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5. Olvidémoslo

Louis era el único varón de su familia. Ya lo habíamos dicho, ¿cierto? Que era insoportable tener que lidiar con los sacrificios y privaciones que ese título conlleva —eufemismo a «dolor de huevos», por supuesto—, y esas cosas.

Para empezar, Grace era la mayor. Había nacido apenas tres años antes que Louis. Rubia, prematura e indefensa en los brazos de su madre. Era extrovertida, le encantaba corretear a los gansos del campo de los abuelos y caminar toda la casa descalza, con una hojita mal rebanada que seguramente tenía un dibujo hecho deprisa antes de que papá se fuera.

Luego llegaron las gemelas Amelia y Stella. Ahora ya no eran unas niñas. Habían decidido mudarse del país para estudiar francés y diseño en Canadá. Por supuesto, a Louis la idea no le gustó al principio. Toda la vida las había visto recorrer el pasillo enérgicas, con una taza en la mano mientras despotricaban de una teleserie... y sus hábitos. Porque eso sí, eran críticas a muerte. Odiaban cuando su hermano dejaba la toalla húmeda encima de la cama o desordenaba sus cosméticos en busca de su cuchilla y crema de afeitar. Detestaban cuando lo escuchaban a las tres de la madrugada teclear ávido y malhumorado mientras intentaba llevar una llamada en altavoz sin asustarlas. Tampoco toleraban cuando Louis traía a Evelyn a casa, pues nunca la consideraron una mujer conveniente para él. Y por último, pero no menos importante, odiaban cuando las discusiones por su instinto fraternal y protector se volvían cada vez más difíciles.

Pero las gemelas lo amaban. Y Louis también. El problema era que ya tenían la edad para viajar e independizarse, y su tía les había ofrecido alojamiento mientras buscaban una nueva residencia porque había demasiados hijos para una casa de dos plantas sin jardín.

De todas maneras, era complejo seguir viviendo en la misma casa donde mamá había pasado sus últimos días. El último perfume que Helen había usado todavía se olía en las paredes. Las plantas que cuidaba y regaba por las mañanas irremediablemente se habían marchitado después de su muerte, pues se había llevado el amor y los ánimos para ese tipo de actividades. La mecedora tapizada seguía en su lugar, pero las tirillas de lana desordenada que echaba al costado se habían ensuciado hasta terminar en una caja pequeñita que guardaban encima del librero. El gato se había mudado con Grace, y los últimos rastros de su vida se mantenían intactos en la casa con llave que había dejado de visitar cada fin de semana un mes atrás.

Solo quienes han perdido a un ser tan importante pueden describir ese dolor. Porque se lleva el alma, y con ello, las energías para vivir. Louis y sus hermanas habían tenido las fuerzas para seguir adelante gracias a su compasión, amor y fortaleza. Richard había intentado reconstruir la familia que Helen dejaba, pero fue imposible cuando los años que pasaron en la distancia recordaban las noches en las que Louis y Grace chillaban por su compañía. Y como el tiempo es cruel, pero también ecuánime, los había mantenido a cada uno en su lugar. Su padre en otra vivienda, con otra familia que lidiar, y ellos con sus vidas lo suficientemente entrenadas para subsistir con autosuficiencia.

Fue entonces que Louis intentó probar suerte en Londres. Con Grace había tomado la decisión de mudarse, pues ella tendría que vivir permanentemente en la ciudad por trabajo. Louis aceptó, pero fue incapaz de dejar a las gemelas solas y se las llevó consigo a la capital. El problema era, como siempre, que cada uno quería aquello de «juntos, mas no revueltos». Lo demás, historia. Grace se había mudado a un apartamento en el sur, Louis en el centro, y Amelia y Stella a Canadá con la tía Margaret.

—¡Gilipollas! ¡Pisa el puto acelerador!

Louis parpadeó varias veces. Oh, no. Hoy no. Hoy lo había cogido en la salsa.

—¡Perro! —gritó, echando la cabeza afuera—. ¡Subnormal!

—¡Zoquete, bruto! —bufó desde el Mercedes neón, adelantándolo a un pelo de destrozarle el espejo izquierdo—. ¡Imbécil!

—¡Mis huevos, marica!

Resopló, ocultando la cabeza. Qué lío... otra vez. El asunto no eran los insultos, sino la queja que el descerebrado de Patrick le daría a su hermana. Porque sí, siempre, y... por si no ha quedado lo suficientemente claro: siempre, se lo encontraba a punto de aparcar o salir del barrio sin discriminar horario. Lo peor era cuando se lo topaba frente a frente y tenía que forzar una sonrisa que ni siquiera correspondía, pues Patrick simplemente desviaba la cabeza y le hablaba a su labrador como si este le pudiera responder cómplice.

Y, aunque las cosas se dieran de mil formas a partir de aquello, había algo más urgente y legítimo: Louis por fin había llegado a casa de su hermana.

Abrió la puerta de su 320i y se bajó con sencillez. Se ajustó la polo de franjas blancas y rojas, se echó las llaves al bolsillo trasero derecho y rozó los delanteros para verificar que tenía la cartera encima. Tomó aire y le escribió a su hermana. Ni siquiera le apetecía tocar la puerta.

Louis: Estoy en la entrada. 19:49.

Se guardó el teléfono en el bolsillo y erguió la mirada, observando la puerta abrirse. Alcanzó a abrir la boca, pero de inmediato se le removieron las entrañas al verlo. De nuevo. Con un pantalón igual de negro que el suyo y una sudadera gris con capucha.

—Louis. —Saludó Harry, cordial y milimétrico—. Pasa, por favor.

«Lo has pensado, lo has pensado mucho. Aclara las cosas y lárgate. Lo merece Grace, tu hermana, no el enfermo con el que ha tenido la desdicha de toparse».

Louis no respondió, pero acató la orden. Cruzó el umbral y maldijo la nueva alfombra verde que había en la entrada y casi lo hace caer de bruces. Grace sudaba mientras encendía con una vela el candelabro rojo y grande que estaba en la mitad de la mesa. Había un mantel níveo con bordes negros y tres platos con sus correspondientes cubiertos. Ella le regaló una sonrisa y levantó la palma para pedirle unos segundos.

—¿Te gustaría tomar algo?

Joder.

—No —le respondió Louis a Harry, sin mirarlo.

—¡Hay un poco de jugo de naranja en la nevera, Harry! —gritó desde su posición Grace, como si la negativa de su hermano no fuese suficiente—. ¡Él es un poco testarudo, pero siempre se toma un vaso cuando viene!

—S-sí, solo vo...

—Joder. No, que no quiero —bufó Louis, acercándose a ella. Pasó de Harry—. ¿Por qué diablos sudas tanto, Grace? Eres un colador.

Grace le dio un beso en la mejilla y se olvidó de las luces por un momento. Louis la abrazó con cautela, sintiendo la nefasta mirada de Harry a sus espaldas.

—Gracias por venir hasta aquí... —susurró, muy bajito, porque no quería ser imprudente con su novio al frente—. Hoy no te irás, ¿cierto?

Louis exhaló.

—Hoy no, Grace. Hoy no.

—¿Champán? —preguntó Harry, de pronto. Grace se separó de su hermano para responderle con la cabeza—. Perfecto.

«¿Perfecto? Qué asquerosidad».

—¿Sí te gusta?

—¿Qué?

—La música, ¿te acuerdas? Open Arms, la canción favorita de Amelia.

Louis sonrió con ternura y relajó los hombros. El carnífice que castigaba su estómago había hecho que pasara por alto el peculiar detalle de la música de fondo, proveniente de un pequeño altavoz negro que brillaba ante las variaciones.

—Me la pondría a tope para bailarla contigo, lindo. So now I come to you... with open arms... —le guiñó un ojo, antes de tomarle una mano para acariciar sus nudillos—. Gracias, de verdad.

Grace era así. Arbitraria, espontánea. Agradecía. Besaba. Mimaba. En parte, Louis era una versión en contravía de ella.

—¿Puedes venir, quer...? —Harry se trabó. Aclaró la garganta con una tos, remendando—: Grace, ¿podrías venir un momento? —preguntó desde el mesón.

Ella negó con la cabeza.

—No, no —exclamó, sin soltar a su hermano—. Tengo a los hombres que más amo a mi lado. No quiero separarme de ninguno de los dos, ¿vale? Vale. —Miró a su novio, haciéndole un ademán—. Nos vamos a sentar en el sofá. Juntos, los tres, para hablar como adultos. Mi novio y mi hermano hablarán como los hombres hechos y derechos que son.

Louis le agradeció al cielo. Si no hubiera vaciado su estómago en casa, aquella expresión lo habría llevado directo a inclinarse en el lavabo.

Harry y Louis obedecieron a la pelirroja. Claramente no se sentarían juntos, así que cada uno se dispuso en las dos esquinas del sofá. Grace se acomodó entre ellos enseguida.

—Louis, bueno... No sé cómo iniciar —Grace dobló un poco el tronco para mirarlo. Harry evitó pasarle el brazo por los hombros—. Te presento a Harry —sonrió ampliamente—. Es médico, tiene 30 años y nos conocimos en un café.

Louis se controló. Si existía cabida para un «por lo menos», entonces, por lo menos, ese hombre había sido parcialmente sincero con él desde el principio.

—¿En un café? —inquirió Louis, alzando la ceja. Bufó—. ¿En qué clase de café conocerías a un hombre como este?

Harry tragó saliva.

—En un café, Lou. ¿Qué imagen tienes en la cabeza de un café? Un café, y ya está. Yo hablé primero, ¿lo recuerdas, amor? —ella se enderezó, tomándole una mano a su enamorado.

—Sí... —musitó Harry, tímido.

Grace arrugó el entrecejo.

—A ver, ¿seré yo quien siempre lleve la delantera? —le sonrió—. Habla, cariño, necesito dejarle la mejor impresión a mi hermano —de pronto le dio unos golpecitos con el codo.

—Sí... B-bueno —empezó a desordenarse el cabello. Después tosió, como siempre—. Llevamos un mes saliendo, Grace y yo nos conocimos en un café, como ha dicho. Yo s-soy doctor, y a pesar de la ruti...

Louis tenía náuseas. Se quedó sordo por unos momentos. No pudo evitarlo, pero la cruz invertida en la mano que se aferraba a su hermana y esos dedos largos, ahora pintados de esmalte rosa y negro con los anillos excéntricos de color aguamarina y retorcidos, eran la gota que colmaría el vaso. El Rolex plateado con una franja amarillita. La sudadera infantil, el peinado hacia arriba. Las hendiduras en las mejillas. Carajo. Ese hombre era un depravado, extraño. Ni siquiera podía mirarlo a la cara porque todavía recordaba lo mucho que había saboreado esos labios amplios. Por Dios. ¿Qué era esto? ¿Una simulación para tantear los límites de su cordura?

—¿Qué clase de relación llevan? —preguntó entonces, ajustándose la camisa y removiéndose en el asiento. Solía actuar así cuando estaba incómodo y su hermana lo supo.

—¿Escuchaste lo último que Harr...?

—Qué clase de relación llevan —fue una orden. Por supuesto que ni siquiera había tenido oídos para escuchar al ojiverde. Su presencia lo tenía enfermo.

—Somos novios —contestó Harry, necio y ruin.

Silencio. Una mueca amarga se dibujó en su rostro.

—¿Estás bien, Louis?

Nonono. La cabeza dolía. Lo único que le faltaba era que saliera humo denso de sus orejas. Sintió que... simplemente no podía. Las tripas le rugieron y el corazón era una bomba a punto de estallarle en el tórax.

—Mierda, lo siento mucho, Grace, per...

Se echó a correr, otra vez. Conocía muy bien la casa de su hermana, por lo que se dirigió de inmediato al baño pequeño y descuidado. Cerró la puerta y se apoyó en el lavamanos. Al final, el camino había terminado siendo el mismo, por más esfuerzos en ignorar la fatídica y nauseabunda idea.

Y mientras Louis lidiaba con su propio dilema, Grace se lamentaba en voz baja, pues era imposible entenderlo. Trazó mapas con precisión milimétrica en su cabeza, una arista, una arruga o un renglón sin llenar... No había nada que no hubiera pensado con antelación, y aun así había fallado en su intento de presentarle a su hermano su nuevo novio. Se tomó unos segundos. Harry le sobó la espalda con cariño.

—Sé que lo hiciste todo bien, linda, pero lo mejor será que yo hable con tu hermano... a solas.

—¿Q-qué?

—Lo hemos intentado, Grace. Nada ha surtido efecto. Cuando ese tipo de cosas pasan, es mejor hablarlas de hombre a hombre.

Grace asintió. No entendía la maniobra que el rizado intentaba llevar a cabo, pero tenía pinta de ser congruente.

—Dame unos minutos, a solas. ¿Te apetece ir por un poco más de vino? Puedes traerle algo a Puf.

Grace asintió una vez más. Harry le tomó un brazo al verla con los ojos vidriosos.

—Lleva el móvil y deja de preocuparte, cariño —le dijo, poniéndose también de pie—. Te juro que lo intentaré, pero... —el ojiverde tendría que ser plenamente franco—, si no acepta nuestra relación, no podemos condenarnos a su justicia.

La pelirroja, de falda gris, camisa blanca, sonrisa tenue y líneas negras que decoraban sus ojos grises, se levantó. Rodeó el sofá y una silla al estilo Chippendale que Louis también conservaba en su apartamento. Atravesó un espejo de marco bruñido y dobló hasta llegar al cuadro gótico de la entrada, solo para tomar la manija y empujar la puerta, sin mirar atrás. Menospreció el comentario de su novio e ignoró el abrigo terroso que usaba cuando salía a la calle a estas horas.

Harry tomó una bocanada de aire. Ver a su novia desaparecer y saber que tendría que enfrentar a su hermano, con el cual había aprobado una serie de fantasías y conmutaciones surreales para su condición, era un martirio. Se acercó con pasos lentos hasta la puerta que tenía un sticker viejo de Paddington Bear adherido en todo el centro.

—Louis... ¿te encuentras bien? —consultó. Después hizo contacto con la puerta a través de sus nudillos lívidos.

—M-me importa una mierda lo que piense mi hermana, pero no vuelvas a pronunciar mi nombre en tu maldita boca.

—Louis, hombre...

—¡Que te calles, maldita sea!

El ojiverde se llevó una mano a la cara.

—Venga, hombre. Grace se ha ido por un momento, podemos hablar.

Silencio.

—¿Louis...?

—¡Que no pronuncies mi puto nombre en tu sucia boca!

—Hecho. Ahora sal de ese baño. ¿No tienes los suficientes cojones para afrontar lo que está sucediendo? —Basta. Ya era tiempo. Si él no quería cooperar, Harry tendría que empezar a usar su mismo lenguaje—. Sal, sal, coño.

—¿Dónde está mi hermana? —preguntó, intranquilo.

—Estará bien, apro...

—¡¿Qué le hiciste, marica?!

Harry fue incapaz de seguir conteniéndose. Terminó estampando un puño en la puerta de madera, produciendo una huella en forma de líneas amorfas y superficiales. Louis no iba a permitir que lo intimidara, así que abrió, dejando su orgullo en el suelo. Se dejó ver con los ojos rojos, las mejillas carmesí y el cabello aún más desordenado que el de Harry. No lo pensó dos veces y le regaló un puñetazo que intentó llegar a sus pómulos, mas terminó en su comisura inferior. La sangre en hilo brotó al instante y él tuvo que empujar a Louis. Después, cambió de idea.

—¿Contento? ¡Venga! ¿Otro más? —se acercó brusco hasta tomarlo del cuello de la camisa. Louis abrió los ojos y frunció el ceño con fiereza—. ¡Venga, venga!

El castaño echó la cabeza a un lado. Se mordió el labio. Buscó contenerse, evitar gimotear. Harry lo soltó.

—Lamento mucho que tengas que pasar por esto, Lo... —se detuvo. No quería tentar sus ánimos—. Lamento que justo yo sea el novio de tu hermana, pero así han sido las cosas.

—¿Qué t-tanto sabe Grace de esto?

—¿A qué te refieres?

—A todo, hostia. La engañaste, desgraciado —musitó Louis e intentó incorporarse frente a él. Sin embargo, no tuvo la gallardía de mirarlo a los ojos—. La engañaste..., con otro hombre.

—Fue un acuerdo. Lo sabe, Loui... Tú. Lo sabe, ella también lo ha hecho. Somos conscientes. Simplemente desconoce que has sido tú.

Louis negó con la cabeza. Fue escéptico.

—Mi hermana no es tan perversa.

Harry suspiró y miró el reloj de péndulo a su lado.

—Olvidémoslo. Quiero estar con Grace. Olvídate de lo que sucedió, a fin de cuentas... Conocí a un hombre llamado Eric, no Louis.

El ojiazul guardó silencio. Retrocedió unos pasos hasta llegar al umbral del baño. Las sienes le palpitaban del estrés.

—Aléjate de mi hermana, Harry —pronunciar su nombre después de esa noche fue terriblemente chocante—. No mereces estar a su lado.

—Solo ella puede tomar esa decisión. Ha sido una lamentable coincidencia que tú seas el hermano de Grace, pero no puedo hacer nada para complacerte.

—No puedes hablar con tanta ligereza..., t-tú... cabrón.

Harry tragó.

—Esa noche estuve con un hombre llamado Eric. Ahora... es un gusto conocerte, Louis Tomlinson.

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