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El disfraz

Natasha era una hermosa jovencita. Tenía la piel tersa y clara como la nieve, los ojos azul océano y el cabello negro, tan absoluto como el ébano. 

A pesar de su belleza exterior, era una niña malcriada, egoísta, egocéntrica y muy consentida.

Se aproximaba la noche de Halloween y quería lucir el atuendo más sofisticado, por eso había madrugado y mandado a preparar la limusina familiar para que su nana la llevara a un recorrido comercial.

Anduvieron mucho, pero ninguno de los disfraces la satisfacía. 

Con peor humor del que la caracterizaba, la joven no se daba por vencida. Había obligado a su chofer a conducir hasta los suburbios de pueblo.

Por fin, encontraron una pequeña tienda al final de una polvorienta callejuela de la que colgaba un desvencijado cartel donde se leía "Trajes para Halloween a tu medida. Confección instantánea".

Aquella inscripción emocionó a la pequeña y, aunque a la nana le había dado mala espina aquel lugar inhóspito, no se animó a contradecirla.

Entraron al local haciendo sonar la oxidada campanilla de la malograda puerta y Natasha quedó maravillada con la indumentaria. A diferencia de la fachada, los trajes estaban confeccionados con las más finas y selectas telas. Las máscaras eran sumamente realistas y causaban un espanto inmediato.

Esperanzada, la niña fue hasta el mostrador donde yacía una anciana mujer.

—Quiero el mejor disfraz de hada que pueda existir. No importa el precio, pero debe hacerlo ahora—exigió.

La mujer, lejos de desesperarse por su tono apremiante, cedió a sus deseos.

—Aguarda unos instantes y tendrás lo que buscas. Un disfraz hecho a tu medida—respondió y se perdió de la vista tras una puertecita.

Aunque la promesa sonaba poco realista, la vieja no tardó más que un pestañeo dentro del cuarto misterioso y, al salir, cargaba la prenda solicitada.

Cuando Natasha y su nana la vieron quedaron fascinadas. El vestuario era excelso, delicado, propio del hada más encantadora. Además la anciana había añadido una varita y un antifaz al atuendo como complemento.

Llegada la noche, la niña comenzó a vestirse. Estaba feliz porque una vez más lograría captar las miradas e impresionar a sus amigos con el disfraz de aquel año. ¡Y claro que lo hizo!

A la medianoche, cuando la fiesta estaba en todo su apogeo, el disfraz comenzó a cambiar adquiriendo la verdadera esencia de su portadora. Las finas prendas comenzaron a volverse oscuros harapos, la varita se torció como un viejo palo y el antifaz cayó, revelando su auténtica faz. Su piel tersa comenzó a arrugarse como una pasa, su negro cabello se tornó frágil y cano y sus vivaces ojos se deslucieron. Natasha ya no era un hada encantadora, era una bruja, la más horrible del aquelarre y así se quedaría, porque en la tienda no aceptaban reembolsos y porque su fealdad interior era una marca permanente.       

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