Capítulo 28
DIARIO DE MARLENE FRANCESTE
10 de setiembre de 1605
Ya no me despertaba como antes, porque entre más conocía, todo me atormentaba. Las noches eran eternas, tortuosas, provocando que mi belleza decayera. Nunca quise ser de las damas, como Anna, que se maquillaban en exceso o que acudían a lo que fuese para la perfección. Pero tenía en cuenta que mi apariencia no era agradable. Mi mente estaba revuelta y eso me afectaba por completo.
La palabra conocer provenía del latín y se formaba por co, que significaba 'com', y el verbo gnōscere, que expresaba 'saber o tener noción'. En español manejábamos la pésima costumbre de remover significado a los vocablos, éramos muy simplistas. Sin embargo, el latín no sólo es un conjunto de letras que guardaban relación; trataba del verdadero sentido de la verdad. ¿Tenía noción de lo que sucedía a mi alrededor o conocía lo que sucedía? Podría parecer una pregunta sencilla o confusa, al mismo tiempo, obligaba a pensar. Lo cierto era la imposibilitad de saber cada aspecto de Uril.
Coloqué mi pie derecho fuera de la cama, emitiendo un gemido de dolor. La madera del suelo se congeló por la noche, propiciando la sorpresa de mi parte. Deslicé mis dedos por las astillas, evitando pincharme con alguna y miré por la ventana. Era un día triste, pues las nubes se mostraban sobre el cielo apagando la luz. Dejé salir un suspiro de agotamiento que recorrió la habitación entera.
Retya apareció en mi puerta, como si fuese un fantasma. Sus ojos mantenían un brillo peculiar, que se asemejaba al que poseía Decalle. Se posó estática, con las manos por detrás del cuerpo y una media sonrisa de tono amargo. Me recorrió un escalofrío cuando, por fin, noté su escabrosa presencia.
—Buenos días, señorita —musitó con una leve elevación en sus cuerdas—. El desayuno se encuentra servido.
—Gracias, Retya. Bajaré en un segundo —repliqué cerrando mis luceros.
La chica se aproximó a mi presencia, me mostró un telegrama que enredó entre sus dedos. El pequeño papel era color crema con una tersa textura, lo que me recordó a los libros de mi padre. Tomé una de las esquinas y, con las cuencas entrecerradas, le dediqué una mirada de confusión.
—Es del Sr. Lapsley —susurró en mi oído, luego se incorporó.
TELEGRAMA DEL SR. LAPSLEY A MARLENE FRANCESTE
«Salón Comunal de Uril. 11pm»
Llegó el día del encuentro, la oportunidad para unirse a las filas enemigas que batallaban en contra de Decalle. Aunque en Uril existían varias guerras internas y sólo Vaneshi se las sabía de memoria, o lo que le restaba de ella. Valtierra ansiaba deshacerse de Jorge, a la vez que coordinaba el ataque con el sacerdote Celestino. Decalle pensaba que el General era su amigo y que, juntos, seguirían controlando el pueblo. Lapsley era un rebelde que, junto a las esposas, buscaba venganza. Y en medio me hallé.
Comprendí que la situación explotaría en cualquier segundo, provocando un caos de proporciones inmensas. Comencé a imaginar a Uril como agua que hervía en la leña, se calentó progresivamente por muchos años y las burbujas emergían con fuerza hasta desbordarse. Es difícil realizar un esfuerzo por suponer el estado del pueblo antes de la invasión de la religión sobre sus habitantes. Celestino aplicaba un adoctrinamiento sobre los miembros del lugar. El hombre no condenaba a los no creyentes, aunque los separaba en grandes grupos. Por un lado, los leales y, por el otro, los demás.
Asistir a las mesas era como pagar un impuesto a los gobiernos locales, pues proporcionaba ciertos beneficios que no poseían los otros. Con eventualidad, se averiguaba alguna razón "válida" que justificara el asesinato de un pueblerino o se inventaba una. Aun así, en las profundidades de los valles y edificios, se gestaba la Revolución. Estos eventos se escriben en las paredes de la historia como resultado del cansancio de las condiciones actuales. Ninguna esposa seguía dispuesta a soportar más, pero todas marchaban al compás de las campanas del templo, a la hora que indicaran la ceremonia.
Yo pertenecía a un grupo inexistente, porque, en Uril, ser no creyente significaba algo distinto. El concepto se cobijaba definiendo el acto como una persona que no venía con tanta frecuencia a las misas o que aparecía los domingos por la tarde o que odiaba el triple horario que establecían las buenas costumbres. Mis ideales no coincidían con los de la zona y ese sería el motivo de mi posible final.
Retya se retiró y me levanté para arreglarme. No ansiaba ser pretenciosa, así que procuré no exagerar. El Sr. Lapsley era un rostro desconocido, escuché hablar de él y de su madre; nada que sobrepasara su privacidad. Sin embargo, Salomé y otras sirvientas, se situaban detrás de la puerta principal para observarlo dejar su hogar. De pronto, se escuchaban gritos de emoción que se detenían en unos segundos.
Después de colocarme los ropajes con cuidado, salí de la habitación. Calculé que tardaría la mitad de una hora en llegar al lugar acordado, decidí apresurarme. Mis zapatos blancos se ensuciaban con el polvo del suelo, refunfuñé un par de veces. El calor era insoportable.
Cómalo vino a mis pensamientos. ¿Debería acceder al trato con Valtierra? Salvar al hombre de mis sueños, el moreno de pectorales aceitosos que se desvivía por protegerme o que era sospechoso de haberme traicionado. El mozo obtuvo mi confianza a la vez que la perdió y eso nos orilló a distanciarnos, casi, sin darnos cuenta. Las mañanas transcurrían sin que oyera su melodiosa voz por las ventanas. ¡Ay! ¡Daría lo que fuera por volver a sujetarme entre sus brazos!
¡Daría lo que fuera por nunca haber venido a Uril!
Me aproximé al punto sin emitir un sonido. El Salón Comunal no era inmenso, albergaba suficiente espacio para las múltiples actividades de las esposas. Desde mi choque con ellas, traté de localizarlas, pero me rehuían y movían las horas de sus reuniones. Los varones no se acercaban, ya que creían en la carencia de un asunto para llegar. La mayoría de ellos vivía en sus trabajos explotadores o, los que se lo podían permitir, en la calle Bretry.
Toqué el muro con mi mano, dejando mis dedos empapados de polvo y paré cuando percibí ciertas voces conocidas.
—No te preocupes, tu esposo es más débil que Alicia. No será un problema. —Las carcajadas abundaban, ante palabras tan crueles.
—¡Ostia! ¿Por qué me metéis en todo? —dijo una chica molesta.
Creí reconocer su voz, no ubicaba el sitio...
—¡Qué hables bien! —exclamaron muchas voces con hartazgo.
—Ni una palabra a Lapsley. Es cierto que nos ayudó con el plan, aunque es muy gentil para entender el verdadero motivo de nuestra furia. ¿Cuántas de ustedes han sido tratadas por ese sacerdote? La mayoría de nosotras estamos cansadas de los malos comportamientos. ¡No somos muñecas de porcelana! —anunció con confianza, elevando sus cuerdas, la mujer desconocida—. Lapsley no regresa cada noche a su morada temiendo de su marido. Somos las víctimas, prisioneras que no son capaces de huir porque ansían tener poder en sus manos. ¡Queremos aplastar sus pechos con los cinturones que se atan a la cadera! ¡Vamos a arrancar los ojos con los que nos miran condescendientemente!
—¿Eso no nos convertiría en lo que odiamos? —murmuró una de ellas con cautela—. No estoy defendiendo a los malditos, sólo digo que me desagrada perpetrar actos como esos. El salvador comenta que matar es bueno, si se posee una razón. ¿Entonces estamos de acuerdo con sus teorías locas? ¿De repente iniciaremos un desorden?
Sus sílabas tenían mucho sentido. Según lo que apercibí, no eran excelentes intenciones, al contrario, se alineaban con las políticas del clérigo. No me alarmé, pues no consideraba capaces a esas mujeres de remover una vida. Sonaban como palabrerías de euforia para mover la voluntad de las asistentes.
—No lo llames salvador. No lo es —replicó la señora de la voz imponente—. Detestamos a Celestino y a Decalle, aborrecemos sus presencias y escupimos en los lugares que pisan. Se debe hacer lo que sea necesario con tal de alcanzar nuestro objetivo. Si deseas unirte a ellos, charla con Athena, la pobre no ha vuelto a ser la misma. ¿Quieres terminar de esa forma, Salina?
El ambiente enmudeció.
A lo lejos atisbé al Sr. Lapsley, sonreí de inmediato. Ambicionaba convertirme a su estrategia, no a la de las viles esposas que justo escuché. El joven se vistió con un pantalón formal negro y una camisa que pendía de un botón. Entró al edificio y lo seguí. Al parecer, su vista no me mantuvo en cuenta, sus pasos se aligeraban.
—Buenos días —expresó con la barbilla en alto y volteó, por lo que me vio—. Espero que todo esté bien. Solicité esta reunión de emergencia para presentarles a una colaboradora más, la Srta. Franceste.
¿Sabía de mi apariencia? Pude haber sido una entrometida cualquiera, él se sentía seguro de sus palabras. La multitud de jovencitas tuvieron reacciones distintas, unas de ellas me recordaban del incidente y otras me ignoraban sin disimulo.
Lapsley era un hombre musculoso, de seguro poseía un trabajo adicional al de ser abogado; su cabello era negro profundo, su voz era tan grave como oscura y sus ojos eran marrones brillantes.
—Buenas. —Alcé mi mano para mostrar un gesto amable, sonreí.
—¡¿Quieres delatarnos?! —cuestionó la mujer dominante. Su rostro estaba envejecido, con ojeras muy violetas y arrugas en todo el rostro—. Ella vive con el Sr. Decalle.
—Es de las nuestras, tranquilas —afirmó—. Además, afinaremos detalles del Gran Día. Será en muy poco tiempo y todavía no se detallaron las rutas. Señorita, le explicaré con brevedad de qué trata el asunto.
Exhalé aliviada de ser parte de una asociación de rebeldes. Ellas no lucían muy entusiasmadas con mi existencia, era inevitable. Yo recién llegaba y ellas tendrían años esperando.
»Las mujeres presentes fueron víctimas de bastantes situaciones pésimas, incluyéndola a usted. Salina y Carmen fueron las primeras en acudir a mí para un divorcio, pese a que la iglesia no reconoce esta separación y Celestino menos. El clérigo las relacionó con invenciones demoníacas de abandonar a su familia o, confirmó que ambas eran adulteras. De esa forma nacieron las terapias mágicas del sacerdote, en respuesta a la creciente cantidad de esposas insatisfechas.
»Instauró la familia como la base de la sociedad, obligatoria y unida. Nadie era lo suficiente valiente para contrariarlo. Ninguno conocía qué sucedía en las otras casas, todo era un secreto sellado en las lágrimas de las jóvenes. Reunimos las fuerzas para enfrentarnos.
»Nuestro plan consiste en tomar la ciudad. Las esposas dormirán a sus maridos con medicamentos del Dr. Vaneshi o los golpearán mientras descansan. Luego, los amarraremos y situaremos en el centro de la plaza de Uril. —Pausó su discurso para inhalar profundo—. De esa manera, cada mujer, saldrá del pueblo con sus pertenencias e hijos sin mirar atrás. Atacaremos a Celestino y lo llevaremos ante la Gran Orden Sacerdotal para que sea juzgado por quienes debe serlo. Los testimonios de varias serán suficiente para condenarlo por los crímenes cometidos. ¿Lo ve? No es complejo, usted puede colaborarnos con Decalle...
—Cuéntale —interrumpió la líder, su mirada era perspicaz, conocedora de lo inconocible.
»Jorge Decalle será ejecutado en una horca que armaremos —apretó los labios.
Reconocí esa mueca, era una mezcla entre el deseo ferviente de ser criminal y el remordimiento de traicionar los propios ideales de bondad. La anteposición de las cosas lo complicaba en demasía. Asesinar a Jorge era mi dilema, ¿merecía morir? Sí, lo detestaba, pero debía ser objetiva. No existía la culpa en la piel del viudo, él no se responsabilizaba por sus actos, en su lugar, los difería a su madre, Celestino o cualquiera que tuviera la figura negativa. Su carta me causaba lástima, aunque no tanto como para olvidar que liquidó la vida de personas inocentes. Seguir órdenes no era una causa de exención de consecuencias, en lo opuesto mostraba la falta de identidad y voluntad del varón.
—¿Cómo coopero? —pregunté entusiasmada.
No me arriesgaré a relatar lo que después me indicaron, pues un diario es muy fácil de espiar.
El mapa de hechos que me trazaron, funcionaba a la perfección. Aunque presentía que las intenciones de las damas no eran puras. Claro, ni una pizca del asunto adquirió la mayor generosidad o buena fe. Aporté mis conocimientos e intenté ser asertiva con mis comentarios, con el paso de los minutos las mujeres me incorporaron mucho más a la conversación que mantenían.
La señora dominante era Clarissa, se casó con un tipo que no vale nombrar. Platicamos hasta que atardeció, cuando debí marcharme.
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