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VII


Sonidos comienzan a ser interpretados por mi cerebro, que emerge del letargo del sueño. Percibo que el sol ha salido y molestará mis sensibles ojos, que al fin han logrado dormir una noche entera. Los mantengo cerrados, pues aún no me espabilo por completo. Rápidamente el calor dentro de la cueva empieza a aumentar y roba mi sueño, pero no el de la niña. La mantengo pegada a mí. Siento que perderé mucho cuando ella se separe al fin. Necesito tenerla cerca. A pesar de que siento nacer algo en el pecho, no puedo evitar mi suspicacia por sus verdaderas intenciones, e incluso por las mías. A toda acción la mueve un objetivo, imposible es que no sea así. Muchos comportamientos devienen de aquello que el ser pensante requiere, como estudiar para lograr algo a futuro; pero otros más provienen del cuerpo, la bestia que está programada para sobrevivir, como cuando se retira la mano del fuego. ¿Qué clase de acción es la que realizo? ¿Deseo significar algo al permanecer junto a ella? ¿O es mi cuerpo quien me invita a pensar positivamente sobre su existencia, con fines de conservación? A veces la razón puede encubrir a la bestia, como en los pensamientos de amor, que más bien tienen teleologías reproductivas y de protección, más que trascendentales.

Ella se mueve entre mis brazos, buscando acomodo en ellos o tratando de que su temperatura corporal no aumente demasiado en algunas partes, sin desatar mi abrazo. "¿Qué haré contigo?", suena la pregunta en mi interior. En realidad, mi mentira sobre por qué vivir está incompleta aún: ¿qué me hará dar el siguiente paso? Cuándo se levante y tengamos que decidir qué hacer, quizá nos demos cuenta de que no hay nada que hacer juntos. Aún tengo dudas sobre ella, quiero conocer más sobre su historia, pero pensar en que abra una cicatriz nuevamente, me detiene.

Una constatación física me saca de mis piensos. La temperatura aumenta a cada instante. Esto no es normal. Comienzo a sudar en exceso en las partes del cuerpo que tienen contacto con la niña, también lo hacen mi frente, nariz y axilas. El olor del ambiente es acérrimo. Me levanto con delicadeza para evitar despertarla. Camino a la entrada de la cueva y observo una espesa neblina, que comienza a disiparse rápidamente hasta que queda todo claro, aunque el hedor es más acentuado e inconfundible: azufre. De la tierra comienza a salir nuevo vapor con gran fuerza y la temperatura sube aún más cuando la nube se ha formado nuevamente. Me cuesta respirar y mi transpiración aumenta.

Corro a donde la niña reposa y la sacudo para advertirle que debemos salir. Le cuesta despabilarse e incorporarse, pero lo logro al fin. Intento cargarla, pero las fuerzas me son insuficientes. Sin hablar, señala al cadáver, pienso que es una mala idea llevarla, pero me es imposible concebir abandonarla. Desentierro unas pequeñas botellas de alcohol y se las doy a la niña; también le entrego las costalillas, el agua destilada, los materiales de destilación y las cerillas. Doy vuelta al cuerpo de la muerta y está totalmente rígido. Observo la parte que permanecía oculta de la vista, en contacto con el suelo y noto que comienza a mostrar putrefacción, además de que parece guardar algo que está vivo. Prefiero no pensar en eso y la subo a mi hombro. El esfuerzo me sofoca y el ambiente lo coadyuva.

Al arribar a la entrada, la neblina es total. La niña dobla las costalillas y coloca una en mi rostro, que se cayó mientras dormía, luego hace lo propio con la suya. No estoy seguro de cuánto ayudará con estos vapores que escuecen y asfixian. La niebla se comienza a disipar y es posible atisbar las docenas de géiseres que la provocan. No sabemos cuál es el momento seguro para comenzar a movernos, pues no conocemos el tiempo en que una nueva nube se forme y nos cocine vivos. La posibilidad de correr a través del campo minado no parece prometedora, rodearlo tampoco, pues el tiempo que tardemos en desplazarnos puede dar tiempo a que los vapores se concentren, nos alcancen y termine dando el mismo resultado. La formación rocosa en que nos encontramos es lo suficientemente alta para no pensar en subir. Si nos quedamos también morimos. ¿Cómo decidir cuando repudias todas las opciones?

El panorama se aclara e indico con la vista a la niña que ya es hora. Ella duda y yo siento que me mareo. La niña mira al suelo y sé que está temblando. De pronto, un sonido fuerte comienza en el interior de la cueva, como si la roca fuera destruida por un gran monstruo, y comienza a llenarse de vapor. El suelo se mueve con gran violencia y me asalta con imágenes de mi infierno personal, el día trágico del Gran Evento. La niña debe notar que me pierdo y me toca el brazo para traerme de vuelta. El vapor se mueve veloz y mucho antes de que nos alcanzara sabíamos que la temperatura que tenía nos mataría; así que comenzamos la huída, de frente, sin pensarlo. Los géiseres comenzaron a lanzar sus respectivas fumarolas, sin orden ni tregua. En el momento postrer a escuchar el ruido en la cueva, recordé que allí yacía el último recuerdo de mi familia: una fotografía que recuperé de los escombros del que fue mi hogar. Aunque el impulso fue poderoso por un microsegundo, supe de la imposibilidad de la empresa en el siguiente.

Mientras me alejo, sé que algo he dejado allí: la última parte de quien fui, mi huella digital, mi carnet de identificación... mi identidad. Como si esa fuera la única y palpable evidencia de que existí. Ahora es como si no pudiera reconocer rostros, recordar nombres o evocar sentimientos. Mis memorias se fugan de mi mente a la velocidad en que corro y sólo queda el camino que se enturbia ante mí por la neblina mortal.

Cada vez que un géiser lanza gas, se escucha como una explosión que ocurre a la vez debajo de mí y en todos lados. El calor en todo mi cuerpo es constante y lo siento arder. Corro sólo observando el suelo para no tropezar, sin poder notar si me alejo o me acerco de una de esas bombas naturales. También constato que mi compañía me siga. Observo a un gato quemado por los vapores, cerca de donde poso mi pie izquierdo, con la lengua por fuera y con las patas en posición de huída. Sigue sin ser un lugar seguro, decido correr con más potencia, aunque mis piernas se acalambran. La niña cae y con ella el material de supervivencia. Me detengo y me doy cuenta que estamos rodeados por hoyos en la tierra y que los vapores, luego de salir, comienzan a expandirse cubriendo todo el terreno. Pronto pasaremos a formar parte de la nube hirviente.

Pienso en correr, en luchar por mi vida hasta que el destino decida que no pelee más. Volteo a ver a la niña y veo directo a sus ojos, puedo leer sus pensamientos: no quiere morir sola y yo no podría vivir sin ella, en el remoto caso que lograra salir de aquí; así que me dirijo hacia ella sin pensar en nada más que en estar a su lado y en mi promesa de no dejar ir a nadie más. Suelto el cadáver, que cae sin el menor ruido, pues el sitio es un bombardeo, una cadena de géiseres comienzan a explotar secuencialmente en dirección a nosotros y el vapor se aproximaba más y más. Decido abrazarla y esperar la muerte. ¡Pum! Se escucha y la aprieto contra mí. ¡Pum! y siento sus lágrimas en mi cuello. ¡Pum! Sólo faltan dos metros para el final... No puedo creer que apenas haya pasado poco más de medio día desde el momento en que decidí morir y la muerte viene a mi encuentro para que cumpla con el destino prometido. ¡PUM! Se escucha una gran explosión por donde supongo que está la cueva que fungió como nuestro refugio. Y una gran fumarola blanca se alza muy alto. Parece como si los géiseres en lugar de expulsar, absorben el vapor con gran velocidad, mientras la gran fumarola se sigue alimentando y creciendo. El ambiente se enfría rápidamente, a la vez que se aclara y sólo puede verse el gran hongo gigante hecho de gases de la explosión mayor.

El sonido es tremendo, pero lo sigue un silencio absoluto e, inmediatamente después, un tinnitus muy molesto que me desorienta. Aún no hay tiempo de pensar en este giro de la suerte, que nos proporciona un momento más de vida, cuando un retumbar en el suelo me hace reaccionar. Al volear a donde creo que fue el origen no veo nada extraño, pero inspecciono el espacio y noto una enorme piedra que se acomodaba, de lo que pareció un impacto impetuoso. Más adelante veo caer otra más, del tamaño de un sillón y el suelo retumba nuevamente. Levanto a la niña, que aún no se recupera de la turbación, empero no hay tiempo que perder. Toma las botellas de agua, mientras yo recupero el cuerpo de la muerta y seguimos, tentando a la suerte. Continuamos en línea recta, o lo que creemos que era una recta, sólo percibiendo las fuertes vibraciones bajo nuestros pies y el suelo que se calienta más y más. Siento como una lluvia en el cuerpo que lastima y que no para. Mis ojos entrecerrados reciben tierra al por mayor y lloran sin cesar. Duelen mis pulmones que están al borde del colapso por el esfuerzo y mi estómago quiere vomitar.

No sé cuánto tiempo llevamos huyendo, seguro estoy que es mucho, pero no lo suficiente. ¡Nunca será suficiente! ¿Cuánto más tendremos que huir para morir de la forma más indecorosa y cruel que la naturaleza nos depara? ¿Algún día terminará la decadencia y comenzará la construcción?

Huimos varios minutos más, hasta que una de mis piernas no soporta y caigo exhausto. Detengo mis empeños sin nada más que importe, sólo sujeto mis muslos que duelen como si fuesen a explotar. Tomo una decisión: si muero, que ya no sea luchando por no hacerlo, para ser alcanzado de cualquier modo. Incluso detengo mis ideas, pues ¿de qué sirve reflexionar sobre las cosas cuando estás no son afectadas por mis pensamientos? Decido morir y las circunstancias me llevan a la vida; luego elijo vivir y la muerte me pone a prueba. Es cierto que el humano no quiere morir, pero no es cierto tampoco que desee la vida.

La niña se detiene al fin, varios metros por delante, ya que no se percató de que había frenado. Regresa con lentitud, constatando que no hay peligro inmediato. Me insta a buscar refugio en la sombra de una gran roca. Al ver al rededor, no parece haber rastro evidente de lo que dejamos atrás. Recargo mi cabeza en la roca y la niña la suya en mi hombro. Noto que el tinnitus es menor, aun así, permanezco en silencio, como si no pudiese escuchar.

"La mayor muestra de que la vida es un castigo, es que para vivir hay que sufrir y que el remate de ésta es la escalofriante muerte", pienso. Pasan varios minutos con ausencia de palabras. Sólo es posible escuchar nuestros intentos por regular nuestra respiración y a lo lejos como fuegos artificiales.

—Quiero enterrarla —dice al fin, la niña, sin mirarme. Contemplando al cadáver que está putrefacto y lleno de quemaduras.

Coincido, porque qué más se le puede hacer si no eso. Permitimos que nuestra respiración se normalice y nuestras piernas se desacalambren. Después tomamos unos pequeños sorbos de agua, aunque con qué gusto tomaríamos todo el contenido, pero hay que cuidarla.

Nos recostamos a la sombra de la roca, notando cómo ésta se vuelve más y más corta haciendo que nos encojamos. En el cielo transitan nubes blancas. Casi es un día bello. Los borregos blancos vuelan bajo y muy a prisa. Debe ser una pesadilla allá arriba. Recuerdo que vi a dos helicópteros desplomarse, los vientos deben ser fuertes y cambiantes.

Según el sol es casi el medio día. Me preocupa la hora que pasaremos sin sombra alguna. El astro rey lesiona la piel con severidad, me había protegido bien últimamente, pero nuestra piel está escocida por las altas temperaturas de los gases, quizá el estrago no pueda ser superado. Observo a unos metros lo que queda de un árbol, que ha soportado lluvias, sismos y arenas corrosivas, entre muchas otras desgracias. A todas luces está muerto, pero de pie. Como yo. Tiene múltiples cicatrices visibles, pero seguramente también está destruido por dentro... como yo, y seguramente todos mis compañeros y compañeras de mundo.

Ante la expectativa del sol hiriendo nuestra piel, se me ocurre una idea, pero es posible que sea rechazada tan pronto como sea expuesta. Aun así la digo. Creo que es la mejor opción:

—En unos cuantos minutos quedaremos completamente expuestos al sol. Seguramente recibiremos serías quemaduras que serán difíciles de superar— digo sin voltear a verla.

—Es verdad, ésta es la hora prohibida. Perdí las costalillas, que ahora podrían sernos de gran utilidad. ¿Qué haremos? Es poco probable que en este paraje podamos encontrar un refugio para protegernos del sol— parece que le pesa haber perdido nuestro medio de protección.

—Tengo una idea, pero tal vez te parezca indecorosa —si mi estado de salud fuera mejor, quizá me habría puesto colorado.

—Habla. El decoro es algo que me tiene sin cuidado.

—¿Ves el árbol que tenemos en frente? —señalo y ella asiente.

—Lo veo, no tiene follaje.

—Pues puede ser que traigamos puesto el follaje —ella agacha su mirada y mira sus ropas. Temo que me califique de loco o depravado.

—¡Eres un genio! —dice y comienza a despojarse de su ropa. La veo y guardo silencio.

Mientras la blusa se atora en su cabeza, aprovecho para mirar su cuerpo, atormentado por el tiempo y la exposición a los maltratos. Sus pechos pequeños por falta de grasa, sus costillas notorias, su cadera expuesta, sus piernas delgadas y... aun así me parece bella. Lo que le falta para ser considerada bella antes, se fue junto con quienes impusieron que eso era estético. Por cultura, aprendemos a valorar como hermosas a algunas cosas que nos rodean en nuestro entorno inmediato. Ahora mismo, su inmediatez me parece encantadora.

—¿Se puede saber qué esperas? —pregunta incómoda, cubriéndose con las manos al descubrirme con ropa. Sacudo la cabeza para enfocarme y decir algo.

—¿Esperas que suba desnudo a ese árbol desgastado por quién sabe qué químicos? —declaro fingiendo indignación por sus acusaciones y me pongo de pie, el sol se siente de inmediato.

Me siento distraído y subo con recelo. Sé que ella me ve y debo hacerlo bien. Maldigo los vestigios de la cultura machista. Temo que las ramas gruesas no soporten mi peso y necesito que las delgadas permanezcan fuertes. Temo mucho lo primero. Afortunadamente se nota pronto que mis temores son injustificados. Camino sobre una rama gruesa, que aunque se desborona a cada paso, no cede ante mi peso. Tomo varias ramas delgadas pero largas y las rompo, para después arrojarlas al suelo. La niña comienza a colocarlas como soporte y usa sus ropas como techo. En lo alto del árbol, mientras soporto el sol ardiente, veo la destrucción causada por las explosiones de las que huimos. Por el momento estamos los suficientemente lejos, pues parece que la actividad de ese, ahora sé, volcán naciente, cesó por unos momentos. Pero debemos prepararnos, pues es muy impredecible, tanto puede empeorar como cesar por completo. Dejo que mi mirada siga recorriendo el paisaje y observo una colina rocosa que tiene una gran construcción en la cima, o al menos eso parece. Siguiendo el sendero hacia abajo, llega a lo que parecen casas no destruidas o reconstruidas. ¡Una comunidad!

Claro que hace mucho las comunidades no me dan ni un poco de esperanza. Es allí donde se forma la decadencia más patente. Fuera de ella mueres inevitablemente, dentro de ella eres asesinado.

Pierdo el equilibrio cuando la niña hace un sonido con la boca para llamar mi atención, me recupero y anuncio que ya bajo. No le diré nada sobre la comunidad, pues es el lugar menos seguro al que asistir. Aunque tal vez debería dejar que sea ella quien decida. Odiaría que su decisión me afecte y nos separe.

Bajo, aún con miedo a hacer el ridículo. Cuando toco el piso pienso en que hace tanto que nadie ve mi cuerpo desnudo, incluso antes del Gran Evento. Alba y yo habíamos decidido esperar para intimar, aunque llevábamos dos años de noviazgo. Una especie de temor virginal me hace hesitar, pero no hay tiempo que perder. La niña espera debajo de la sombra que proyecta su ropa. Me doy la vuelta y luego indeciso, volteo de nuevo. No sé qué parte me dé menos vergüenza mostrar, o al menos, qué parte tiene una apariencia más decente. Me quito la playera y la acomodo en nuestro techo, después el pantalón y procedo de modo similar. Ninguno de los dos usa ropa interior, pienso en cubrirme con las manos, pero creo que eso sería patético; así que me limito a acomodarme junto a ella con lentitud, tratando de proteger mi intimidad y de respetar la suya, en el escaso cuadro de sombra que nuestras ropas proveen. Evitamos mirarnos directamente.

Necesito hablar, el silencio resulta sumamente incómodo. Pero ningún tópico parece prudente o necesario. Comienzo a tararear una canción, no sé cuál, de hecho creo que improviso. Incluso ella, que parecía despreocupada por mostrar su cuerpo, como si de algo rutinario se tratara, se notaba incómoda. Nuestras piernas se rozaban sin poder evitarlo y lo peor es que noto un cambio fisiológico en mí. Trato de pensar en otra cosa.

—Volcán naciente —digo tontamente, al fin.

—¿Perdón? —menciona tratando de entenderme.

—Lo que pasó en la mañana, fue el nacimiento de un volcán. No estamos tan lejos, pero parece haber liberado cierta presión. Así que parece ser que por el momento estamos a salvo, aunque debemos alejarnos en cuanto podamos.

La niña mira con detenimiento el lugar y parece que tiene un déjà vu. Me mira a la cara como si no quisiera que se le escapara ninguna información sobre los que me va a preguntar.

—¿Viste algo más?— sus ojos me demandan una respuesta.

—No— digo molesto y no sé por qué.

—¿Seguro?

—Sí. Bueno, no... Hay una comunidad como a cuatro kilómetros de aquí hacia el occidente. ¿Sabes qué comunidad es?

—Seguro no una a la que quieras ir— dice sucintamente.

—De cualquier modo no confío en las comunidades. Ninguno de los dos ha tenido buenas experiencias en ellas. Es como si la receta para la infelicidad sea unir a varios humanos, que al estar cerca se vuelve alérgicos a sí mismos y comienzan a lastimarse. No sé tú, pero yo no quiero vivir entre más personas.

—Tampoco yo. O no mientras la muerte ronde cada esquina y cada silbido del viento sea una amenaza.

—¿Cuánto tiempo crees que dure esto?— inquiero aliviado por su respuesta.

—No sé cuánto le lleve a la Tierra desintoxicarse de lo que le hemos hecho. Fuimos su plaga y como sistema autorregulado, debe hacer algo para que todo vuelva a la normalidad. En este caso, quizá signifique acabar con la plaga, es decir nosotros, para terminar con la enfermedad o al menos reducirla en proporciones considerables. Le hicimos daño por tanto tiempo, que es difícil decir cuánto más le llevará sanarse.

—¿Cuánto tiempo crees que podamos aguantar?

—¿No te gustaría averiguarlo? Deja de hacerte tantas preguntas.

—A veces creo que tú y yo vemos cosas olímpicamente diferentes. ¡Estuvimos a punto de morir! También ayer con los perros. No sé qué tienes en la cabeza. Cómo puedes evitar cuestionarte sobre el futuro, cuando en realidad parece que ya no hay más— expreso fúrico.

—Esperanza. Creo que así la puedo llamar. Absurda esperanza —dice clamada. Sus ojos enfocan algo que no puedo ver. Casi juro que es su hermano. Yo pienso en mi familia, que no sé si quiero o espero encontrarla. Especialmente mi hermana, que no sé por qué habrá desaparecido.

El sol avanza lentamente y ella coloca su cabeza en sus rodillas, pensando en quién sabe qué cosas. Enrolla y desenrolla su cabello maltratado. La asusto al interrumpir sus pensamientos.

—Ya hay sombra del otro lado de la roca —le comunico.

—Comencemos a cavar— dictamina.

Nos vestimos y luego nos transportamos al otro lado de la roca. Protegidos por su sombra, cada uno toma una piedra y comienza su labor sin hablar. El suelo es duro, como si la erosión sólo dejara a piedras suficientemente fuertes. Quizá eso somos nosotros, unas de las piedras más fuertes de nuestra especie que han sobrevivido a la erosión inminente. Aunque esto aún no acaba aún.

Al terminar, tenemos las manos heridas por el esfuerzo sin lograr hacer un hoyo tan profundo, pero parece suficiente. El cuerpo no tardará en desintegrarse y volverse parte de la nada y el todo. Envidio al fiambre que ya no tiene la capacidad de sentir más miedo ni dolor. Es hora de llevarla a su morada terminal, pero apenas amago con acercarme, la niña me pide que la deje arrastrar el cuerpo sola y enterrarlo ella misma, como una penitencia que debía pagar.

—Yaces aquí, querida amiga —comienza a decir frente a la tumba—. Tú, que sin más responsabilidad conmigo que tu amor, entregaste tu vida por mí. Aún sabiendo que ninguna de las dos era merecedora de vida ni reconocimiento alguno, optaste por mí para vivir, cuando sólo parecía que morir ambas era la única opción.

"Tú me intentaste convencer de que nuestra misión era innoble, pero no te hice caso —el llanto comienza a brotar de sus ojos y su rostro se tergiversa—. La misión nos llevó a la muerte, cuando afrontaste sola un inminente asalto. Sabías que venían detrás de ambas y no me quise separar. Temiendo por mi vida y sabiendo que no me te dejaría afrontarlo sola, me golpeaste en la cabeza y en mi casi inconsciencia me pediste que prometiera que mi vida tendría. Que no viviría para satisfacer al resto. Me regalaste una oportunidad. Escondiste dulcemente mi cuerpo y observé lo que ellos te hacían. Por eso, amiga, tu muerte no puede ser desperdiciada. Si muero, lo haré como tú, dando vida."

Sus palabras terminan bruscamente, interrumpidas por el fuerte sentimientos que la embarga. La abrazo, me abraza y lloramos. Yo no comprendo por qué lo hago yo, pero me resulta tan necesario. Como si hubiese quitado un dique y ahora el agua no pudiera dejar de fluir. No recuerdo la última vez que lloré. No lo hice por Alba, ni por el abandono, ni por la electrocución, ni por nada. Ahora lloro por una extraña o lloro por todo al mismo tiempo.

Hace tanto que la sepultura no significaba para mí más que la forma más segura de preservar u ocultar los alimentos, y ahora ni eso porque los alimentos enterrados se degradan rápidamente. Vuelvo a ver a alguien llorar a un recuerdo ante unos metros cuadrados de tierra removida. Parece de locos, pero me conmueve y lloro a esta tierra todas mis pérdidas. Cada uno de mis fantasmas yacerá aquí. Hoy los entierro y los despido. Perdono, olvido y veo por fin un futuro, librándome del tortuoso y perenne presente que me martirizaba, aunque sea por un momento.

Al regresar de ese viaje en el tiempo, ella y yo nos miramos. El tiempo que nuestros ojos se enfocan formula una pregunta: "¿Y ahora qué sigue?" En un mundo sin protocolos, uno se sorprende a cada momento. Cada segundo compartido con alguien es un misterio del que nadie sabe qué esperar, pues las reglas expiraron.

Qué mejor que vivir la desgracia y sus resoluciones estando al lado de alguien que ve al humano como Humano y no como objeto. Aunque yo aún no comprenda qué carajo es ser Humano. ¿Es bueno o malo? ¿La mujer que yace en esa tierra será de la misma especie de aquellos que la mataron, quienes me abandonaron o de quien tengo frente a mí?

En este momento siento que no puedo distinguir entre la bondad y la maldad, pues los consensos se han destruido. Lo mejor será la neutralidad y formar nuevos conceptos sobre esto que tanto me intriga y más aún de esta Humana frente a mí. Aunque tal vez me mienta sobre mis verdaderas motivaciones, esta persona logró traer a mí algo para desear vivir. No sé qué sea, pero sé que se encuentra en el escaso brillo de sus ojos; que en este momento es lo que más deseo. No quiero pensar en nada más.

La miro con intensidad, ella sonríe con nerviosismo y comprende que no tiene ningún sentido planear en un mundo sin tiempo; que sobrevivir hoy es lo importante, que como ella dijo se debe averiguar sin hacer preguntas; que la moral estricta murió y que lo que deseas hacer no tiene por qué esperar, siempre y cuando no dañes a otro Humano. Y así surge la naturalidad de la carencia de reglas.

Me acerco y ella no rompe la distancia. La beso y me corresponde. El contacto de su piel me hace sentir hambriento, de contacto, de interés, con ganas de devorarla sin lastimarla. Nos besamos y nos recorremos con las manos, con los labios, comprendiendo cuán delicados son nuestros cuerpos y siendo compasivos con las heridas del otro. Pero también las lesiones nos recuerdan la vitalidad que nos embarga. Así que tocamos, no lo que aprendimos a esperar antes, sino lo que necesitamos, lo que deseamos, lo que queremos ahora, notando en esto cuerpos faltos de grasa un roce que resulta sensual. No encuentro las partes que en otro tiempo me excitaban, pero el contacto físico con otro Humano es lo que satisface, el roce constante, el deseo no reprimido y la preocupación por el otro es lo que me mantiene extático.

Los órganos sexuales eran un medio apropiado para algo, pero no lo indispensable para aquello. La estética es cuestión de contexto y el cerebro responde a lo que nos hace sentir bien, sin importar su apariencia. La cultura marca con quiénes, cuándo y en dónde, sin permitir probar lo diferente. Comprendo, mientras subo y bajo por su cuerpo, mientras me siento suyo y la siento mía, que todo nuestro cuerpo es un órgano sexual y una parte digna de amar. Los sexos y las formas no importan si lo que deseas es el acto de hacer el amor. Perdido entre su cuerpo comencé a hallarme, como si mi derrotero fuera trazado por sus piernas. En el último momento todo parecía posible, yo tan fuerte como el volcán naciente, comencé a tener por qué vivir.

Mi cuerpo desfallece por la falta de energía, pero mi sed de ella se acrecienta y seguimos amándonos con lentitud, sin medir el tiempo, sin contemplar peligros, sin pensar en mañanas.

El sol ya casi se pierde de vista y sus rayos me dan la oportunidad de ver su piel otra vez para besarla. De pronto, todo aquello en mi pecho que me costó tanto trabajo llenar, se vacía de repente, cuando noto algo ajeno a nuestros cuerpos, percatándome de movimientos que no nos pertenecían. Aún sin consensos, la privacidad sigue siendo necesaria. Me siento más vulnerable que desnudo y temo por lo que la presencia de nuestros espectadores signifique para nosotros.

—¿Amiguitos, se divierten? —dice un tipo corpulento y mal encarado que se asemeja a un animal— Nosotros también nos queremos divertir. 

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