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18 - Ceremonia nupcial

Había una figura al pie de las escaleras, de espaldas a él con dos monjes a su lado. Cuando se acercó lo suficiente ella se giró al sentir su presencia, pero aún bajo el velo rojo que le cubría la cara se podía apreciar su nerviosismo. Sus pequeñas manos estaban cerradas en sendos puños temblando levemente sobre su regazo, provocando en Seiken un fuerte deseo de tomarlas y consolarla con un "todo va estar bien" pero sabía que esa era una mentira que ni el mismo podía creer. Aunque recién acababan de conocerse, no podía evitar tener hacia ella este sentimiento de querer protegerla, era algo que no se podía explicar y que nunca había sentido por nadie más a excepción de sus hermanos menores.

Bajo el velo, Akanemi alzó la vista hacia el príncipe, quizá con la idea de adivinar como luciría la cara del que sería su esposo dentro de pocos momentos, algo que era imposible pues el velo limitaba mucho su visión y el hecho de que el tuviera el rostro cubierto no ayudaba mucho que digamos. La intensidad de esos ojos era demasiada incluso bajo el velo. Seiken no pudo evitarlo y apartó la vista torpemente.

El emperador se levantó de su trono de manera majestuosa. Era un hombre que aún mantenía algo de la magnificencia de su pasada juventud. Bajó las escaleras con lentitud, mientras una doncella con el uniforme negro del palacio del Sol se le acercaba con dos brazaletes de oro y plata sobre un cojín de terciopelo azul que traía en sus manos. Uno de ellos era más grueso y tenía exquisitamente tallado en él un dragón dorado que mordía su cola, el otro era más fino y tenía tallada una delicada rama de cerezo también dorada con sus flores abiertas.

El emperador tomó la mano izquierda de Akanemi y le colocó el brazalete de flores a la vez que decía con su potente voz:

—La vida que florece, junto a la fuerza que la protege —añadió poniéndole a su hijo el otro brazalete en la mano derecha mientras la misma doncella le alcanzaba a su señor una cinta de dos tonos: rojo y blanco, que el emperador pasó a través de los dos brazaletes y luego anudó con fuerza. Los sacerdotes entonaron rezos bendiciendo la unión.

—Así quedan unidos en matrimonio, con mi bendición y la de nuestro imperio —dijo tomando las manos de ambos y entrelazándolas. La mano de Akanemi era tan suave, delicada y cálida que Seiken tenía miedo de apretarla demasiado. Por eso en realidad se sorprendió cuando fue ella quien apretó su mano con fuerza mientras se viraban para salir del gran salón. Ahora debían pasar al salón de los banquetes donde se celebraría la fiesta para los recién casados.

—¡El primer príncipe y la primera princesa han sido bendecidos por el emperador! —anunció otro hombre a viva voz.

—Por favor, déjame permanecer así hasta que salgamos de aquí —susurró Akanemi en una suave súplica. Su voz temblaba, estaba muerta de miedo como era de esperarse, todo había pasado demasiado rápido. Ella parecía estar usando todas sus fuerzas para no desplomarse en aquel lugar, sintiendo que si esa fuerte mano la soltaba quedaría sola y desprotegida.

No podían irse, aún faltaban más tediosas ceremonias. Debían ser los primeros en entrar al salón de banquetes, era una tradición para la abundancia en su vida matrimonial. Luego tenían que realizar el primer brindis para que la fiesta empezara. Varios de los invitados hicieron intentos de acercarse para felicitar a la pareja de recién casados, pero Seiken les lanzaba iracundas miradas que lograban que abandonaran la idea, sin ni siquiera acercarse demasiado.

Shakori iba de un lado a otro de manera traviesa comiendo dulces mientras su doncella personal la perseguía y Azi se veía aburrido. Turya, su madre y tercera concubina, conversaba con él al parecer intentando animarlo sin éxito. Naito disfrutaba rodeado de los nobles y las bellas damas de la corte, bebía vino riendo animadamente y Hyorin brillaba con todo su esplendor, convirtiéndose casi en el centro de la fiesta. Este era el momento, era ahora o nunca.

Seiken le hizo un gesto a Kudume que este interpretó con rapidez. No quería que nadie lo siguiera, ni los integrantes de la corte, ni los sirvientes. "Lo dejo todo en tus manos Kudume" pensó mientras seguía caminando casi sin mirar por donde iba. Sus pies lo llevaron automáticamente al jardín del palacio principal, justo hasta el árbol de cerezo donde se habían conocido.

Seiken sintió que su mano derecha pesaba mucho de repente. Al parecer, en su prisa por salir del salón había olvidado que aún estaban tomados de las manos y sus brazaletes estaban anudados. A Akanemi le había costado seguirle el paso, pues era mucho más pequeña que él, y había caído sentada respirando agitada, sus fuerzas la habían abandonado por completo y su cuerpo temblaba como una hoja en otoño arrastrada por el viento. Seiken no sabía qué decir o hacer, así que simplemente comenzó a desanudar la cinta que unía sus manos con suavidad.

—Lo siento, mi señor —casi musitó Akanemi— Soy una esposa terrible ¿no es cierto? —rió de manera nerviosa al decir esto bajo el velo.

Su voz fue ahogada de repente, Seiken la había estrechado entre sus brazos con fuerza. Akanemi dejó de temblar por la sorpresa y lo protegida que se sentía en ese abrazo. Seiken no supo cuanto tiempo estuvieron así, solo que cuando se separó, ella se había quedado dormida en sus brazos.

—Claro, el cansancio del viaje y las emociones de estos días... – murmuró Seiken con ironía.

Tomó a Akanemi en sus brazos y la llevó hacia el que a partir de ahora sería su hogar, el palacio de la luna. Seiken se detuvo antes de entrar, hacía muchos años que no venía a este lugar, el palacio de la primera emperatriz, su madre. No había puesto un pie en él desde el día de su muerte. No le gustaba recordar esos tristes días. Las puertas mantenían tallada la imagen de la diosa de la luna caminando sobre las estrellas en el cielo, con la mirada perdida en la distancia, envuelta en vaporosos velos, que parecían flotar acariciando su cuerpo en vez de cubrirlo.

Llevó a Akanemi a la habitación principal. A su paso se dio cuenta de que todo había cambiado, los adornos favoritos de su madre habían sido sustituidos por otros, sus dibujos ya no estaban colgados en las paredes y las colgaduras de la cama eran velos rojos, que se movían con suavidad al ritmo de la suave brisa que entraba por los ventanales abiertos que daban al jardín de este palacio.

Akanemi despertó en cuanto él la colocó en la cama. Abrió los ojos sorprendida, incluso quizás desorientada y se sentó en la cama de manera rígida con las manos entrelazadas en su regazo, su mirada hacia Seiken había cambiado radicalmente, ya no era intensa, ahora solo estaba cargada de nerviosismo.

Akanemi no supo qué hacer mientras Seiken alargaba su mano hacia ella, así que simplemente cerró los ojos y bajó la cabeza. Sin que apenas lo notara, fue despojada del velo y de repente sintió un enorme alivio en su cabeza mientras su cabello quedaba totalmente suelto, cayendo como una cascada que cubrió de inmediato su espalda y sus hombros. Abrió los ojos con lentitud, Seiken le había quitado la peineta y los adornos que aprisionaban su cabello y le hacían daño junto con el velo. Pero esta vez él no apartó la vista mientras ella notaba una mirada melancólica en los ojos de su esposo.

Sin decir ni una palabra, Seiken se arrodilló en el suelo y con suavidad le quitó las zapatillas. Akanemi estaba completamente asombrada ¿Quién era esta persona que la trataba con tal amabilidad aunque ni siquiera lo conocía? Seiken acomodó los almohadones en la cama sin que ella dejara de mirarlo intentando adivinar lo que en este momento estaba pasando por su mente. "Esos ojos, sé que he visto esos ojos grises antes, en algún lugar" pensó Akanemi bajando la cabeza, intentando recordar. Pero había visto demasiadas caras nuevas y diferentes en los últimos días, esto sumado al nerviosismo que tenía le hacía imposible hallar algún recuerdo en específico.

Seiken le acarició la mejilla, tomándola por sorpresa lo cual provocó que ella se apartara, girando su cara hacia el otro lado, era la primera vez que un hombre la acariciaba de esta manera, así que reaccionó sin darse cuenta. Su corazón comenzó a latir de manera acelerada imaginando lo que sucedería a continuación, pero Seiken aún sin hablar se levantó y abandonó la habitación, dejando a Akanemi totalmente sola.

—Lo siento —murmuró Akanemi con timidez cuando ya su esposo había partido, arrepintiéndose de su reacción hacia él mientras sus ojos se llenaban de lágrimas— Si tus ojos están tan tristes como los míos por esta unión, ¿Por qué entonces eres tan bueno conmigo? —añadió mientras abrazaba sus rodillas— Si ya había aceptado mi destino ¿Entonces por qué tengo tanto miedo? ¿Por qué actúo así?











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