Capítulo 32
DIARIO NUEVO DE MARLENE FRANCESTE
Parte 1
1° de diciembre de 1605
Todos esperábamos ocultos. Enseguida acordamos lo que seguía. Dijimos que el Dr. Vaneshi iría con Antel, mientras la Sra. Lapsley y yo nos quedaríamos en ese lugar. Su plan consistía en numerosas etapas y mi parte debía esperar al final. Me tensé mucho por esos momentos, mis habituales arañazos en las muñecas volvían sin piedad. Recuerdo despedazarme las palmas hasta que las gotas eran incontenibles. Esa sensación de zozobra me torturó. No fui capaz de detenerme, consumida por la incertidumbre.
Rondamos más cerca, aunque siempre escondidas tras los edificios. Los charcos de una lluvia pasajera se asentaron en el centro de la plaza, provocando pequeños ruidos en los zapatos de las personas. La multitud causaba una bulla exagerada, gritando con todas sus fuerzas. El aire se sentía pesado y turbio, a lo lejos se continuaban escuchando los sollozos de desconocidos que tal vez seguían siendo lastimados. Advertí la inmensa cantidad de caballeros que apoyaban al sacerdote, levantando antorchas y esparciendo el odio en sus cánticos. Muchos traían consigo rosarios que se enrollaban en el cuello, otros cargaban una corona de espinas que les dañaba la piel. E incluso, marchaban con bates de madera envueltos en púas de metal que estrellaban en sus espaldas.
La culpa corrompió Uril. El padre Celestino no poseía poder para manipular, si es que ellos no creían tener algo que ser perdonado. Al ser todos pecadores, sin excepción, se predisponían a la suerte de algún charlatán que les ofreciera la cura milagrosa. Ninguno de ellos carecía de inteligencia, pero sus emociones de sumisión tomaban control.
Admiré los cabellos de las mujeres en el tumulto, recogidos detrás de túnicas; sus ropas no eran vestidos, sino pantalones. Se mimetizaban con los varones, pues se ensuciaron el rostro con barro, algunas simulando vello facial. Sus posturas encorvadas, los ánimos a la turba, las piernas bien extendidas y los escupitajos en el suelo; eran lo que las ayudaba a no ser descubiertas. Sin embargo, noté la delgadez de sus cuerpos y la baja estatura, que no se caracterizaba por los esposos del pueblo.
Arriba de la tarima colocaron a Amadeo Casanova, Jorge Decalle y otros más. Tapé mi boca con mis manos por la sorpresa, además, mi corazón palpitó muy fuerte. Me pregunté qué hacían ambos en esas condiciones y la razón de su inminente destino. Sus carnes estaban atadas por fuertes cuerdas que rompían sus pieles. Alrededor del amarre se enrojecía, los trozos colgaban del material. Sus cabezas apuntaban al piso, como si esperaran la muerte.
—¿Qué hacen allí Jorge y Amadeo? —susurré a la anciana con curiosidad y tristeza.
La vieja enmudeció, se limitó a mover su cabeza indicándome el norte. Comprendí que no deseaba hablar; no obstante, era imposible no cuestionar nada. Me dolía el pecho de tan solo pensar en ellos.
»¿Y cómo los salvaremos? —Arqueé mis cejas, mis comisuras descendieron.
—No lo haremos. —Esas palabras eran frías, crueles y vacías. No entendía el motivo de abandonar a quienes se situaban en esas tarimas, por peores que fueran. En especial el Sr. Decalle, puesto que si bien era un hombre sin alma, eso no quitaba el hecho de que no quería que muriera, sino que recibiera su justo castigo.
—¡Ustedes dijeron que salvaríamos a todos los prisioneros! ¿Ellos no lo son? —expresé con un peligroso tono alto.
La interrogué, cada excusa para no intervenir me parecía absurda. No deseaba convertirme en Decalle y justificar un asesinato por un motivo mayor, todo se salía de control. Y aún no sabía ¿qué razones tenía el propio sacerdote para liquidar a su más fiel creyente? Él cometía lo que fuera por el anciano, lo que le solicitase. Al final, lo traicionó como a los demás.
La Sra. Lapsley insistía en que, sin que ellos fueran ejecutados, no tendríamos oportunidad de salvar a Anna. Me comunicó que trasladaron primero a los hombres, puesto que, de seguro, Celestino buscaba deshacerse de Decalle con prontitud.
—¿Qué le parece? ¿Qué cree que comparten Amadeo y el Sr. Decalle? Aparte de que cruzan los cuarenta. ¡Piense, carajo! Ese padre es un come santos, caga diablos, pero no hace las cosas al azar, «toditico» lo planea. —Me apuntó con su dedo índice.
Supuse lo más que pude, llegando a entrelazar su origen adinerado, su cabello oscuro y su... gusto por otros caballeros. El odio del pueblo era hacia los antinaturales.
Lo siguiente que observé fue al padre Celestino colocarse delante del gentío para sermonear. Su discurso era fatal, fue peor cuando pronunció que no necesitaba "ajusticiarlos" él mismo, porque preparó un detalle especial. En aquel momento, a quienes ejecutarían alzaron la cabeza.
Por lo que evidencié, Decalle miró con resignación y tristeza. Sus majestuosos aires de control y poder se esfumaron, las pupilas manipulativas que reinaban en Uril se extinguieron. El hombre lucía como un cascarón vacío. En los pocos segundos que ascendió sus luceros, volteó a Amadeo. Ambos compaginaron con expresiones temerosas, apretando los labios y estirando sus manos para tomarlas. Sin embargo, no se alcanzaban y las cuerdas los rompían más.
—Los elegidos pueden pasar —anunció el clérigo con una macabra sonrisa y los pómulos firmes—. Llegó la hora de darle al pueblo lo que merece.
Enseguida subieron varias personas, entre las que conocían estaban Thelma y Cómalo. Lo que acaecía me desconcertó, ¿qué hacían allí? No eran apoyadores de la iglesia, ¡Zafiro era una prostituta!
—¿Celestino no averiguó sobre Cómalo? Digo, debido a que dijeron que nosotros...
—No. Caraja, ¿en qué mundo vive? A ese morenazo no le van a reclamar nada, pero a usted es otra cosa. Las mujeres nos debemos cuidar y ellos pueden hacer lo que les dé la gana —bufó con contrariedad la Sra. Lapsley—. Deje la preguntadera, yo tampoco es que sepa mucho.
Los miembros del caos se colocaron en una fila horizontal. Thelma enfrente de Jorge, Cómalo delante de Decalle y otros más los imitaron. Nada bueno surgía de esas circunstancias, menos con un líder desequilibrado. Su voz destacó entre las llamas que rodeaban el espacio y con sus arrugadas manos mantuvo el puño izado. A la vez pronunció:
»¡Los ven! ¡Atestígüenlos en su grandeza! Iban a morir, aun así, se rindieron para coadyuvar en este evento. Son los elegidos que yo, su salvador, —El varón extendió sus brazos, lo que provocó algarabía—, he designado. ¡Verán la gloria caer de mis dedos al terminar la noche! Todos sabrán mi nombre, ¡lo gritaran y alabarán! Soy misericordioso, paciente, divino; por eso les adjunto una oportunidad más.
Estaba demente, no existía otro término que lo definiera tan bien. Es más, no era un simple maniático, era el colosal e inmemorial sacerdote Celestino. Nunca se iría de mis recuerdos, al contrario, los atormentaría por la eternidad. Luego de lo sucedido en Uril, nadie vuelve a la normalidad. Ver esas palabras de instigación a las salvajadas que se consumaron, fue una experiencia indeseable.
Mis palmas sudaban sin parar, me inquieté por unos segundos, dando pasos en círculos atrás de las edificaciones. El miedo me atosigó, invadió meticulosamente los centímetros de mi piel, mi respiración dejó de ser constante y estable, a pasar a pequeños tractos de inhalaciones que parecían ser inútiles. No me calmaba, solo acrecentaba la sensación de preocupación en mis costillas. Eso no fue lo más ínfimo, sino el terror a morir. No permitiría que fuera mi tiempo de irme, no, yo no. No podía irme, no me correspondía. ¡Maldiciones!
Inició al lado de Amadeo, exponiendo que su crimen fue convertirse a un antinatural cuando era joven. A pesar de los rituales, continuó manteniendo el mismo interés por los machos. Así como mencionó que lo descubrió reintentar su perversión con Jorge, convenciéndolo de la inocencia de un pecado tan grave.
El viudo intervino con un discurso que se talló en mi mente y el que se repite en mis sesiones de insomnio:
—Máteme, tortúreme si desea, córteme, despedáceseme como a un sucio animal que desfila para el matadero, pero deje ir a Amadeo. Él no es culpable de mis actos, sólo es una víctima. —Agitó sus amarres con vigor, en una aspiración al escape—. Yo valgo por los dos, concédame la gracia de cargar con sus errores. ¡Por lo más sagrado! Amadeo es una persona de buen corazón, ¡ustedes saben que lo único que ha hecho es sufrir sin razón alguna!
»Fui el causante de que acabara en las calles, ¡soy el responsable de que su madre destapara la verdad de los encuentros! He hecho mal a Uril. Yo, Jorge Guillermo Villa, merezco fallecer en la inmundicia de mis crímenes. ¡Por favor! ¡Libérelo! ¿No lo entiende? Realicé sus fechorías, tengo las manos manchadas de la sangre inamovible de los cadáveres, ¿y Amadeo? Persistió quieto, como toda su vida. De pequeño colaboraba en la maderera, ayudaba al verdulero, aunque tuviese dinero. Cuando lo traicioné, me persiguió para disculparse. —Se detuvo para inhalar, por un milisegundo, las yemas del espadachín y el viudo, se rozaron—. ¡Malhechor! ¡Injusto! ¡Mentiroso! Ningún salvador vería maldad en él, sólo una alma pura y blanca. ¡Falso profeta!
»Y si nadie viene a salvarme, es mi premio. Si nadie viene a salvarlo, que Dios no los perdone.
El padre rio y volvió a la realidad. Parecía ser divertido el sufrimiento de los demás, mucho más cuando el sucio sacerdote no movía ni un dedo. Consiguió su cometido, puesto que compartía objetivos con Retya: la destrucción mutua de Uril, dañando y trastornando a sus habitantes hasta el punto de la locura.
—Cómalo —llamó, deslizándose en su túnica—, que comiences es ideal.
El moreno se adelantó un par de pasos, con cuidado desenfundó una daga dorada. Supe lo que ocurriría, ¿por qué no lo hacía ese cobarde de Celestino? La respuesta era muy clara, pues esperó a removerse la culpa de lo que le profesaba a los pueblerinos. Anhelaba asesinatos, sin ser el autor.
Hice los esfuerzos por correr y detenerlo; sin embargo, la anciana me detuvo. Declaró que si era imprudente, acabaría muerta. Las lágrimas de silencio recorrieron mi rostro, caían por mis mejillas interminablemente, para escurrirse por mi barbilla. Retrocedí atisbando a Cómalo ser lo que siempre me advirtieron.
Los hechos me abrieron los ojos: Cómalo era cruel. ¿Se suponía que no dudara? Se me rompió el corazón cuando la cuchilla entró en el abdomen de Amadeo y Cómalo formuló:
—Es por Marlene, quien me vigila desde los cielos. —Lo empuñó aún más adentro—. Ojo por ojo y diente por diente.
Decalle luchaba y bramaba tanto que retumbaba a nuestra posición. Cómalo no se mantuvo pacífico y bondadoso, como aparentaba, sino que de sus pupilas salió un destello malvado que revolvía el estómago. Se distinguía como una gratificación por arrebatar la vida de alguien más, casi como un disfrute. La Sra. Lapsley no evitó expulsar que me lo avisó, que ese jovencito era un diablo.
La escena era horrorosa. Se contemplaba como dos ánimas se deshicieron, Jorge estaba cabizbajo y Amadeo colgaba de los pedestales, mientras el líquido espeso fluía por el suelo cubriendo las tablas de madera. El viudo susurró algo que hizo que su medio hermano corriera de inmediato. Un escalofrío recorrió mi espalda, ya que ese loco podría encontrarnos; sentí que me desvanecía en el amarre de la anciana.
El padre gozaba la situación, notamos sus dientes. Se aproximó para manifestar que la justicia era perfecta y que, Cómalo, ascendió como miembro ilustre de su futura gloria. Paseó a través de las tablas, con cuidado de que su blanca túnica no pisara los fluidos de Amadeo.
Thelma aguardó con su propia daga en la mano derecha y con la izquierda acariciaba el vientre que "guardaba el hijo de Decalle". Se sostuvo balanceándose de un lado, esperando su turno; no obstante, el sacerdote no había cesado su discurso.
—Esto que ven aquí es la consecuencia de cometer delitos contra nosotros, ¿cómo se atreven? —Sonrió—. Les contaré algo.
»Mario distinto a los demás era, su crueldad destacaba entre los demás. Era increíble cómo un alma pura, sin intención, terminaba por transgredir. Todos en el pueblo, en el que vivían, al joven le temían, que caminaba por las calles con su distintiva alegría. Un día, diría que como cualquier otro, el chico caminando iba por la vereda y varios de sus vecinos fueron tras él para golpearlo. Él, tanto odio, poseía por estas constantes peleas, que acudía a la casa de su abuela para rezar por las tardes que su señor los lastimara. —Cruzó sus brazos y levantó el pecho.
»Los sueños del chico eran especiales, concurrían con el cielo, el color blanco y el último más importante: has venido a salvar a la humanidad. Por lo que una semana después, cuando, un fatídico incendio, hubo en el colegio y Mario, a amparar, se atrevió a quienes dijeron cosas terribles sobre él. —Bajó sus párpados; dirigió su cabeza arriba—. Todos le aplaudían, lo alababan, lloraban como cucarachas y es allí donde, su vocación, descubrió para entablar, con un ser superior único, conversaciones. Aseveró que sería el definitivo y verdadero salvador. Pero no le ayudarían, tenía que comenzar él solo».
Dio paso a la siguiente: Thelma, quien esperaba. Pronto se desplazó lo más cerca que pudo, movió su mano derecha hacia la mejilla de Jorge, acariciándola.
—Estaremos juntos, sabes, te seguiré hasta donde sea. ¡Seguiremos!
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