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Capítulo 1


DIARIO DE MARLENE FRANCESTE

19 de julio de 1605

Mi viaje comenzó cuando el sol se asomaba por la ventana en un clima muy insulso para la época. El carruaje que mi padre ordenó preparar para nuestro trayecto, ya estaba a la disposición de la casa. Uno de nuestros empleados iba a funcionar como encargado de dirigirnos a la tragedia de la familia. 

Asimismo, estábamos en camino a un evento que incluía por concepto a mi hermana Anna, el auténtico orgullo de cualquiera por sus infinitos dones en las áreas preferidas de cualquier esposo. La divinidad solía coser, tejer, alabar, rezar, preparar, regodearse, presumir y caminar de una manera excepcional. Aunado a su vulgar sonrisa, la cual despertaba el levantamiento de las comisuras de todos en la habitación. Además, nunca se puede olvidar aquella figura suya que conseguía al comprar corsés tan apretados y restringiendo la comida por muchos días. Dichos incomodaban por las varillas y la incómoda capa de lana. Así era ella, pero así no era yo.

Di un paso dentro del transporte para armarnos del extenso viaje que recorreríamos, colocando mis delicados zapatos en el inestable suelo de madera de esos carruajes. Mi padre, con su usual traje color blanco, buscó la manera de dejar nuestra casa en manos de un familiar, a fin de poder ir a ver a la ¹petimetra en un ataúd. 

Luego de haber emprendido el viaje, pude observar por la minúscula apertura en la puerta cómo mi casa iba disminuyendo en base en la perspectiva, dejándola del tamaño de un dedal. Alejándome de mi vida, sin Anna.

—Hija, no he visto una lágrima caer desde que di la noticia. ¿Es que acaso Anna significaba tan poco? —Frunció el entrecejo y abarcó un tono indignado para pronunciar la frase. Ciertas palabras de mi padre nunca eran retóricas.

—No, padre. Solamente deseo no tener que hacer una muestra de mis sentimientos frente a las personas, aun así, sean las más cercanas. Excúsame si representa una falta de respeto. —Mis labios se movían lentamente con el viento, así como mi cabello se alborotaba por las ráfagas que entraban en ese pequeño paralelogramo.

—No son necesarias las disculpas. Según las creencias sociales ustedes, las mujeres, son emocionales, esa es la razón de mi cuestionamiento. —Dirigió su mirada hacia mis zapatos bajos—. Siempre quise un varón, supongo que Dios de cierta manera me concedió el deseo; sin embargo, ya es hora de que te cases, Marlene.

Nunca quise cuestionarle nada por asuntos de autoridad, no obstante, no tenía deseo alguno de tener alguna pareja. Constantemente me pasaba haciendo cosas que me enriquecieran como prospecto a esposa, por la única razón de complacer a mi padre. Aunque nunca le gusté a los hombres, como si tales caballeros de gran armadura hubieran olido mi rechazo. En esta parte del país, ya estaba mal visto que yo estuviese soltera a los casi treinta años, mucho más dependiendo de mi progenitor.

—Padre, no he encontrado algún prospecto, cada hombre pareciera huir despavorido. La dama de la corte del otro día me comentó que podía ser por mi actitud, aun así, lo veo improbable —repliqué con una leve molestia, conduciendo mi vista a lugares sin sentido.

—He dicho mil veces que es necesario esconder la inteligencia para poder conseguir algún marido, pero parece que haces un esfuerzo por contradecirme —bufó y exhaló con aparente impaciencia—. Me dijeron que al caballero de Lanfort has comenzado a recitarle poemas, también escuché el incidente con Jonas Dole, a quien espantaste luego de debatir una hora sobre el celibato de los sacerdotes.

A decir verdad, ambos jóvenes eran ricos y bastante atolondrados. Intenté varias veces guardarme las opiniones o temas, claro, es imposible cuando de lo único que quieren hablar es de lo incómodo de llevar una chaperona. No eran necesarios sus comentarios de evidencias palpables. Era fastidioso estar escuchando esos discursos abolicionistas de lo tradicionalista, al mismo tiempo que buscaban una esposa que funcionara como un hermoso objeto decorativo. La hipocresía social me tenía a un límite fijo, a excepción de cuando mi padre era quien suscitaba las frases condenatorias.

—No es con intención. De igual manera, no volverá a pasar, porque al siguiente joven que se me presente lo trataré como un candidato definitivo —espeté con voz suave, era una tortura sacar cada una de esas letras de mi boca.

27 de julio de 1605

Lo más emocionante por el resto del camino fueron los baches que de vez en cuando nos comenzaban a levantar en pequeños saltos. Al mirar por las ventanas se me pasó el tiempo muy rápido, incluso puede que haya percibido los días como segundos. Ciertamente, estuvimos subiendo y bajando del carruaje con el fin de alimentarnos, añadiendo la importancia de las posadas. Sin embargo, todas las mañanas terminábamos de vuelta en ese pequeño cajón de dos ruedas impulsadas por caballos. 

Uril era un pueblo costero en el norte, allí vivía Anna con su esposo. Era un sitio de diminutas proporciones que sobrevivía a base de los negocios de la familia Decalle, comenzando por los barcos pesqueros y terminando con el servicio de habitaciones. Por ello, cuando el Sr. Decalle pidió la mano de Anna, mi padre no estuvo más feliz en su vida, a pesar de que significara que nos apartaríamos de ella por un largo tiempo.

Así cruzamos más pronto que tarde la línea divisora de Uril con su pueblo vecino, adentrándonos en el terreno de la familia Decalle. Las calles pasaron de lastre a un material mucho más liso e innovador que permitía a los carruajes fluir tranquilos. Divisamos la casa del viudo de mi hermana, una inmensa estructura color blanco con dos pilares en la parte frontal que hacían ver el pórtico majestuoso. La puerta era de una madera sin astillas, perfectamente tallada. Por último, me sorprendió el techo con forma de cono.

Bajamos del carruaje con grandes expectativas y bajas emociones, caminando a una mansión donde vivió y falleció mi hermana. Pisamos la madera cuando el señor DeCalle salió a recibirnos.

—Es un infortunio recibirlos bajo tales condiciones por primera vez —anunció el viudo de mi hermana Anna—. Espero que su estancia sea cómoda.

—No se preocupe, comprendemos la situación. Mi hija era una joven hermosa con mucha suerte, tenemos la esperanza de que esté junto a la promesa del paraíso. —Mi padre apaciguó la tensión con una sonrisa muy ligera, apenas se percibía si se conocía al señor. 

Me limité a bajar mi cabeza para permitir a mi progenitor hablar; por dentro me carcomía la envidia al recordar las posesiones de Anna en vida. Fue privilegiada con un esposo amable y una casa lujosa, todo giraba alrededor de ella. Él la aceptó siendo una mujer inteligente, que sabía leer y escribir, así como todo tipo de labores. En mi caso, huían al descubrir los detalles de mi conocimiento. ¿Por qué tenía esa suerte?

Quisiera decir que no celaba la vida de mi hermana, sería una flagrante mentira.

—Mi servidumbre los atenderá en un minuto, siéntanse libres de pasar a la casa. —Extendió su brazo hacia la casa, la más bella de Uril, como una invitación. 

Dimos un par de pasos, mi padre y yo, entrando a ese majestuoso salón principal. Se decoraba decorado con pinturas a los lados y un gran candelabro en el centro.

—¿Cuándo se oficiará la ceremonia? Si se puede saber. —Mi padre no tardó en atacar con lo puntual del asunto, pues era una de las dos razones de nuestro viaje—. Ya sabrá que el trayecto desde Goya no es muy cómodo en carruaje.

—Lamento dar esta noticia en tan inoportuno momento. El comité de Uril prohibió todas las actividades debido a la enfermedad, con el deceso de Anna, se encendieron las alarmas locales. Así que, por desgracia, no se va a celebrar el evento. —Colocó las manos detrás de su traje y no le quitó el contacto visual a mi padre.

—¡Algo por lo que agobiarse! —exclamó Anselmo Franceste con un tono aumentado gradualmente—. Es una dicha que el otro motivo de nuestro viaje se relacione con las pertenencias de mi hija. Muy pronto quisiéramos saber en qué lugar se encuentran.

—¿Dónde la enterraron? No sé qué plan funerario le designaron —pregunté con una voz firme. Deseé que me dijera que en realidad la sepultaron en un cementerio cualquiera, bajo una lápida de fosa común.

—Hija... —Mi padre lanzó una mirada buscando paralizar mis palabras, puesto que no estaba bien visto que una mujer se entrometiera en este tipo de conversaciones, bastante menos con mi escaso uso de lenguaje formal en la interrogante.

—Está en el cementerio familiar, puedo llevarlos si gustan. Anna me decía constantemente lo mucho que le amaba a su hermana Marlene, es un placer por fin conocer a dicha figura —dijo al voltearse hacia mí. Sus pupilas eran una mezcla de dulzura con peligro, como si me advirtieran que no me acercara. 

Fue una descuidada mentira. Cualquier persona que hubiese conocido a Anna, sabía muy bien el odio de ambas, jamás podría habérmela imaginado diciendo algo de ese tipo. Era más, recordaba muy con claridad lo último que me dijo antes de dejar Goya, ella me deseó una soltería eterna repleta de calamidades. En general, mis sospechas sobre el Sr. Decalle me alarmaban.

—¡Qué dice usted! Es un hombre divertido. —La risa de mi progenitor tocó cada pared del lugar, a lo que el Sr. Decalle no entendía—. Sería mejor que nos enseñe la habitación para que Marlene pueda revisar las posesiones.

Caminamos con lentitud por el pasillo izquierdo del punto. Pude imaginar a la perfección a Anna viviendo en un sitio así, pero lo que me recelaba es el hecho de que me hubiera designado para comprobar sus posesiones. No obstante, si ella lo solicitó, fue por alguna razón que tal vez estuviera escondida entre sus cosas.

El Sr. Decalle se adelantó en aras de abrir la puerta del paraje. En sus interiores había demasiados objetos como para contarlos y un mar de libros increíbles. Pisé la habitación, percibiendo un sentimiento raro viniendo de ese estrecho pórtico; había algo extraño en la posición de las cosas, existían varias que a simple vista Anna nunca tocaría. Hasta que encontré una tarjeta escondida. 

«Marlene, no vayas a confiar en nadie, menos en él»

Glosario

¹petimetra: Persona que se preocupa mucho de su compostura y de seguir las modas.



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