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El fulgor del rayo iluminó el cielo al mismo tiempo que me disponía a bajar las persianas. Había sido un mal día para ver una película de terror. Eran las doce y tres minutos cuando me acosté pero un suave golpe en la puerta me sobresaltó. Estaba sola en casa. El sonido se intensificó hasta que parecía que alguien estaba aporreando la puerta. Sabía que tenía que salir de casa pero alguna fuerza extraña impedía que mis piernas se movieran. De pronto, el ruido cesó y oí un gran trueno. Chillé y otro rayo iluminó el cielo. Aun con la respiración agitada, di un paso hacia la puerta de la habitación. Silencio. Tres pasos más y podría tocar el pomo. Cuando me disponía a dar el último paso, el pomo giró sin hacer ruido. Otra vez tenía el cuerpo paralizado por el miedo. Nadie podría ayudarme. Unos dedos negros aparecieron por el pequeño espacio que había. Pero no veía nada más; solo lo que la luz de los rayos, más frecuentes cada vez, me permitían a través de las rendijas. Mi cerebro me gritaba que corriera, que abriera la ventana y saltara. Mi habitación se encontraba en la planta de abajo. Otro rayo salpicó la habitación de una luz amarilla y entonces, le vi. Estaba segura que no era humano. Su cara solo era un borrón en la oscuridad. Sin ojos ni cara. Solo la sensación de que seguía cada uno de mis pasos. Ordené a mis piernas moverse y corrí hacia la ventana. Levanté las persianas y, cuando me giré, no había nada. La puerta estaba cerrada y un silencio sepulcral reinaba en el ambiente. Un crujido me hizo dar la vuelta hacia el armario. No me gustaba. Sus puertas se abrieron al mismo tiempo que saltaba y caía al suelo. Las piedrecillas me arañaron las plantas de los pies mientras me escapaba de lo que fuera que había entrado en la casa. Crucé el pequeño bosque que teníamos cuando algo me hizo caer. Mi cara golpeó al suelo y me mareé. Cuando levanté la cabeza, una forma oscura y fría se acercaba hacia mí. Sus manos tenían garras afiladas. El pitido en el oído volvió a aparecer. Ya estaba encima de mí cuando...
Me desperté con un sobresalto. Qué sueño más real. Me fui al baño y me lavé la cara. Aun podía recordar las palabras de aquella anciana misteriosa diciéndome: Niña, no sabes lo que has hecho. Has despertado el mal.
Me dispuse a dormir. Miré el reloj y marcaban las doce y tres minutos. De repente, sentí un suave golpe en la puerta. Estaba sola.
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