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Capítulo sesenta y dos


El dolor de los Golems y la desesperación de Galidel

La opresión que sentía en su pecho y en su estómago era abrumadora.

Mirase donde mirase, lo único que eran capaces de captar sus pupilas eran Golems, Golems y más Golems. Los ojos de aquellas piedras dotadas de vida por la gracia de los espíritus de la tierra, brillaban intensa y amenazadoramente. Rea, asustada y prácticamente paralizada en el sitio, intentó pensar qué hacer.

Durante todo el camino hasta allí, había ideado miles de frases para presentarse, gestos... cientos de procederes para que aquellos seres de leyenda confiasen en ella y la ayudaran en su propósito. Gali ya le había advertido que los Golems no eran seres pacíficos – cosa muy normal en ese continente-. Mas nunca llegó a imaginarse aquella encerrona.

Los Golems ya los estaban esperando mucho antes de que ellos llegasen a la cueva de los activistas.

"Y, aun así, Gea me ha traído aquí y me ha abandonado a mi suerte."

Darse cuenta de ello, de aquella nueva jugarreta de la Diosa que la había marcado como una de sus Damas y que, para más inri, era su madre real – en su versión mortal -, la enojó todavía más.

De nuevo los Dioses jugaban al gato y el ratón, a esa extraña partida suya que era la de interceder en el mundo mortal de un modo que no fuese perjudicial para ellos y su ley de "no intromisión en asuntos mundanos". Siempre acababan haciendo lo que ellos deseaban de una manera u otra.

¿Y no era eso lo correcto?

Rea alzó el rostro al sentir aquella pregunta en su cabeza.

- ¡Alteza! ¡Atrás monstruos rocosos! – gritó Torreón con énfasis y empuñando su formidable mandoble de hierro.

¿No era correcto solucionar sus problemas por sí mismos sin la intervención divina? ¿A dónde los había conducido el dejarse arrastrar por la arrogancia, la codicia y la sed de poder de los Dioses? Xeral llegó a secuestrar a Gea y Kerri se había apoderado del cuerpo de Cronos. ¿Y qué les había proporcionado eso? Dolor, destrucción, odio... Nada bueno conducía el apoderarse de la ayuda divina.

Incluso los propios Dioses maldecían su suerte.

Cierto, ellos estaban allí, pero ¿realmente necesitaban a los Dioses para poder enfrentarse a los problemas de su mundo? ¿No sería mejor solucionar ellos mismos sus asuntos? ¿No era más liberador hacer algo por uno mismo? Sí, decidir cada uno su destino sin la intervención de los Dioses de la Creación era libertad.

Libertad de vida i muerte; de equivocarse, de crecer como persona, de superarse, de caer en el abismo...

El libre albedrío.

El destino que los mortales elegían.

Y eso es lo que Rea siempre había buscado una vez había vuelto a la vida. Aquel había sido siempre el deseo oculto de Eneseerí: ser libre de elegir, de vivir, de amar, de perder, de ganar, de sufrir, de odiar...

Una extraña fuerza creció en su pecho y las dudas y el temor desaparecieron de su alma atemorizada. La agradable sensación de una mano cariñosa sobre su hombro hizo que se volviera y la figura casi transparente de un hombre hermosísimo y altísimo hizo que se olvidara del peligro inminente que cada vez se cernía más sobre ella y su compañero. La joven apenas era capaz de visualizar a aquel ente, pero algo le decía que ya lo conocía de antes.

Los recuerdos de años y años de soledad y de sufrimiento, regresaron a ella y supo quién era aquel ser que la reconfortaba como un padre. Universo sonrió cuando supo que ella lo hubo reconocido.

- Eso es, Hija de los Dioses; debes luchar con tus propias fuerzas. Cree en ti y serás capaz de lograr todo lo que te propongas. Eres fuerte y el poder de la Tierra está en tu interior.

Como si fuese la brisa, Universo desapareció y ella contempló a los Golems. Muchos de ellos sujetaban grandes moles de piedra en sus manos con la intención de aplastarlos vivos. Al ver que los brazos de aquellos seres antropomorfos se alzaban para proceder al lanzamiento de sus armas, Torreón se preparó para luchar, aunque aquello fuese completamente en vano.

- ¡No! – gritó Rea cogiéndolo por la camisa.

- Mi reina, ¡juré que os protegería! – exclamó el hombre intentando soltarse.

- Si ese es tu deseo, entonces confía en mí y suelta el arma -le rogó.

- ¡Eso sería una locura!

- ¡Lo que sería una locura es intentar luchar con un Golem! – rebatió ella. Torreón la miró frunciendo el ceño. Él también sabía que atacar era completamente una pérdida de tiempo -. Soy tu reina y me juraste que me obedecerías. ¡Confía en mí, te lo ruego! – suplicó de nuevo.

Torreón, sin fuerzas para no hacer lo que le ordenaba su soberana, dejó caer al suelo su mandoble y ella se colocó delante de él como si fuese su escudo. Mirando a los Golems, abrió sus brazos mostrando una actitud de total indefensión. Los seres rocosos se quedaron inmóviles con las piedras sobre sus manos del mismo material y fijaron sus ojos en su endeble figura. Ella, sin amilanarse, les devolvía la mirada a casi todos ellos. Alzando el rostro con decisión, dijo:

- Venimos en son de paz. Nada malo queremos haceros a ninguno de vosotros. Todo lo contrario – aseguró con arrolladora sinceridad; desnudando su alma al completo para que los Golems entendieran que era una amiga -. ¡Ankh! – gritó con fuerza para hacerse oír cuanto más lejos posible -. ¡Estoy aquí por mandato de Galidel! ¡Ella te necesita! Por eso estoy aquí – volvió a reafirmar -. ¡Necesito vuestro ayuda para intentar salvar este mundo!

- ¿Y eso qué tiene que ver con nosotros, humana?

Rea no pudo evitar dar un salto ante la sorpresa y Torreón procedió de forma similar, aunque en su caso se puso más tenso todavía. La muchacha supo que se estaba arrepintiendo de haberla obedecido y de haber dejado su mandoble en el suelo. El hombre tenía más armas en su cuerpo, pero si el mandoble prácticamente no tenía nada que hacer contra aquellas moles de piedra, unas cuantas flechas, cuchillos o dagas todavía menos.

La joven intentó discernir qué Golem había hablado. Galidel no le había dicho que poseyeran esa facultad y las leyendas trataban a aquellos seres vivos como rocas en movimiento y poco más.

- ¿Qué te pasa, mocosa humana? ¿Creías que seríamos incapaces de hablar?

- Yo... - dijo intentando salir de su estupor inicial. Su valentía y resolución habían perdido fuelle.

- Por vuestra estupidez y arrogancia es que a los Golems no nos interesáis en absoluto – dijo la voz de nuevo y Rea pudo identificar de donde provenía. A su derecha, un inmenso Golem de más de diez metros de altura estaba rodeado de muchos otros. Estaba claro que aquel era el jefe de todos los seres de piedra.

La joven reina lo contempló para evaluarlo. A simple vista no lo parecía – y la oscuridad reinante tampoco ayudaba en demasía -, pero le pareció ver que las rocas que componían su cuerpo estaban más desgastadas. Además, en el lugar donde tenía la cabeza, las rocas dibujaban una especie de barba ondulante que los demás no poseían.

- ¿Hablas por ti o por todos los tuyos? – preguntó con cierta osadía.

- Descarada – farfulló el anciano Golem resoplando -. Yo hablo por todos los míos.

- Parece todo lo contrario – prosiguió ella sacando fuerzas de su interior -. No negaré que los seres humanos somos estúpidos, pero creo que hay un trasfondo oculto para que digas con tanta vehemencia y tan tajantemente que no os interesamos.

Al Golem no le gustaron para nada sus palabras y rechinó los dientes. Algunos trozos de piedras y tierra cayeron de su gigantesca boca.

- ¡Alteza! ¡Cuidado!

Torreón, a la velocidad del sonido, cogió a la joven en brazos y se lanzó con ella a un lado. Un peñasco se estrelló en el lugar donde habían estado y la reina gritó cuando la roca se partió en pedazos profiriendo un gran estruendo que hizo eco en las altas montañas.

- Sois unos míseros insectos. No – se corrigió el Golem dando un paso hacia ellos e inclinando su cuerpo hacia delante para poner el rostro a la altura del de Rea -, sois como los excrementos de los pájaros: algo molesto que debe erradicarse.

Sus palabras sorprendieron a Rea por la cantidad de odio y de veneno que desprendían. Los ojos del Golem parecían también refulgir de manera más perturbadora y amenazante y... La Dama de Gea se levantó con la ayuda de su fiel guardián sin dejar de observar a la criatura. En esos ojos luminosos de forma totalmente inhumana, no solamente había rencor y odio ciego.

Había tristeza.

Mucha.

Algo le había ocurrido a aquel ser. Algo que lo había dañado profundamente; una herida que todavía sangraba y que supuraba pus sin cesar.

Saber eso, hizo que una profunda tristeza la invadiera. Comprendía perfectamente ese sentimiento, esa impotencia y ese dolor incesante que hacía que una herida interna y no física fuese prácticamente imposible de sanar. Ella había tenido tantas... Algunas habían cicatrizado y otras se habían reabierto acompañando a una tanda de nuevos y profundos cortes espirituales en su alma y corazón. Una fuerte empatía la unió al Golem y, aunque no conocía su historia, no pudo evitar llorar. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas mientras se acercaba al coloso de piedra.

Escuchó que Torreón la llamaba por su nombre, el silbido de rocas yendo hacia ella y la sombra de un Golem que se interponía ante su figura de carne y huesos y evitaba que las piedras la hicieran picadillo. Ankh, que la estaba protegiendo, hizo posible que la joven se acercara al anciano Golem, el primero de su raza en ser dotado de vida propia por mano de los magos de oro y no de los magos negros como decían las historias. Éste, petrificado también, no se apartó cuando Rea alargó su mano para tocarle la mejilla.

La roca era suave al tacto, como si ésta hubiese sido pulida. En ese momento, cuando los dos entraron en contacto, imágenes fugaces pasaron por la mente de la Hija de los Dioses. Vio a un pequeño Golem salir de las rocas después de haber estado en ellas por mucho tiempo impregnado por la esencia de los espíritus de la tierra del lugar. El pequeño Golem, lleno de curiosidad y ganas de explorar, caminó por las montañas durante algún tiempo. Y, en ese tiempo, conoció a una preciosa niña que vivía en las montañas y que estaba recolectando bayas.

Al verse, los dos se reconocieron como dos seres con almas y espíritus iguales y la amistad surgió entre ellos. La niña y él jugaban todos los días, incluso cuando ella dejó de ser una niña y él un pequeño Golem de no más de treinta centímetros, siguieron viéndose. Él la adoraba. Le encantaba el sonido de su voz y, aunque al principio no había entendido aquellos sonidos que salían de sus labios, con el paso de los años pudo entenderlo a pesar de que él era incapaz de hablar. Al ser una piedra, no poseía cuerdas vocales.

No le importaba.

Ella le comprendía y él la comprendía a ella sin necesidad de hablar.

Mas, cuando la niña floreció cual margarita en primavera, acudía a verlo a las montañas con menor asiduidad. Ella le contó que sus padres le habían prohibido que acudiese allí a jugar tanto: ya era demasiado mayor y querían casarla con uno de los jóvenes de su aldea. Pero ella, que estimaba tanto a su amigo Golem, no quería casarse con él: deseaba pasar el resto de su vida en aquellas bellas montañas, vivir bajo la luz del sol y el canto de los pájaros. Quería estar con su fiel compañero que la comprendía y conocía la sed de su alma.

Mas, a pesar de sus deseos y de su amor puro, los padres de la joven la obligaron a contraer nupcias con el joven más bien visto de la aldea y el Golem, triste y lleno de dolor, no pudo hacer nada para evitarlo. Solo en las montañas, sentado allí donde los dos solían hacerlo, la esperaba con el ánimo por los suelos. Los pájaros cantores se colocaban en sus hombros y le cantaban para intentar animarlo.

Todo era en vano.

La única cosa que podría sacarlo de aquella tristeza y melancolía era el sonido de la risa de la joven que él tanto adoraba.

No supo cuánto tiempo trascurrió, mas, finalmente, un día ella apareció. Él se levantó de inmediato de su asiento y, si hubiese tenido boca, habría mostrado la más resplandeciente de las sonrisas. Pero, al mirarla mejor, algo en su interior le dijo que ella no estaba bien. La joven, con las vestiduras desgarradas, el cabello sucio y enmarañado y casi sin respiración, se desmoronó antes de poder llegar a su lado. El Golem fue raudo a su encuentro y, al mirarla, vio que un líquido pegajoso y de color rojo la bañaban casi por entero.

Y había algo más.

Su bello rostro estaba amoratado y lleno de cortes. Sus ojos, hinchados y entrecerrados, derramaban sangre y le faltaban algunos dientes. El joven e inocente Golem era incapaz de saber que el marido de ella le había dado una de las muchas palizas que siempre le había propinado desde el día que se habían casado. Aquella fue la peor de todas y cuando él se fue asustado creyendo que la había matado, la chica aprovechó para escaparse e ir a su amado lugar una vez más, ver a su amigo y morir allí.

Ella, haciendo un sobreesfuerzo, le acarició la mejilla y le sonrió como pudo. Era incapaz de sentir su cuerpo; ni siquiera era capaz de sentir los brazos pétreos del Golem que la sujetaba colmado de amor por ella y preocupación. El ser de piedra sentía que el corazón de ella latía demasiado poco y que le costaba mucho respirar. Tampoco era normal el tener aquel aspecto. Pensó en alguno de los animales del bosque. Algunos habían muerto aplastado por rocas o atacados por otros animales y sus aspectos se asemejaban terriblemente al de ella.

¿Qué podía hacer? Un fuerte dolor recorrió todo su ser. Siempre que había visto a uno de los animales de las montañas herido, había muerto. ¿Iba ella a morir también? ¿Por qué? ¿Por qué debía perecer aquella vida rebosante de luz y jovialidad? ¿Por qué debía desaparecer aquel ser que él tanto adoraba? Algo dentro de su pecho pareció romperse en mil pedazos cuando ella le dijo sus últimas palabras.

- Gracias por haber sido mi amigo. Te quiero mucho.

Al decir aquellas tres últimas palabras, su mano cayó sin las fuerzas necesarias para permanecer en su mejilla y su cuerpo, el cuerpo blando y cálido de ella, se desmoronó como el de una muñeca rota. Sus ojos, hinchados, estaban abiertos mirando el cielo y sus labios rojos escarlata, dibujaban una sonrisa demasiado feliz, tanto que dolía y desesperaba.

El Golem, lleno con la sangre de ella, sintió que todo se partía en su interior. Que algo cambiaba en él. Y, a pesar de no tener boca ni cuerdas vocales, fue capaz de gritar y de decir el nombre de ella de viva voz. La estuvo llamando durante horas y de sus ojos, insólitamente, caían lágrimas. Al ver que ella no despertaba, el Golem la abrazó contra su pecho y, lleno del fluido vital de ella, la acunó hasta el amanecer. Cuando el sol señaló un nuevo día, él, con sumo cuidado, enterró su cuerpo y con un sentimiento abrasador y palpitante, fue hacia la aldea.

Lleno de rabia, odio y dolor por aquellos humanos, el Golem no tuvo piedad y los masacró a casi todos. Con su fuerza, destruyó el poblado, mató al esposo y a los padres de la joven y a todo el que no fue lo suficientemente rápido para escapar. La leyenda y las historias sobre seres de piedra nació en aquel preciso instante.

No fueron los nigromantes ni tampoco Gea quien dotó vida a aquellas piedras: fueron los magos de oro y su amor por la naturaleza quien crearon al primer Golem. Y ¿cómo surgió el resto? Tampoco fueron ninguno de los tres anteriores. La sangre y el dolor de la joven asesinada juntamente con el dolor del Golem, hicieron que los espíritus de la tierra se introdujeran en más y más piedras para darles vida y que, con aquella nueva existencia, intentasen paliar el desasosiego, el rencor y el sufrimiento del primer Golem original.

"Así que es eso. Los Golems nacen a partir del dolor."

Y siempre de un mismo dolor: de la tumba de la joven sin nombre.

Rea, llorando con más intensidad, separó sus pensamientos y recuerdos de los del ser de piedra y regresó al momento presente. Sin apartar la mano de la mejilla del Golem, se acercó más a él y pegó su frente en su gigantesco rostro pétreo. Las leyendas y las historias de los libros eran falsas. Nadie sabía nada de los Golems y se habían limitado hacer todo tipo de conjeturas para satisfacer la vanidad humana y dar una excusa plausible del porqué de su agresividad. Nadie podía comprenderla al igual que los ataques indiscriminados a todos aquellos incautos que se acercaban demasiado a ellos y a su territorio.

- Estás protegiéndola, ¿verdad? Proteges la tumba de tu amada para que nadie ose mancillarla.

El Golem no respondió ante sus palabras, pero Rea supo que había acertado. Un recuerdo acudió a ella y, sin palabras, se lo transmitió a la criatura. En esa memoria se veía el cuerpo etéreo de Eneseerí en el mausoleo de Cronos. Ella, en su forma de ente, traspasaba el material que protegía el cuerpo sellado de su amado y se recostaba a su lado. No podía sentirlo físicamente pero, estando allí, algo de consuelo insufló a su alma algo más que odio y rencor. Cuando se apartó del Golem, éste la miraba de otro modo. Con su poderoso brazo, hizo una señal para que todos los demás dejaran de lanzar rocas y Ankh, que había servido de escudo y que había sufrido algo de daño en su hombro izquierdo, se relajó.

- Comprendo lo que sientes: tanto tu dolor como tu odio – dijo Rea verdaderamente apenada -. Pero no todos nosotros somos iguales. Es cierto que ni ella ni tú merecisteis ese final, pero ahora también hay personas inocentes sufriendo por una guerra que promete sumir nuestro mundo en el caos. Si de verdad te preocupas por ella y por los tuyos, te imploro que vengas tú y algunos de tus compatriotas conmigo.

Ankh, que no estaba lejos de ellos, se volvió hacia su líder y también le imploró lo mismo con gestos, miradas brillantes y sonidos de rocas rozándose entre sí. El primer Golem se mantuvo en silencio, cavilando sobre lo sucedido y en las palabras de la joven. El ser vio algo de su amada amiga en ella y, por segunda vez en su larga vida, decidió confiar de nuevo en los seres humanos y en sus sentimientos.

- Eres la tercera persona capaz de conectar con el corazón de un Golem – dijo solemne y contempló a Ankh. Sí, Galidel también había establecido un vínculo con aquel Golem y ahora ella lo hacía con...

A los pies del anciano Golem, uno más pequeño acababa de salir de las rocas y, con paso decidido se acercó a Rea.

- Ese Golem que ves ahí, acaba de nacer de la tierra a partir de tus sentimientos y palabras. Los espíritus que lo forman te han escuchado y confían en ti.

Ella se agachó y tomó entre sus brazos al adorable y recién nacido Golem que la observaba con infinita curiosidad. Amorosamente, apoyó su cabeza en su pecho.

- Has ganado, humana – volvió a decir el Golem y el cerco que había a su alrededor se rompió -. Te ayudaremos.

***

El dolor de su cuerpo entumecido la estaba matando.

Aunque sabía que era una acción completamente inútil, Galidel tiró nuevamente de las cadenas que la mantenían encadenada al poste. Sus manos y sus tobillos, rodeados con pesados grilletes de los cuales salían las cadenas, le hicieron daño en aquellos puntos de sus extremidades donde reposaban y sintió que la sangre comenzaba a brotar.

Todo era una completa pérdida de tiempo y lo sabía, pero la desesperación que sentía en el corazón y en el alma cada vez era más profunda, fuerte y arrolladora. Eran ya más de las doce de la mañana y la incertidumbre de no sabes cómo iban las cosas la estaba trastornando.

Al estar tan lejos del campo de batalla, no podía ver nada más allá de algunas figuras aladas en la lejanía y los únicos sonidos que le llegaban gracias al viento eran algunos estruendos que era incapaz de poder calificar. ¿Qué estaría ocurriendo? ¿Cómo estarían su abuela y todos los demás?

Tiró de nuevo de sus ataduras y escuchó el sisear molesto de los dos guardias que la custodiaban. Aunque ellos no eran los únicos que estaban pendientes de ella. Aunque en un primer momento se habían ido con su "amo", al final, las dos Erinias – Alecto y Megera – habían regresado al campamento y no le quitaban el ojo de encima. Aunque parecían estar tranquilas y en calma, aquella actitud ya te hacía poner los pelos como escarpias.

- ¿Nannha? ¿Nannah, me oyes? – llamó a su hija a través de su mente sin dejar de tirar de las cadenas. El poste era grueso y lo habían clavado al suelo a gran profundidad rellenándolo con mortero. Tal era el grado de sujeción que no se movería aunque cinco personas tirasen de él.

Su hija, como en las anteriores ocasiones, no respondió. Gali, apretando fuerte los dientes, volvió a pelearse con sus ataduras mientras sentía que tenía grandes ganas de llorar. Desde que Kerri usara sus poderes sobre ella, su hija parecía estar sumida en un extraño letargo. Parecía como si su tiempo se hubiese paralizado y que fuese incapaz de moverse.

Su único consuelo era saber que estaba viva.

Desesperada, Galidel miró a los guardias intentando que éstos sintiesen lástima por ella o lo que fuese para que la soltasen. Pero, aunque eso hubiese funcionado, las Erinias estaban allí bien predispuestas a no dejarla alejarse de los dominios de Kerri. Los guardias, dejando atrás cualquier rastro de peno para con ella, la ignoraron completamente y se dedicaron más a vigilar por el rabillo del ojo a las dos criaturas creadas por Cronos cuando éste era un Dios que a ella. Ninguno de los guerreros del rey se fiaba de aquellos seres monstruosos y como ella estaba atada y sin capacidad para moverse...

La mestiza volvió a mirar hacia la dirección dónde se hallaba la llanura de Sirakxs. Una miríada de recuerdos acudió a ella y los primeros días de viaje con Kanian inundaron su mente. Aquellos días de peligro constante, días en los que conocerse y en los que enamorarse. Días en los cuales descubrir el terrible pasado y el dolor de un príncipe: del hombre que ella amaba.

"Kanian ¿dónde estás?"

¿Por qué todavía no había acudido a ayudarla? ¿Tan complicada estaba siendo la batalla? ¿Y Giadel? ¿Dónde se encontraba su hermano? Por los Dioses, que alguno de ellos fuese a buscarla. ¡No podía soportarlo más! Las lágrimas se derramaron por sus mejillas mientras su desesperación aumentaba. ¡Se sentía tan impotente! Había hecho todo lo posible para paliar con aquella situación. Había sido obediente con Kerri para que no le hiciera daño a su bebé, había permanecido bajo custodia de su enemigo sin intentar escapar, había sufrido el ataque de un lunático y ahora...

- Nannah... Nannah – sollozó sin despegar los labios.

De nuevo, únicamente encontró silencio.

¡Maldito fuera Kerri mil veces!

Galidel, perdiendo las pocas energías que le había dado su sentimiento de lucha y rebeldía, dejó caer la cabeza y cesó en su inteto de forcejear con las cadenas. Los dos soldados suspiraron aliviados al dejar de sentir el molesto tintinear y ella dejó de desollarse más las muñecas y los tobillos. Se le encogió el corazón y deseó que Kerri también la hubiese dejado en estado catatónico para no tener que sufrir como lo hacía. ¿Habría Rea cumplido con su promesa? Y, de ser así, ¿habría logrado la ayuda de los Golems? ¿Habría llegado a conectar con alguno de ellos?

La joven permaneció cabizbaja durante unos minutos. Se veía incapaz de intentar vislumbrar y elucubrar sobre la batalla. Pero, entonces, una extraña vibración en el aire hizo que su cuerpo se estremeciera.

- ¿Mami?

La voz de su hija en su cabeza hizo que alzara el rostro.

- ¿Nannah?

- Me duele la cabeza... No puedo... pensar...

Galidel iba a tranquilizar a su hija cuando las dos Erinias se pusieron en alerta y su cabellera se puso totalmente erizada. Sus bocas mostraron su dentadura afilada y sus cabezas sin ojos se dirigieron a un punto concreto en el cielo no muy lejos del campo de batalla que se percibía muy débilmente.

- El Devorador Cósmico y el Dragón– sisearon entre sí.

El corazón de Galidel comenzó a latir frenéticamente mientras escrutaba el cielo con ansiedad. Al principio no vio nada fuera de lo normal y sus recién renacidas esperanzas cayeron de nuevo en saco roto.

- Papi ya viene – informó su hija con voz pesada y adormilada.

En el cielo, cerca de la retaguardia de los Zepelines, una gran luz iluminó el paisaje y Galidel pudo distinguir la figura de una gigantesca circunferencia con engranajes y dos agujas de reloj. Y de ese círculo, la figura alada y azul de un dragón apareció de la nada.

Sus labios se abrieron y su corazón latió con alegría.

A la una del mediodía, un poderoso rugido lleno de rabia y sed de venganza, reverberó por todo el continente.


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