
I
En los últimos años del siglo XIX nadie habría creído que los asuntos humanos eran observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del hombre y, sin embargo, tan mortales como él. Desde otro punto del espacio, intelectos fríos y calculadores, observaban la Tierra con ojos envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza.
Pero no fue hasta principios del siglo XXI que comenzaron a actuar, a diseminar sus armas más letales por toda la faz de la Tierra.
Para cuando hicieron acto de presencia, era ya el año 2030. Era un día normal de primavera, ventoso y soleado, pero que se vio oscurecido repentinamente por un extraño y enorme disco negro que flotaba en el cielo.
Alecta estaba saliendo de la ciudad cuando lo vio, impasible sobre los rascacielos como anunciando el fin del mundo.
Y luego se oyó la primera explosión. No supo cómo ni porqué lo sabía, pero estaba segura que estaba relacionado con aquella cosa inhumana sobre su cabeza.
Mientras caminaba con rapidez, la muchacha sintió un par de estallidos más, y el último se oyó no muy lejos de donde estaba. Vio como los cascotes y los escombros del enorme edificio saltaban hacia todos lados, mientras el humo y el polvo ascendían en espirales, como si danzara. La detonación fue ensordecedora, y los gritos y el llanto comenzaron a llenarle los oídos, junto con el caótico pánico que comenzaba a expandirse con rapidez a su alrededor.
Alecta se colgó la mochila a un hombro y se alejó, tratando de reprimir las ansias por saber más detalles y absorber el morbo que provocaba aquello. Ser curiosa al extremo era su mayor defecto.
Dio un par de pasos y giró hacia un callejón que conducía lejos de allí, pero no esperaba encontrarse con un muchacho tirado en el suelo pedregoso y húmedo como si le hubiesen dado una golpiza.
O como si hubiese caído del cielo.
Se quedó observándolo mientras un repentino descenso de temperatura la hacía estremecer. El joven respiraba, Alecta podía saberlo por el irregular movimiento de su tórax, pero estaba muy malherido.
Aunque fuese una persona muy curiosa, ella procuraba no relacionarse con nadie, no hablar a menos que fuera estrictamente necesario. No tenía familia ni amigos.
Pero a pesar de todo, aquel joven le comenzó a parecerle de lo más interesante.
Se inclinó a su lado y lo alzó para acomodarlo sobre su hombro y llevárselo de allí.
Geohn pestañeó varias veces, pero el agudo dolor de cabeza y el entumecimiento de su cuerpo no le permitían ubicarse y menos recordar algo. Intentaba aferrarse a los pensamientos y recuerdos que bullían, pero se le escapaban como agua entre los dedos. Lo único que logró retener fue su nombre.
Había perdido la memoria.
Se incorporó sobre sus codos y miró alrededor. Lo primero notó era que estaba en una litera mullida y vieja, dentro de una pequeña casa rodante acogedora y limpia. El televisor, un aparato viejo de tubo, estaba encendido sintonizado en algún canal informativo, anunciando sobre la ola de explosiones en distintos punto del país y del mundo.
Y eso sin contar las perturbadoras imágenes de un enorme disco negro cubriendo la capital.
Sacando el aparato televisivo, no había otro ruido allí, siquiera del tránsito o de más seres humanos en los alrededores. Se sentó con cuidado mientras observaba alguno que otro vendaje en sus manos, brazo y cabeza. Estaba golpeado, pero no tenía idea del por qué.
Un ruido de pasos sobre un terreno duro y seco le indicó que alguien llegaba. La puerta no demoró en abrirse y dar lugar a una muchacha que no tendría más de dieciocho años. Llevaba el cabello negro como el carbón despeinado como si recién despertara y sus ojos eran de un azul tan intenso como el mar revuelto.
—Ya despertaste —dijo ella al verlo ya sentado sobre la litera—. ¿Estás bien? ¿Quién te golpeó? ¿Por qué te dejaron tirado en aquel callejón? —Hablaba rápidamente y casi sin respirar.
—No sé, no recuerdo nada...
La muchacha lo observó unos instantes antes de soltar un ruidoso suspiro.
—Ya, y vienes con los aliens... —dijo entonces en tono de burla, pero sus orbes zafiro lo taladraban inquisitivamente. El muchacho abrió y cerró la boca un par de veces, pero nada salía de ella—. Si no has explotado supongo que no —suspiró al fin y estiró la mano—. Soy Alecta.
—Geohn —respondió, estrechando la pequeña y pálida mano de la muchacha. Ella alzó una ceja—. Es lo único que recuerdo —explicó, pasando una mano por el cabello largo y castaño. Sacudió la cabeza y se enfocó en la noticia de la televisión. —¿Qué está pasando afuera? —indagó, y Alecta se limitó a encogerse de hombros, echando una mirada desinteresada al televisor.
—Especulan que las explosiones tienen que ver con esa cosa enorme en el cielo —dijo, encogiéndose de hombros—. Y que son provocadas por personas que explotan de la nada, como kamikazes.
Geohn frunció el ceño ante tal extraña noticia. Se levantó de la litera lentamente y se dirigió hacia la puerta para salir al exterior de la casa rodante. Tenía que verificar por sí mismo que aquello era cierto.
El remolque estaba aparcado al lado de la carretera y a varios kilómetros de la ciudad, en una zona desértica y árida. No había ninguna hierba o señal de vida hasta donde sus ojos alcanzaban ver.
Y se preguntó cómo ella había podido llevarlo hasta allí sola, ya que había dicho haberlo encontrado en un callejón.
Pero había algo más que llamaba la atención: el día se había oscurecido notablemente a pesar de verse el cielo azul en el horizonte. En el televisor la hora marcaba las 15:23. Alzó los ojos confundido y lo vio: era el Disco Negro de las noticias, algo plano y sin ningún detalle que lo diferencie de un frisbee negro para colosos.
La muchacha salió detrás de él y dirigió la mirada hacia el mismo lugar.
—Está ahí hace horas y no ha hecho nada —dijo.
—¿Tendrá algo que ver con los países enemigos? ¿Una aeronave de destrucción masiva o algo así? —preguntó él, pero ella sólo se encogió de hombros.
Era la conversación más extraña que Geohn había tenido, y eso que no recordaba ninguna siquiera. Hablar con un desconocido sobre un disco volador mientras el mundo estaba al borde de una tercera guerra mundial era inverosímil.
Una guerra que parecía ceñirse sobre ellos como lo hacía el disco. Los tiempos de "paz" desde el siglo 19 ya casi no existían. La tirantez mundial había comenzado con la primera y la segunda Guerra Mundial. Luego vino un período casi pacífico de casi un siglo, pero que estaba mermando a causa de la notoria escasez de agua potable y petróleo. Muchos países estaban al borde del colapso.
Las explosiones no era algo que había comenzado hacía poco tiempo. Desde que los países negaban a llegar a acuerdos pacíficos, había constantes ataques a importantes ciudades en distintos puntos del globo. Pero ahora, con esa cosa inexplicable flotando en el cielo, ponía cierta duda que fuesen ataques al azar y con propósitos económicos.
Y luego Geohn se preguntó cómo estaba él al tanto de todo eso.
—Es espeluznante, ¿no? —dijo Alecta con menos interés de lo que quería demostrar—. Bien —agregó en seguida, limpiando las manos en sus jeans oscuros y gastados—, ahora que estás sano y salvo, puedes irte.
Y sin más, la muchacha se adentró en su casa rodante y cerró de un portazo.
Geohn se quedó mirando la puerta por donde la muchacha había desaparecido y alzó una ceja.
—Oye, rara —gruñó luego de unos segundos que creyó que ella bromeaba y le abriría la puerta. La golpeó con el puño un par de veces—. No tengo dónde ir...
—¡No es mi problema! —oyó que ella le gritaba desde el interior, casi con una voz cantarina.
Era cierto. A Alecta no le importaba nada más que ella misma. Esquivaba toda relación con cualquier individuo e ignoraba a todo aquél que le dirigiese la palabra. Pero había hecho una extraña excepción con aquel muchacho.
Esperaba no tener que arrepentirse.
—¡Alecta! —Notó la urgencia en la voz de Geohn, pero aun así decidió ignorarlo—. ¡Ahí vienen! —Los golpeteos se volvieron más incesantes y fuertes, y Alecta temió que él tirase abajo su puerta, así que la abrió rápidamente.
—¿Qué...?
Lo primero que vio, detrás de Geohn, fue la ciudad en llamas. Ella había elegido ese lugar para estar lejos del bullicio y las personas de la ciudad, y ahora agradecía por ello.
La ciudad ardía tal como una pira funeraria, levantando un humo funesto y negro que alcanzaba a acariciar el disco en el cielo. Pero eso no era lo que tenía aterrorizado a Geohn, y sí el enjambre (si es que podía llamarlo así) de seres que se dirigían hacia allí desde los límites de la ciudad, unos volando, otros corriendo.
Alecta no se quedó a ver cómo eran. Su terror superó a su innata curiosidad y jaló a Geohn al interior de su motorhome. Él dio un portazo detrás de sí mientras armaba una barricada detrás de la puerta.
La muchacha no dudó en lanzarse hacia el asiento del conductor y encender el motor. Las ruedas rechinaron y protestaron, pero luego de una pequeña derrapada el vehículo se lanzó a la mayor velocidad posible por la carretera en dirección contraria a la ciudad en llamas.
—¡Acelera ese trasto viejo! —protestó Geohn mientras se ubicaba en el asiento del copiloto y sacaba la cabeza para mirar hacia atrás—. ¡Mierda! ¡Vienen detrás de nosotros!
Alecta le lanzó una mirada furibunda, mientras se sentía ofendida por haber llamado a su hogar de trasto viejo.
—¡Detrás de ti querrás decir! —atacó casi a gritos mientras esquivaba a alta velocidad un coche que venía en sentido contrario en la carretera—. ¿Cómo puedo saber yo que no eres uno de ellos?
Geohn abrió la boca con horror.
—¿Crees que yo tengo que ver en esto? —le increpó fulminándola con la mirada, mientras arrugaba el ceño.
—¡No fui yo la que apareció luego de ese disco negro, sin memoria y todo golpeado como si lo hubiesen lanzado desde esa cosa! —exclamó, sintiendo las manos sudadas—. ¡Mierda!
La muchacha pisó en el freno mientras lanzaba una sarta de groserías y su vehículo salía de la carretera. Varios coches venían en sentido contrario como si también huyeran, mientras otros cargaban a la desesperada desde detrás de la casa rodante de Alecta.
Mientras se alejaban de la ruta levantando polvo y arena, pudieron ver a varios coches estrellándose entre sí. Alecta se mantuvo al margen mientras otros hacían el mismo desvío que ella, ya que aquello se estaba transformando en un embotellamiento catastrófico.
—¡Vamos, Alecta! —gritó Geohn, quien mantenía su cabeza en el exterior para observar a sus persecutores—. ¡Están cerca!
Ella le echó una última ojeada nerviosa al panel indicador de combustible.
—Malas noticias.
—¿Qué?
Le señaló con un gesto de la cabeza a la aguja que indicaba que estaban corriendo en reserva.
Y como si llamaran a la mala suerte, el remolque se detuvo con un par de últimos traqueteos. Geohn lanzó un improperio y saltó del vehículo. Alecta miró dudosa hacia atrás, a sus cosas, a su hogar, pero soltó un suspiro y con él se apeó del vehículo y fue detrás del muchacho.
Su curiosidad le llevó a mirar hacia atrás y vio varias cosas negras sin forma definida que sobrevolaban en el horizonte, a través del humo negro. Apretó los párpados y se mantuvo detrás del muchacho. Sea lo que fuesen, no eran amigables siquiera para la vista.
Los gritos no demoraron en llegarles a los oídos desde la carretera abarrotada. Corrieron al lado de ésta, pero sabían que si continuaban a pie no irían más allá de unos kilómetros antes de que esos seres los alcanzaran.
Pero al parecer los demás no opinaban lo mismo y habían decidido que lo mejor era correr. Los vehículos que venían en sentido contrario gritaban desesperados que allí habían explotado varias personas como si de una bomba humana se tratase.
Alecta pensó que su vida comenzaba a pender de un hilo, que moriría allí al lado de aquel desconocido, pero se detuvo cuando alguien se interpuso en su camino. Era un muchacho joven, quizá no tuviera más de quince años. Derramaba lágrimas mientras su rostro se volvía de un rojo tomate, como si se sonrojara. Sus ojos se volvieron de un color ámbar tan antinatural que ella ahogó un grito.
—Alecta, vámonos —dijo Geohn, tomándola del brazo y jalándola, pero la muchacha permanecía estática, observando a aquel extraño con una morbosa curiosidad.
Los ojos ambarinos del adolescente clamaban por ayuda y Alecta no lograba moverse de allí, de quitar sus ojos curiosos de él, pero sintió que Geohn le apretaba la muñeca instándola a seguirlo, pero cuando ella percibió lo que estaba a punto de ocurrir, echó a correr por sí sola.
—¡Va a explotar!
Estaban aún a pocos metros del muchacho cuando el estallido ocurrió, con la potencia de una granada, ensordeciéndolos momentáneamente y empujándolos hacia el suelo.
Alecta cayó de bruces y sintió que trozos de metal le caían encima y le dañaba el rostro y las manos. Geohn estaba tendido a su lado, jadeando y con un corte sobre una ceja, lo que hacía que su rostro se viera incluso peor que cuando ella lo encontró.
—¡Carajo! —exclamó él—. Eso no era humano, te lo aseguro.
Alecta se quedó sentada y abrazó sus rodillas. Era una chica fuerte y decidida, su falta de relaciones sociales la hacían prácticamente invulnerables a los sentimientos. Pero aquello la superaba. Estaba abrumada, dolorida y cansada. Y no saber nada de qué iba todo aquello la dejaba histérica.
—¿Estás bien? —Oyó que le preguntaba Geohn y ella lo contempló a los ojos. Notaba la preocupación en ellos, y sintió una punzada de felicidad por al menos tenerlo a él allí.
Asintió, mirando los extraños trozos de metal a su alrededor. Parecían restos de una sofisticada máquina. Preguntándose qué significaba aquello, tomó la mano que Geohn le ofrecía y se puso de pie. Él, sonriendo, le indicó un automóvil vacío abandonado al lado de la carretera.
Corrieron hasta allí y para su suerte tenía la llave en el contacto. El crepitar del fuego luego de la explosión se oía detrás de ellos, y los gritos se hacían cada vez más incesantes y urgentes.
Geohn se puso al volante esta vez y arrancaron con velocidad. Recorrieron millas y millas de desierto, varios otros vehículos pasaban por ellos en ambos sentidos, y rápidamente perdieron de vista a las cosas que los perseguían.
Pero como un recordatorio nefasto, el disco negro continuaba sobre sus cabezas, impasible e imperturbable.
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