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Capítulo treinta y nueve

βίος

(Nota: Palabra de origen griego (Bios) del sustantivo masculino βίος, ου, ὁ que significa vida, existencia; forma de vida, etc.)

La época estival se encontraba en su mayor apogeo. El astro rey, sin justicia ni misericordia, atacaba con sus lumínicos y calenturientos rayos en un día tan despejado que dolía hasta a la vista. En tales días como aquel, los animales buscaban el cobijo de la sombra o la frescura de las aguas estancadas de arroyos escondidos en la espesura o el agua dulce y cristalina de los ríos.

Aunque no sólo los animales deseaban a toda costa refugiarse de las tórridas temperaturas veraniegas: los habitantes de Nasak también intentaban por todos los medios resistir el calor. Siempre y cuando se tuviese la oportunidad para hacerlo o, en su defecto, tiempo de ocio suficiente para vaguear a la sombra de cualquier árbol o arbusto.

Una docena de guerreros, bajo los penetrantes rayos sofocantes del sol, se secaban el sudor como buenamente podían deseosos de poder darse un baño refrescante sin apartar la mirada del Jonko con el deseo primitivo de quitarse por unos instantes el susodicho calor con un buen chapuzón. El océano brillaba deslumbrante bajo los rayos solares y parecía invitarlos a sumergirse bajo sus aguas con la ayuda de algunos delfines saltarines.

Zerch, con una mueca resignada, apartó la vista de la tentadora agua y volvió la vista al frente mientras mascullaba por lo bajo el inconveniente de volar un día tan caluroso. No sólo el viento que le azotaba el cuerpo parecía estar en llamas sino que, el llevar en sus dos antebrazos sendos tubos de plástico clavados gracias a unas formidables agujas tampoco ayudaba a que el calor remitiera.

Su cuerpo estaba en ebullición, completamente acelerado por la adrenalina de las píldoras que su tía y su abuela habían fabricado para acelerar la creación de sangre dentro de su organismo. Contempló sus brazos que descansaban sobre el cuello de su dragón mecánico y suspiró mientras dejaba que el sudor corriera por sus sienes. No iba a molestarse en limpiarselo por dos sencillos motivos: el primero era que enseguida volvería a caerle más y el segundo era que cada vez que movía el brazo, le dolía como la peor de las torturas.

Habían pasado cuatro días desde el inicio de su nuevo estatus dentro de los Activistas: comandante de los Jinetes Mecánicos. Tal y como le había encomendado Kanian, Zerch había sido designado cabecilla indiscutible dentro del pequeño grupo de doce integrantes - con él incluido - de los guerreros encargados de manejar los dragones mecánicos sustraídos a la monarquía en la batalla de Mazeks. Él, al tener algo de experiencia en su manejo, era el mas idóneo para ese propósito puesto que sólo contaban con doce máquinas voladoras ante las innumerables que tendrían sus enemigos el día de la batalla final.

Su padre, el cabecilla en funciones de todos ellos, no había perdido el tiempo y, en cuanto Kanian y Cronos se habían ido al pasado, había ordenado comenzar a obedecer las órdenes de su rey legítimo a rajatabla. Zerch, sin perder ni un segundo, hizo un recorrido mental hacia todos los guerreros que conocía de sus años en Queresarda e hizo una selección reflexionando detenidamente en ello.

Para su misión, necesitaba hombres y mujeres fuertes, con gran versatilidad en combate, que fuesen ligeros para poder maniobrar con soltura en el aire y rápidos de reflejos para poder aprovechar la velocidad de los dragones de acero. Si tuviese más tiempo, no sería necesario aquella sectaria selección, pero con menos de treinta días en su haber, tenía que ser lo más práctico y escrupuloso posible.

Por ello y, aquella misma tarde, ya tenía escogidos a sus once compañeros: seis mujeres y cinco hombres. Entre las mujeres se hallaban: Sareca, Jee, Torza, Ryfee, Vish y Loberta. En el caso de los hombres había llamado a filas a Forich, Diraan, Motaq, Qifo y Holgeen.

Todos ellos, amigos o conocidos, escucharon sus palabras con la solemnidad militar inculcada desde la cuna y acataron sin rechistar sus ordenes: formar parte de la nueva fuerza bélica que Kanian deseaba crear para poder ser una gran arma contra Kerri: los Jinetes Mecánicos, la antítesis de los Señores del Dragón.

El entrenamiento comenzó aquella misma tarde con la ayuda y supervisión de los Científicos, los instigadores juntamente con los Ingenieros del Señorío a la hora de crear aquellas máquinas voladoras y, a su vez, de guerra. Antes de montar en los dragones cual kamikazes, el mismísimo Lohuo, el venerable nigromante y una de sus jóvenes aprendices, les explicaron las partes que componían aquellas máquinas: como estaban fabricados por dentro, el mortal componente químico inflamable que había en sus estómagos de acero y que producía el fuego negro, la distribución de los tubos por el intrincado y complejo sistema del dragón, cómo manejar un dragón a través del pensamiento ligado con la sangre y el peligro de abusar demasiado del poder de esas máquinas.

El último punto era el más importante puesto que repercutía de forma irremediable a la salud de todos ellos. Por ello, lo primero era acostumbrarse a la conexión con el dragón mecánico; aceptar aquella donación de fluido vital voluntaria, el hambre voraz de aquellas naturalezas muertas que fingían tener vida gracias a la sangre y que ellos debían controlar para no entregarles demasiada. Debían dejar que aquellos seres inanimados los poseyeran, que sintiesen su vida y tomasen vida, debían ser uno con él y soportar la penitencia de aquel poder a base del dolor demoledor de unas gruesas y largas agujas que se metían en la carne y se ajustaban a ésta con saña, con fuerza. Con ganas de devorar hasta la muerte.

Cuando cayó la noche, todos estaban agotados y Nadeï, su preciosa enamorada, acudió junto con algunos de sus ayudantes para curarlos y darles los sustituyentes que, al poco tiempo, comenzaron a hacer efecto y a lograr que su mente nublada y sus cansados miembros recobrasen la fuerza necesaria para regresar al Palacio de los Reyes, asearse, cenar y acostarse. Tan cansado estaba que, para su disgusto, se durmió antes de poder amar a su tía como se merecía desde que los dos habían iniciado una relación clandestina.

Al día siguiente el entrenamiento fue más intensivo al igual que el de todo el ejército de a pie comandado por Corwën y Gaiver. No sólo estuvieron conectados a los dragones durante horas, sino que volaron con ellos para que sus hombres se acostumbrasen a estar en el aire y comenzaran las primeras maniobras. Al anochecer - y con tres píldoras en su organismo - Zerch regresó al palacio orgulloso de los buenos resultados a pesar del agotamiento que lo atenazaba. Nadie podía dudar que en su organismo tenían sangre de dragón de un modo u otro puesto que todos habían dominado la técnica de vuelo con tanta celeridad que no pudo evitar ilusionarse y sentirse orgulloso por sus camaradas y subordinados.

El día anterior - después de descansar durante la mañana para recuperar fuerzas y que Zerch se ocupara de demostrarle a Nadeï lo mucho que la amaba y la había extrañado por culpa de su dragón mecánico Zorek - tuvo una reunión con su padre antes de ir a entrenar. Malrren le informó que Araghii y sus hombres habían marchado hacia el lugar secreto donde todos los contrabandistas se reunían ciertos días de cada mes para seguir mantenido las reglas de su secreto y oscuro mundo y le asignó a él una misión que los ayudaría en su entrenamiento.

- ¿De qué se trata, padre?

- De algo que tendríamos que haber hecho hace mucho pero, por miedo a Xeral, se ha ido postergando - le dijo mientras dejaba un pergamino grueso sobre la mesa donde había anotado una serie de pertrechos necesario para la guerra y que debía entregar al gremio de herreros y armeros.

- Sea lo que sea, cumpliremos tus órdenes, general - respondió el joven tal y como se esperaba de él. En aquel momento estaba ante su superior y no ante su padre.

- Como me consta de que los Jinetes Mecánicos manejan con bastante soltura las máquinas voladoras, quiero que os digiráis a Sirakxs mañana mismo.

- ¿A Sirakxs? - preguntó consternado. ¿Qué narices querría su padre que hiciesen en la antigua capital de Arakxis?

- Los terrenos del antiguo Palacio de Sílex serán el escenario de la batalla final que decidirá nuestro destino. Hay que limpiar la zona de cualquier alimañana indeseada - explicó.

- Gusanos tifoides - gruñó por lo bajo.

Malrren asintió.

- Eso es. Aunque Kanian prácticamente los mató a todos con el derrumbe de Sirakxs, todavía hay en la zona según nuestros espías. No sé si Kerri planea pelear con esos bichos como factor ventajoso o no, pero, en todo caso; para nosotros es un mal grave que dificultará el combate de nuestros soldados de a pie. Debéis eliminar toda amenaza y, a su vez, os servirá como entrenamiento.

- ¡Comandante! - lo llamó la voz gutural de Qifo sacándolo de sus pensamientos-. Estamos a punto de llegar a Sirakxs.

El hijo de Malrren y Zelensa miró al frente y el dragón de la impulsiva Vish, con su cabellera violácea al viento, se adelantó al resto para ser la primera en contemplar las ruinas del antiguo palacio construido en un altísimo acantilado de Sílex. Él nunca lo había visto de vivo en vivo y no pudo evitar que se le acelerase el corazón ante la expectación. Sabía que, ante el ataque que sufrieron Kanian y Galidel recientemente, el Palacio de Sílex había terminado prácticamente destruido pero, aún así, deseaba ver con sus propios ojos el lugar de mayor esplendor de su raza. Su difunto tío abuelo Mequi le había enseñado ilustraciones a carboncillo y alguna acuarela del magnífico palacio.

Éste poseía una magnificencia y una belleza que rayaban a la sinrazón. Era una pieza de arquitectura perfecta y hermosa; esplendorosa vigilada por un dragón enroscado alrededor del edificio de cien metros de altura. Mientras miraba aquellos dibujos, Mequi le contó historias sobre su antiguo hogar, anécdotas pasadas que él había leído o escuchado de otros Hijos del Dragón o sus propias vivencias antes de la caída de Sirakxs. Durante aquella charla imaginó a su abuelo Hoïen y al rey Varel en un precioso salón del trono, a su abuela Fena como Gran Sanadora en compañía de la reina Criselda, a su padre corretear con Nïan por los pasillos del edificio y a su hermosa Nadeï, más pequeña que su hermano mayor, jugando y riendo con la inocencia propia de los bebés.

Tal vez, por conocer como fue antaño y por aquellas ideas creadas con ayuda de su imaginación, propiciaron que se le secara la boca y que se le encogiera el corazón al ver lo que quedaba del acantilado.

Todo estaba en ruinas salvo una pared en la parte norte donde Zerch y sus guerreros vieron diferentes estancias en los pocos metros cuadrados de los pisos supervivientes. Todo lo demás, la glora arquitectónica y el poderío de la escultura de sílex de Zingora, habían quedado reducidos a bloques de piedra diseminados aquí y allá en un mar de tierra y polvo.

Holgeen, a su lado, soltó un silbido ante el espectáculo cuando imitó a Zerch y se detuvo. El Hijo del Dragón contempló lo que había a sus pies con sus ojos rasgados de un gris muy oscuro.

- Esto es un tanto desolador - dijo y Zerch asintió sin decir nada. Una vez su escuadra estuvo detenida en forma de rombo a su alrededor, habló:

- Descendamos. No hemos venido a lamentarnos por lo perdido sino a matar a unos cuantos monstruos.

- Perfecto, ya tengo ganas de acción - dijo con ilusión morbosa Sereca pasándose la lengua reseca por su labio superior.

Al unísono, los doce jinetes hicieron descender a sus monturas desde la formidable altura por la cual volaban y aterrizaron con soltura en los alrededores de las ruinas, levantando con su acción una gran nube de polvo. Zerch, intentando ignorar el dolor y con toda la delicadeza posible, se desconectó de Zorek y escrutó el lugar con todos sus sentidos en alerta máxima. Nada se oía en unos metros a la redonda salvo los reniegos de sus guerreros y las bolsas que portaban en sus costados siendo abiertas.

Sin apartar la vista del paisaje, el comandante sacó un juego de vendas de lino completamente sin usar y comenzó a vendarse con firmeza y rapidez los antebrazos para cortar de raíz el sangrado de los orificios abiertos por la gruesas agujas. Con movimientos certeros, guardó la venda en la bolsa de cuero de su cinturón y descendió de Zorek. Con celeridad, sus once subordinados se le unieron en tierra firme y cada uno desenfundó su arma predilecta. Él hizo lo propio y dejó que los rayos solares lamieran con lascivia y presunción la afilada hoja de su espada ancha de doble filo.

- Parece que todo está muy tranquilo - comentó con voz queda Loberta que, con su gran maza en las manos, parecía mucho más bajita de lo que ya era por su condición de mestiza.

- Siempre se está muy tranquilo en la boca del lobo, preciosa - se mofó Forich y Holgeen le rió el comentario.

- A ver si cuando salgan los gusanos te ríes igual, Forich - lo reprendió Ryfee con una mirada desaprovadora.

- ¿Dónde estáis, gusanitos? - canturreaba Vish sin dejar de dar pequeños saltitos con su pesada alabarda con la hoja de ésta completamente personalizada. Más que tener forma de hacha alargada, parecía una hilera de tres colmillos afiladísimos.

- ¿Por qué no os calláis? - siseó Diraan con los ojos entrecerrados ferozmente mostrando sus brillantes iris de un verde casi transparente -. Si no dejáis de hacer ruido innecesarios, os cortaré la lengua.

Zerch soltó un bufido entre fatigado y divertido ante las pullas que todos ellos se iban tirando unos a otros hasta que, viendo el panorama, alzó la mano para llamar la atención de todos para dar las instrucciones pertinentes.

- Todo parece despejado a simple vista, pero en todas partes hay rastros recientes de gusanos tifoides. Hay baba por doquier, excrementos, restos de animales y fango - dijo guardando su arma en el cinto -. Como son bestezuelas que odian el calor y que prefieren los lugares muy húmedos, estarán bajo tierra bien fresquitos esperando a la noche para salir a cazar.

- Pobrecitos, que pena que tengamos que hacerlos salir para asarlos vivos - se jactó Holgeen y Forich soltó una risotada. Diraan los fulminó con la mirada y Jee suspiró mientras se ajustaba la ligera coraza de cuero endurecido que portaba sobre su femenino cuerpo al igual que todos sus compañeros.

- Ya que pareces tener muy claro qué es lo que tengo en mente,- le dijo Zerch con una sonrisa maliciosa - tú, Forich, Vish y Sareca iréis a buscarlos para atraerlos hacia la superficie. Los demás esperaremos en los dragones para atacarlos desde el aire. Vosotros seréis nuestro apoyo en tierra hasta que yo os ordene lo contrario. ¿Entendido?

- ¡Sí, comandante! - respondieron todos a una.

Sin rechistar ni añadir ningún comentario jocoso más, todos se dispusieron a hacer su parte en aquel plan sencillo y Zerch, sin montar en el antiguo dragón de Kerri, contempló como Holgeen, Vish, Sareca y Forich buscaban una entrada que condujese bajo tierra por la gentileza de los gusanos tifoides. Cuando sus ojos burdeos vieron que sus cuatro guerreros desaparecían de su campo visual, se encaramó a las escamas metálicas de Zorek y se sentó en la hendidura de su cuello, lugar fabricado con la intención de permitir que el jinete que lo montara pudiese sentarse en él con cierta comodidad.

Con cierta resignación, volvió a conectarse los tubos en los antebrazos buscando un lugar inmaculado sin ninguna marca de los días anteriores que, con costras y hematomas perlaban gran parte de su perfecta piel. La sensación voraz de necesidad y de sed lo invadió nada más hundir las agujas y se concentró para negarle a la máquina el tomar su sangre antes de que él se lo permitiese de verdad. Se tomó una píldora y esperó con los ojos clavados en las ruinas bajo aquel calor abrasador.

El tiempo pareció pasar muchísimo más lento. Ni un soplo de brisa cruzaba aquella tierra desierta y árida a causa de aquella plaga que portaba tiempo siendo los amos y señores del territorio sagrado de los Hijos del Dragón. El sudor volvía a correrle por el rostro y por su cuerpo y deseó poder quitarse toda la ropa que portaba y eso que era - en cierta manera - ligera.

Emulando a los Señores del Dragón, ellos también se habían pertrechado de la mejor manera posible para poder montar a los dragones. Vestidos con pantalones de algodón y camisas de lino, se habían enfundado unas corazas de cuero negro endurecidas con placas ligeras de bronce con hombreras pequeñas y puntiagudas. En las perneras se habían colocado unas protecciones de cuero para evitar desgarrones en el interior de los muslos y altas botas también de cuero protegían sus piernas hasta las rodillas.

En un lapso de tiempo que se le hizo tedioso y eterno, un sonido gutural y escalofriante reverberó en el lugar y Zerch se puso en alerta y dejó que la sangre de sus venas fluyera hasta Zorek. Los ojos del dragón se iluminaron y todo su cuerpo cobró vida. A los pocos minutos, vio aparecer la cabeza y el cuerpo de Vish dando saltos con la hoja de su alabarda llena de sangre amarillenta.

- ¡Aquí vienen! - vociferó el comandante con toda la fuerza de sus pulmones -. ¡Vish, llevadlos a la explanada este!

La mujer alzó su arma a modo de entendimiento mientras hacía señas a sus tres compañeros. Éstos, saliendo corriendo tras la infatigable guerrera, se apresuraron a salir del agujero y Zerch vio al contingente de gusanos tifoides. Nunca había visto a uno más allá de los libros de texto y se sorprendió de ver lo gigantesco que eran. Su tamaño máximo solía ser de cinco metros y, entre aquellos siete, había unos cuatro más bajos y dos más altos de lo normal.

- ¡Al ataque! - ordenó haciendo que las alas de Zorek se desplegaran y alzó el vuelo. Como respuesta, un grito de guerra lo acompañó a la vez que se levantaba el polvo que los rodeaba por la agitación de las alas de acero.

Con Zerch a la cabeza, los Jinetes Mecánicos comenzaron el combate. Loberta, con gran habilidad, llevó a su dragón hasta la delantera a gran velocidad y, con las garras de las patas traseras de su montura, apartó al gusano que estaba más cerca de un rezagado Forich.

- ¡Desplegaos! - gritó Zerch a los guerreros de tierra y éstos, obedientes, dejaron vía libre para que el comandante se precipitara contra un gordo gusano y clavó las cuatro garras en su lomo, hundiendo con saña las uñas de metal.

El gusano de diversos tonos de amarillo, soltó un chirrido estridente de su boca dentuda y la baba venenosa cayó por sus encías. Con ímpetu, instó a Zorek a clavarle los colmillos y a arrancarle un pedazo sustancioso. El gusano volvió a gritar mientras caía hacia delante y Zerch se soltó de él. Alzó el vuelo hasta una cierta altura y, entonces, con el cuerpo del dragón recto, hizo descender a Zorek con las afiladas garras por delante y se precipitó contra el monstruo. Ante la potencia de la gravedad y el peso del dragón, el cuerpo viscoso y blando del gusano reventó y pedazos de éste volaron por doquier dejando un rastro de sangre y veneno.

Ascendiendo de nuevo, el joven vio que su equipo estaba luchando de maravilla. A unos metros de él, Motaq estaba arrancándole partes de la cabeza a un gusano de tres metros y Torza y Jee, dos mujeres tan silenciosas como letales, estaban descuartizando con placer a un gusano de seis metros y medio.

Zerch paseó sus ojos rojos por el campo de batalla. Después de llevar a los gusanos a un terreno llano, los cuatro guerreros que los habían guiado hasta allí habían subido a sus dragones para unirse a la fiesta. Con su habitual risa de niña desquiciada, Vish voló boca abajo y rajó a uno de tres metros con su arma mientras Loberta atacaba con su maza a la vez que ordenaba a su dragón a desgarrar con las garras la expuesta parte posterior del gusano.

Sareca se unió a Jee y Torza para acabar de despedazar al de seis metros y medio y él decidió acompañar a los dos guerreros socarrones con el mayor humor negro que jamás había conocido. Adelantando a Diraan que estaba partiendo por la mitad a un gusano de menos de tres metros, aumentó de velocidad y giró en el aire para poder tener una mayor fuerza a la hora de desgarrar carne. Pero un súbito coletazo golpeó a Zorek y Zerch estuvo a punto de caer. Otro gusano había salido de las ruinas y completamente furioso, iba hacia él dispuesto a matarlo.

Chasqueando la lengua, Zerch entregó a su dragón más cantidad de sangre y se preparó para acabar con aquel monstruo.

Con todos.

- ¡Dispersaos! - gritó a voz en cuello mientras dirigía a su dragón hasta el centro del campo de batalla con el gusano a la zaga.

Los jinetes obedecieron de inmediato y Zerch, sin dejar que el gusano se quedara muy atrás, lo depositó en el centro donde sus semejantes estaban muertos o agonizantes. Con una impresionante finta, Zrech escapó de la boca de dientes afilados del gusano y aferrándose con fuerza al cuello de Zorek, hizo que éste abriera sus dentadas fauces. Unas gotas de sudor salieron despedidas de su piel cuando el viento provocado por la llamarada negra que salió de su dragón se precipitó contra el último gusano y sus otros congéneres.

Las llamas prendieron con rapidez y fuerza en el cuerpo viscoso y el monstruo gritó lastimeramente mientras el fuego negro se propagaba y lamía con ahínco a los demás sujetos. Zerch ganó altura y observó el espectáculo grotesco impertérrito. Un desagradable olor se filtró por sus orificios nasales y se alejó un poco más. A su espalda se extendía el Jonko y agradeció que, por una vez en todo el día, se levantara una tenue brisa. El olor del salitre apaciguó el nauseabundo pestazo de los cuerpos quemados y el joven volvió sus ojos rasgados hacia la superficie azul.

Contempló el océano y cerró por unos segundos los ojos para dejarse mecer por el viento fresco y delicioso que le ofrecía el Jonko después de un frenético combate.

- Falsos dragones.

Zerch abrió los ojos de golpe al escuchar una extraña voz ronca en sus oídos. Miró a su alrededor sin comprender y comprobando que estaba completamente solo. Sus compañeros estaban contemplando el espectáculo que él había provocado. Entonces, ¿quién había hablado? ¿Serían imaginaciones suyas? Algo unos metros más abajo llamó su atención y contempló las aguas azules. Esas aguas, tranquilas hasta entonces, se estaban agitando y, antes de que su mente pudiese elucubrar qué había allí abajo, una cabeza de grandes dimensiones con un largo cuello, salió del Jonko y gotas de agua lo mojaron de pies a cabeza.

Ante él, una cabeza escamosa con cuello largísimo con escamas de color morado y gris, lo miraba con unos ojos de reptil profundos y del color de la grana. Dos largos bigotes salían de su morro y los orificios nasales dejaron escapar el oxígeno que guardaba dentro de sus pulmones. ¿Cuánto podría medir aquel ser colosal? ¿Quince? ¿Veinte metros de alto? Y eso que sólo podía ver hasta el principio de su lomo.

Había escuchado muchas historias sobre él y los dragones que decidieron dejar los cielos por los mares y océanos, más nunca pensó que vería a un leviatán en carne y hueso y mucho menos en aquel momento. Más orgullosos que sus primos los dragones, los leviatanes eran seres anfibios y más esplendorosos que los mismísimos dragones. Su cuerpo era más fino y esbelto, más fibroso y largo. Las colas de los leviatanes eran más largas y sus alas se asemejaban más a aletas que a las membranosas de un dragón.

Nunca, a sabiendas de que en sus mares y océanos vivían leviatanes, uno de ellos había hecho acto de presencia ante ninguna persona ya fuese hombre o mujer. Su padre le dijo una vez que, únicamente, un leviatán había asomado la cabeza de las profundidades y fue para inclinarse ante un Kanian imberbe en compañía de su madre Criselda.

Sólo una vez para rendir pleitesía a su nuevo primo.

Al nuevo Dragón.

"¿Por qué?"

- Tú no eres malvado. No hay oscuridad en tu corazón más allá del dolor que te atormenta por la muerte de tus hermanos y la de tu abuelo.

La voz del Leviatán se abrió paso hacia su mente y sintió un escalofrío recorrerle la columna.

- Dime ¿eres amigo del Dragón? - le preguntó sin pestañear y sin apartar sus granates iris con una finísima y alargada pupila negra en el centro de su globo ocular.

- Sí - asintió después de tragar saliva.

El leviatán no hizo ningún gesto. Tampoco habló, simplemente se limitó a mirarlo con sus bigotes violetas moviéndose a su gusto y placer. El corazón le bombeaba tan fuerte que le pitaron los oídos mientras la adrenalina seguía corriéndole por cada fibra de su ser.

- Mi estirpe y yo mismo prometimos luchar a su lado llegado el momento - dijo con aquella voz grave a la vez que segura e intensa -. Parece que está próximo. Zerch, hijo de Malrren, cuando ese momento llegue, llámame y yo y los míos acudiremos en tu ayuda, para eso está la familia. Mi nombre es Bios, Jinete, grítalo en la batalla.

Dicho esto, Bios le hizo una sencilla reveréncia inclinando su gran testa antes de hundirse de nuevo en las aguas del Jonko; su hogar.

- ¿Qué ha sido eso?

La voz aterrada de Loberta lo sacó del ensimismamiento en el cual lo había inducido el leviatán y se volvió hacia sus hombres que, tras él, lo miraban entre asustados, sorprendidos y maravillados.

- Eso es una nueva esperanza - musitó sin dejar de contemplar el horizonte -. Un aliado hacia la victoria.


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