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Carolina Coronado

Esta historia surge como deberes para el taller literario, al tratar de describir un suceso extraño en la vida real. 

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Bostecé por cuarta vez consecutiva mientras me desperezaba. Había conseguido mantenerme medio despierta viendo cómo Pedrillo le tiraba fichas a Alexa, pero el chaval era tan pringao que hasta eso había perdido su gracia. Además, Alexa era la tía más popular de nuestro curso y en consecuencia su listón estaba muuucho más alto. Generalmente sus presas eran los chicos de uno o dos cursos más que nosotros, y el cabeza-huevo de Pedrillo medía metro y medio, tenía la voz de pito y hasta la profesora Montse tenía más bigote que él. Y además eso, tenía cabeza de huevo. Estaba jodido.

Las excursiones con el colegio me solían parecer un coñazo, pero esta estaba en el top de lo insoportable: visita al Museo del Prado. La idea fue de la profesora Inés. Según había dicho ella, así aprenderíamos mucho más que con los libros de texto porque podríamos emplear los cinco sentidos para comprender el arte. No sé a qué se refería exactamente ni qué pretendía que hiciésemos, pero yo no pensaba oler y ni de coña chupar un puto cuadro que llevaba acumulando polvo cientos de años. Además, no dejan que te acerques a las obras por si las desintegras o algo así, así que solo podíamos mirar los cuadros y escuchar a la profesora Inés contando movidas de cada uno de ellos. Al final era lo mismo que en los libros, pero tenías que estar más atento porque como te despistases perdías el grupo y podías liarla parda. Así que allí estaba yo, camuflada en la parte trasera de nuestro grupo, con la capucha puesta y el cable de los cascos metido bajo la sudadera para que nadie se diese cuenta de que en realidad estaba escuchando Gorillaz, porque sudaba de las explicaciones de la profesora Inés.

El grupo avanzó hacia el cuadro siguiente. Yo me moví siguiendo a la masa, bien camuflada tras las espaldas del que llamábamos "La Cosa", en honor al de los Cuatro Fantásticos. A ver, que el chaval de fantástico no tenía nada, pero lo que sí tenía era una cara de desgraciao que no podía con ella, eso y el tamaño de armario de dos por dos. Tras él era imposible que alguien te viese. Podías hacer un corte de mangas e incluso un calvo en dirección a la profesora, que nadie se enteraría. Siempre lo usaba de parapeto cuando tocaba excursión; así los profesores nunca me preguntaban y yo podía ir a mi bola.

O bueno, eso creía yo, que nadie me podía ver.

Ya parados en el siguiente cuadro, iba camino de mi quinto bostezo cuando una fuerza interior me obligó a levantar la mirada más allá de mis Vans y de las espaldas de La Cosa. No puedo explicar qué fue exactamente, era como si tuviese la sensación de que alguien me estaba observando desde alguna parte. Miré hacia ambos lados, esperándome encontrar a algún depravado sexual o al capullo del Pedrillo desnudándome con la mirada, pero no vi absolutamente nada. Y sin embargo, la sensación seguía allí.

La profesora Inés nos hizo avanzar hacia la siguiente obra, pero mis pies se quedaron clavados en el suelo. La misma fuerza interior de antes me obligó a quedarme en esa posición y me hizo dirigir la mirada hacia el cuadro que mis compañeros habían estado contemplando segundos atrás. El arte no me interesaba una mierda y no entendía qué cojones me estaba pasando. No entendía de dónde salía esa necesidad de contemplar los garabatos y las idas de olla de otros, y tampoco entendía cómo podían llamar a eso arte. Pero la fuerza interior me obligó, y lo que me encontré fue el retrato de una señora vestida de negro hasta la coronilla y con un peinado como el de las ensaimadas de la princesa Leia. Tenía una nariz normal, con los mofletes colorados como si la hubiesen pegado un par de hostias y una medio sonrisa muy perturbadora. Y entonces me fijé en sus ojos y comprobé que me estaba mirando. Lo hacía sin pestañear, como si no quisiese perderse un detalle de lo que hacía. Como si me estuviese juzgando por haber pasado olímpicamente de ella y de la historia que seguramente habría contado la profesora Inés. Sentía que me odiaba, y que su única manera de hacérmelo saber era no apartando sus ojos de mí.

Decidí moverme unos metros hacia la izquierda y me regañé por pensar en gilipolleces como esas. Solo era un cuadro. Los cuadros no veían, ni hablaban ni juzgaban a nadie. Los cuadros eran eso, cuadros. Y a pesar de ello, a pesar de querer convencerme a mí misma que todo aquello era una ida de pinza de las mías, la sensación de que estaba siendo observada seguía ahí. A pesar de haberme movido del sitio y haber quedado fuera del campo de visión de aquella señora con cara de sabelotodo, pude comprobar cómo sus ojos seguían perforándome.

La rayada mental dio paso al mosqueo. Vamos, que se me estaban inflando los ovarios. Me moví varios pasos más a la izquierda, deseando que la mujer se olvidase de mí. Con alivio vi cómo una pareja cogida de la mano se acercaba para observarla, pero mis ilusiones se fueron a la mierda cuando comprobé que la tía seguía mirándome a mí y solo a mí.

Y me acojoné. Me acojoné y me encabroné como solo yo sé hacerlo. ¿De qué iba la tipa esa? ¿Estaba retándome?

Me bajé la capucha y me quité los cascos.

Se iba a enterar.

Comencé a correr de un lado para otro. Llegaba al extremo de mi recorrido y cambiaba bruscamente de sentido hacia el lado opuesto. Antes de llegar, había vuelto a cambiar de dirección. Y otra vez, y otra más. Corrí de arriba abajo y de izquierda a derecha. Hice chorrocientos quiebros en mi carrera, convencida de que la tía del cuadro no sería capaz de seguirme a esa velocidad. La iba a dejar bizca perdida aunque me costase el ingreso en la UCI por infarto.

Pero la muy hija de una hiena seguía mirándome. Lo cierto era que no me había quitado los ojos de encima en ningún momento.

—Pat, ¿qué coño haces?

La voz de Nat hizo que frenase de golpe.

—Esa tía no para de mirarme. —Señalé con rabia a la mujer. Ella seguía contemplándome como si nada. Ni siquiera prestó una pizca de atención a mi amiga.

—¿Qué?

—Que la tía esa del cuadro no para de mirarme. No me ha quitado los ojos de encima desde hace un rato.

—Tía, que es un cuadro. ¿Te has fumado algo?

—Ya sé que es un puto cuadro.

—¿Entonces? ¿Estás tonta o qué? Te está mirando medio museo. Mira, viene el guardia de seguridad para echarte de aquí. Tendrías que verte. Vaya tela, colega. Vamos, ven.

—Que no, que no me voy de aquí hasta que no deje...

—Que te calles ya, que es un cuadro, un C-U-A-D-R-O.

Sí, pero era un cuadro muy tocapelotas. Llena de rabia, seguí a Nat en dirección a donde se encontraba mi clase. Pero mientras caminaba volví a notar aquella fuerza interior que me obligó a girar la cara de nuevo en dirección a la señora de negro.

Con estupor vi cómo me guiñaba un ojo.

La muy cabrona. 

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