La colina de Ferdigo
Esta historia fue creada para la antología del perfil de @RomanceES, Sorpresas Navideñas, donde también podréis encontrarlo publicado a partir del día 25 de diciembre.
Felices fiestas!!
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A Nan siempre le habían gustado las bolas de nieve. Las coleccionaba desde pequeña; le gustaba contemplarlas, sostenerlas y girarlas para dejar que los falsos copos cayesen con lentitud sobre los paisajes pintados en su interior.
Había una en concreto que contaba con el cariño más íntimo de la joven: una esfera en cuyo interior podía verse una colina blanca por la que bajaba una figura con una maleta en cada mano. Si bien la colina era todo lo que podía observarse través del cristal, Nan sabía que tras ella se encontraba la estación de tren del pueblo de Ferdigo. Aquella silueta que descendía solitaria era sin duda un pasajero; alguien que volvía a su hogar tras meses, tal vez años de ausencia.
La colina encerrada en el cristal era la misma que se erguía varios metros más allá de su casa. Nan había adquirido el adorno en la tienda de recuerdos de la estación, una diminuta representación de lo que sus ojos podían contemplar desde prácticamente cualquier punto del pueblo. No era un camino especialmente transitado; a fin de cuentas, Ferdigo era pequeño y era poca la gente se bajaba en su estación, pero la aparición de alguien en el horizonte era casi siempre motivo de alegría.
Casi siempre.
Era la víspera de Navidad y Nan ayudaba a su madre a recoger la pastelería. Había sido un día largo pero fructífero; la joven se había pasado el día entero amasando las galletas que desde hacía años su familia vendía por aquellas fechas. Tenía los nudillos doloridos de tanto apretarlos contra la masa, y en sus oídos aún repiqueteaba el sonido del mortero contra los granos de cacao. Hacía tiempo que el sol se había puesto, dando paso a la característica ventisca nocturna que cada noche azotaba las calles de Ferdigo.
El carillón de viento anunció la llegada de alguien al local. Desde la cocina, Nan escuchó la voz de su madre gritando que habían cerrado. Era tarde, demasiado tarde para venir a comprar galletas. Fuera quien fuese, su madre lo habría despachado con diligencia.
—Nan.
Nan dio un respingo al sentir la mano de su madre sobre el hombro. Se giró, interrogante, pero la pregunta quedó trabada en sus cuerdas vocales en cuanto hubo contemplado el semblante preocupado de la mujer. Sintió un leve pinchazo de angustia en el pecho. ¿Qué ocurría? Era la noche víspera de Navidad; no había cabida para las malas noticias.
Sin decir palabra, Nan se limpió las manos en el delantal y salió al mostrador.
Y entonces comprendió todo.
Heri no se había atrevido a caminar mas allá del umbral de la puerta. Se mantenía firme en su sitio, los pies juntos y las manos sosteniendo su característico gorro de lana gris que siempre llevaba cuando salía a la calle.
Ambos se observaron sin mediar palabra. Sin poder evitarlo, Nan sintió cómo la rabia emanaba de su interior, alentada por la mirada cargada de sentimientos del chico.
—¿Cuándo? —quiso saber. No se sintió con fuerzas para abandonar el mostrador.
—Mañana, con el primer tren.
—Dijiste que no te irías.
—Nan, yo...
—Dijiste que no te irías —repitió ella; la frustración apoderándose de su voz.
—Ya sé lo que dije, Nan. Pero tengo que irme. El cartero trajo la carta hace dos días y tengo que presentarme antes de que vengan a llevarse todo lo que tenemos.
—¡Que se lo lleven, por todos los infiernos! Puedes vivir con nosotras.
Los labios de Heri dibujaron una triste sonrisa.
—Y no habría nada que me gustase más, de verdad, pero sabes que no puedo.
Nan trató de contener las lágrimas que luchaban por salir de sus ojos. No lloraría, y menos delante de Heri.
—Bien —acabó diciendo—. Pues márchate.
Y antes de que el joven pudiese replicar, giró sobre sus talones y regresó a la cocina para ponerse al cobijo del calor aún remanente del horno. Unos segundos más tarde, Nan escuchaba el peculiar sonido del carillón y el chirrido de la puerta cerrándose. Heri se había ido.
Fue entonces cuando sintió que le abandonaban las fuerzas, y ni siquiera los cálidos brazos de su madre consiguieron reconfortarla. No podían dejarla sin Heri. No podían.
Se maldijo a sí misma por haber sido tan testaruda y no haberle dicho ni un miserable adiós. ¿Y si no volvía a verlo? ¿Y si aquel encuentro, amargo y seco, era el último? Aunque no quisiera admitirlo, sabía que Heri tenía razón y que debía marchar, y ella se había comportado como una idiota. Debía solucionar aquello cuanto antes.
Nan cogió el abrigo y el gorro del perchero, y salió corriendo hacia su casa. El viento era terrible, y las luces titilantes de las farolas apenas permitían distinguir algo bajo sus pies, pero ella se sabía el camino de memoria.
Una vez en su casa, la joven subió de dos en dos las escaleras, abrió la puerta de su alcoba y sin pensárselo dos veces, cogió la bola de cristal de la colina de Ferdigo.
***
A pesar de las fuertes ráfagas de viento y los copos de nieve que se colaban por los huecos de su abrigo, Nan permaneció impasible delante de la puerta de la casa de Heri. Había estado llamando un buen rato, sin éxito. No había luces en el interior, ¿dónde se habría metido?
Cuando dejó de sentir los pies, las manos y la mayor parte de su cuerpo, Nan se vio obligada a volver a casa. Dentro de su bolsillo, los helados dedos de la joven sostenían la bola de nieve, y ella se hacía la muda promesa de ir a la estación al día siguiente para despedirse de Heri y para obsequiarle con algo que le hiciese recordar que debía volver.
Pero aquella despedida nunca llegó. Al día siguiente, Nan apenas había pisado el andén cuando el tren salía en dirección a la gran ciudad.
Las lágrimas de adueñaron de la joven; la desesperación y la culpa clavadas en el pecho. No había tenido el valor de despedirse de él, no había tenido la suficiente entereza como para mirarlo a la cara y decirle adiós.
Sintió entonces la imperiosa necesidad de decirle todo aquello que no se había atrevido a confesar nunca. Qué caprichosa era la vida; negándole cuando más lo necesitaba el deseo que en ese momento golpeaba las puertas de su corazón.
En vano, Nan trató de aliviar su dolor enviando la bola de cristal por correo. No tenía una dirección concreta, pero esperaba que, de un modo u otro, el paquete acabase llegando a su destino. A fin de cuentas, Heri era un nombre singular. Esperaba que, una vez en sus manos, la bola de nieve fuese capaz de transmitir al joven todo lo que ella había sido incapaz de decir.
***
El carillón de viento repiqueteó contra la puerta de la pastelería cuando ésta se abrió por enésima vez en la tarde.
Nan se secó las perlas de sudor que adornaban su frente con el antebrazo. Como en todas las vísperas de Navidad, había sido un día largo pero fructífero. Su madre y ella habían estado haciendo galletas noche y día para llenar los hogares del pueblo de Ferdigo durante aquellos días tan especiales.
Especiales, pero terriblemente tristes para Nan.
La joven permitió que su mente viajara lejos de allí mientras salía de la cocina para atender al recién llegado. Llevaba tiempo haciendo lo mismo: atendía con eficacia, tal y como había hecho siempre, pero su cabeza casi nunca se encontraba en el mismo sitio que su cuerpo. Con nostalgia recordó cómo dos años atrás Heri había entrado en la pastelería para tratar de decirle adiós. Y con tristeza recordó cómo ella había rechazado su despedida.
—Tenemos aún galletas para que pue...
Nan calló cuando sus ojos dieron con una pequeña esfera de cristal que reposaba encima del mostrador. Su corazón dio un respingo. No le hacía falta acercarse para saber que se trataba de la bola de nieve. De su bola de nieve, la bola de la colina de Ferdigo.
Alzó la vista desde el mostrador hasta el recién llegado con deliberada lentitud. Se encontró con unas manos que sostenían un gorro de lana gris, y más arriba se topó con unos ojos, oscuros como la noche, que la contemplaban como si fuese la mejor visión que hubiese tenido en años.
—Te llegó...
—Sí.
Esta vez, Nan fue incapaz de contener las lágrimas frente a Heri. Tampoco quiso retenerlas.
—Heri, no sabes cuánto me a...
Los labios de Heri callaron la disculpa de la joven con ternura. A pesar de que el mostrador los separaba, Nan sintió la calidez del chico como si estuviese pegada a él, cuerpo con cuerpo. Sintió cómo sus lágrimas eran besadas, y cómo la tristeza era arrancada de su interior con misma fuerza con la que el viento arreciaba por las noches en Ferdigo.
—Ven a casa cuando salgas.
—¿Te encontraré esta vez?
Heri sonrió con vehemencia.
—Esta vez, y todas la veces.
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