Prólogo: El Legado de Sparda
Las llamas consumían el campo de batalla. Cadáveres de demonios y ángeles caídos yacían esparcidos por el suelo, mientras el olor a sangre y azufre impregnaba el aire. Gritos de desesperación resonaban en la distancia, mezclándose con el estruendo de los cielos y el rugido de la tierra que se partía en su propio dolor.
En el centro de aquel caos, un solo hombre permanecía en pie.
Sparda.
El Caballero Oscuro, el demonio que desafió al mismísimo infierno, sostenía sus espadas gemelas bañadas en la sangre de sus antiguos camaradas. Su armadura, antaño reluciente, estaba agrietada y cubierta de cicatrices de guerra. Su rostro, marcado por el cansancio y la determinación, reflejaba el peso de sus decisiones.
La guerra estaba llegando a su fin, pero el precio había sido demasiado alto.
A su alrededor, los últimos vestigios de la rebelión se disipaban. Mundus, el emperador del inframundo, había sido sellado, pero su amenaza nunca desaparecería por completo. Sparda lo sabía.
Y sabía que su tiempo estaba contado.
Pero antes de desaparecer de la historia, antes de borrar su existencia del mundo, tenía que asegurarse de una sola cosa:
El futuro de sus hijos.
—Dante, Vergil… y tú, Issei…
Tres nombres que jamás serían olvidados.
Dante, el niño de fuego y caos. Su espíritu ardía con la pasión y la energía de un guerrero que nunca conocería la derrota.
Vergil, el portador de la ambición y la disciplina. Su mente fría y calculadora lo convertiría en una leyenda por derecho propio.
Y finalmente, Issei. El más joven, el menos conocido, el que no había nacido cuando la guerra había terminado.
El que heredaría no solo la sangre de Sparda, sino también algo más... el alma de un dragón.
El Caballero Oscuro observó la cuna donde dormía su hijo menor. Sus pequeños puños se cerraban y abrían mientras respiraba plácidamente, ajeno a la tormenta que lo rodeaba. En su interior, Sparda podía sentirlo: un poder dormido, algo diferente a sus otros hijos.
El destino de Issei sería distinto.
Una sombra se movió detrás de él.
—No hay tiempo, Sparda. Pronto vendrán por ti.
Era Eva, su amada. Su voz era un susurro de desesperación. Sabía lo que estaba por ocurrir.
Sparda suspiró, mirando por última vez a su hijo.
—Entonces no queda otra opción…
Selló su destino con una decisión.
Y así comenzó la leyenda del hijo perdido de Sparda.
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