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Capítulo 25

DIARIO DE MARLENE FRANCESTE

8 de setiembre de 1605

Dana era agradable, ¹locuaz y ocurrente. Su rostro se componía de un bello iris marrón sostenido por dos ojos caídos y labios ²turgentes. Lavamos su cabello, mostrando las rizadas fibras que sobresalían de su cabeza. Su semblante lucía pulcro, lo que propició que notáramos sus tiernas facciones y la amable sonrisa incontenible.  Aseamos su cuerpo, sin lastimarla. 

Luego la vestimos con un atuendo verdoso, pues resaltarían sus facciones. Nuestro propósito era destacar su belleza para que su ánimo se elevara. Dana se contemplaba en el espejo con fascinación. Sí era una dama delicada, tal como Anna había mencionado. 

Cuando el pedante viudo regresó, la chica se vio obligada a permanecer en silencio. Por lo que, la encerramos en esas herméticas paredes, ocultándose a plena vista del enemigo. Pero su estadía afectó mi descanso, debía impedir que cualquiera, que no conociese la situación, pisara esa habitación. Le ofrecí a Retya unos cuantos tenues que, para mi sorpresa, aceptó. 

«Señor, la antigua habitación de la Sra. Decalle se infestó con ratas, así que su invitada se quedará en una habitación de huéspedes del piso inferior», esas fueron las palabras que acordamos que se le indicarían al hombre. Una simple invención de mi imaginación.

Retya me contó que él perdió los estribos y que exigía enviar un documento al supuesto flautista de Hamelin. Desconocí la historia en su totalidad; sin embargo, la empleada me entregó un trozo de papel con la información necesaria para no sentirme ignorante. 

Decalle, al parecer, se convenció de que todo era real y expidió un telegrama al mito. Le temía a las plagas, en especial la que inventamos que invadió su hogar. Me reí a carcajadas por el padecimiento del caballero y lo haría de nuevo. Su vida entera la dedicó a intimidar a los demás, por primera vez se situaría en el lado opuesto. 

Enmudecí respecto al tema con Cómalo, omitiendo algo que me atemorizaba que me persiguiese en el futuro: no revelarle mi estrategia. 

Platiqué con Salomé a fin de que me brindara las comidas de Dana. No sentía la confianza para relatarle todo al mozo, aunque él me asegurara lo contrario. Mi padre me enseñó: «puedes romper un plato en mil pedazos, pero jamás recuperará su estado original, ni siquiera pegando cada pieza».

Además, abarqué un tema complejo para mí: la iglesia y religión. Después de lo que Retya me reveló acerca de las esposas de Uril, tomé la decisión de presentarme a la infame misa del padre Celestino. Justo así, les inspiraría confianza y averiguaría qué decía el infernal clérigo sobre los pecados. La gente murmuraba que poseía una palabrería poderosa que conmovía los espíritus del oscuro Uril. Me reincorporé para dirigirme a sujetar el brazo del Sr. Decalle. 

—Lo acompañaré a la eucaristía de esta tarde —espeté con seguridad en su oído, aferrándome a su traje—. ¡Vamos! ¿O le molestaría mi presencia?

El mentiroso varón me observó con sospecha, entrecerrando sus húmedas cuencas. Me mantuve en una posición corporal firme, sin flaquear en valentía. Alcé mi mentón y me erguí. 

—Corríjame si me equivoco, señorita. Usted me aborrece hasta donde comprendo y no ha asistido a misa ni una sola vez. No me haga pecar de mente, ¿ha confabulado algo? —Hizo una larga y tensa pausa, examinándome con atención—. Es una mujer interesante; las damas pensantes son difíciles de hallar. ¿Sabe? En muchos pueblos las cuelgan por imaginarse más listas que un hombre. 

Me exalté, ¿Decalle se enteró de mi plan? y, ¿si Cómalo se lo develó con lujo de detalles? Me corroían los nervios al concebir la posibilidad de que circunstancias no favorables sucedieran. No era capaz; o no salvaría el legado de Anna. Mis exageraciones eran irrelevantes, lo fundamental yacía en los luceros de la verdad. 

Los comentarios del viudo no eran azarosos y yo le confirmé el planeamiento con mis señales de alarma. 

—Uril no es uno de ellos —afirmé con seguridad—. Dígame, ¿asistiremos?

—Por supuesto. —Realizó una media sonrisa de astucia, sus pupilas revolotearon por mi atuendo—. Es mejor apresurarse porque las bancas delanteras se llenan con facilidad. 

¿Cuál era el secreto del sacerdote? ¿Qué expulsaba por la boca para provocar que asistente se hipnotizara de su gracia divina? Las preguntas no cesaban sus apariciones; no obstante, sólo asistir a la ceremonia me abriría la mente a los enigmas. Por lo que, caminamos entre las calles, esquivando varios charcos causados por la lluvia. 

Atisbamos a las familias dirigirse al edificio color gris oscuro. Se trataba de una iglesia del arte gótico romántico; por tanto, sus grandes estructuras de piedra con pináculos y diminutos vitrales; no constituían lo más alegre. Al entrar, se evidenciaba un suelo liso monocromático, junto a la inmensidad de los pilares laterales. Nos adelantamos hasta la banca del frente. 

Transcurrieron unos minutos para que comenzara el acto. Recitó en latín. Se trató de un idioma que yo dominaba porque los escritos médicos de la Hacienda se recibían en esa lengua. Mi debilidad, en ese lenguaje, se ubicaba en la producción oral y mi padre no me instruyó en ese arte.

«In sermone hodierno de carnalibus peccatis loquemur, licet, quoniam gravis vobis est vos, declinabo scientiam meam latine loqui lingua nostra. Etsi necesse est ut debitam attentionem reddatis, tunc ad linguam divinam revertemur»

Celestino pretendía anunciar que trasladaría sus vocablos a español para que entendiéramos el sermón.

—Una historia existe que siempre compartir me gusta en las vigilias, porque ayuda a asentar la base de lo que en este templo comunicamos. —Dio un par de pasos con vigor. 

»Josefina y Eduardo eran un matrimonio que atendía la parroquia de San Benito de Turrubares. Vivían por su cuenta, ya que unos días tenían de haber contraído nupcias. Se presentaban a confesarse los jueves hasta que, un día, la mujer, me confesó un hecho de impacto. Por más que fuese un secreto, tampoco quería la integridad de Eduardo, en duda, poner. —Asintió con la cabeza y la inclinó con levedad—. Después de todo, ¡era su marido! Aconsejé a la dama que honesta fuese, esperando lo mejor. 

»Eduardo asesinó al amante de su esposa, se presumía que ¡él! era el padre de su hijo; a Josefina, en la plaza principal del pueblo, se le colgó. En Uril no lo acostumbramos; no obstante, mejor es recordar la castidad o fidelidad mantener. El diablo vocifera como una mujer, ¡por un motivo ha de ser! —gritó furioso, se detuvo a beber agua y retomó su discurso—. Cuidado se debe tener con lo que se desea y con lo que Dios prepara para nosotros. ¿Su voluntad es que pequemos por un simple capricho? No. ¿Se le debe otorgar libertad a una dama? Eso es un riesgoso asunto, porque los harán hasta los peores males padecer. ¡El Todopoderoso libre a los hombres de Uril de una rebelde! 

»Escucho los susurros en sus casas, pero sepan que el señor envía plagas tolerables. Los antinaturales son la encarnación del demonio y ¡su representación en la tierra!, ¡quieren infectarnos con sus perversidades! —exclamó, junto a una mueca de desagrado arrugando la nariz—. Y los insto a resistirse, de lo contrario, podrían, el destino de Eduardo y Josefina sufrirán. Si ansían acceder a la gloria divina, humíllense ante mí, el salvador que ha sido remitido de las nubes para ampararlos. 

»He tratado a sus imperfectas uniones, incluso, observen que sólo existe perfección en sus familias. Hay que persistir aliados ante la adversidad. En el futuro esperanza veo. He reparado a aquellos que torcieron su tétrico tronco y espero que pronto en calma quedemos. —Cerró sus ojos, brindando un ambiente más tranquilo. 

Volvió a su discurso en el idioma de las escrituras, únicamente las sílabas en español serían recordadas por las doncellas y señoras de Uril. El sermón me esclareció que la influencia del sacerdote sobre el pueblo, su presencia se reforzaba en las letras que flotaban de sus labios delgados y rugosos. ¿Era convincente? Por supuesto, como ningún charlatán que hubiese visto con anterioridad. Desde mi banca, sentí su interminable egocentrismo y su idea de que era una entidad consagrada. 

—³Ite missa est. —manifestó el clérigo. 

La ceremonia finalizó y la sala se colmó de individuos danzantes. El silencio abrumador desapareció, aparecieron sonrisas en la multitud. No me amasé con el gentío de la forma que pretendí al haber ido, pues mi semblante continuaba amargo. Un tipo cantaba sobre la tarima del sacerdote, añadiendo una chispa a mi ánimo.

Ojeé cómo congeniaban unos con otros, riéndose de forma estruendosa. Las esposas conversaban entre sí con felicidad, aunque luciera como un comportamiento falso. Me limité a deambular por el salón, descendiendo mis luceros hacia el diseño del suelo.

—¿Ya lo ve? —articuló Decalle con credulidad y un brillo en los iris—. La iglesia nos protege en demasía, es bueno que, por fin, haya decidido venir.

No repliqué, tampoco me contenté con el viudo, ya que lo detestaba. De repente, una joven de enorme vestido blanco, con pliegues y adornos, se nos aproximó. Los examiné con exhaustividad de pies a cabeza sin advertir una pista de quiénes fuesen. Nos saludaron con amabilidad, como si mi acompañante los conociese. 

—Les presento a Marlene Franceste, mi prometida —musitó colocando sus palabras con cuidado en el viento.

La mujer de cabellos rubios rizados no paraba de desatar carcajadas fingidas, con su boca color rojo carmesí y unos atuendos que le estrujaban el cuerpo hasta los cincuenta centímetros de cintura. La percibí fabricada, como si sus gestos fueran producto de la imagen que quería proyectar: sensual, divina y descerebrada. Aunque a juzgar por la pequeña mancha violeta que escondía bajo un brazalete, deduje un mal carácter de su esposo.

—¡Nooo! Qué rápido se casa de nuevo, ¡y con otra Franceste!, su hermana debe de estar revolcándose en su tumba llena de gusanos, mientras que usted se meterá a la cama con su marido. —La rubia era irreprimible, confirmándome su burda personalidad. 

El varón le presionó el brazo, empujando su pulgar sobre la marca violeta y tirándola hacia atrás. Susurró algo en su delgada oreja; empero no alcancé a oír. Apercibí lástima con relación a la chica, su inestabilidad me inquietaba. El Sr. Decalle y yo aguantamos inertes, conteniendo una sonrisa social en el rostro. 

La verdad era insolente, que alguien lo dijera, lo convertía en una ofensa. 

—Disculpen a Athena, es peculiar. La hemos trabajado con el padre para que sea más normal. —Me desconcerté al compás de la formación de oraciones del caballero desconocido—. ¡Felicitaciones por su compromiso! Ya era hora de que Jorge le diera autorización para acudir. Queríamos conocerla. 

Me cuestioné qué permiso. Si yo no asistía a misa, fue por voluntad propia. 

Ese sentimiento en mi corazón que nace del vacío de no creer en un supuesto ente superior. Era insensato acercarse a escuchar tonterías, aunque repensándolo, debí. Esa posibilidad me hubiese abierto puertas con las esposas. ¡Ah! 

—Sí, sí. Lo lamento. Bueno, un gusto reunirnos —balbuceó Decalle y me tomó del cúbito, con el objetivo de presentarme con otra familia.

La siguiente era una persona de cabellos cafés, su esposo mayor y cinco hijos. Dudé del tono de piel de los retoños, me sorprendió que siendo ambos de tez clara, ellos fuesen morenos. Pasamos a introducirnos con las mismas palabras, despertando el morbo de las personas. Se asemejaban a cobras, levantando sus defensas en orden de atacarnos. 

—¡Ha traído a Magdalena!, es un placer recibirla —comentó mi compañero. Por su alocución inferí que ella no habituaba asistir a la iglesia. 

—Sabe cómo son las mujeres y mi esposa se adentró bastante en el tema de las plantas, así que preferí solicitar un arreglo. Mírela, ahora me obedece sin cuestionar.  —Despotricaba risas animadas, me asqueó su actitud. Se regodeaba mal hacer a una mujer que no merecía ese trato inhumano.

Continuábamos recorriendo las familias de Uril, el cruel destino de la dama del sur. Me mantuve callada la mayor cantidad de tiempo, a decir verdad, se debía a que le guardaba miedo a todos esos hombres, quienes parecían Jorge Decalle. Cada uno de ellos portaba un mugroso traje, una asquerosa corbata, un repugnante pantalón y el hipócrita sombrero. Supieron combinar su ropa con lo que poseían en su alma: un obscuro conjunto de suciedad.

Retornamos a la casa cuando apenas oscurecía, no queríamos peligrar de camino a la mansión. El atardecer se asomaba por las celestes montañas, adormeciéndose sobre los techos de las viviendas del corredor de la calle Decalle. Reposaban las nubes en una cama del cielo, hundiéndose entre asomos de la negritud. Estábamos solos en la cuadra entera, yo miré los pequeños charcos que seguían allí, siendo la huella de una lluvia transeúnte.

—Es atroz lo que perpetran, ¿no sienten culpa? —pregunté entre un rostro caído—. Si fuera yo, no dormiría.

—¿Por qué? Sus cónyuges son radiantes, todos disfrutan. —Extendió su brazo, mostrándome a las parejas.

—¿Realmente lo son? —reclamé con ira reprimida. 

—El padre Celestino ha reformado el sistema, nos brindó la esposa que siempre quisimos. Conforme pasa el tiempo van perdiendo esa timidez, pureza y gratitud. ¡Desean salir de casa, hablar con vecinos y pecar de pensamiento! Recurrimos al sacerdote cuando se nos salen de las manos, es por su bien, re...

—¡Las pavonean como trofeos por la iglesia! —interrumpí incontenible—. ¿Usted tiene planeado enviarme con el padre?

—Srta. Franceste, por más que adore su actitud, si me da cualquier tipo de problema, recurriré a la terapia. —¡Esas horrendas composiciones se dirigieron a mí!

¿Cómo se atrevía?

Caminé lo más rápido que pude hasta llegar a la mansión de madera, no poseía deseos de verlo a sus cuencas cristalinas. Vi pasar mi desesperante vida entera por mis ojos, podía que me uniera a mi hermana en el viaje llamado: tortura. Había dos caminos para quienes se aventuraban. El primero consistía en terminar de la manera tipo esposa abnegada o acabar como Anna, en ambos casos, sería el recuerdo de Marlene, borrado por el viudo. Por lo que me encerré en la habitación del segundo piso hasta que alguien tocó mi puerta.

—Srta. Franceste, la esperaba, ábrame, le tengo una carta que yacía sobre el escritorio del Sr. Decalle —murmuraba la sirvienta manipuladora.

¿De qué se trataba y por qué era importante? Mi cabeza daba vueltas buscando un razonamiento hasta que por fin lo abrí.

CARTA DE JORGE DECALLE (sin remitente)

«Al Dios que corresponda:

Pido la muerte a quien me esté escuchando, asesíneme, y tortúreme y máteme y olvídeme. No merezco nada más que los tres metros del cementerio, es más, quisiera caer dormido en el sueño de la muerte. La culpa, la presión, mi madre, el padre Celestino, Anna, Cómalo, Marlene, el Dr. Vaneshi, Antel. Esos eran los eslabones de mis cadenas, las que traería cuando por fin me fuera.

El padre Celestino dice que es hora de liquidar a Anna, de nuevo, pero no puedo hacerlo y ya no hay vuelta atrás con lo que he hecho. El simular su muerte, además de traer a su familia, fue un gran error. Todo por escuchar a los dos demonios de mi vida: mi madre y el padre. Ambos presionándome cuál olla de vapor para explotar mis deseos... Toda mi vida giraba en torno a deshacerme del diablo que vivía en mí, por lo que me permitía derramar las lágrimas que fueran. Si recé tanto, ¿por qué razón no era como los demás maridos? No siento nada por Marlene, esa mujer hermosa, tampoco lo hacía por Anna, yo quería un hijo y una esposa para sentir que no era diferente. Aunque todo eso creara un vacío en mi alma.

No obstante, Amadeo era algo distinto y no importaba que tan intimidante pudiera parecer, él me veía por la persona que era. Siempre insistía, corría y no se detenía hasta que lo acompañara a las afueras de Uril, en el cruce oeste con Palente, donde estaba el riachuelo hermoso que cantaba bajo la noche. Allí, yo dejaba de ser yo y él dejaba de ser él. 

Amadeo no cedía ante las amenazas, asistía vestido de esperanza a la ventana de la casa, aguardando el momento en el que me pasaran las cartas que me escribía. Ellas contenían la hora y lugar de los encuentros. Con el tiempo, y al llegar las ganas de irnos, mi madre nos descubrió, arregló todo para que se fuese lejos.

El sacerdote, mi mentor, revela que hay que fingir hasta que uno se convierta en lo que anhela. Me gusta considerar que me he arreglado, aun así, sea una mentira. Ya no soporto cargar con la culpa con querer ser algo que no logro. Anna no dejará de serlo y por eso moriremos juntos en lo negro del olvido.

Jorge Decalle Guillermo Villa».

Glosario

¹Locuaz: adj. Que habla mucho o demasiado.

²Turgentes: adj. Abultado y firme.

³Ite missa est: Bendición que se da al final de una misa. 





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