El disfraz de la noche
Siempre hallé belleza en las cosas oscuras, quizá sea por eso que me atrae la nocturnidad y el misterio que confiere encontrarse bajo su influjo. Sólo hay que atender a cómo se deslizan por la bóveda añil los miles de puntos rutilantes que simulan ser esferas inofensivas. Las bellas y perfectas formas son en realidad fantasmas que juegan con nuestros sentidos. Y nos tragamos sus bromas creyendo que algo tan hermoso no puede ser producto de la sugestión.
En verdad, eso es muy humano. Creer que todo gira alrededor de nosotros en lugar de pensar que no somos más que una mota de polvo flotante en el Universo, tan nimia que tal vez acabe siendo absorbida por un agujero negro que desconoce el significado de la palabra conmiseración, es algo que se me antoja propio de nuestra especie, sin lugar a duda. Impresionables y cándidos humanos... ¡Qué mezcla tan genuina!
Puede que no goce de la mejor reputación, lo cual me parece de lo más comprensible teniendo en cuenta la fama que me gané a base de suspensos y mi estrecha relación con el vodka. Aun así, considero necesario trasladar al mundo —o al menos a alguien que tenga un mínimo de inquietud espiritual— lo que me sucedió aquella noche de noviembre de 1994.
Había quedado para estudiar con Samuel, quien podía presumir de excelentes calificaciones además de una conducta intachable. Después de la última charla con nuestro profesor, que me aseguraba un porvenir más negro que el carbón, mi madre decidió forzar una amistad con el alumno estrella para ver si se me pegaba algo de éste. Sin embargo, lejos de lograr su propósito, consiguió que llevara a Samuel por el mal camino. Ya se sabe: las malas amistades echan a perder las buenas costumbres.
El pobre Samuel se emborrachó antes de lo previsto, hasta usó el libro de geometría a modo de almohada, de manera que me propuse dar un paseo para que se me pasaran los efectos de la bebida, no por remordimientos, sino para que no fueran tan evidentes cuando mi madre acudiera a recogerme.
Había olvidado que las tardes de ese otoño se volvían negras de golpe, casi sin tiempo a que la belleza del crepúsculo vespertino se liberara sobre las hojas teñidas de rojo y dorado, sentenciando a los árboles a una dolorosa desnudez.
Sentado en los columpios del parque, me concentré en el caprichoso dibujo que el humo hacía saliendo de mis labios. Aquel era un sitio acogedor. Allí me escondía para fumar sin ser visto, como si se tratara de una especie de rincón del tiempo muerto donde no recibía las reprimendas de mi madre o las collejas de los abusones; un sitio ideal para el tipo raro que no encontraba su hueco en el mundo.
La única farola activa de la zona dejó de funcionar de golpe. Un apagón inesperado sumergió el pueblo en una oscuridad que se instaló súbita y maliciosamente sobre cada elemento del lugar: bancos, parterres, columpios, papeleras... Todo había cobrado una siniestra pátina, invitando a correr en caso de advertir cualquier crujido alrededor, por mínimo que fuera.
Nunca tuve miedo a la noche, al contrario, me encantaba. Era tan plácida como terrorífica, íntima y perturbadora a partes iguales. Y eso a un morboso de mi categoría le parecía fascinante. Sin embargo, cuando me planteé la posibilidad de estar profundamente solo, me invadió el pánico. No temí que algo surgiera de la vegetación concentrada al otro lado del parque con interés de asaltarme. No temía que, sin previo aviso, unos vándalos me golpearan para robarme el poco dinero que llevase en la mochila. Mi miedo se debía al vacío crudo que estaba experimentando; mortal desasosiego, abstruso y desconcertante.
Y cual niño desolado busqué una respuesta en las alturas, algún punto lumínico que me hiciera sentir mejor. Nada. El horizonte se exhibía opaco, sin atisbo alguno de vida. Entonces me di cuenta de que no percibía el ruido de los coches a lo lejos ni tampoco las charlas de los jubilados que acostumbraban a reunirse en la parada de taxi. A menudo recibían reproches de los taxistas, que se hacían ilusiones al creer que un buen grupo de clientes aguardaba allí para solicitar sus servicios. Pero esa tarde todo estaba en calma mientras a mí me devoraba el terror.
Envuelto en aquel silencio paralizante, me concentré en contar los agujeros de las cadenas del columpio. Subí y bajé los dedos en un ejercicio que se me antojó confortable, tanto que mi aturdida psique recordó que un mechero no sólo servía para encender cigarrillos.
La anaranjada flama danzó unos segundos antes de apagarse. Por más que lo intenté el fuego no volvió a surgir del encendedor, y entonces, no sé muy bien por qué, eché a correr.
El vello erizado, las lágrimas rodando por las mejillas, la respiración entrecortada... Mi cuerpo respondía de forma automática, sobrecogido ante el espanto de sentirse sumergido en un océano de metal aciago y deprimente.
Milagrosamente sólo me caí dos veces en una carrera tan ridícula como extenuante. Mi objetivo era volver con Samuel, quitarle la borrachera a base de bofetadas si fuera preciso y saberme a salvo, en compañía de alguien. En cambio, lo que encontré no me proporcionó ninguna tranquilidad.
Ya en la casa, sin luces como las del resto del vecindario, me dispuse a llamar a la puerta, esperando que la madre de mi amigo o cualquier otra persona, me daba igual quién fuera, apareciese tras ella, invitándome a pasar o aportando un poco de claridad al extraño momento.
Mi gozo en un pozo. Nadie respondía a mis llamados, tímidos al principio, desesperados al final.
Agitado, me acerqué hasta la casa de los vecinos, quizá ellos supieran decirme qué estaba pasando. Pero tampoco allí hallé respuestas. Mi corazón galopaba desaforado en el pecho, expectante, sintiendo que todo a mi alrededor había muerto. La ciudad, ahora vacía y oscura, se exhibía críptica, un punto azaroso del que no era posible escapar. Dejaron de ladrar los perros, ya no cantaban los motores de los coches y las voces se evaporaron. Éramos la nada y yo, y puedo decir que no hay sensación más aterradora que perderse en la sombra.
«Qué ironía... —me dije a mí mismo—. Llevas toda la vida huyendo de los demás, creyéndote el Llanero solitario, un lobo rechazado por su manada que deambula sin tino, inmerso en la niebla con expresión hierática: no sabe nada, no siente nada. Y ahora lloriqueas porque estás solo».
Condenando la estúpida placidez que sentía en aquel ostracismo, me di cuenta de que había deseado tantas veces un destierro polvoriento, uno extremadamente árido y sabuloso, que no fui consciente de lo que implicaba en realidad.
«La soledad infinita», musité llorando. Estaba a punto de gritar de rabia, cuando percibí un destello en el telón del horizonte. Las estrellas despertaron poco a poco, dejándose ver de una en una y marcando lo que se me antojó un sendero a seguir.
Anduve bajo aquella señal toda la noche, deseando no estar dirigiéndome hacia un punto sin retorno, o tal vez hasta una morada más oscura aún.
Eché la vista atrás en un par de ocasiones. La ciudad iba volviéndose cada vez más negra, en cambio, las estrellas refulgían ajenas a la opacidad que las rodeaba, conectadas entre sí, demostrando que conforme aumentaban en número, mejor se apreciaba su brillo.
«¿A dónde me lleváis?», pregunté esperando ingenuamente una respuesta en el aire y, pese a que no escuché sus voces, comprendí qué querían de mí. Al principio, creí que sólo pretendían ayudarme, y lo hicieron, sin duda. Pero ellas tenían otro cometido, uno más profundo y especial. Tardé en reconocerlo, pues en esa época mi honda confusión era todo un lastre. Unos nacen para encajar de golpe, casi sin esfuerzo. La vida les abre puertas y brazos a su paso, como si su sola presencia fuera una suerte que celebrar. Otros aguardan su turno, concentrados en lograr lo mismo, quieren ser mejores, destacar. Algunos, como es mi caso, negamos esa fórmula. Lo causa la rebeldía, o ese es el modo en que nos justifica la sociedad. Y en vez de mostrarnos otras vías para lograr esa conexión, se empeñan en señalarnos el cartel que indica la salida, la puerta trasera por la que desaparecen las vergüenzas.
Ojalá el mundo funcionara con el mismo sistema que las estrellas, repartidas por el vasto Universo, destellantes y tan distintas entre sí. Esa noche aprendí que no sólo la luz gana a la sombra, sino que hasta el ser más diminuto y arisco la necesita para vivir.
Crecemos creyendo que debemos formar parte de algo, de un conjunto. Yo me tragué esa historia, debo admitirlo. Mi yo más vanidoso esperaba un reconocimiento, la ventaja que confiere hacer algo bueno y que los demás lo sepan. Ese sería el objetivo de la mayoría, ¿no? Es decir, lograr cosas, dejar una huella en los demás. Pero no todos servimos para lo mismo, no todos salimos del molde correcto. Algunos, por mucho que se esfuercen, no logran el mismo resultado en ese test que rebosa generalidad.
Puede que mi destino sea deambular bajo el cielo nocturno, y me gusta la idea. Todos merecemos una luz en el camino, o en mi caso, miles de luces diminutas. Si no, ¿qué sentido tiene?
Ahora soy, después de algunos años amando mis pasos y confiando en mis manos, una estrella más de ese sendero astral, una que guía a otras que aún no saben lo que son.
Mi profesión me permite valorar con ojos diferentes a cada uno: veo niños veloces en las sumas, otros con memoria para fechas y nombres, y unos pocos que pintan y cantan. Éstos hacen luz para el resto, aunque ahora no encajen, aunque ahora no sepan qué ruta tomar.
Pero no se preocupen, esta estrella les indicará el camino. Uniré mi luz a la suya y sabrán que no estarán solos, ni siquiera en las noches más oscuras.
Aquel día de noviembre, cuando la luz y el ruido volvieron a adueñarse de la ciudad, con sus perros ladrando, los motores rugiendo y el rumor de las voces por las calles, descubrí que sólo yo podía cambiar mi destino. Y fue ahí cuando dejé de ser nada para formar parte de todo.
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