ℂ𝕒𝕡.38
Perdón por no subirlo ayer. Terminamos cansadas de la presentación. Pero es mejor tarde que nunca no?
Y aquí estaaaa.... disfrutenlooo.
°°°
—¿Se encuentra bien? —Lord Southerland la miraba muy preocupado.
Ella asintió con la cabeza mientras se palpaba con cuidado el labio que Routier le había mordido. Con un gesto de repugnancia, el duque se volvió de pronto hacia los dos hombres que se peleaban.
SooHyo se obligó a mirar la pelea, y el corazón le dio un brinco. Jungkook, furibundo, luchaba con Routier. Profirió un gritillo ahogado cuando este le asestó un puñetazo en la mandíbula, que le echó la cabeza hacia atrás.
Darfield se tambaleo y el comerciante se abalanzó sobre él preparado para golpearle. Sin embargo, su esposo logró esquivarlo y el puño de Routier se hundió en el seto.
De un salto, Jungkook tiró a Routier al suelo y lo inmovilizó boca arriba. Luego le asestó un puñetazo en la cara, seguido inmediatamente de otro. Routier intentó levantar las manos, pero Jungkook estaba decidido a matarlo a golpes. Fue el grito angustiado de SooHyo lo que, filtrándose en su conciencia, hizo que se detuviese un segundo. Más que suficiente. Routier le propinó un golpe casi letal que lo hizo caer de bruces sobre su pecho.
Antes de que Routier pudiese volver a atacar de repente, Nam lo cogió por detrás y le sujetó los brazos a la espalda. Jin agarró en seguida a Jungkook e hizo lo mismo.
—Caballeros —dijo lord Southerland muy serio. —Este asunto puede resolverse al amanecer en un duelo.
Furioso, Jungkook se zafó de Jin y se llevó la mano a la mandíbula para comprobar si la tenía rota.
—Encantado —espetó. —Considérate retado, Routier, si eres lo bastante hombre.
Este rió.
—Estoy impaciente. Si hubiera luz suficiente, le propondría que pusiéramos fin a esto ahora mismo.
SooHyo escuchó horrorizada aquella conversación.
—¿Un duelo? —exclamó espantada.— ¡Dios, no! —gimió.
Routier miró a SooHyo y sonrió perverso.
—Eso es, marquesa. Lo voy a matar. Debí haberlo hecho en Blessing Park, pero, por desgracia, en aquel momento, su esposa me pareció mejor blanco.
—¿Pistolas o espadas? —bramó Jungkook mientras Hunt se interponía entre los dos.
—Espadas —espetó Routier.
Jungkook asintió con la cabeza y se alejó de Jin, su mirada fija en SooHyo. Sin mediar palabra, se dirigió a ella, se quitó la chaqueta y se la puso por los hombros. La gravedad de su semblante la hizo estremecerse. La apartó de Routier y, por primera vez, vio a Galen de pie a la entrada del pequeño claro, mirando furioso a aquél.
—Nam, ¿quieres ser mi padrino? —le preguntó Jungkook en voz baja. Este debió de asentir.— Carrey, vaya a por mi coche. La llevaré por el lateral de la casa. —le pasó el brazo por los hombros, se la arrimó al costado y se dispuso a salir del laberinto, sin mirar atrás.
En el coche, los dos guardaron silencio mientras el vehículo avanzaba a toda velocidad en medio de la noche neblinosa hacia la mansión de Audley Street. Jungkook dejó de mirar por la ventanilla para mirarla a ella, que, con las mejillas sonrosadas, contemplaba su corpiño desgarrado. Como detectando los ojos de él, SooHyo alzó la mirada. Un intenso anhelo empañó sus ojos violeta fugazmente, luego se esfumó cuando ella volvió a mirarse el regazo.
Jungkook se sentía tan responsable... Debería haberla cuidado, haberla protegido, jamás debería haberla dejado salir de casa. Tenía constancia de que la vida de su esposa estaba en peligro, dato que había confirmado Routier al confesar que era SooHyo el blanco de su disparo. No obstante, su estupidez al creerla cómplice de la intriga de Carrey eclipsaba incluso aquello.
Cuando el coche llegó a la casa, Jungkook bajó de un salto, cogió a su esposa por la cintura y, sin decir nada, la dejó en suelo. Ninguno de los dos dijo una palabra hasta que llegaron al vestíbulo.
—Acuéstate —le dijo él en voz baja, por miedo a que una frase más larga revelara su intensa tristeza.
Ella no rechistó. Subió corriendo la escalera y desapareció de su vista. Jungkook giró sobre sus talones y se dirigió con paso firme a la biblioteca principal. No podía pensar en ella en aquel momento. Cuando hubiera matado a Routier, podría decidir cómo reparar el daño que se habían hecho.
Nam y Jin se reunieron con él para esperar el amanecer y, por más que lo intentó, no logró borrar a su esposa de su pensamiento. Poco antes de la hora en que se habían citado, se dirigió a la habitación de ella y abrió la puerta con la única intención de verla antes de reunirse con Routier.
SooHyo se irguió sobresaltada. Obviamente no había dormido; envuelta en una bata de seda, se encontraba tumbada sobre la colcha. Jungkook cruzó el umbral, sosteniendo en alto el candil. SooHyo echó las piernas por encima del borde de la cama y se agarró a él por ambos lados de las piernas.
—¿Hay algo que pueda decir para que no sigas adelante con esto? —le susurró ella desesperanzada.
Casi con miedo a hablar, el marqués negó con la cabeza y cruzó despacio la estancia. La miró, sus ojos se pasearon por su rostro, por sus pechos, asimilando hasta el último detalle de ella.
¡Cielos, qué bonita era! Viéndola allí sentada, con el pelo oscuro cayéndole por los hombros, sus ojos violeta vivos y transparentes, se dio cuenta de que aquélla era una imagen que podría llevar consigo si moría. Bajó la vista a su abdomen y al hijo de los dos que llevaba en las entrañas. Ella (inconscientemente, creyó él), se llevó la mano al vientre, protectora. Jungkook se puso en cuclillas a su lado. Tenía tanto que decirle, tantas cosas, que no sabía por dónde empezar. ¿Le decía que lo sentía? ¿Que se había equivocado? ¿Le decía que la amaba? No quedaba mucho tiempo.
—Si no vuelvo...
—¡No! No digas eso, por favor, no lo digas —le suplicó, con un nudo en la garganta. Jungkook le cogió la mano y la apretó para tranquilizarla.
—SooHyo, escúchame bien. Nam es el albacea de mi patrimonio. Hazle caso, haz lo que te diga. Y prométeme... —se detuvo, incapaz de seguir adelante viéndola al borde del llanto.— Prométeme —le susurró con voz ronca— que el bebé que llevas en tu vientre llevará mi nombre.
SooHyo abrió mucho los ojos antes de doblarse de dolor. Una pena como jamás había conocido otra se apoderó de ella.
—Vas a volver —le dijo entre sollozos. —Sé que lo harás. Volverás.
Jungkook no dijo nada. Sus ojos estaban ribeteados de rojo; ella no sabía si de fatiga o de emoción.
—SooHyo...
La miró un buen rato, con el corazón en los ojos, y la besó. Aquella efímera caricia albergaba una eternidad de tristeza y esperanza que decía todo lo que no eran capaces de expresar.
Después, él se levantó despacio y se fue. Cuando oyó que se cerraba la puerta, SooHyo enterró el rostro en la colcha y rezó como no había rezado en su vida.
Podría haberse quedado allí todo el día, de no haber sido porque alguien empezó a aporrear la puerta de su dormitorio. Se levantó de un salto y miró el reloj. Era demasiado temprano; no podía haber vuelto ya. Fue corriendo hasta la puerta y la abrió de golpe. Un Galen muy sombrío esperaba al otro lado.
—Vamos, vístete —le dijo.
—Galen, ¿qué demonios...?
—Vamos a ver cómo se bate en duelo por ti. ¡Vamos, no te entretengas! No tenemos mucho tiempo —espetó él.
SooHyo no se lo pensó dos veces. Olvidando cualquier pretensión de recato, se enfundó en el primer vestido que encontró.
La carriola que el joven había alquilado recorrió a toda prisa las calles desiertas del Londres y cruzó el Támesis. Cuando se aproximaban a los jardines privados de Tarkinton, a las afueras de la ciudad, donde Jungkook iba a reunirse con Routier, SooHyo pudo ver dos carruajes, un caballo y a un grupo de hombres allí reunidos. Se esforzó por distinguir a su esposo entre ellos y, al divisarlo, se llevó la mano a la boca para contener un chillido.
El duelo ya había comenzado.
Galen detuvo en seco el pequeño carro; SooHyo ya estaba bajando de un salto.
—¿Qué demonios haces tú aquí? —le bramó Nam a Galen, que lo ignoró.
También Jin estaba allí, con un caballero que llevaba una bolsa negra. Otro hombre, desconocido para ella, estaba allí solo, sin duda el padrino de Routier. Tras echar un vistazo por encima, SooHyo clavó la vista en la lucha a espada y corrió al borde de la improvisada liza.
Jungkook, en mangas de camisa, era bastante bueno, pero Routier era mejor. Se estremeció cuando las afiladas armas chocaron y un clamor ensordecedor resonó por el pequeño jardín.
Routier le iba comiendo terreno a Jungkook.
Pero a éste lo impulsaba una fuerza interior que el comerciante no podía calibrar. Recuperó su
posición y, de pronto, atacó con vehemencia. Pilló por sorpresa a Routier, le pareció, porque retrocedió varios metros tambaleándose antes de recobrar el equilibrio.
Entrecerrando sus ojos ambarinos, imprimió velocidad a sus ataques. Imperturbable, Darfield siguió haciendo progresos igualando con su propia espada la extraordinaria velocidad de Routier. Sorprendido, oyó la voz de SooHyo gritarle. No podía ser, su mente debía de estar jugándole una mala pasada.
Ninguno de los dos hombres lograba robarle terreno al otro. A Jungkook le parecía que llevaban horas luchando; el brazo empezaba a arderle por el peso del arma. El sudor le caía por la frente y, en ocasiones le costaba ver a su enemigo. Routier parecía igual de agotado; ya había bajado dos veces la punta de su espada, ocasión que él había aprovechado para atacar, casi acertándole al corazón negro del individuo. Estaba convencido de que, si contaba con una nueva ocasión, lo derribaría.
Los combatientes habían formado un círculo de barro en el suelo por el que se movían, con un ataque frontal, Routier hizo que Jungkook patinara hasta el borde de la liza. Detectó de pronto a los espectadores; estaban cerca. ¿Por qué demonios no se movían? Resbaló en el barro; logró evitar la caída, pero Routier lo tenía, sin duda, en sus manos. Volvió a atacar y, aquella vez, desarmó al marqués; la espada de Jungkook salió disparada.
En un intento desesperado por salvar la vida, el marqués se echó hacia la derecha, recobró el
equilibrio y atacó a Routier, cegado por su propio sudor, mientras el hombre atacaba a su vez. De pronto, algo azul le golpeó el pecho. Se tambaleó, atrapando el peso que le había caído encima, y alzó la vista justo a tiempo para ver la hoja de Routier elevándose por encima de su cabeza.
En un instante completamente surrealista, los ojos de éste se abrieron mucho y se clavaron en Jungkook. Se balanceó un poco, agitando la espada precariamente por encima de su cabeza y luego se desplomó de costado. Detrás de él estaba Galen, respirando con dificultad, con la espada ensangrentada del noble en la mano, mirando fijamente el cuerpo sin vida del comerciante.
Jungkook miró el peso azul que le había caído de la nada, y oyó un aullido agónico, de su propia
garganta, al percatarse de que era SooHyo el peso muerto que tenía en sus brazos. La dejó con cuidado en el suelo y vio que un reguero de sangre se propagaba de prisa por debajo de su pecho, por el costado y por el brazo Jungkook se quedó anonadado; SooHyo se había interpuesto en la trayectoria de la hoja de Routier.
Le había salvado la vida.
Estrechó contra su pecho el cuerpo inmóvil de su esposa, la cabeza se le cayó hacia atrás y una
mata de pelo caoba cubrió el suelo. No parecía que respirase.
—¡Ay, Dios no, por favor! ¡No! —Jungkook enterró su rostro en el cuello de ella; bajo sus labios percibió el débil pulso de SooHyo. Notó que Nam lo obligaba a soltarla y tumbarla en el suelo para que el médico pudiera verle las heridas En medio de la bruma de pánico que lo rodeaba, oyó a Jin dar orden de que se retirase el cuerpo de Routier y gritarle a Galen que huyese en seguida.
—Es una herida muy profunda. Está perdiendo mucha sangre... hay que llevarla a la ciudad —señaló el médico.
Jungkook se levantó de inmediato con el cuerpo desmadejado de la joven pegado a su pecho, mirándole el rostro demacrado.
—¡Vamos tenemos que irnos! —bramó Nam.
Jungkook asintió con la cabeza y empezó a avanzar a trompicones hacia el coche. El miedo lo atenazaba; y si ella no sobrevivía... ¡No quería ni pensarlo! ¡Dios cuánto la amaba! Cuánto la necesitaba.
—SooHyo, mi vida, no te rindas —le susurró al pelo.— Te necesito, cariño. ¡Por favor, aguanta! —subió en seguida al coche, con su amigo detrás de él, y le gritó al cochero que volviera a la ciudad.
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