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23. Damasco Cortés


"No existen ruinas más hermosas que las humanas"

En mi primera vida como Helena Candiani Yolotl solía visitar a mis abuelos muy rara vez, en vacaciones, Semana Santa, Día de muertos y esas cosas...

Es por eso que en esta ocasión para mí fue como ver al personaje de un cuento famoso cobrar vida justo frente a mis ojos... pero nada de lo que había oído o visto antes, le hacía justicia.

Sabía que todo mundo había mencionado sus ojos en aquella ocasión... "Ojos amarillos..." —habían dicho—"Nunca vi nada igual" —agregaban con tristeza —"Es una pena ¡Una verdadera pena que se hayan apagado!"

Cuando vi su fotografía enmarcada por aluminio viejo, justo encima de un féretro sencillo hecho de pino, el día en que velaron su cuerpo en la sala de la casa de sus abuelos, no pude evitar dejarme arrastrar por el morbo que tantos comentarios habían generado en mí y terminé observando con detenimiento sus ojos, tratando de hacerlo con discreción pero a la vez, buscando grabarme cada detalle.

Tuve que mirarlos varias veces y luego fingir que estaba leyendo los rezos y los cánticos escritos en el folleto que nos habían dado a la entrada, porque cada vez que bajaba la mirada, me quedaba con la horrible sensación de no haberlos visto lo suficiente.

Nunca fuimos amigos.

Jamás lo conocí en persona.

Yo había llegado al pueblo un Viernes por la noche para pasarme las clásicas vacaciones decembrinas en familia, y a Damasco Cortés lo estaban velando el Domingo por la mañana, casi en vísperas de Navidad.

Lo recuerdo perfectamente porque en ese entonces tenía 16 años, mi problema de acné estaba a todo lo que daba y me había convertido en toda una adolescente ermitaña, pero al ver a mis abuelos, amigos y a otros familiares tan devastados por la noticia, había decidido acompañarlos. La gente de pueblo suele forjar con mucha más facilidad relaciones estrechas.

"Damasco..." —había susurrado en voz baja —"tuviste un nombre muy grande como para una vida tan corta".

Fue de esas veces raras en que no conoces a la persona pero lamentas su muerte como si lo hubieras hecho. Terminé pensando en él por meses... él tan solo tenía 19 años cuando había decidido acabar consigo mismo utilizando una sobredosis de heroína.

Lo habían encontrado aún con pulso pero a pesar de todos los esfuerzos por salvarle la vida, su luz había dado el último pálpito justo a la entrada de la clínica local.

Lo terminé conociendo a través de lo que me platicaron de él después de que se fuera... no sé si por la necesidad de mis amigos de contármelo todo para poder aferrarse a su recuerdo o si fue culpa de mi insistente curiosidad lo que los orilló a vomitar mil historias como si fuesen un par de volcanes obligados a hacer erupción.

Inclusive llegue a conocer su casa por fuera, una casa pequeña color amarillo ocre de forma casi rectangular, tenía teja de barro en el parteaguas de la entrada y ventanas grandes que colindaban con la banqueta y con el interior de su sala. Había días en que sí tenías suerte, las cortinas de manta estaban amarradas con una especie de liga para darle permiso al Sol de pasar y entonces podías observar el piso de mosaico marrón con beige, desplegándose al interior hasta topar con pared.

"Casi todas las noches tocaba la guitarra en la azotea de su casa" —me dijeron —"Desde la terraza del Aranjuez se alcanza a ver"

Creo que es más que obvio que, como toda una adolescente curiosa, terminé yendo a la terraza del Aranjuez para tomarme un café en su nombre, mientras trataba de encontrar rastros de su fantasma, ya que era el único puente que había sobrevivido a aquel incendio con sabor a tragedia.

Lamentablemente cuando de humanos se trata no hay fénix que resurja de las cenizas, pero sí hay cenizas que están dispuestas a susurrarte una maravillosa historia, solo que debes estar dispuesto a convertir tu imaginación en ave y dejarla surcar los cielos...

Desde la terraza del restaurante pude ver una pequeña construcción a medias que parecía una especie de torre hecha de láminas y cemento.

Una pequeña sensación de energía me recorrió el cuerpo y sentí más ganas que nunca de haberlo conocido, aunque solo fuera cómo el interprete de un papel anónimo que convierte a la noche en una pequeña orquesta.

El tono de mi celular, un iPhone 4 que en esos tiempos era el boom del momento, terminó siendo un peculiar solo improvisado a guitarra que él había grabado en una de sus tantas nocturnas musicales, para después convertirlo en un audio y mandárselo a sus amigos, que lo acabarían compartiendo mil veces hasta llegar a mí.

Se titulaba "Marin", así: a secas y sin dedicatoria.

Y a pesar de que no tenía letra, no recuerdo haber conocido a una sola persona que no haya sentido la necesidad de guardar ese audio después de haberlo escuchado, lo conocieran o no. El tipo definitivamente sabía como hacer magia con una guitarra en las manos.

Y como buenos humanos, después de casi un año me obligaron a aprender a dejarlo ir, diciéndome que aún era muy joven como para guardar un luto y me vendieron la idea de que tenía toda una vida por delante.

Así que en esta ocasión, cuando decidí exiliarme en el pueblo, después de haberme convertido en la oveja negra de Las Hermanas de la Merced, Damasco Cortés fue lo ultimo qué pasó por mi cabeza. Yo solo quería huir y pensar, tal vez investigar un poco sobre mí y después ir agarrando las fuerzas necesarias para volver a salir a la vida a sabiendas de que en cualquier momento corría el riesgo de encontrarme con el monstruo de mi pasado; Daniel Robles.

Mis abuelos maternos siempre se dedicaron al café y creo que eso explica mi inclinación por el mismo. Allá en su finca se tenía por costumbre el beber café como si fuera agua de tiempo; en el desayuno, en la comida y en la cena, y también a las 6:30 de la tarde, que era la hora perfecta para degustar platanitos fritos bañados con leche evaporada y acompañados de ley por un café de olla recién hecho.

La finca cafetalera de mis abuelos era gigante, sin embargo aquello no impedía que vivieran de una manera bastante humilde gracias a que la devaluación del café se había convertido en una realidad hacía casi dos décadas, pero era la única forma de vida que conocían y habían decidido aferrarse a ella con todas las fuerzas que les quedaban.

La entrada de la finca era color melón y tenía un enorme portón blanco que comenzaba a pelarse debido a la humedad, pero sus letras aún eran visibles: "Finca La Encantada", y tan solo pasar la reja, su camino estaba fabricado de forma casi rudimentaria, por miles y miles de cáscaras de nuez de macadamia, como un angosto riachuelo de burbujas de madera que te llevaba directo hasta la casa de ladrillos de
mis abuelos. Siempre me pareció una escena sacada de las mismísimas entrañas de Alicia en el país de las Maravillas.

Y todo aquel que llegaba sabía que debía hacer sonar la campana de la entrada para anunciarse, ya que la electricidad solía fallar con relativa frecuencia, luego de hacerlo ya podían pasar como si estuvieran en su propia casa. Esa es una de las cosas más bonitas de los pueblos, la gente aún vive con la idea de que todo el mundo es bueno.

Mi abuela siempre se asomaba por la ventana tan solo escuchar el ruido de la campana, no podía con la curiosidad de saber quiénes eran sus visitas, pero usualmente una vez saciado su curio, regresaba de inmediato a hacer lo que fuera que estaba haciendo.

Sin embargo cuando se trataba de mí, siempre se quedaba parada, apoyando sus hermosas manos en el marco de madera de la ventana, mientras sonreía de oreja a oreja buscándome los ojos.

"Los ojitos que se quieren desde lejos se saludan" —solía decirme todas las veces antes de besar mi frente.

Aquel día llegué casi corriendo. La situación me abrumaba y necesitaba sentir esa seguridad que solo encuentras en la tibieza que despiden tus propias raíces.

Mis pasos hicieron un estruendo cuando pasé como remolino por el camino de cáscaras de macadamias, olvidándome por completo de hacer sonar la campana.

Casi logré meterme hasta la cocina de golpe. Lo único que anunció mi llegada fueron los gritos del par de periquitos australianos en la entrada y los lloriqueos alegres de Solovino; un pequeñísimo perrito mestizo que hacía casi 9 años había llegado a la vida de mis abuelos para quedarse.

Y como todas las veces, los encontré tomando su respectivo café en un par de generosas tazas de barro. Sus rostros multiplicaron sus deliciosas arrugas en cuanto me vieron, sonriéndome de oreja a oreja.

"¡Mijita! ¡Llegaste!" —exclamó mi abuela levantándose como resorte hasta llegar a mí para quitarme la maleta de las manos y ponerla en una de las sillas.

"¡Te extrañé mucho!" —le dije, regresándole el abrazo.

"Corre a prepararle algo de comer a la niña, Licha, que de seguro tiene hambre" —refunfuñó mi abuelo desde su sitio mientras le daba una generosa mordida al pan de yema que sostenía con una mano, dejando un camino de migajas en el mantel y sus bigotes escarchados.

En la casa de mis abuelos, la cocina parecía estar siempre en funcionamiento, no importaba a la hora que fueras, siempre había algo delicioso ahí, esperado para ser comido, porque al parecer eso de hacer engordar a las personas era una de sus más grandes pasiones.

Nopalitos a la mexicana.

Pasta de frijol con queso.

Galletas esponjadas recién salidas del horno.

Tortillas a mano del día, conservando el calor del comal dentro de un guaje cortado justo por la mitad, que apenas y dejaba ver el borde de una servilleta de tela bordada con unas flores de campo.

Y agua de limón cucho, como lo llamaban ellos. Una especie de limón local que a simple vista se veía como una mandarina. Había muchísimas anécdotas que te hacían caerte de risa relacionadas con esa particular fruta.

Y mi abuela siempre endulzaba el agua con miel natural de abejas, haciéndola mucho más rica.

Por supuesto que le di rienda suelta a mi gula ¿y quien no lo haría? Sobretodo porque soy de esos glotones empedernidos que se permiten no pensar en nada mientras comen, para disfrutarlo mejor y para olvidar las tragedias.

El tamaño de mi boca en relación con el tamaño de las mordidas que siempre quiero darle a todo, es bastante pequeño, por lo que he de decir que la imagen de mí con bigotes de comida es algo bastante común. Tan común, que no es raro que la típica foto grupal que siempre te tomas después de haber disfrutado la comida en algún restaurante, con amigos o familia, acabase convirtiéndose en mi espantoso sello personal gracias a esos bigotes de Cantinflas que siempre terminaban decorando mi cara de la peor forma.

Cuando surgió Facebook aprendí muy tarde que podía revisar y aprobar las etiquetas que me hacían en las fotos antes de que éstas se publicaran, así que tristemente casi todo mundo me conoció con bigotes de comida... En esta vida me había prometido a mi misma, que en cuanto comenzara la era de facebook activaría de inmediato esa función para proteger mi dignidad y mi frágil reputación.

Estaba a mitad de engullir una enorme tostada preparada con pasta de frijol, queso añejo y salsa roja cuando sonó la campana, algo que sucedía casi mil veces al día sobre todo viviendo en un pueblo tan pequeño, así que ni siquiera me moleste en voltear.

Sería alguno de los miles de conocidos de mis abuelos.

"¿Dónde le pongo esto Doña Licha?" —escuche a una voz armoniosa y jovial preguntar a la entrada, luego de haberse abierto camino por el sendero de cáscara de macadamias.

"Ahí, a un lado de la puerta mijo" —le contesto mi abuela mientras se paraba de su silla para ayudarlo "¿Ya comiste?" —quiso saber.

"¡Justo acabo de comer!" —le contestó y casi pude imaginarme su sonrisa.

"¡Hah!" —se mofó mi abuelo —"¡A ese mocoso no le dan de comer en su casa! ¿Que no ves lo enclenque que está? ¡Córrele y sírvele algo!" —su intención nunca era la de sonar mandón pero esa era la forma en que lo habían educado. Y un roble viejo no tiene forma de enderezar sus ramas.

Y a mi abuela también la habían educado de manera similar, porque de inmediato corrió a la estufa apurada, mientras se abrochaba un mandil con el logo del partido político del momento.

"¡No, Don José! De verd-" —lo interrumpió mi abuelo.

"¡Chamaco! ¡Corre a lavarte las manos porque si no vas a comer frío!" —refunfuñó con una sonrisa discreta, a mi abuelo le encantaba comer acompañado y para él entre más, mejor.

Escuché los pasos apresurados del joven, casi correr por el pasillo hasta llegar al lavadero del patio trasero.

Y yo como buena glotona con el corazón roto, seguí engullendo mi tostada sin reparar en ninguna otra cosa.

Luego escuché sus pasos de regreso y mi abuela puso un mantelito individual justo enfrente de mí.

Sentí el vibrar de la mesa cuando se acomodó y levanté la vista por educación pero me quede muda de inmediato.

La sorpresa que sentí me hizo congelarme en la silla.

Sus labios parecían como delineados por un diminuto pincel, y una pequeña cicatriz partía en dos su ceja izquierda, su piel era similar a la mía pero un poco más clara y sobre sus mejillas se formaban un par de hoyuelos que todos deseamos tener pero que cuya belleza radica en la escasez.

Ya sobresalía por si solo, si añadimos que su bonito rostro parecía estar en vísperas de olvidarse de una apasionada golpiza que seguramente le habían propinado hacía un par de semanas...

Pero sin lugar a dudas era ese par de ojos enmarcados por una gruesa fila de pestañas color negro azabache, lo que se había adueñado del espacio por completo, como reclamando atención. Parecían un par de soles ardiendo a lo lejos con todas sus fuerzas, mientras consumían a su dueño y a todo aquel que osara regresarle la mirada.

Jamás conocí un par de ojos que me recordaran tanto a un incendio voraz dispuesto a acabar con todo.

"Mañana es el aniversario luctuoso de tu mamá ¿verdad mijo?" —le preguntó mi abuela mientras le pasaba un plato de sopa de letras con acelgas.

"Sí doña Licha, va a ser en la Capilla de San Agustín" —le contestó con una tranquilidad ensayada.

"Se parecía mucho a ti, era muy bonita... no puedo creer que ya tenga un año de eso..." —murmuró mi abuela casi para sí misma.

"El año se pasó muy rápido ¿verdad?" —le contestó él, mientras movía su cuchara en círculos, dentro de la sopa, tratando de que perdiera un poco del calor del fogón.

Mi abuela se limitó a asentir con la cabeza, mientras murmuraba algún fragmento de un pasaje bíblico.

Y yo seguía como en un transe observándolo.

Él tardó en darse cuenta, pero cuando lo hizo sonrió, dejándome ver una vez más ese par de hoyuelos que le decoraban las mejillas, al parecer con bastante frecuencia.

Luego acercó su mano hasta mi rostro, y utilizó su pulgar para quitarme con suavidad lo que seguramente era pasta de frijol.

"Tu abuela cocina muy rico" —me aseguró en un tono divertido.

Y yo casi me atraganto.

El rió.

Por primera vez sentí que había logrado descifrar uno de los secretos a voces que siempre habían revoloteando alrededor de su historia como diminutas luciérnagas inquietas.

Y el corazón se me arrugó en el pecho.

Te rompieron el corazón pero usaste cada pedazo para hacer una plumilla... como todo un maldito rockstar —pensé sin poder apartar mi vista aunque necesitaba hacerlo si quería conservar un poco de la dignidad que me quedaba.

De pensar que si en mi otra vida hubiese visitado a mis abuelos con más frecuencia, la vida me habría dejado conocerlo e incluso comer juntos mientras afuera pasaba la tarde caminando con rapidez, haciendo anunciar la noche con el cantar de las esperanzas y de otros insectos.

Nota de autor: las plumillas son esos pedacitos hechos de material duro en forma triangular que los guitarristas utilizan para sacarle a la guitarras otros efectos, sé que en otros países latinoamericanos se conocen también como: púas, pajuelas o uñas.

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