Capítulo treinta y ocho
Zingora
El lago estaba como siempre. Sus aguas cristalinas mostraban con fidelidad el reflejo del cielo despejado de finales de otoño. Algunos peces de agua dulce nadaban por sus aguas frías sin que la baja temperatura les molestase un ápice y un par de patos bebían su dulce néctar a la vez que otros se lavaban el plumaje de brillantes colores.
Se detuvo en la orilla, a sólo un paso del líquido deliciosamente fresco. Contempló su reflejo sin mudar su expresión y contempló sus ojos unos instantes antes de apartarse y observar el paisaje de su alrededor. Altísimos abetos, enebros, pinos y almendros se alzaban imperiosos y orgullosos en el bosque Karal'sat donde vivían numerosos animales y plantas silvestres comestibles.
Aquel era su territorio.
Su lugar de caza para vivir.
Una ligera brisa fresca alborotó sus cabellos sedosos y le acarició el rostro y los miembros. Era agradable aquel frescor que no le molestaba en absoluto y que agradecía sobremanera al tener una temperatura corporal tan alta y que a aquel cuerpo le costaba tanto de mantener bajo control. En fin, ya estaba más que acostumbrado.
Los patos graznaron mientras alzaban el vuelo y Zingora los observó con desidia. Con calma y tranquilidad, tomó su arco de cazador de madera de cedro, colocó una flecha sobre la cuerda, tensó su arma y apuntó con indiferencia. Cuando el primer pato se había alejado del lago, el dragón disparó y su flecha, certera, mortal y abasalladoramente rápida; se clavó en el corazón del animal.
Con la misma asombrosa celeridad, fue disparando sus flechas hasta abatir los siete patos. Con la misma tranquilidad y aparente aburrimiento, Zingora introdujo en el interior de su cuerpo el arco con las flechas sobrantes en su correspondiente carcaj. No le gustaba tener que cazar como un mísero humano. Él era un dragón; el último de su noble y poderosa raza. Pero, si quería seguir en aquel mundo para cuidar de todos sus hijos, debía actuar con la mayor discreción posible y evitar cualquier acción que denotara la presencia perentoria de un dragón en aquellas tierras.
Aunque el bosque Karal'sat era su territorio, no lo era de manera oficial. Más bien él se había adjudicado esa parte recóndita de Yurakxsis para esconderse de sus enemigos y mantener a los suyos a salvo.
"Pero no es sólo eso."
No, no era únicamente por eso.
Por mucho que aquel fuese un lugar propicio para granjearse grandes dosis de alimentos cárnicos, hortalizas, plantas y peces; la razón por la cual había escogido aquel território para su vida lejos de los problemas de aquellas tierras, era mucho más egoísta y personal.
Zingora contempló de nuevo el lago y olió el ambiente. Un cosquilleo le recorrió la espalda y dejó que los recuerdos y los sentimientos fluyesen en su interior.
Allí fue donde la vió por primera vez.
Allí fue donde entregó su corazón de dragón sin saberlo ni pretenderlo.
- Ar'kina - susurró con amarga dulzura.
Fue a mediados de primavera muchos años atrás cuando vio aquel paisaje por primera vez. Herido y solo, Zingora había volado durante horas huyendo de la muerte que habían traído los Elfos. Siempre habían estado en guerra desde que aquella raza extranjera llegara a su tierra natal y esa animadversión que las dos razas sentían entre ellos, los llevó a tener numerosas escaramuzas que siempre acababan con algunos pocos muertes tanto de un bando como del otro.
Mas aquella vez fue distinto.
No fue una escaramuza. Los Elfos se habían reunido dispuestos a exterminarlos y a apoderarse de la tierra que Urano y Gea, los Dioses de la Creación, les habían otorgado milenios atrás a sus ancestros. El poder de los Elfos era contrario al suyo y, por lo tanto, dañino. Los habían tomado por sorpresa en la época de alumbramiento. Las dragonas estaban agotadas y no podían luchar y los machos estaban ocupados cazando para las nuevas crías.
Fue una masacre.
Los mataron a todos con sus armas de resistente metal capaces de dañar sus acorazados cuerpos y ese poder helado que les traspasaba las entrañas incandescentes. Los recién nacidos perecieron entre gritos y lamentos, las madres - desconsoladas por la crueldad - dejaron que las mataran sin ofrecer resistencia agotadas física y mentalmente. Los Elfos, sin misericordia, esperaron el regreso de los machos, que, intuyendo lo sucedido, volaron raudos hacia ellos.
Alterados y sin ningún plan de ataque, lucharon impregnados de rabia y dolor mientras que los Elfos, con su sangre fría, lucharon organizados y de forma certera. Pocos sobrevivieron al primer asalto y una cruenta y triste guerra se abrió paso entre ellos.
No había nada que reprocharse. Los dragones lucharon con valor y nobleza, pero muchos habían muerto sin haber siquiera pisado el campo de batalla. La ventaja de sus alas sobre el enemigo no duró demasiado puesto que los Elfos, con su magia y armas, sabían los lugares idóneos para inutilizar sus alas. Llegó un momento que su magia no bastaba y que sus poderes sanadores innatos no funcionaban. Los Elfos, muy inteligentes, se habían pasado todos esos años de escaramuzas estudiándolos para hacerse amos y señores de sus puntos débiles y de sus formidables habilidades.
Tarde descubrieron que los Elfos los habían estudiado con algunos dragones vivos y otros muertos y, gracias a ello, habían fabricado una droga que anulaba sus poderes sanadores.
El hielo punzante y el fuego lamían su hogar aquel día fatídico. El dragón azul contemplaba a los asesinos de su gente manchados de sangre, ceniza y escamas arremeter contra los suyos inutilizados en el suelo. Sus hermanos habían muerto hacía horas y su madre peleaba desesperada intentando evitar que lo matasen a él también. Estaba herido y la droga impedía que sus poderes curativos sanaran su ala rota y las membranas perforadas por las lanzas de hielo.
La cola gigantesca y escamosa de su madre derribó a los cinco Elfos que la avasallaban y se volvió hacia él. Sus ojos azules lo miraron y sintió un calor agradable que lo asustó.
- No - dijo a través de su mente, la forma en la que todo dragón se comunicaba -. No me des la poca magia que te queda.
- Somos los últimos - siseó su madre -. Yo estoy agotada y no podré huir. Tampoco podría - susurró con agonía mirando a su pareja muerto a pocos metros de ellos -. Mi corazón ya no resiste más.
- Debe haber otra opción - sollozó mientras la magia de su madre, muchísimo más antigua y poderosa que la suya, sanaba su ala herida con premura.
- ¡Iátereel, obedece! - le ordenó con los ojos desorbitados -. Debes vivir, hijo - dijo con intensidad -. Eres el último de todos nosotros. Eres el Zingora.
Con el corazón y el alma destrozados, el dragón que hasta entonces había sido conocido como Iátereel, alzó el vuelo y se alejó de aquel infierno desatado aleteando sus grandes alas con furia, frustración, rabia y un dolor indescriptible.
No supo cuánto tiempo pasó. Tal vez horas o tal vez algunos días, el caso es que voló hasta que agotado por las heridas y la droga cayó sin fuerzas en los miembros. Su cuerpo, grande y pesado, fue descendiendo por la fuerza inconmensurable de la gravedad sobre un bosque. Las ramas se rompieron y se astillaron sobre su costado y algunas se clavaron en su vientre y en el interior de sus muslos.
No se movió.
No le importó aquel mísero dolor físico.
Ni siquiera parpadeó para evitar que la nube de polvo o de serrín entraran en sus globos oculares. Estaba demasiado fatigado, demasiado desconsolado. Había perdido a toda su familia y con eso no se refería simplemente a sus familiares consanguíneos sino a toda su raza.
"Están todos muertos. Soy el Zingora"
Ante sus ojos se dibujó la mirada triste y desesperada de su madre. Lo había llamado Zingora que, en sus narraciones y leyendas, contaba la historia de la que sería la extinción de su raza. Aquel augurio profetizado por un anciano dragón hacía más de quince mil años significaba que el portador de ese nombre sería el último dragón de una larga y noble estirpe cuya misión sería la de sobrevivir solo hasta el final de su vida.
Las lágrimas acudieron raudas a sus ojos ante aquella triste realidad. Estaba solo, los malditos Elfos habían exterminado a toda su raza menos a él. ¿Qué haría ahora? ¿Cómo podría soportar estar en esa tierra llena de recuerdos sin ninguno de los suyos?
Un sonido tintineante y suave le hizo fijarse mejor en aquello que lo rodeaba. Sus ojos azules toparon con un gran lago de aguas cristalinas que reflejaban en su superficie la luz de la luna llena. Y allí, entre sus aguas, una figura femenina desnuda de sinuosas curvas, lo observaba. Zingora, que conocía a las otras dos razas que vivían en Yurakxsis además de los Dragones y los Elfos, supo que era una humana por su altura y la menor robustez en los miembros que los Enanos. Contempló su vientre plano y fuerte, su busto firme y generoso para ir ascendiendo hasta sus hombros iluminados por la luna y su terso cuello. Finalmente contempló su rostro sereno y, para su absoluta sorpresa, hermoso.
Nunca antes le había llamado la atención nadie que no fuese de su propia raza. Jamás había pensado o considerado que alguien que no fuese un dragón pudiese ser hermoso.
Pero ella lo era.
La luna llena y grande en el cielo estrellado, hacía que sus ojos como el acero pareciesen piedras preciosas y sus cabellos del color rojizo del trigo le caía mojado sobre el sedoso cuerpo desnudo, aunque sólo en el lado derecho ya que portaba muy rasurada la parte que iba de la sien izquierda hasta la nuca. Ella también lo contempló en silencio sin moverse en el interior del lago, hasta que comenzó a moverse dispuesta a salir del agua para acercarse a él.
Zingora regresó a la realidad mientras se agachaba para coger los patos que había cazado. Ar'kina fue la primera persona que lo ayudó, la primera que se interesó por él e intentó ayudarlo en todo lo que aconteció después.
Ella fue la primera y la única mujer que había amado.
Todavía dolía demasiado. Aún dolía demasiado saber que jamás volvería a verla, que ya no podía abrazarla por las noches, hacerle el amor con su forma humana ni sentirla sobre su cuerpo de dragón volando por encima de las nubes. Deseaba tanto volver a ver su sonrisa y sentir de nuevo su voz al decir su nombre... En sus labios, su nuevo nombre no sonaba a desesperación, soledad o desastre.
Con su dulce voz, el sustantivo Zingora simbolizaba esperanza y amor; una nueva vida.
Un estremecimiento recorrió por entero su columna vertebral y se le erizó el vello azuloide de la nuca. Dos seres con distintas fuentes de poder acababan de aparecer en el bosque. El dragón, sin abandonar su forma humana, escrutó aquellos poderes manteniendo entre sus pequeñas y delicadas manos los patos muertos por las patas. Los largos cuellos les colgaban de forma grotesca mientras la sangre caliente brotaba de las heridas de las flechas que Zingora les había clavado.
Achicó los ojos sin mover ni un solo músculo. Uno de los recién llegados, a pesar del poder latente de su interior, estaba sumamente agotado y, fuese cual fuese esa extraña magia que notaba y lo ponía tan en alerta, no sería ningún tipo de peligro para él o los seis Hijos que lo habían acompañado en aquella batida de caza. La otra fuente era harina de otro costal.
Esa magia era demasiado familiar para él. ¿Magia de dragón? No, no podía ser cierto. Él era el último de su raza y así sería siempre hasta que exhalara su último aliento. Y no sólo eso, podía percibir con absoluta claridad que aunque aquella magia era, a la práctica, como la suya propia, tenía algo que la hacía totalmente distinta. Algo estaba mezclado en ese ser que no lo hacía un dragón al cien por cien.
"Es algo más."
¿Pero el qué?
Sin abandonar su caza y con sus sentidos en suma alerta, Zingora regresó hacia el claro donde sus hijos se habían reunido para almorzar y para, a su vez, dejarlo solo con sus recuerdos y su tristeza. Cuando llegó al lugar de reunión sin sudor alguno en su piel o fatigado por la carrera, soltó los patos al ver a Súlexs gimiendo agónico con el brazo prácticamente cercenado. Con pasos comedidos se acercó al hombre y éste alzó sus ojos pardos.
- Padre - susurró con la voz pastosa y la frente perlada de sudor.
Zingora tomó con cariño su brazo herido y lo sanó en un santiamén con un sencillo conjuro.
- ¿Qué ha pasado? - le preguntó mientras Súlexs se ponía en pie.
- Ha aparecido un intruso.
- ¿Sólo uno?
El hombre asintió.
- Sí y es peligroso y fuerte. Creo que sabe usar magia como tú.
Sin decir nada más, los dos se dirigieron tras los pasos del intruso y los demás Hijos hasta otro claro. Lo que vio le heló la sangre y miles de recuerdos lo dejaron anclado en el sintió. El corazón se le encogió, las facciones delicadas de su rostro se afilaron y su piel se tornó más lívida de lo normal. Un joven con el rostro macilento y herido, acababa de lanzar el hechizo más básico y desesperado de los dragones: las cuchillas de sangre.
Una furia inaudita desde hacía años lo atravesó por entero y el poder de su interior crepitó y llameó. El intruso, el desgraciado que acababa de herir a su familia, lo miró a los ojos. Eran de un azul irreal, intenso, salvaje y, sorprendentemente, de la misma tonalidad que los suyos y los de su madre. Con un sencillo hechizo hizo desaparecer las cuchillas del cuerpo de sus descendientes antes de prepararse para atacar.
Haciendo aflorar parte de su verdadera naturaleza, permitió que su brazo derecho se hizo más musculoso desgarrando la tela y su mano se transformó en una afilada y letal garra cubierta de escamas donde éstas llegaban hasta el bíceps. Cogiendo impulso flexionando las rodillas, Zigora se precipitó contra los dos intrusos, aquellos que percibiera en el lago, con la garra por delante. Uno de ellos fue rápido y empujó a su cómplice para evitar su ataque el cual sólo sirvió para arrancar la madera de medio enebro.
Los escuchó hablar en un idioma semejante al suyo pero con variantes y un acento completamente distinto. ¿De dónde habían salido aquellos dos especímenes que no parecían simples humanos? Los miró calculador: tampoco eran Elfos ni pertenecían a ninguna raza que él conociera. Se parecen a los humanos pero son más poderosos - se dijo mentalmente precipitándose de nuevo al ataque. Los dos volvieron a esquivarlo y uno de ellos rodó hacia su izquierda. ¡Ése era el culpable de la herida de sus hijos!
Ignorando al otro sujeto, el dragón atacó feroz con su garra y el filo fino de una espada lo bloqueó. Miró por unos instantes el arma y frunció el ceño. Jamás había visto una hoja semejante. ¿Cómo podía aguantar su envite siendo tan delgada y fina? ¿Qué era ese extraño material si no era ni broce, cobre o plata? El último dragón fulminó con la mirada aquel rostro bello y de facciones fuertes y tan delicadas como las suyas propias y le mostró los incisivos afilados que eran ahora toda su dentadura. Le clavó los dientes en el hueco entre el cuello y el hombro sin piedad y le arrancó un generoso pedazo de carne. Al hacerlo el enemigo gritó y lo apartó con una renovada fuerza desesperada.
- ¡Nïan!
Ese grito lo desconcertó y se quedó inmóvil contemplando los esfuerzos que ese joven hacía para erguirse de rodillas mientras la sangre manaba a borbotones de su cuello abierto. ¿Cómo acababan de nombrarlo? ¿Nïan? ¿Por qué lo había llamado así? En su lengua materna, aquella que usaban todos los dragones, uno de los significados de aquella palabra, de aquel vocablo de cuatro letras era "esperanza". ¿Cómo podía ser posible que esos dos supieran siquiera esa palabra si el idioma de los dragones sólo lo sabían él y sus hijos? Debía de ser una trampa.
Sí, debía de ser una trampa de los Elfos o de sus malditos Dioses rastreros y tramposos Frey y Freyja.
- Zingora, no pretendemos haceros nada malo a ti o a los tuyos - dijo con mucha dificultad el hombre herido.
¡Sabía su nombre!
¡Lo habían encontrado!
"No voy a tener piedad contigo, engendro del demonio."
¡Nadie volvería a matar a los suyos!
- ¡Kanian, cuidado!
Sin esperar que se recuperara, Zingora volvió al ataque dispuesto a desgarrarlo vivo y, sin vacilar, le cercenó el brazo. Un rugido atronador le heló la sangre y le hizo alzar la vista para contemplar a los dos intrusos. Ese grito agónico le recordó demasiado a los alaridos de un dragón moribundo.
"¡Basta! No hay más dragones, no imagines cosas que no son. Es una trampa para eliminarte a ti y a tu familia."
No le harían caer. Los mataría a los dos.
Un estremecimiento de alarma hizo que posara sus ojos sedientos de muerte sobre el joven de cabellos cobrizos. Su poder, ese tan extraño que era incapaz de calificar, se estaba acumulando y concentrando en aquel minúsculo cuerpo fatigado. Se estaba preparando para atacar, Muy bien, que lo hiciese, lo haría pedazos. Cuando se preparaba el también para atacar y desplegar una ínfima parte de su grandioso poder, se detuvo.
Fue incapaz de continuar al ver lo que sus pupilas le estaban transmitiendo.
El chico herido comenzó a cambiar. A "mudar de piel" como él hacía pero sin necesidad de usar la magia sino que, más bien, era como si estuviese cambiándose de ropa. Anonadado, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos, contempló casi sin respirar la aparición de un bellísimo dragón azul de cinco metros de alto. El dragón rugió y él lo contempló atónito mientras sus hijos jadeaban a causa del asombro.
No podía ser. Era imposible que estuviese viendo lo que sus ojos le mostraban. Sin ser consciente de lo que estaba haciendo, hizo aparecer dos alas membranosas en su espalda y se acercó al primer dragón que veía en doscientos ochenta y siete años. Con temor de estar viendo una ilusión, depositó su mano en el morro del gigantesco reptil. Notó el cálido respirar del dragón azul y contempló sus ojos iguales a los suyos.
El corazón se le estremeció al igual que el alma.
¡Era un dragón!
¡Era el Nïan; la esperanza!
Lo abrazó con desesperación sin contener sus lágrimas. Tantos años solo, tantos años sintiendo la ponzoña de la culpabilidad por haberse salvado, por ser el Zingora, afloraron dentro de su pecho y él lo dejó fluir del mismo modo que lo hiciera en el pasado entre los brazos de su adorada Ar'kina. Con un agradecimiento silencioso, el último dragón no se apartó de la garra amable y cariñosa de aquella nueva esperanza.
***
- Así que del futuro - susurró Zingora.
Nïan asintió mientras tomaba un trozo de pato. El muslo que había en su plato cocinado delicadamente con hierbas aromáticas, cebolletas, zanahorias y naranjas, estaba increíblemente delicioso y, después de todo lo ocurrido, agradeció aquella comida por parte de sus antepasados. Kanian observó a los seis Hijos que, apartados de ellos, comían a su vez sin dejar de mirarlos.
Después del emotivo abrazo con Zingora, Nïan había recuperado su forma varonil cuando estuvo seguro de haber recuperado el control total de su magia. Al hacerlo, curó a Giadel sin escuchar las protestas del chico y, recuperados los dos, se dirigieron al padre de su raza.
Éste les había dejado descansar mientras había curado a sus hijos y ordenado acampar allí antes de preparar una cena temprana. El día de caza se había fastidiado y, puesto que no habían conseguido la suficiente carne para regresar al hogar, lo mejor era hacer noche allí y terminar el trabajo al día siguiente. Mas antes debía hablar con los forasteros.
Con ese nuevo dragón.
Sin atreverse ninguno de los tres a hablar, Zingora los invitó a sentarse a su lado y a comer de su comida con un gesto de la mano. Les sirvió hidromiel bien fuerte y estos bebieron con mesura para no emborracharse. Con las gargantas suaves y sin rastro del resquemor anterior, su anfitrión rompió el silencio:
- ¿Quiénes sois vosotros dos? - dijo con una voz delicada y un extraño acento y entonación que le hizo tener que descifrar una parte del significado de su pregunta. Aunque su idioma se asemejaba, había variantes.
- Yo soy Cronos, hijo de Urano y Gea y él es el príncipe Kanian, hijo de Varel y Criselda. Venimos desde el continente de Nasak, concretamente desde el futuro, para solicitar tu ayuda.
Zingora los miró con la sorpresa dibujada en sus ojos no así en sus facciones angulosas.
- ¿De Nasak? - preguntó al cabo de un tiempo en el que meditó sobre las palabras que había pronunciado Giadel con el mismo acento y variantes lingüísticas que Zingora. Eso sorprendió al nuevo dragón. ¿Cronos conocía lenguas del pasado?
- Sí, es una tierra algo alejada de aquí - intervino él mirando de soslayo al mestizo.
- Creo que necesitaré más detalles para comprender.
Durante media hora, Gia y Nïan le explicaron a Zingora lo más relevante de su historia sin revelar nada sustancial que pudiese cambiar el futuro. Le hablaron de los Hijos del Dragón y de los Hombres, su pacto, sus guerras, de Varel y Criselda, de él y, finalmente, de Cronos y su disputa con Kerri, el enemigo que impedía que Kanian cumpliera con su destino de reinar sobre todo Nasak como "el destinado a reinar."
Zingora no interrumpió ni una sola vez y escuchó con atención mientras comía con unos ademanes tan exquisitos que hubiesen sonrojado al más educado de los reyes o nobles de la antigua Senara.
- Si no he comprendido mal, Urano y Gea permitieron que mi raza resurgiera de nuevo marcando con ello a un joven descendiente mío, ¿cierto? - dijo tomando un poco de hidromiel.
- Exacto - asintió Nïan limpiándose los dedos sobre una improvisada servilleta de tela -. Gracias a ello, yo pude nacer.
- Bien, eso está muy bien - murmuró el dragón con aquella frágil y hermosa apariencia -. Y tú... - se volvió hacia Gia -. ¿Eras un Dios?
- Del Tiempo - prosiguió el interpelado -. Técnicamente todavía lo soy aunque no de forma física. Gracias a eso hemos podido llegar hasta aquí, sino no habría sido posible ante la paradoja de que hubiesen dos Cronos en un mismo plano temporal.
- Comprendo - dijo el dragón y ninguno dudó de que lo hacía. Kanian estaba maravillado por la inteligencia y la sabiduría que destilaba aquella mirada -. Puedo deducir que todo lo que sabes , Nïan, lo has aprendido a partir del instinto.
- Sí - confirmó -, los primeros Hijos no dejaron gran información sobre los dragones.
- Yo no se lo permito - declaró Zingora -. No quiero que alguien exento a mi raza o descendientes sepa nada de mi raza extinta. Nadie se apoderará de nuestros secretos para hacer un mal uso de ellos - terminó con un deje de rabia -. ¿Cuantos años tienes? - cambió de tema.
- Ciento diez años.
Zingora frunció los labios.
- Demasiado joven. Sólo eres un polluelo que no tendría ni que salir a cazar sólo. No creo que pueda ayudarte.
Nïan perdió el color del rostro.
- ¿Por qué? Señor, deseo aprender y tenemos tiempo para ello - le aseguró.
- ¿A sí? ¿Cuánto? - le preguntó con una sonrisa irónica -. El saber de un dragón y el uso total de sus facultades no acaba nunca; siempre se aprenden cosas nuevas cada día, cada año, cada siglo. Yo aún puedo aprender y mejorar muchísimo más y eso que tengo casi los cinco mil años.
Nïan iba a protestar cuando Zingora alzó la mano para que no lo interrumpiera.
- Los dragones solemos entrenarnos a partir de los trescientos años, cuando ya se ha pasado la parte infantil y estamos en plena pubertad. Entonces se tiene un control casi total de nuestra magia y no aparece la viruela. Hasta los mil años un dragón no es considerado adulto y apto para el combate. ¿Crees que tienes todo ese tiempo o que yo lo tengo? - su semblante se ensombreció -. Si en tu mundo estáis en guerra aquí también. Los Elfos no dan cuartel y los Humanos y los Enanos luchan contra ellos para intentar expulsarlos de aquí. Y a mí me buscan tanto los Elfos como la coalición de humanos y enanos.
>> Llevo cincuenta y siete años escondido con mi familia, viviendo el día a día con temor a que alguna de esas razas traidoras me encuentre y nos maten a todos. Tus palabras me han dado algo de esperanza sobre el futuro de mis descendientes pero, aun así, entrenarte es arriesgado. Mucho.
>> Me pides que te ayude a potenciar tus poderes de dragón y que te enseñe como controlar todo tu poder dormido. Es algo válido y muy razonable en alguien desesperado y que no tiene maestros en su era, pero yo no sé si vale la pena arriesgarme a que nos descubran a todos. No puedo permitir que me arrebaten de nuevo a mi familia, no de nuevo.
Abatido y descorazonado, Kanian guardó silencio mientras Giadel cruzaba los brazos sobre el pecho. No había contado con eso, con aquellas costumbres entre los dragones y la verdadera naturaleza de su parte dragonil. ¿Mil años? Eso era demasiado tiempo para entrenar. Se volvería loco si pasaba tantos años alejados de sus amigos y de la mujer que amaba. De su hijo nonato.
- ¿Puedes imaginar por todo lo que hemos pasado para llegar hasta ti? - le preguntó Cronos con acritud -. Eres nuestra última esperanza, Zingora.
- Cuando nací, mis padres me pusieron el nombre de Iátereel y así me llamaron hasta que perdí a todos los míos. ¿Sabéis lo que significa mi nuevo nombre? - les preguntó de súbito el bello dragón -. Significa "el último". Una antigua profecía vaticinaba el final de nuestra raza y que el Zingora sería el último dragón de la tierra de Yutakxsis hasta su muerte y que jamás volverían los dragones. Y, ahora, apareces tú rompiendo los esquemas de esa leyenda que es mi horrible realidad -. Negó con la cabeza -. Todo debería haber seguido tal cual, es el destino que nuestra raza ancestral desaparezca.
- ¿Nuestro destino? - murmuró Kanian sintiendo una floreciente frustración -. ¿Creéis de veras que lo fue? Yo no creo que la extinción de una raza fuese por causas del destino; fueron los Elfos y sus Dioses los artífices de la desgracia de nuestra raza.
>>¿Lo vais a dejar así? ¿Permitiréis que esas divinidades intrusas ganen el juego? Urano y Gea nos dieron una segunda oportunidad y yo nací. ¡Por los Dioses, vos vaticinasteis mi llegada! - exclamó exasperado.
El último dragón alzó las cejas.
- ¿Cómo dices?
- Nïan - susurró Cronos en una queda advertencia. Nïan lo desoyó sin importarle el hablar más de la cuenta.
- "Pasarán años, pasarán siglos y eones, pero algún día cuando vuestra sangre sea más fuerte y la raza de los Hombres se cruce en vuestro nuevo hogar, mi marca azul en un ojo aparecerá y el elegido con una de sus princesas se desposará y los dragones podrán regresar" - citó.
- Eso es una profecía - arguyó el dragón entornando sus ojos de reptil.
- La hicisteis vos antes de morir - sentenció.
El rostro de Zingora palideció.
- Kanian - lo llamó Giadel.
- No, Gia. Lo va ha escuchar todo - siseó. Sí, debía hablar por mucho que aquello pudiese cambiar la historia. Sabía que, si no lo hacía, Zingora no se arriesgaría a entrenarlo -. Zingora, hagáis lo que hagáis los Elfos os hallarán y os matarán. Lucharéis con ellos, lograréis salvar a vuestros hijos y, con vuestro último aliento, diréis las palabras que yo acabo de recitar. Esto es lo primero que cuentan las crónicas de los primeros Hijos, la heroica muerte del gran Zingora, el padre de nuestra raza, los Hijos del Dragón.
>> Si no me ayudáis, si no me entrenáis aunque sea un poco, todo aquello por lo que luchasteis vos y vuestros descendientes se perderá. Yo moriré y todo volverá a perderse después de las esperanzas que mi nacimiento dieron a la raza que crecisteis con una humana.
Zingora se estremeció sin decir ni una triste palabra. Al ver que no iba a abrir la boca, Kanian prosiguió.
- Si no me hago más poderoso, no podré vencer a mi primo y si no le venzo y Cronos regresa a su cuerpo, Kerri destruirá el mundo y moriremos todos. Vuestro legado se perderá para siempre: yo moriré, mi hijo morirá. Ya nada quedará.
- ¿Hijo? - musitó clavándole su intensa mirada.
- Kerri tiene a mi mujer cautiva y ella está embarazada - le explicó con desazón -. Porta en su seno un nuevo dragón. ¿No creéis que sería maravilloso que el cielo fuese nuevamente surcado por dragones?
Zingora contempló las palmas de sus manos depositadas en su regazo. La cena ya terminada reposaba al lado de sus pies y la madera devorada por las llamas de una fuego en tierra era lo único que repiqueteaba en el silencio que se hizo al callar el príncipe.
- Sí - sonrió Zingora al final con una mirada triste y soñadora -. Sería infinitamente hermoso -. Su ancestro volvió a callar antes de alzar la vista hacia él -. No sé cuanto tiempo pretendes quedarte, pero haré lo posible para que aprendas lo más importante lo más rápido que pueda. No será divertido ni seré amable contigo. Seré implacable y te enseñaré a ser un verdadero dragón. Voy a demostrarte lo poderosos que podemos llegar a ser.
Con una sonrisa satisfecha, Kanian asintió y Giadel suspiró con alivio antes de soltar un reniego.
La hora de la verdad estaba a punto de comenzar.
****
Nota de la autora:
Un año se acaba y comienza otro. Parece mentira que sea ya hoy 31 de diciembre y que, en pocas horas llegue un nuevo años. Quiero agradeceros a todos vuestros apoyo durante todo este año 2015, gracias mil por haber seguido apostando por esta historia que, el año que viene, llegará a su fin después de sus inicios en el 2012.
Feliz año nuevo 2016 a todos! Espero de todo corazón que os sea propicio y bueno a todos, que seáis muy felices y que sigáis acompañándome en el final de esta aventura y en las siguientes que están por llegar en el futuro.
Muchas gracias por estar siempre a mi lado.
Un fuerte abrazo:
Ester
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