen lo inquietó a medida que se acercaban, quiso desistir de su llamado de auxilio, pero sus ganas de sobrevivir eran más fuertes. Así que, como pudo, respiró hondo y gritó:

—¡Auxilio! —alargando las palabras y con toda la potencia que pudo emplear.

Mientras más cerca estaba de él, el tamaño de aquel barco crecía y crecía, pero no tanto como sus ganas de salir de ahí. Al fin, luego un siglo de desesperación, escuchó la voz de una persona.

—¡Hay un hombre en el agua! —desde donde estaba, lo escuchó tenuemente, pero supuso que por la potencia de la voz del hombre, retumbó en todo el barco.

Sintió como varias personas se pusieron en al borde para poder mirar con curiosidad, pero Mizu poco caso podía hacer ya que estaba por ahogarse. Se dio cuenta de que sus habilidades en el agua no apestaban tanto como pensaba o haber sobrevivido tanto tiempo en ese lugar hubiera sido imposible.

Tal vez alguien dio una orden, no supo decirlo con certeza, pero un pequeño bote de madera proveniente de la embarcación se acercó hasta donde estaba. Un hombre alto, con barba vistosa, ropa peculiar y con una sonrisa de solo unos pocos dientes, le ofreció la mano y él acepto con gusto.

Un grito de dolor salió de su garganta al sentir como su pierna derecha embistió con la madera del bote, el hombre, que hasta el momento lo miraba con lo que parecía avaricia en los ojos, se dio cuenta de su herida.

—Pero mira que tenemos aquí —dijo tocando su herida— ¿Te duele? —Mizu gritó nuevamente por el dolor y pataleó con la otra pierna al hombre— Conque haciéndote el valiente, ya verás —Al decir aquello, el enojado señor le ató las piernas y cuando se dispuso a hacer lo mismo con sus manos, escondió rápidamente el pequeño frasco que tenía, en uno de sus bolsillos antes de que se diera cuenta.

Atado de pies y manos, fue subiendo por el costado de la embarcación con el hombre que no hacía más que reírse de su condición. Al estar adentro de lo que pensó, sería su medio de salvación, las cosas no hicieron más que empeorar.

Fue tirado como una bolsa de papas en el piso. Al alzar la vista, cientos de pares de ojos lo miraron desde arriba y ninguno parecía tener la más mínima intención de ayudarlo.

—Mira sus ojos.

—Nunca he visto unos así.

—¿Crees que él sea...?

Todos susurraban a la vez mientras lo inspeccionaban, pero una voz autoritaria interrumpió a los demás.

—¡Silencio! —todos quedaron callados al instante mientras abrían paso.

Un hombre alto, con ojos verdes y de aspecto mucho más agradable que los demás, lo analizó ni bien posó sus ojos en él. La persona en cuestión, vestía una camisa remangada hasta los codos que estaba afuera de unos pantalones marrones, anchos y viejos más una espada que sobresalía de su cintura. A su parecer, el rostro de esa persona era muy fina para tratarse de un hombre, y aquel cabello largo hasta sus caderas y trenzado, no ayudaba a mejorar aquella imagen, pero lo que sí le hizo cambiar de opinión fueron las enumeradas perforaciones que tenía en el rostro, desde sus orejas, hasta las cejas y una en la nariz; dichos agujeros estaban cubiertos de argollas y aretes en forma de piercings y para completar aquella rara escena, lucía un sombrero demasiado grande para su cabeza, le recordó a un barco de papel, con la base algo pequeña para caber en la cabeza y los bordes sobresalientes y de gran tamaño.

«Me pregunto si le pesa», pensó, pero descartó aquella idea dándose cuenta que no era la situación más propicia para ese tipo de pensamientos.

—Tú —dijo el hombre mirándolo despectivamente—. ¿Quién eres?

«Eso es lo que quiero saber».

—Soy Mizu —respondió, era lo único que podía hacer dada su condición.

—¿De qué lugar vienes? —demandó con una voz autoritaria.

—Es una ciudad algo pequeña, en un país ubicado en América... —dijo nombrando el lugar en donde había crecido toda su vida. Al ver la cara de confusión de los presentes, calló.

—¿América? ¿Qué es eso? —se preguntaron los que estaban a espaldas del hombre.

—No nos quieras ver la cara de estúpidos —dijo el hombre que lo miraba—. ¿De dónde eres realmente? ¿De Hadria? ¿Kastos? ¿O de la Isla Agamar? Debe ser de uno esos de esos tres, los demás están muy lejos.

Mizu no sabía qué hacer, intuyó que si decía que no tenía la más mínima idea de qué eran esos nombres, le iba a ir muy mal.

—Parece perdido, Capitán Grimor —dijo el hombre que lo había subido con el bote—. ¿Existe alguna posibilidad de que se trate de... usted sabe... el príncipe perdido?

El chico entrecerró los ojos por la confusión ¿Acaso dijo príncipe? Quiso reírse de aquella estupidez, pero no era tan valiente.

—No digas tonterías, Mortimer —regañó el capitán del barco—. No puede tratarse de él.

—Pero Capitán —dijo otro hombre de aspecto más joven—, las características coinciden, dijeron que el príncipe Hadrian tenía los ojos raros, y este chico los tiene estirados y de un azul demasiado brillante, nunca había visto algo así, parecen remolinos de agua.

Mizu cada vez estaba más confundido, sabía que sus ojos eran claros, pero aquella descripción no se ajustaba a él.

—Es verdad —añadió otro hombre —, aparte de tener los ojos rasgados y de ese color, viste ropa desconocida, ese tipo de privilegios solo pueden ser dados por la realeza.

Todos miraron su vestimenta, que no era más que una playera con el símbolo de Flash que había adquirido en una tienda de segunda mano, y unos jeans azules con unos agujeros por el mal uso que les dio, sumándole a ello unos calzados negros con los cordones atados fuertemente porque si no, se le salían de los pies con facilidad.

—Es cierto, es él —murmuraban todos—. La recompensa podría ser nuestra.

—¡Silencio! —volvió a reclamar el hombre al mando— Es improbable que se trate del príncipe, este niño es demasiado joven, a estas alturas el príncipe debe tener más edad.

—Pero Capitán —dijo Mortimer—, las características...

—¿Me estás desafiando, Mortimer? —preguntó mirando al mayor con enfado—. ¿Te atreves a cuestionar las órdenes de tu capitán?

Todos en el barco quedaron en silencio al sentir la tensión en el ambiente, incluso Mizu.

—¡Por supuesto que no, señor! —mencionó de inmediato el sujeto llamado Mortimer— Mis disculpas.

El capitán, lo pasó por alto y volvió a mirarlo. Desde su posición, solo Mizu pudo percatarse del odio en los ojos de Mortimer cuando el capitán le dio la espalda.

—Revisen a este niño y vean si no tiene algo valioso —ordenó el hombre frente a él mirándolo con desprecio—, después llévenlo al calabozo.

«¿Acaso dijo calabozo?».

La mente de Mizu ya no podía detectar más información. Primero apareció en medio del mar, u océano, no estaba seguro, después fue rescatado por un barco que daba la impresión de que se desmoronaría en un segundo, lo confunden con un príncipe y por último, pero no menos importante, sería encerrado en un calabozo.

«Esto debe ser ilegal. ¿A dónde vine a parar? ¿Por qué yo? ¿Acaso en verdad morí y esto es una especie de castigo por robar comida?».

No lo sabía con exactitud, pero de lo que estaba seguro, era que las cosas no pintaban nada bueno para él, y no lo harían en un futuro cercano.

El tal Mortimer, lo revisó por todos lados, y por alguna razón, cuando llegó al bolsillo que contenía el frasco con la joya adentro, no la detectó, en cambio dijo:

—Está limpio, llévenlo al calabozo.

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