Minerva y el pollo frito
Este relato es un poco la continuación de "Minerva y el agujero negro". Digo un poco porque no pretendo hacer una historia como tal, son simplemente cosas random que pasan en la vida de Minerva. Es como mi conejillo de indias :D
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Antes de salir de casa, Minerva se encontraba lo suficientemente lúcida como para recordar que para dejarse ver por el resto de la sociedad debía ponerse algo de ropa encima. Cogió unos pantalones cortos de pijama y unas Converse moradas, pasadas de moda y destrozadas de tanto usarlas. La camiseta llena de lamparones que ya llevaba puesta le pareció suficiente para tapar lo poco que tenía que enseñar, y así, ignorando el desfavorable parte meteorológico que su asistente personal Simón se había encargado de recitar, se echó a andar por la maltrecha calle donde vivía.
Si hacía frío, Minerva no lo notaba especialmente. Andaba abstraída en sus pensamientos, aún afligida por el percance que había tenido en el baño minutos atrás. No entendía cómo le habían sentado tan mal las pastillas Unikorn. Las había tomado ya miles de veces, pero hasta entonces no había sufrido la pérdida de memoria tan brutal que había experimentado aquella madrugada, y eso la asustaba. Tal vez tuviese que dejar de tomarlas noche sí, noche también.
Casi había llegado al autoservicio de comida china cuando sus oídos captaron la voz de alguien llamándola. Por unos instantes pensó en darse la vuelta y ver de quién se trataba, pero lo cierto era que le daba igual. Tenía cuatro amigos contados y todos ellos hombres, y aquella voz era de mujer. Fuera quien fuese, si tenía algo importante que decirle ya volvería a contactar con ella.
Una voz de hombre anunció su entrada en el local. Minerva sabía que se trataba de un asistente personal idéntico a su Simón y que en realidad el dueño físico de la tienda andaría lejos de allí. Lo bueno de los autoservicios era que no tenía que lidiar con gente real, y por lo tanto no tenía que dar explicaciones a nadie. Comprar comida allí era tan fácil como seleccionar en la pantalla del mostrador lo que quería y esperar al pedido. Dio dos grandes pasos para acercarse al mostrador y apoyó los codos sobre éste mientras se pensaba qué pedir.
—¿Minerva?
—¡Joder! —Minerva pegó un respingo y a punto estuvo de golpearse la mandíbula contra el mostrador.
—Perdona, no quería asustarte.
Una mujer de mediana edad la contemplaba con un claro gesto de confusión. Sus ojos parecían querer recorrerla de arriba abajo, pero éstos se esforzaban por permanecer quietos y no pecar así de descarados. A pesar de ir vestida de deporte, Minerva pudo percibir el tufo a dinero que desprendía cada prenda y complemento que llevaba. ¿Qué se le había perdido a esa mujer en aquel barrio?
—Coño, pues háztelo mirar. Si no me querías asustar, no quiero ni imaginarme qué es lo que había pasado si hubieses querido hacerlo.
—Pensé que me habías escuchado entrar, lo siento de veras. —La mujer aprovechó el momento para evaluar el aspecto de Minerva con discreción—. Permíteme que me presente, me llamo Anat. Soy tu nueva entrenadora personal.
Apenas había terminado la frase cuando Minerva sintió que se atragantaba con su propia saliva.
—¿Mi qué?
Anat pareció dudar unos breves instantes, pero enseguida hinchó el pecho y se preparó para realizar una presentación más detallada.
—Según el informe que tengo, solicitaste los servicios de un entrenador personal de lunes a viernes.
—Imposible.
—Tengo aquí el documento de la solicitud —contestó Anat a la par que se lo tendía.
—¿Me ves tú a mí pinta de haber solicitado algo así?
Minerva cogió el papel y echó un vistazo por encima. A medida que iba leyendo entre líneas, su cara iba deformándose e iba adquiriendo una tonalidad rojiza. Se le desencajó la mandíbula, las fosas de la nariz se dilataron, pidiendo aire, y hasta tuvo que ponerse una mano sobre su ojo izquierdo para detener el temblor de párpado que acababa de aparecer.
Aquel documento lo firmaba Simón.
—Sabía que tenía que haberte tirado a la puta basura hace meses —siseó.
—¿Cómo dices?
Minerva levantó la cabeza, y con el ojo izquierdo aún tapado, contempló a Anat como si fuese el bicho más raro del universo.
—Yo no he pedido ningún entrenador personal. ¡Pero si tengo que pedirle permiso a un pie para mover el otro! Esto ha sido cosa de mi asistente personal, Simón. Lleva meses obsesionado con que tengo que ponerme en forma y que tengo que dejar las pastis, y eso que no es más que un puto cacharro con circuitos. Es peor que una madre, joder.
—Yo creo que algo de razón tiene.
—¿Pero tú eres entrenadora personal o psicóloga?
—Es largo de explicar, pero si realmente estás interesada puedo contártelo mientras te hago la ficha técnica.
Minerva dejó de pestañear. Con las cejas arqueadas se giró de nuevo hasta quedar de frente al mostrador, y con el gesto ya automatizado de pedir siempre lo mismo, la mujer seleccionó en la pantalla un plato de fideos chinos y dos raciones de pollo frito.
—Los vendedores estáis últimamente muy agresivos. Mira, Anat. Yo soy una causa perdida. —Sus dedos tamborileaban el sucio metal sobre el que se había vuelto a apoyar—. No tendrías que perder el tiempo en mí; deberías invertirlo en gente más simpática y con ganas de ser mejores personas. Esas que quieren contribuir con su granito de arena a la sociedad, ¿entiendes? Yo no soy de esas. Yo soy algo parecido a una cucaracha, ese bicho que todo el mundo odia y no duda en espachurrar. Soy frustrante, soy paranoica e hipocondríaca. Sólo salgo para buscar comida y para ponerme hasta el culo de droga y alcohol. No tengo un puto duro, y algo me dice que tú eres cara de cojones. Nuestro amor es imposible, será mejor que te busques a otra.
—No está mal, tienes un cuadro clínico bastante completo. ¿Cuándo dices que empezamos?
Minerva profirió un gruñido de desesperación. Sin más preámbulos, se giró y salió a paso ligero del local. Ya compraría comida otro día, total, llevaba ya dos días sin comer y por uno más tampoco se iba a morir. Se comería las uñas de los pies si hacía falta, pero no pensaba seguir aguantando tanta testarudez junta. Con suerte aquella mujer no volvería a tratar de contactar con ella. Había formas mucho más fáciles de ganar dinero; seguro que la zona pija de la ciudad estaba llena de obesos con unas ansias irrefrenables de ponerse cuadrados como armarios de dos por dos.
Pero se equivocaba. A pesar de creerse buena averiguando la personalidad de la gente, Minerva apenas se relacionaba y sus habilidades sociales eran más que cuestionables. No se daría cuenta de ello hasta pasados los tres días, cuando las uñas de los pies ya no conseguían calmar su hambre y tuvo que salir de nuevo al autoservicio.
Anat la esperaba en la puerta del local, con una sonrisa de oreja a oreja que de alguna manera consiguió ponerle los pelos de punta.
—Estaba buena la comida que te pediste, sobre todo el pollo frito. ¿Qué vas a pedir hoy?
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