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1. Un día antes del secuestro

Capítulo dedicado a AndyDnss. ¡Gracias por animarme a retomar esta novela!

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1. Un día antes del secuestro

Estoy acostumbrado a que mi humana me alimente seis veces al día.

—¿Ya comiste, Shakespeare? —me pregunta dulcemente mientras echa más agua a sus plantas. Plantas que también ya regó muchas veces.

Yo finjo ser inocente de lo que se me acuse y salto de la ventana a sus pies. Ahí ronroneo y froto mi cabeza contra sus medias. 

Rrrrrrrrr
Rrrrrrrrrrrrr

—Oh, pequeño Shakespeare, lamento haber olvidado darte de comer. Pero en seguida arreglaremos eso —dice apenada y camina hacia la cocina. Yo la sigo.

La humana empieza a revisar la despensa. Mientras, yo me paseo delante de ella para recordarle dónde guardó mi comida. 

—Ya la tengo —dice, sacando de un cajón la lata.

La observo: sus manos tiemblan mientras trata de abrir la lata. Últimamente sus manos tiemblan más de lo acostumbrado.

—Aunque juraría que ya te di de comer —intenta recordar—. En la mañana habían cinco latas de atún y ahora hay tres. ¿O era al revés?

Sigo ronroneando. Rrrrrr Debo entretenerla antes de que caiga en la cuenta.

Vamos, humana, alimenta a tu pequeño Shakespeare.

Froto mi cabeza contra la mano en la que sostiene mi comida. Después ella carga conmigo y la lata y  nos lleva hasta su sofá favorito en la sala.

—Me siento cansada —dice en lo que termina de abrir la lata. Yumm ya saboreo lo que hay dentro—. Ven acá, Shakespeare —me llama. 

Me acurruco sobre su regazo y ahí como. Esta vez me tocó paté. ¡Una delicia! Vivo agradecido de que me tocara tener a mi servicio a esta anciana.

Mi vida es cómoda y tranquila, pero no siempre fue así: Nací en el balcón de una casa vecina.
Mi madre, una gata de vida libertina, irresponsablemente me parió allí a mí y a dos hermanos. Sin embargo, un humano torpe y joven, pero benévolo, nos encontró y alimentó varios días; mientras, lo escuchábamos quejarse de la mala reputación que goza mi madre en el vecindario. Tiempo después él asignó a otros humanos a nuestro servicio. 

No sé a dónde fueron mis hermanos, pero a mí primero me llevaron a la casa de un humano diminuto. De esos a los que llaman "niños". Fue espeluznante. Él tenía un tren de juguete y me colocaba sobre este para dar vueltas por su habitación. Pensé: ¡Moriré! ¡MORIRÉ! Jamás pude acostumbrarme a esa vida.

Yo dormía y comía sobre el niño. Y no me hubiera importado de no tener él esa constante necesidad de abrazarme y hablarme.
Y me estaba preguntando si tendría que acostumbrarme a vivir de esa manera cuando la madre del humano diminuto decidió que se mudarían lejos y me devolvió.
¡Adiós, niño!
El niño lloró, pero admitamos que fue lo mejor para ambos.

—¿Ahora qué hago contigo, gato? —preguntó el humano cuando estuve de vuelta. 

Se veía preocupado de no poder encontrar a alguien más. Entonces comprendí que yo soy excepcional y necesito de un trato especial. 

Un día estaba dándome de comer sobre el pórtico de su casa cuando miró pasar por la calle a otra humana.

—¡Señora Vélez! —la llamó—. ¡Señora Vélez, espere!

Cargando conmigo, salió del pórtico y caminó hacia donde se encontraba ella.
¡Oye, haz esto después, no he terminado de comer!

—Hola, David —lo saludó ella con amabilidad.

Me sorprendí al verla de cerca. Nunca antes había visto a un humano deteriorado:

-Su cabello era blanco y escaso.

-Tenía pocos dientes.

-Su piel estaba arrugada.

-Se veía un poco jorobada.

-Sus manos temblaban.

—Señora Vélez, la fui a buscar ayer a su casa y no la encontré.

Él, por el contrario, no estaba deteriorado. Aún así, tenía la horrible costumbre de saltar sobre otras humanas. Ellas llegaban a su casa, se sentaban junto a él en un sofá, hablaban un rato y después de negociar si "abajo o arriba" se quitaban todo lo que traían encima: ropa, zapatos, objetos brillantes... y ¡Zaz!
En especial llamaban mi atención los objetos centelleantes. Yo jugaba con estos en lo que el humano terminaba de saltar sobre la humana o ella sobre él. Tenía que tener paciencia y esperar a que me alimentaran.

—Aww, son tan tiernos estos gatitos —dijo una de tantas y acarició mis orejas. Eso se sintió bien. Ronroneé—. El que me regalaste vive como un rey. ¿Te quedarás con este?

—No lo sé —dijo él, jugando con el objeto al que llaman "teléfono"—. Oye, mi madre llegará a las diez. ¿Será que...?

—Claro —dijo ella, poniéndose de pie para despedirse—. Dijiste que te regañará.

—Sí. Sí. Ya sabes cómo es.

Yo salté de la cama al piso. ¿Madre? ¿Vendría su progenitora a visitarle? 

En cuanto la humana se marchó, él se comunicó con otro de sus congéneres:

—¿Silvana? Soy yo, David.. Sí, he estado solo todo el día...

¿Solo?, me pregunté. Pero si acababa de irse...

—¿Vienes? —continuó él entre risas—. Mi coche se arruinó y pensé que... Sí, genial. Aquí te espero. Date prisa porque tengo un obsequio para ti —dijo, mirándome.

Era la tercera vez esa semana que intentaba "obsequiarme". 

La progenitora del humano nunca llegó, pero él continuó saltando sobre quien le visitara. Al mismo tiempo me buscaba "dueño". Así se refería él a quien estaría a mi servicio.

Con el pasar de los días, él dejó de agradarme. La mitad del tiempo lo pasaba frente al aparato ruidoso que llaman "televisión" y la otra mitad saltaba sobre más humanas. Esto no estaba funcionando. Yo necesitaba cero estrés y tranquilidad y él era sumamente escandaloso. 

Pero volvamos con la humana deteriorada:

—Es que ayer visité al médico, pero ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó, mirándome.

—Me devolvieron a uno de los gatitos —le explicó él, exhibiéndome como si yo fuera cualquier objeto—. Y pensé, bueno... No sé si todavía...

—¿En serio? —La boca de la humana se abrió en "O", mostrando los pocos dientes que tiene—. Sí. Yo lo quiero.

Él me entregó.

Una vez me sostuvo contra su pecho, el ritmo cardíaco de la humana deteriorada se aceleró y su boca se estiró hacia los lados. Eso hacen los humanos cuando les emociona de forma positiva algo.

—Prometo cuidarlo —dijo, acariciándome con sus dedos arrugados. Se sintió bien. Ronroneé. 

—Le traeré la leche especial que compré para él.

El humano corrió de regresó a la casa dejándome a solas con la humana deteriorada, que escuché llamarse a si misma "anciana".

—Hola, gatito —cuchicheó, acariciando con su arrugada nariz mi hocico. También me gustó ese gesto—. ¿Qué nombre te pondremos?

Sólo no me llames "gato". 

—Aquí está, señora Vélez —Y así de fácil, el humano saltarín le entregó mi alimento a la anciana y me dejó ir con ella—. ¡Adiós, gatito! —se despidió.

No me quejé. El calor que emana de ella se siente mejor que la sudoración excesiva que sale de él.

La anciana me trajo a un paraíso. Vive sola y no es escandalosa. No salta sobre personas y dormimos  la misma cantidad de horas. Y cuando no dormimos, comemos, cuidamos plantas o leemos.

Fue en una tarde de lectura cuando ella me llamó por primera vez "Shakespeare".

—¿Qué leeremos hoy, pequeño Shakespeare? —pregunta, tratando de elegir un libro de su vieja estantería. Ya terminé de comer—. ¿El Rey Lear o El Mercader de Venecia? Sé que odias a Romeo y Julieta.

Sí. Los encuentro demasiado quejosos y poco racionales.

—Leamos El Mercader de Venecia —elige y de nuevo se acomoda en el sofá. Yo me echo sobre su regazo y la escucho atento.

De esa manera hemos vivido un año los dos solos a pesar de que ella siempre espera que la visiten.

—Aló, ¿hijo? —suele llamarle por teléfono—. Me preguntaba si tú, Marian y los niños quieren venir —sonríe—. Hice flan... Oh, ya veo. ¿Y mañana? Sí, comprendo...  ¿Y el otro sábado? Está bien. Será en Navidad entonces... Me alegra que estén bien.

Cada mañana ella busca su viejo teléfono y llama:

—¿Hija? ¿Cómo estás? ¿Cómo vas en la Universidad? —Siempre es amable con ellos—. Me preguntaba si... ¿Ya saliste de la Universidad? Oh. Dios, lo olvidé —ríe, triste—. Es que últimamente... Sí... ¿Verás a tu hermano el fin de semana? Tal vez podríamos... Comprendo... Comprendo. Está bien. Hablamos luego.

A veces la veo llorar mientras cocina.

—Es que están muy ocupados, Shakespeare —los justifica.

Entonces yo froto mi cuerpo retaco contra sus pies para hacerle sonreír otra vez. 

—Gracias, Shakespeare.

Una vez tuvimos un accidente. Hubo fuego y vinieron otros humanos a los que la anciana llamó "Bomberos".

—No recordé que dejé prendida la estufa —se disculpó con ellos.

—Está bien, señora. Por fortuna su vecina se dio cuenta a tiempo —repetían—. Le recomiendo ver a un doctor. Tal vez...

—Sí. Sí. Lo haré —lloró ella.

Pero sólo fue esa vez. Alguien se comunicó con la familia y desde ese día otra persona cocina. Ahora la anciana sólo debe alimentarme a mí, su pequeño Shakespeare.

Recordando todo esto me duermo sobre su regazo. La lectura del Mercader de Venecia quedó a medias pero más tarde la terminaremos.

Hacemos lo mismo todos los días. 

Horas después abro mis ojos y me percato de que mi anciana aún no despierta. Eso es extraño. Usualmente ella despierta primero. Ronroneo. Nada.

Espero.

Pasa más tiempo y todavía no pasa nada. Despierta. Terminemos de leer el Mercader de Venecia. Me coloco en dos patas e intento presionar su pecho. Nada. Después froto mi cabeza sobre sus manos . Con ese gesto le aviso que debe acariciar mi cabeza. Pero no pasa nada.

Nada. Ni siquiera un parpadeo. 

Nuestra casa queda en silencio hasta que por la noche escucho el abrir y cerrar de la puerta principal.

—¡Ya llegué, señora Vélez! —saluda la instrusa que nos visita todos los días.

—Mouw... —la llamo para que venga a ver qué pasa. Sin embargo, ella se limita a sonreírme y, como es costumbre, se encierra en la cocina.

Miro hacia el reloj que está colgado en la pared a nuestro costado. 6. Cuando la aguja esté sobre el 7 la humana vendrá a servir la cena.
Espero.

—Señora Vélez, aquí está su comida —Viene en punto de las siete y coloca una bandeja con comida sobre la mesa junto al sofá—. ¿Señora Vélez? —llama dos veces y mira con desconcierto a mi humana.

Despiértala y ve por una lata de atún. 

Ella coloca una mano sobre el hombro de mi anciana. Nada. La sacude un poco y sigue sin pasar nada. Debe estar muy cansada. Entonces coge su mano y presiona sobre...

—¡Oh, Dios mío! —exclama asustada y enseguida corre hacia el teléfono.

Espero. Ya oscureció y mi humana debe despertar para abrir mi siguiente lata de atún. ¡Fragilidad tienes nombre de comida! Ojalá no tarde en despertar.

Si no como a mis horas me estreso.

El mundo es un teatro en el que cada uno hace un papel. El mio, por ejemplo, es comer. 

Minutos después a nuestra casa llegan más humanos. ¿De dónde salen tantos? Me apartan y se apresuran a rodear a mi anciana.

—Lo lamento —dice inmediatamente uno de ellos, mirando a la humana que viene a cocinar—. Ya... Ya no se puede hacer nada. 

—Oh, señora Vélez

Agua sale de los ojos de ella.

—¿Usted es familiar?

—No. Soy su vecina —lamenta—. Sus hijos me pagan para venga a cocinar.

—Debería llamarlos.

—Sí... Ahora mismo lo haré.

Es en vano. Nunca pueden venir. 

Sigo sin comprender qué sucede. Salto del piso al sofá y luego doy un salto más hasta llegar a la estantería de libros. Desde aquí observo a mi humana. ¿Por qué no ha despertado?

—¿Eso es un gato? —ríe, mirándome uno de los intrusos. Él también luce deteriorado. 

—Eso creo —le comenta otro—. Aunque está muy gordo.

—La señora Vélez siempre olvidaba que ya lo había alimentado —les cuenta la que viene a cocinar, todavía intentando llamar por teléfono.

—¿Alzhéimer?

—Sí.

—Pobre gato —dicen al verme. Ellos visten de igual manera y en sus manos sujetan objetos extraños—. Lo más seguro es que termine en algún refugio donde ni siquiera lo puedan a alimentar. Aunque... 

—¿Qué?

Ellos se miran de forma sospechosa. Sí, ¿qué? Toca al arma, sople el viento, venga el fin, pues llevando la armadura he de morir.

—Puedo pedir permiso y llevarlo a casa de mi hermana —propone—. Mi sobrina siempre ha querido tener un gato.

Oh, no. Esperen...

—¿A casa de Vivian?

¿Vivian?

—Sí. Tiene dos hijos adolescentes y una niña de siete años. ¡Ahí estarás bien, gato! —me dice, sonriéndome.

¿Eh?

Al día siguiente:

¡Humano, suéltame! Me acerqué porque prometiste comida. ¡DÉJAME! Oye, no... ¿A dónde me llevas? ¡No! ¡NO! ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!


"Suceda lo que suceda, aún en los días más borrascosos, las horas y el tiempo pasan"

William Shakespeare. Macbeth Act. 1.


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