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Capítulo sesenta

Segundo asalto

El leviatán gemía moribundo mientras alrededor de cuarenta bocas metálicas le arrancaban carne, piel, escamas, trozos de ala y huesos.

La infantería enemiga gritaba enardecida ante el espectáculo.

Una gran humareda se elevó hacia el cielo mientras el olor a carne, escamas y huesos quemados se metía en los orificios nasales de todos los presentes. Para unos, aquel olor nauseabundo era una bendición y para otros era la cosa más espantosa y desasosegante.

El leviatán en llamas, incapaz de seguir en el aire, cayó y los Señores del Dragón que lo habían quemado vivo, apagaron de las bocas de sus máquinas el fuego negro mientras hacían que de sus gargantas asesinas saliesen gritos de júbilo y victoria. A pesar de haber sufrido bajas, no habían sido demasiadas y ya volvían a tener la sartén por el mango.

Eran invencibles.

Nadie iba a poder con ellos.

La batalla estaba más que ganada.

Salvo por el hecho de que los seguidores de Kanian no pensaban rendirse sin luchar hasta su último aliento y latido de corazón.

Malrren, el Gran general del ejército, que no había perdido la compostura en ningún momento, recuperó el aliento en aquel pequeño descanso en la batalla. Aquel parón no duraría mucho más y él debía aprovechar cada instante, cada fisura y cada posible descuido del enemigo para darle allí dónde podía hacer más daño. Ellos acababan de matar a dos de sus poderosos aliados; debía sacar ventaja de esa derrota para pagarles con la misma moneda multiplicada por dos.

Y lo hizo.

Corriendo entre la multitud de aliados y enemigos, Malr se fue acercando más al lugar donde los Señores del Dragón continuaban matando lentamente al leviatán que había defendido aquella barrera de rocas con su vida.

"No, todavía la está protegiendo."

No podía dejar que su sacrificio fuese en vano.

Un fuerte estruendo agitó la tierra a sus pies mientras corría, el leviatán abrasado acababa de tocar tierra y la humareda negra se hizo más densa y ese humo comenzó a cubrir todo el campo de batalla.

Ágil, letal y verdaderamente veloz, el Hijo de Hoïen y Fena; el mejor amigo de Nïan, trepó por las rocas y, espada en mano, mató al primer Señor del Dragón que se interpuso en su camino con toda la fuerza de su arma.

Antes de que los demás pudieran reaccionar, mató a otro más y cuando un coletazo iba a derribarlo, dos pequeños proyectiles esféricos impactaron contra el jinete y el dragón, sin que nadie pudiese gobernarlo, no pudo lograr que su cola impactase contra él sino con un compañero. Malrren alzó el rostro sudoroso y vio a Araghii correr hacia él seguido de muchos de los guerreros de su escuadrón.

Con gran velocidad, los contrabandistas, piratas y demás soldados del Mercado Negro de Ámonef, escalaron las piedras y, con Sanguijuela y Anil a la cabeza, una treintena de guerreros aliados comenzaron a tirarse encima de los Señores del Dragón que, todavía estupefactos ante aquella agresividad por parte del enemigo – el cual debería estar hundido – y el denso humo que comenzaba a cegarlos, no pudieron reaccionar a tiempo.

Sanguijuela, con dos resplandecientes kukris impregnados de sangre escarlata en sus manos elegantes, hizo una magnífica pirueta en el aire antes de cortar en menos de veinte segundos dos cabezas para separarlas de sus respectivos cuellos. Anil, cerca del formidable contorsionista, cortó el brazo de uno antes de esquivar las garras de dragón de otro y subirse a la cabeza metálica del falso dragón de su izquierda. Tomando impulso, propinó al que tenía en frente una patada que lo desconectó de su montura y se agachó a tiempo para que una de las formidables arqueras de Ámonef lo matase con dos saetas.

- Nosotros nos ocuparemos de ellos, general – dijo entonces la voz aterciopelada de Ámonef, el cabecilla del Mercado Negro y los contrabandistas de Nasak. Sus ojos canela resplandecían más que la hoja de su kukri -. Repliega a los tuyos y acaba con la infantería de éste lado.

Malrren asintió y se apresuró a volver con los suyos.

Ámonef, contento por el reto que se traía entre manos y el plan que se le había ocurrido sobre la marcha, silbó para comunicarse con sus guerreros y estos, con frenesí, se precipitaron sobre los Señores del Dragón que, manchados con la sangre de leviatán de pies a cabeza, querían escapar de allí volando. Mas, a causa de frenesí de su locura en descarnar al pobre animal, las garras de sus dragones se habían incrustado demasiado en el amasijo de carne que ahora era el ser de las profundidades marinas.

Nunca tendrían una oportunidad tan buena como aquella para matarlos y hacerse con sus máquinas voladoras.

Al unísono, sus guerreros mataron a un Señor del Dragón – o a más de uno como era el caso de sus lanzadores de cuchillos – y, tirándolos hacia el abismo de cinco metros que había desde la cúspide de la muralla improvisada de rocas punzantes y restos de leviatán, ocuparon los puestos de los antiguos jinetes y se conectaron los tubos a los brazos.

Cuando todos tuvieron un dragón, Ámonef volvió a silbar. Está vez fueron tres cortos y uno largo: la señal de matar al resto que volaba sobre sus cabezas.

Sanguijuela y Anil, siguiendo la estela de los hombres y mujeres del amo del Mercado Negro, tomaron un dragón de acero cada uno y, no sin cierto desagrado, se metieron sin pestañear las gruesas agujas. Se miraron a los ojos para darse ánimos, para sentirse cerca el uno del otro y para tomar coraje y valor por parte de la persona amada.

Los treinta nuevos dragones mecánicos por parte de los activistas movieron sus alas y sus garras y, libres de las ataduras de los restos de carne y huesos del leviatán muerto, empezaron su particular masacre.

- ¡¿Qué demonios hacéis?! – gritó Lednar desde su posición más lejana y privilegiada -. ¡Salid de ahí!

El general de Kerri acababa de salir del éxtasis de las pequeñas victorias para hundirse en la desesperación de la ineptitud. ¿Qué demonios estaban haciendo aquellos estúpidos? Eran la élite ¿cómo podían dejar que unos sucios miserables los venciesen de una forma tan vergonzosa después de matar a un leviatán? Ahora, treinta dragones de acero con jinetes enemigos se dirigían hacia él y lo que quedaba de su escuadrón de cien hombres.

"No somos más de cuarenta."

Pero no iba a perder.

- ¡A luchar! – gritó.

Una gran formación en línea horizontal de Señores del Dragón repartidos en cuatro filas cayó en picado contra aquellos treinta dragones que, a una velocidad vertiginosa, volaban hacia ellos. Las garras de las máquinas despuntaron en el cielo y, cuando los enemigos chocaron entre ellos, la destrucción y la violencia era lo único que podía leerse en la mirada de todos ellos.

***

- ¡Replegaos! – gritó Malrren mientras iba regresando al centro de la vanguardia matando a enemigos a diestro y siniestro.

Su cuerpo no parecía el suyo. Se sentía pesado y, para qué negarlo, demasiado tenso. Sus músculos, después de más de dos horas de combate, estaba comenzando a resentirse y a desear un descanso. Su espada detuvo el peligroso filo de una cimarra y esquivó con una finta el filo de una espada curva que consiguió arañarlo en el brazo. El calor estaba siendo demasiado sofocante y al general, después del esfuerzo de ir a por los Señores del Dragón, la escalada y la bajada de la barrera y las continuas batallas para regresar con sus guerreros; lo estaba desgastando a marchas forzadas. Por fortuna, los guerreros de Araghii, su flanco derecho, se había unido a él y le estaban despejando el camino todo lo posible para que no fuese herido de muerte o emboscado por el enemigo.

El Hijo del Dragón, intercambió golpes con el infante de la cimarra mientras se desatendía del otro que, con la llegada de Chisare, estaba en serios apuros intentando que la antigua reina de Senara no lo matara. Él, a pesar de tener un equipo ligero, no podía igualarse con la técnica de ella. La Dama de Gea, durante años, había aprendido y perfeccionado sus técnicas de lucha para proteger a su familia y, ahora, demostraba de lo que era capaz en el peor campo de batalla inimaginable.

La cimarra besó una vez más la hoja de su espada y Malr decidió que aquello debía acabar cuanto antes. Sin hacer reservas de fuerzas ni de habilidad, el general desestabilizó a su oponente que, antes de poder volver a encararse con él, fue incapaz de verlo moverse hacia su espalda. Malrren, sin miramientos, lo atravesó de parte en parte y de una patada lo tiró al suelo para liberar su espada.

- ¡Replegaos! ¡Retirada hacia las torres! – volvió a gritar mientras seguía su carrera hacia el centro de la vanguardia.

Uno de sus soldados lo escuchó y repitió su orden. Poco a poco, los designios del Gran general se fueron propagando y, acatando sus órdenes, el ejército de vanguardia se fue replegando y retirando a la vez que los flancos hacían lo propio.

***

Corwën lo observaba todo desde su posición.

Las saetas especiales y las piedras seguían surcando el cielo manteniendo el grueso de los Señores del Dragón y los zepelines a raya. ¿Cuánto tiempo aguantaremos? – se preguntó mientras dirigía su vista hacia las diferentes batallas aéreas. A pesar de que dos de los leviatanes habían caído, los otros dos se mantenían en el aire al lado de los Jinetes Mecánicos comandados por Zerch y, ahora, el zorro de Ámonef – si no le fallaba la vista –. Con aquellas llamativas vestiduras de seda bajo la armadura, había logrado acabar con un gran número de Señores del Dragón para apoderarse así de sus poderosas monturas y enfrentarse al otro escuadrón de jinetes enemigos que, sin amilanarse, se habían precipitado a su encuentro para luchar hasta el final.

"Anil, hija mía, ten cuidado. No mueras"

- Señora – llamó su atención una de sus guerreras.

La general miró hacia delante y vio como la infantería de vanguardia de Malrren corrían hacia su posición.

Era la hora de entrar en la liza.

- ¡Todos a vuestros puestos! – gritó. Los demás capitanes de manípulos empezaron a repetir su orden y los veintiún mil soldados a su cargo se prepararon para el ataque.

Todos los guerreros, dejando una gran separación entre ellos para dejar espacio a los compañeros que se retiraban, comenzaron a correr nada más ver la figura de su general echar a correr. Corwën, a la cabeza de todo su escuadrón, con sus más fieles capitanes a su lado, alargó su único brazo y tomó su arma especial: su espada-lanza, aquella arma con una larga hoja y un mango más largo que el de una espada normal. En su carrera, Malrren y ella se cruzaron y se miraron a los ojos una décima de segundo antes de que la mujer viese al primer enemigo con la mirada desesperada y la boca abierta que no dejaba de gritar. En menos de un segundo, Corwën hizo girar su arma y la hoja inmaculada y brillante de su arma todavía casta y pura, se manchó de sangre y sesos al cortar de forma diagonal la cara enajenada del infante de Kerri.

Esa mirada intercambiada con Malrren era una señal.

La señal de que una nueva ronda en aquella batalla acababa de comenzar y que, ahora, sin ningún tipo de plan específico; cada general tendría que crear su propia estrategia e irse adaptando a la de sus colegas hasta la llegada del hijo de Varel.

Continuando su carrera, Corwën empezó su particular matanza. Con sus escoltas – Fitgo y Erss – la general de Kanian esquivó a una mujer herida en un hombro antes de agacharse para esquivar una daga perdida por el campo de batalla. Con sus ojos verdes refulgentes, la mujer cortó el pecho de su oponente femenina con gran profundidad y le propinó a otro una formidable patada en las manos que lo desarmó. Fitgo – el mestizo – lanzó cinco cuchillos a una velocidad de vértigo y alcanzaron a sus objetivos que, mal heridos o muertos, cayeron al suelo donde los hombres del flanco izquierdo de Gaiver acabaron con ellos.

Ahora que la vanguardia se había retirado para descansar y para que los heridos pudiesen ser atendidos, ellos – la retaguardia – tenían el deber de acabar con aquella minoría de infantes, juntamente con los flancos, antes de que despejasen el camino y antes de que Kerri se deshiciese de las torres de asalto.

Erss, con sus habituales ojos azul lechoso inyectados en sangre, dirigía su gran maza de hierro y acero de un lado a otro. A pesar de su lentitud y su poca agilidad, su fuerza bruta lo compensaba todo. Con la ayuda de compañeros que lo defendían, el Hijo de los Hombres se ocupaba de ir machacando todos aquellos trozos de carne con ojos heridos o por los suelos que eran sus enemigos.

Aquí y ahora, en la llanura de Sirakxs, aquellos que no eran activistas no podían ser vistos como seres mortales; como seres vivos de su misma raza o de otra con la cual podían reproducirse. No. Aquellos hombres y mujeres que se oponían a ellos y que los miraban con rabia y odio, no eran más que eso: carne y huesos con ojos que destrozar.

- ¡Vamos! – gritó la Hija del Dragón, la noble mujer que había sobrevivido a la caída de Sirakxs y a la de Senara -. ¡Matadlos a todos! ¡Que no quede ni uno en pie! ¡Que ninguno respire!

El grito de todos los activistas se alzó en el cielo y, con más ahínco, se continuó con los combates.

***

Kerri contempló el escenario.

Aquel escenario que él tan bien había creído diseñar y que, contrario a su deseo, estaba torciéndose. Más de la mitad de su infantería estaba al otro lado de una muralla de piedras, la mayoría de Señores del Dragón y sus dirigibles estaban siendo asediados por unas catapultas y unas ballestas gigantes y, para colmo de males, alrededor de noventa Señores del Dragón se las veían y se las deseaban contra un puñado insignificante de enemigos con dragones suyos robados y dos de aquellos indeseables leviatanes.

No podía creerse lo que sus ojos amarillos estaban viendo y, para más inri, Kanian no había hecho acto de presencia. ¿Sería verdad que iba a perder? ¿Tendría razón su asqueroso padre al fin y al cabo?

Aquella mañana, mientras estaba supervisando su campamento, el espectro de Xeral había aparecido ante él para hacerle una de sus infernales y molestas visitas. El rey, ignorándolo por completo, no se molestó en saludarlo y prosiguió tomando su taza de chocolate tibia.

- Qué modales tan desagradables, querido hijo. Niño malo, es de mala educación no saludar a tu padre – le dijo con tono burlón.

Kerri deseaba gritarle que ya no era su padre ni nada: que era un simple muerto que lo estaba molestando en el día más glorioso de su vida. Porque aquel día, con autoridad, derrotaría a su primo – cosa que él jamás logró – y que lo ejecutaría en público para que nadie más osara jamás atreverse a alzarse en rebelión en su contra.

- ¿No vas a decir nada? ¿Estás enfurruñado? – Xerral rio socarrón mostrando su más deslumbrante sonrisa. Kerri lo miró de refilón mientras tragaba el chocolate el cual se le había tornado demasiado amargo -. Hijo, como siempre, tu adorado padre ha venido a ayudarte; a guiarte en tu empresa.

"¿Adorable?"

¿Qué demonios se había tomado u olido? ¿Opio? ¿Láudano a litros? Si no fuera porque estaba muerto...

- Te la vana a jugar, Kerri – dijo sin preámbulos -. Tú eres listo, hijo; pero ellos lo son más.

- ¿Listos? – habló dejando la taza muy lentamente sobre una mesa -. ¿Esa panda de don nadies que siguen a Kanian? ¿Los mismos que vinieron a La Fortaleza y que yo derroté? ¿Los mismos que me entregaron el heredero de mi primo en bandeja juntamente con su mujer? – recalcó.

- Aquella vez no fue la razón lo que los movía. Ahora sí – puntualizó su señor padre flotando a su alrededor con su armadura de Hijo del Dragón y su sempiterno aspecto juvenil.

- No necesito tus consejos emponzoñados, Xeral. Desaparece de mi vista – le siseó con una mirada asesina.

Su padre, por primera vez desde que se le presentaba en su forma etérea, no le sonrió ni le respondió con su sarcasmo o con sus habituales burlas. Se limitó a permanecer con el rostro serio y – para su asombro – en silencio.

- Está bien – dijo finalmente. Y, para su consternación, desapareció.

"Tenía razón."

Era estúpido negar lo evidente.

A pesar de lo mucho que lo odiaba, el espíritu de su padre nunca había fallado en todas las cosas que le había transmitido desde que él lo matara y se le apareciese de forma irregular, pero con cierta constancia. Kanian le había tendido una trampa in absentia. Una que no había previsto. Pero yo soy más fuerte – se dijo -. Tengo a cuatrocientos Señores del Dragón, once zepelines y unos sesenta mil infantes. Todavía podía vencer y lo haría.

Pero antes...

"Debo destruir las torres."

El rey contempló a Lednar con ojo crítico. Con gran eficacia y maestría, su fiel amigo estaba conteniendo al enemigo imprevisto y Fralin parecía estar ganando terreno al nieto del General Rojo y a los dos leviatanes que quedaban todavía en pie. Lo que más le preocupaba era su infantería. Los que habían quedado aislados dentro del terreno de los activistas, estaban siendo masacrados sin piedad y los otros... Sus ojos amarillos resplandecieron al ver lo que estaba ocurriendo. Xerdon, el comandante de la infantería ligera – con heridas de poca gravedad -, acababa de subirse sobre un dragón mecánico olvidado y algo maltrecho.

Aquel gesto, aquella iniciativa lo hizo sonreír. Xerdon, el hombre que más odiaba las máquinas voladoras, por el bien de los suyos y para ayudar a su rey; había echado a un lado sus principios y todo su rencor para conectarse aquellas agujas infernales y sin ningún tipo de entrenamiento previo en los brazos, cosa que los mismos enemigos habían hecho también antes que él. ¿Tanto le había impresionado el coraje del enemigo que había reaccionado de la manera más masoquista posible? Él, como guerrero, como soldado que había jurado morir por su rey y por su patria, estaba dispuesto a todo.

Y cuando alguien está dispuesta a dar la vida, aquel ser es invencible.

La muralla de piedras empezó a flaquear ante los zarpazos torpes e inexpertos – pero eficaces – del dragón conducido por su comandante y la infantería, viendo el sacrificio de su comandante, empezaron a golpear y a empujar aquellas molestas rocas. Las mismas que habían aplastado a sus compañeros.

- Qué golpe de efecto, padre – murmuró maravillado ante la lealtad y el compañerismo de sus soldados -. ¿No te parece magnífico? Mis guerreros me adoran, me veneran y entre ellos se respetan y auxilian. Kanian y ese malnacido de Cronos pueden tenderme todas las trampas que quieran con los traidores de los científicos. Jamás podrán conmigo mientras personas tan fieles estén de mi lado.

Con el ánimo recobrado, Kerri guio a su gigantesco y mortífero Tánatos fuera de cerco defensivo donde se encontraba el grueso de sus fuerzas aéreas. Algunos Señores del Dragón quisieron seguirlo, pero él lo prohibió diciendo que cumplieran con su deber defendiendo los zepelines. Él se bastaba y sobraba para acabar con las cinco catapultas y las cinco torres con ballestas.

***

- ¡Aquí viene!

El grito hizo que Tehr levantara la cabeza de la batalla de tierra para dirigir su único ojo hacia el cielo. El descomunal dragón mecánico de Kerri se había separado del grueso ejército aéreo y, con velocidad, iba hacia ellos.

- ¡Concentrad el ataque sobre él! ¡Que no se acerque! – ordenó a voz en grito.

Los catapulteros cambiaron el ángulo de las cucharas y apuntaron a Kerri. Del mismo modo procedieron dos de cada tres ballestas de las torres. El rey, con soltura, esquivó cada uno de los ataques sin despeinarse y continuó volando hacia ellos.

- ¡Más! ¡Todos a la vez! ¡Que todos apunten hacia Kerri! ¡Que los nigromantes guíen los proyectiles hasta él!

Dejando e ignorando a los zepelines y a los cuatrocientos Señores del Dragón, las diez estructuras de guerra apuntaron al primo de su príncipe y, con puntería cartera, piedras y saetas volaron hacia él de todas direcciones.

"Ahora no podrás escapar."

¡Alguna tenía que alcanzarle!

***

Ja.

Kerri sonrió al ver las cinco rocas afilas e irregulares y las quince saetas de punta helicoidal volando a más velocidad que nunca y recubiertas de un aura oscura tremendamente poderosa. Tánatos sería incapaz de esquivarlo todo en aquella ocasión.

Su sonrisa se ensanchó y su confianza hinchó su pecho enfundado en su bonita armadura con grandes detalles grabados en la coraza y en las hombreras. Kerri movió elegantemente su brazo derecho que, hasta aquel momento, había permanecido apoyado en una de las escamas falsas de su montura. Su mano perfecta de largos dedos, se alzó de manera vertical y, con la palma apuntando hacia los proyectiles, dejó que de todo su cuerpo se manifestasen sus poderes temporales.

Ante aquel gesto, todos aquellos objetos hostiles hacia su persona, se detuvieron en el aire. Unos tenues rayos crepitaban alrededor de Kerri y su cabello negro recogido en una alta cola, se movían al compás de aquella electricidad estática. Tánatos, flotando en el cielo completamente inmóvil, miraba con sus ojos llenos de vida hacia las torres esperando la orden de su amo para derretirlas con su mortal fuego negro.

- Tranquilo, eso no será necesario – le dijo con voz dulce.

***

Todos los nigromantes, catapulteros, ballesteros, Sanadores y el propio erudito; contemplaban horrorizados lo que Kerri acababa de hacer. Con los poderes robados al Dios del Tiempo, acababa de detener todas las rocas y saetas que le habían disparado. Ni siquiera la ayuda de los científicos había sido suficiente para detener su avance.

Tehr fijó su ojo sano en el cuerpo todavía lejano de Kerri. A pesar de la distancia, el erudito pudo ver la mano de éste moverse. Su dedo índice era el único que estaba derecho y éste se movió de forma circular. Ante aquel gesto, las saetas que lo habían estado apuntando, dieron la vuelta y apuntaron a todos los que estaban cerca de las máquinas bélicas. A su vez, las rocas dejaron de estar inclinadas hacia arriba – en ascensión – para estar inclinadas hacia abajo.

Hacia las torres con ballestas.

"Mierda."

Tehr, corriendo como alma que lleva el diablo, dejó su puesto entre las catapultas para correr hacia la torre donde se encontraba su esposa.

***

Ydánia contempló las saetas fabricadas a partir de la materia oscura que ella y los suyos controlaban. Sus amenazadoras y letales puntas apuntaban ahora hacia ellos, hacia los ballesteros que no eran gentes cualificadas para el combate directo.

- Ydánia... - la llamó su compañero con voz temblorosa.

- No temas – dijo ella frunciendo el ceño.

No iba a consentir que Kerri se saliera con la suya.

Al menos no del todo.

"Yo también puedo hacer cosas con la ayuda de la oscuridad."

La joven recién casada, levantó sus dos brazos y los dejó estirados, con las palmas de sus manos mirando hacia abajo. Cerró los ojos y, de toda aquella oscuridad que había estado reteniendo, tomó una pequeña parte. Aquella que estaba ligada a las saetas que ella había fabricado con la ayuda de sus camaradas.

De la punta de sus dedos salieron unos filamentos muy finos y oscuros que muy pocos podían ver. Sin perder la concentración – a pesar de sentir la presencia de su esposo a su lado – se unió a las saetas que los apuntaban. Cuando sintió que los poderes de Kerri empujaban las saetas, Ydánia abrió los ojos e hizo aparecer la mejorada barrera de oscuridad que, no sólo servía para defenderlos del fuego negro, también detenía proyectiles de otras índoles. Después, a los pocos segundos, hizo que las saetas de oscuridad volviesen a apuntar a Kerri y se clavasen en su cuerpo expuesto.

Tehr, a su lado, contuvo el aliento al igual que todos los presentes en aquel piso de la torre satélite y todos los demás diseminados por el lugar tan próximo a los acantilados. Ydánia abrió los ojos al fin para contemplar el daño de su ataque. La silueta oscura de una barrera fue lo primero que vislumbró seguidamente de los restos de las rocas al desintegrarse después de impactar contra la barrera oscura.

Y a continuación...

Ydánia fue incapaz de mantener el gemido de estupefacción y asombro dentro de su garganta.

Kerri, sobre aquella descomunal creación tecnológica, estaba completamente a salvo y sin ningún rasguño. A su alrededor, siete Banshees, habían sido atravesadas por las saetas. Pero éstas, en vez de estar heridas de muerte o muertas; estaban muy enfadadas por haber sufrido aquellos molestos pinchazos en diferentes partes del cuerpo defendiendo al que creían su amo y señor.

Cronos había dicho que Kerri era cada vez más poderoso y que tenía absoluto control sobre sus criaturas.

"Y, a pesar de saberlo, nadie ha contado con ello."

A su memoria acudieron las espeluznantes y horrorosas imágenes de la carnicería que aquellas mujeres propiciaron a los suyos en los Bosques Sombríos.

Su cuerpo tembló y creyó que iba a vomitar.

El sol seguía su rotación en el cielo veraniego.

Eran ya las doce de la mañana.

Kanian y Cronos todavía no se vislumbraban en el horizonte. 

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