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Capítulo 7


DIARIO DE MARLENE FRANCESTE

5 de agosto de 1605

Busqué cada día que me había sido posible a la misteriosa mujer, puesto que creía fielmente en su relevancia para el caso de mi despreciable hermana, en simultáneo, advertía la frustración de no hallarla. Al parecer las calles prescindieron de la joven y, para colmo, no la he visto en la habitación del Sr. Decalle en las frías noches. 

La desesperación era un arma letal, por lo que ahora repensaba la idea de haber entrado a esa carpa de desgracias.

Por el lado de mi pariente, el odio no era más que una conmoción profunda. Anna era mi hermana, eso era innegable. Sin embargo, se sentía más como una desconocida, por lo relatado en sus diarios. Confieso que me produce un poco de lástima su intención de disculparse o el supuesto intento de reflexión. La verdad es que, durante mi lectura, ya estaba muy claro para mí que esa mujer de cabellos tersos sufría, mientras yo me situaba lejos. 

Guiada por los relatos, percibí la obligación de indagar sobre la Sra. de la Barca, a causa de que presentía que sería uno de los secretos conductores a lo sucedido. En tanto, su amistad hacia la vecina me resultaba en extremo sospechosa; lo que dio paso al motivo de observar, por un orificio en el muro, la gigante casa color negro con jardín marchito.

La mansión lucía abandonada, del mismo modo, no perdía nada por tocar un par de veces a la puerta. Así que, con mis pequeños tacones, di minúsculos pasos a ese lugar tan escalabrado. Subí mi mano con el objetivo de golpear el semicírculo de metal que colgaba de la madera, a pesar de la acción, no hubo respuesta alguna.

—¡Buenas tardes! —grité con desespero—. Estoy buscando a la Sra. de la Barca.

Mi voz retumbaba como un eco en las paredes, alcanzaba cada espacio posible y volvía a mí. Por esa razón, intenté revisar por medio de una de las ventanas para darme cuenta de que adentro dentro no vivía nadie. Todo estaba en completa oscuridad y carcomido de insectos. En ese momento, escuché la voz de una mujer proveniente de la casa de al lado, por ello su rostro se asomaba a la mitad.

—Señorita, en esa casa no viven ni los espíritus —anunció con sus cuerdas vocales carrasposas, dignas de una señora con experiencia en las calles.

—¿No es este el hogar de la Sra. de la Barca? —Acercándome hundí un tacón en el barro, por desgracia.

—Creemos que lleva muerta unos meses. Esa escoria se robaba las verduras de mi huerto, me vació casi ochenta cosechas. Luego de poco, no la volvimos a ver salir. Asumimos que falleció, ¡sabrá Dios la razón de su destino! —Reía, en apariencia, aliviada de lo que me contaba.

—Señora, discúlpeme por el atrevimiento. ¿Usted conoció a mi hermana Anna Decalle?

Sus ojos se abrieron, y de forma rápida, se fue de mi área visual. Parecía que cada vez que nombraba a mi hermana o a su esposo, todos salían despavoridos. Esto me indicó que era imprescindible seguir investigando; sin embargo, cuando menos me daba cuenta, Cómalo estaba a mis espaldas.

—Srta. Franceste, esa vieja casa está inhabitada. —Cómalo avanzó, de igual manera sus zapatos se acercaron al pórtico y se colocó justo enfrente de mí. 

—Lo entiendo, esperaba poder hablar con la Sra. de la Barca. —Miré un poco más, desde lo alto de sus estructuras hasta el suelo descuidado—. No obstante, puedo notar que está vacía.

En general, el aire se sentía bruto, natural y con obsecuente terror sobre las paredes. La calle desde el exterior se mostraba en una tonalidad distinta. Si es que ya era evidente que en el vecindario no caminaban demasiadas personas, todavía más, con esa casa marginada. Por ello, en un barrio repleto de moradas inmensas y blancas, existía la gran figura remarcable de la avenida; ahuyentando a las personas y atrayéndome mucho más. 

—El Sr. Decalle y su padre se encuentran en la mesa principal esperando su presencia para el almuerzo. —Su posición corporal era rígida, después, avanzó hacia la casa. 

Yo iba justo detrás de él, pero ese día no tenía el humor para soportar al viudo.

El Sr. Decalle acomodaba su cabello hacia atrás, aparte, se colocó un traje en exceso formal para la ocasión, lo que debió ser por el problema con la secadora de leña. Además, mi padre estaba un poco pálido, aunque nada preocupante. En cambio, yo traía puesto un vestido color musgo que me encantaba. 

Mientras Cómalo se dirigía a la cocina, el Sr. Decalle no pudo evitar expresarse. Era su naturaleza soltar información que a la mayoría de la sala no nos interesaba, mucho menos si venía condicionado con su perturbadora voz.

—Sr. Franceste, ¿ha decidido algo sobre sus propuestas de negocios? —Una de sus cejas se arqueó—. He escuchado que hasta el mismísimo Vaneshi le ofreció parte de una sociedad con su consultorio. Tampoco le voy a ocultar la verdad, los médicos por estas épocas no son bien pagados.

—Está usted en lo correcto, aun cuando tengo una vida estable en Goya, por tal motivo, sería un desperdicio dejar mi hermosa casa y ciudad natal en el olvido. —Tragó con fuerza y suspiró—. Lo medité varios días hasta llegar a la conclusión de que permanecer en Uril sería como perpetuar el doloroso recuerdo de Anna. Aparte, tengo una noticia: no pasará tanto tiempo para que mi hija y yo partamos a nuestro hogar. Así que, le aconsejo tomar cartas en el asunto con el cortejo.

Me alegraba volver a Goya, así podía huir del Sr. Decalle. Mi progenitor había seguido insistiendo en ese burdo compromiso, la buena noticia es que al irnos era muy improbable que el viudo volviera a tomar viajes de una semana para llegar a cortejarme. Incluso sería insulso de su parte, teniendo doncellas en Uril. De cualquier manera, me preocupaba que mi tiempo para investigar a Anna se acortara. 

—No se preocupe, estoy seguro de que nuestro compromiso quedará sellado antes de su partida. —Su tono era confiado, como si supiera por antelación que yo aceptaría—. Srta. Franceste, ¿se siente bien el día de hoy?

Una interrogante bastante bizarra que hacía responder a mi sistema nervioso.

—Por supuesto, ¿hay algún inconveniente? —Solté una ligera carcajada a fin de aliviar el ambiente.

—No, no. Es que en el mercado de la ciudad hay malas enfermedades, un ejemplo es la catastrófica Frebritil. No quisiera que usted tuviera el trágico final que portó mi amada, asimismo le extiendo la recomendación de no visitar ciertas carpas entre las multitudes. Se rumora que esas mujeres son timadoras de muy mala reputación. —Sus ojos estaban en su máximo esplendor, lo que me arrastraba a creer su orgulloso de pronunciar ese discurso inquisitorial.

No pude evitar pensar que me estaba siguiendo o que tenía a alguien encargado de ello. Tales comentarios se sentían intrusivos, en la manera que sabía cada vez que salía y con quién me veía, por consecuencia, era tan escalofriante que apenas fui capaz de contener los temblores causados por los nervios. 

El Sr. Decalle sobrepasaba los límites de la curiosidad, puesto que eso era cotilleo combinado con amenazas directas. Era claro que los rasgos mostrados en el diario de mi hermana, que lo exponían como un hombre controlador, no estaban errados.

Lo más extraño del asunto es que desde nuestro traslado a su morada, no vislumbramos a ninguna persona con algún síntoma de Frebritil; inclusive en el mercado estaba esa ausencia de la enfermedad que en presunción mató a mi hermana. Desearía con todas mis fuerzas que algún sujeto se atreviera a decirme la veracidad sin tapujos, en lugar de huir aterrados o negar su conocimiento.

—Considero que, si el día de hoy estoy de esta forma, indica que no me he contagiado de lo que alega. Además, ¿tiene algo de malo ser curiosa? Según decía mi maestro, esta cualidad es el incentivo de cualquier mente activa. —Mantuve la calma, a razón de que anhelaba dar una impresión de una imagen con gracia y que fuera perspicaz.

—¡Marlene! —exclamó mi padre, he de suponer que su intención era silenciarme. Sé que esa exaltación fue a causa del tipo de tono con el que venía el diálogo: tan sosegado que ofendía.

—No se moleste, Sr. Franceste. Tuvo la suerte de tener dos hijas extraordinarias y listas. Un toque innovador que, en lo personal, aprecio. Mire, usted, ya que es tan singular, podrá comprender una simple comparación. —Hizo una pausa para dirigirme su exclusiva mirada potente—. Mi difunta esposa era como una mariposa, esas hermosas, delicadas, sutiles, elegantes; mientras que usted es similar a un narciso. Aquella flor que marchita todo lo que se sitúe a su alrededor, de cualquier manera, la seguimos cultivando porque es hermosa.

Al momento de escribir esta hoja me sigue rondando en la cabeza eso que dijo.

—Es mejor prescindir del tema. —Mi progenitor trataba de calmar los humos del Sr. Decalle, se notaba en el trastabillo de su dicción o en el movimiento de sus temerosas manos.

—Entonces puede indicarme la Srta. Franceste si es que ha podido ver los diarios de Anna. Se lo he solicitado encarecidamente para poder leer las preciadas palabras de mi hermosa esposa. Me temo que, si no los hallo, voy a perder la cabeza por completo. —Pasó sus manos por el cabello oscuro. Extendió su nudosa mano hacia la mía, la escondí de inmediato—. Se me ha olvidado mencionarle que es imposible descifrarlos, Anna tenía una letra incomprensible. Así que sería maravilloso si me los entrega sellados. 

Ese hombre tenía prohibido ver los sentimientos de mi hermana. Si hubiera sabido que había analizado cada oscura página, tal vez tendría peores comentarios hacia mí. De igual forma, hablando con etiqueta, ¿cuál hubiera sido el objetivo de que los tuviera en su poder? No creí que debiera poseerlos nunca. Era muy evidente que en esos diarios yacía la clave de lo sucedido con mi pariente y se grababa en mi memoria el hecho de que ese hombre no ansiaba que yo recitara tales confesiones.

—Es una larga búsqueda, puede que Anna anhelara que se quedaran en la familia. Es por alguna razón que yo soy la encargada de sus pertenencias. —Me encogí de hombros esperando que esas sílabas no cruzaran la raya de lo atrevido.

Mi padre me contemplaba con el rostro que había tenido en cada instante, no era un buen augurio. Esas pupilas color avellana se sentían como empujones y deseaba muy dentro mío que no tuvieran la intención que pensaba. 

—¡Qué dice! ¡No se lo pregunté, es una orden! Debe entregarme esos libros, apenas tenga contacto con su cuero. —Se levantó de pronto, el de ojos de mar, y golpeó la mesa con fuerza—. ¡¿Es que no lo entiende?!

Estábamos atónitos, porque era claro que ese no era el Sr. Decalle que habíamos visto los demás días, este lucía como un auténtico lunático. Anselmo Franceste mantenía las cuencas de par en par, mientras que yo me apuñé sin haberme dado cuenta. Por suerte, Cómalo entró para apaciguar a ese fúrico hombre; por mi lado, me mantuve en silencio a fin de evitar muchos más conflictos. 

Apenas el varón salió, no tardé demasiado en pronunciar indignada lo siguiente:

—¿Con ese monstruo me voy a casar? 

La interrogante parecía una buena idea en el instante, ahora puedo asegurar que no lo fue. 

—Hija, tú misma dijiste que aceptabas. Marlene, todos nos molestamos en algún momento, ¿o me vas a decir que cada vez que te enfadabas con Anna, no era cierto? Sabes que como Francestes debemos cargar el apellido en alto y ser justos e inteligentes. Lo que muestras ahora se orilla más a tus inclinaciones emocionales. —Desvío sus luceros a la ventana, despojándome de su apoyo—. No pretendo justificar las palabras del Sr. Decalle, estuvieron fuera de lugar, aunque tienes que ver más allá del dramatismo. 

Decidí no comentar nada más. Los vocablos del amado anciano me hacían ver que seguía con la imagen incorrecta de mi persona. Me consideraba como una sentimental e irracional. No obstante, me negué a conformarme con esa descripción. 

Las horas pasaron hasta que oscureció. Se me ocurrió la espontánea idea de visitar los jardines traseros, esperé que se me aliviara el corazón de tantas cosas que habían pasado. Comencé visitando los rosales, unas preciosas flores de los colores más bellos. El magnífico sol les abrazaba en ese día, en consecuencia, me atreví a tocar una de ellas con cuidado de no pincharme. Caminé cerca del huerto de la casa. Allí estaban varias de las sirvientas que ayudaban con la cosecha y cocina, entre ellas, se ubicaba Cómalo.

No quisiera admitirlo, pero sentía una ligera atracción hacia el chico, a pesar de que solo hubiéramos interactuado pocas veces. Así que, al segundo de haberlo mirado, no pude evitar sonreír. Tenía una camisa blanca puesta con tres botones abiertos, unos pantalones color negro y unos zapatos viejos. Alzó la vista un instante y me divisó en ese paisaje tan interesante. Se levantó, sacudió sus ropas y acomodó su cabello.

—Srta. Franceste. Es un placer tenerla visitando el huerto. No la esperábamos. —Una risita se asomó entre lo que decía.

—Fue algo de último momento. No quiero importunar, si es que es una molestia puedo marcharme.

—No, no. —Me observó con ternura—. Siempre es una excelente compañía, además, justo me encontraba sembrando las últimas semillas.

Noté como las demás me examinaban de pies a cabeza. No quería dar una imagen rígida, por lo que me atreví a hacer algo que experimentaba por primera vez. Claro, ya era suficiente estar incumpliendo las reglas con Cómalo, lo que no me importaba, si era con el objetivo de pasar unos minutos de felicidad. 

Con toda la valentía que recorría mi cuerpo, posé mis tacones en el material grumoso. Di pasos atontados en los agujeros que se formaban al pisar. 

—¡Señorita! Su vestido va a ensuciarse —anunció el chico alto. 

Continué asistiendo el suelo de las huertas, tratando de no estropear algún cultivo. Mis ropajes quedaron cubiertos del fangoso barro por completo. 

Con mi mano derecha le arrebaté un par de granos al mozo y rocé su mano morena. Se palpaba una piel áspera con el claro interior rugoso. Por alguna razón, mi corazón se aceleró. Se calmó luego de unos segundos. Cómalo era diferente a Decalle, al menos eso se vislumbraba en sus deslumbrantes ojos.

—No se preocupe, Cómalo. ¡Relájese! Aquí la tensa, tengo que ser yo, no usted. Dígame qué tengo que hacer. —Sé la manera en la que podía verme en ese instante; no obstante, entre tantas medidas empapadas de rectitud, era inevitable que algo tan fuera de lo común me moviera el alma. 

Con Cómalo era muy fácil encariñarse, gracias a que su actitud era muy pura y amigable. 

—¿Está segura? —Arrugó la frente.

—¡Que sí, Cómalo! No será malo enmugrecerme un poco las manos. —Estuve a poco de hundirme en la superficie por la aguja del tacón, así que me sujeté del hombro de Cómalo por unos segundos, antes de estabilizarme.

Me tenía en duda esa sensación extraña que me recorría el cuerpo, la que nunca experimenté en mis años de vida; fue una presión en el estómago que me estremecía las rodillas. Debilitó mis piernas, haciéndome tambalear. ¿Sería qué algo se estaba gestando en lo más interno de mis emociones? 

—A esto me refiero, que puede caerse —dijo y enseguida, carcajeó con desenfreno.

—Espero que esa risa suya no sea una burla hacia mí. —Sacudí mis manos con fuerza para remover la suciedad, la que caía de vuelta al montón que se localizaba debajo de mi falda.

—Srta. Franceste, tiene el rostro repleto de tierra y hojas de planta de tomate que ha atraído con los aleteos de sus brazos, puedo llamar a Retya si gusta. —Él examinaba mi rostro en busca de estos objetos extraños atascados en mis cejas y ojos. Aparte, removió una pequeña mancha de mi cara con su pulgar derecho. 

Juro que me esforcé para mantener la compostura. 

El experimento fue un desastre, a razón de que no omitía llenarme de tierra y abono. Los zapatos fueron una pésima opción, así que no dejaba de caerme; sin embargo, no podía decir que no me divertí con Cómalo. Es más, me duele el abdomen de tanto que reí.

Mis visitas al mozo me sacaban de la calle gris en la que vivía, transportándome a un lugar repleto de libertad añorada desde siempre. Eso me dejó el día de hoy, muchas confusiones llenas de hojas de una planta.

Después de eso preferí cambiarme muy rápido para de que mi padre no me viera. Retya me acompañó a la habitación, donde el agua recorría mi cuerpo en aquel cuenco. Poco después de la rutina de limpieza, choqué con una pequeña tarjeta que contenía varias palabras, la volteé y, aunque no parecía tener remitente, era un misterio encajado en fibras de un árbol torcido.

«Pronto hablaremos»

Mis aplausos a la persona que escribió un enigma que no iba a dejarme dormir. ¿Quién quería hablar? ¿De qué? Tal vez debería prepararme para lo peor.



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