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Capítulo doce

Cinco días antes: realidades


El campo de entrenamiento era un hervidero.

A su alrededor todos los Hijos del Dragón habían hecho una redonda imperfecta y animaban a su príncipe entre chanzas sin maldad alguna, llevados más bien por el cariño hacia su heredero al trono. Nïan, con la katana desenvainada y el cuerpo relajado, observó a su padre y a Hoïen. Malrren se unió a los dos hombres más grandes que existían sobre la faz del continente y sonrió.

La princesa Galidel, frente a él y completamente seria, se había puesto en guardia con dos espadas cortas en sus pequeñas y femeninas manos. ¿Qué sabría de cuitas una princesa de Senara? Según lo que su mentor Mequi le había enseñado, las princesas de la otra parte del continente no tenían por qué saber defenderse. Su madre también le confirmó aquello alegando que una señorita de alta cuna sólo debía aprender a ser una dama de la alta sociedad, cumplir con su deber y saber hacer las labores más refinadas de un hogar además de obedecer a su esposo.

Mas, gracias a los Dioses de la Creación, su madre había sido un poco el polo opuesto a esa "ley" y había llegado a adaptarse a las costumbres de los Hijos del Dragón y a la libertad de la mujer en un mundo que no únicamente era de hombres. ¿Qué sabría, por consiguiente, esa princesita? Cierto que era una mestiza y que el rey de Senara era uno de los suyos, un noble guerrero de gran corazón y diestro en las armas y en el gobierno; mas dudaba que ella estuviese a la altura.

¿De verdad creía que tenía alguna posibilidad de vencerle?

¿A él? ¿Al dragón destinado a reinar?

- ¿No vais a poneros en guardia? - le preguntó ella con el ceño fruncido.

- ¿Acaso debería? - dijo socarrón mientras algunos reían por lo bajo y algunas mujeres se mantenían en silencio observándola. Evaluándola mejor dicho.

Sus palabras llenas de sarcasmo no parecieron gustarle a la princesa que, abandonando su guardia, corrió hacia el con gran velocidad dispuesta a atacar en primer lugar. Nïan, que a pesar de todo estaba atento a sus movimientos, separó las piernas y se colocó en posición. Galidel atacó con la espada de su mano derecha directamente hacia su cuello y él se apartó con una finta elegante y llena de florituras. Cuando se giró, esperó que ella se encontrara a cuatro pasos de distancia sobre él.

Pero se equivocó.

La joven, con la mirada encendida, estaba a escasos centímetros de su persona con la espada de su mano izquierda apuntando a su estómago. Con un chasquido de lengua, Kanian bloqueó aquel ataque con su arma y aferró su antebrazo derecho cuando la otra arma letal que portaba la mestiza estaba casi encima de su cuello.

- ¿Aún me subestimáis? - masculló la princesa mientras hacía fuerza con sus dos brazos para desembarazarse o de su mano o de su arma fabricada por el maestro armero Acero, el mejor de todos los tiempos.

Él no respondió cuando hizo presión para apartar su espada izquierda y la empujó a un lado con el brazo. La muchacha estabilizó su equilibrio en un santiamén y la concurrencia enloqueció ante aquella guerrera tan buena. Kanian, excitado ante tan buen oponente, sonrió y dejó que su cuerpo se aclimatara a su estatus natural en las batallas. Ya no se iba a andar con chiquitas. Aquella digna rival no se lo merecía.

- Sois buena - la halagó mientras sentía el típico cosquilleo que le provocaba siempre un buen combate.

- Os dije que nadie me había vencido en cinco años - le recordó.

- Bueno, pues siento deciros que yo romperé esa estadística tan buena.

- Sois un creído - masculló ella y se abalanzó hacia el con las dos hojas por delante.

Ahora los aceros de los dos comenzaron a besarse mutuamente. Las chispas saltaban por los aires y el sonido de metal contra metal se unía ante los comentarios de toda su gente que contemplaba aquel espectáculo haciendo mil y una apuesta sobre el vencedor. Aunque todos sabían quien sería el victorioso sin necesidad de seguir contemplando la contienda.

"Yo no voy a perder."

Por supuesto que no. A él no lo había ganando nunca nadie. Ni siquiera Hoïen o su padre Varel.

Nadie.

Jamás.

Giro de cuerpos, sudor, jadeos, más sudor, tierra pegándose en el cuerpo; Nïan estaba disfrutando aquel combate mientras veía el esfuerzo de Galidel y sus ganas por no dejarse vencer. Su técnica era más que notable y ahí el joven príncipe pudo ver la mano del rey Phoxi. Su padre la había instruido bien y no tuvo duda alguna de ello cuando la joven lo golpeó de forma sucia en la espinilla con una patada magistral. Nïan perdió el equilibrio y retrocedió tres pasos perdiendo su espacio vital en la pelea.

Aquello hizo que la mirada azulada de él se tornara más oscura, sobre todo cuando una patada muy dolorosa en su estómago estuvo a punto de darle de lleno. Se acabó el juego - pensó mientras recuperaba el equilibrio y se lanzaba contra Galidel a una velocidad demencial. La cara de ella cambió de forma radical al ver - o casi ver - como él se acercaba a ella como una centella y la atacaba sobre su flanco derecho que lo tenía desprotegido después del intento de patada fallido.

A duras penas, la mestiza bloqueó su ataque, pero en su afán por no ser cercenada con el acero de él, Nïan aprovechó que tenía las dos armas en su lado derecho para atacar su lado izquierdo. Con la mano libre, el joven dragón golpeó su cadera expuesta con cierta fuerza y ella perdió fuerza en las manos. Kanian, cogió entonces su espada con las dos manos y girando sobre si mismo desarmó a la princesa.

La joven, derrotada y dolorida, cayó al suelo de rodillas para aferrarse el costado lastimado y todos los presentes estallaron en vítores por la victoria inmaculada del heredero al trono y, por encima de eso, por el gran combate que habían tenido el honor y el placer de presenciar.

- ¿Estáis bien? - le preguntó a la princesa yendo hacia ella y acuclillándose frente a ella.

Galidel no respondió y lo miró con los ojos llorosos. Nïan se quedó fascinado ante esa mirada orgullosa. A pesar de haber perdido, ella no estaba dispuesta a dejarle ver su debilidad. Como buena guerrera, no tenía ninguna intención de reconocer que le había hecho daño o que el golpe le dolía. Era valiente, sólo alguien así habría tenido las agallas suficientes para desafiarlo. Un extraño y fuerte latido martilleó su corazón.

"Mi corazón"

El joven se llevó la mano al pecho y sintió sus latidos. ¿Por qué sentía que eso estaba fuera de lugar? ¿Por qué sentía extraño sentir su peso y su calidez?

- Habéis sido el justo vencedor - dijo ella y aquellos extraños pensamientos desaparecieron.

- Habéis luchado bien. Siento mucho haberos valorado injustamente. Sois una luchadora fascinante.

- Pero no he sido capaz de venceros - murmuró abatida.

- ¿Y eso sería tan malo? - preguntó él con cierta picardía. Ella se ruborizó cuando él colocó la mano derecha sobre su costado lastimado. El calor característico de la magia innata recorrió su palma cuando invocó su poder sanador y se lo transmitió a ella.

La princesa lo contempló anonadada mientras él curaba su costado lastimado. Nïan apartó la mano cuando la sanó y ella, fascinada, lo observó con los labios semiabiertos. Kanian deseó besarlos.

- No lo sé - respondió Galidel al final mientras él la ayudaba a levantarse y, como un caballero, la llevaba de la mano al lado del rey y de la reina de Sirakxs.

Varel y Criselda lo miraron con orgullo mientras Kanian, como el mejor cicerón, se acercaba a sus padres para presentarles a su futura prometida.

A la futura reina de Nasak.

***

El sol estaba bajo y su luz casi crepuscular bañaba completamente los jardines del Palacio de Sílex. Toda la corte de los Hijos del Dragón y los hombres y mujeres del ejército del rey estaban congregados allí, testigos presenciales de la inminente ceremonia que estaba a punto de efectuarse.

El intercambio de sangre.

La promesa final para los Hijos del Dragón.

En una tarima de mármol blanco, rodeada de columnas jónicas sin techumbre y con enredaderas en su cuerpo sólido y esbelto, Nían contempló a los reyes de Sirakxs ataviados con sus mejores galas. Varel se había enfundado su magnífica armadura de zafiros, sus garras ceremoniales de topacio y sus zarcillos de aguamarina que combinaban a la perfección con su ojo azul y destacaban a su vez el castaño del otro. Sobre su cabeza, su corona de oro blanco profería destellos blanquecinos por la luz solar.

A su lado, entrelazados sus brazos, Criselda estaba más espléndida que su esposo si tal cosa podía ser verdaderamente posible. Su largo cabello castaño, entretejía un complicado peinado donde las trenzas eran las auténticas protagonistas además de las perlas y las mariposas de jade que le decoraban ciertas zonas de la cabeza. Su cuello descubierto por el escote de pico de su vestido ámbar, permitía ver parte de su piel algo tostada por el sol siendo éste atuendo ceñido de cintura para arriba y ancho de cintura para abajo. La falda, pegada a la parte de arriba con un cinturón de esmeraldas, revoloteaba suavemente entre sus piernas.

Sus ojos verdes como el jade parecían más verdes aún gracias al kohl que le resaltaba los ojos y él supo que los suyos también se verían más azules por la negra línea que le delineaba la parte baja de sus ojos.

El príncipe, con Malrren a su lado, miró por encima de su camisa de seda azul eléctrico cuando sintió la llegada de su futura prometida. Se le secó la garganta. Estaba hermosísima. El cabello castaño estaba echado hacia atrás y graciosas trenzas decoraban tanto el lado derecho como el izquierdo de su cabeza y dos peinetas de diamantes las unían por detrás. Su vestido era completamente blanco con corsé y falda ancha con volantes. En el corsé, centenares de perlas decoraban su contorno mientras un bordado de rosas de hilo plateado era el dibujo de su falda.

Sus brazos, desnudos, descansaban a sus costados mientras que en su cuello había un fino colgante de plata y cuarzo rosa y en sus orejas unos pendientes de diamantes. Si por la mañana le había parecido encantadora y bella con su atuendo de guerrera, ahora la veía como una Diosa; como una mujer digna de ser venerada y cuidada como el mejor de los tesoros. Y los dragones eran muy codiciosos y les encantaban las piedras preciosas. O, al menos, eso decían los libros de la biblioteca que dejaron los primeros Hijos.

- Es la hora - le susurró su mejor amigo y Kanian, hipnotizado ante la mirada miel de Galidel, le ofreció su brazo y ella lo tomó con un gesto agradecido.

Los dos, del brazo, caminaron por el pasillo que habían formado ante ellos los guerreros más poderosos de Sirakxs. Todos, ataviados con sus toscas armaduras sin ornamentación, miraban a su príncipe y a su futura princesa caminar hasta la tarima de mármol donde los esperaban los reyes y los generales de Varel con sus correspondientes armaduras como las escamas de un dragón y sus garras a juego en las manos.

Nïan y Galidel subieron los tres peldaños para llegar hasta la superficie blanca de la tarima y, sin soltarse las manos, se colocaron uno frente al otro. El silencio era sepulcral mientras las olas del Jonko rompían contra las rocas de los acantilados. Kanian y la princesa de Senara se arrodillaron sin soltar sus manos y Malr se colocó tras de él mientras que la reina Criselda se colocaba detrás de la descendiente de la estirpe de su hermano Iarón quién hacía años ya no formaba parte de aquel mundo después de haber vivido una vida plena, larga y feliz con su esposa Chisare.

Malrren, sabedor como todo Hijo del Dragón del procedimiento de un ritual de intercambio de sangre, le ofreció el puñal con empuñadura de lapislázuli con tiento de no cortarse con la afilada hoja y él lo cogió. La hoja de hierro, limpia y afilada, brilló entre sus dedos mientras colocaba la palma de la joven mestiza boca arriba entre su mano y cortaba limpiamente su tersa piel con callosidades por el uso del acero. Soltando el puñal a su lado, el príncipe se inclinó y bebió la sangre que salía del corte.

Incorporado de nuevo y con la espalda bien recta, Galidel, sin dejar de mirarlo a los ojos, cogió el puñal con empuñadura de jade de manos de su madre y cortó su palma. Nïan reprimió su magia innata de sanación y permitió que la sangre saliera de su profundo corte completamente recto. Ella se inclinó y sintió un cosquilleo en su palma firme e inmaculada, sin cicatrices y sin callos. Sus labios eran cálidos y un ligero rubor coloreó sus mejillas.

Un extraño dolor recorrió su corazón al sentir como ella bebía su sangre; esa que sólo se entrega a la persona que se ama de corazón. ¿Él la amaba? No lo sabía, pero no le era para nada indiferente. En absoluto. Y, a pesar de todo, sentía que aquello no era correcto; que no debía dejar que esa princesa lamiera su herida como tampoco debía él dejar una cicatriz perpetua en su palma tal y como era tradición en vez de hacerla desaparecer por completo.

Los dos príncipes unieron sus palmas sangrantes para mezclar sus fluidos vitales y algo en él pareció romperse. Una imagen sumida en una potente luz invadió su cerebro y sus ojos vieron la silueta de una joven que le daba la espalda bajo la luz de la luna y las estrellas. Su espalda estaba desnuda y su cabello castaño le llegaba a la altura de los hombros. La brisa marina se los despeinaba y él no podía dejar de pensar lo bella que era, lo hermosa que era su anatomía.

Quería acercarse a ella, nadar a su lado en el agua fresca del mar primaveral; olvidarse por un momento de lo que se proponía hacer y de los demonios del pasado que lo atormentaban. Su presencia lo hacía sentir sereno.

En calma.

Ella lo hacía sentir humano de nuevo después de cien años de encierro.

- ¿Kanian?

La voz de Malrren hizo que se levantara del suelo y la imagen de esa joven se desvaneció y apareció el rostro de la princesa Galidel que también se estaba incorporando. Nïan soltó su mano y le sonrió mientras todos los presentes se retiraban ha sus respectivos quehaceres en absoluto silencio para no romper la solemnidad y la importancia del momento. Mientras algunos se juntaban en grupo para hablar en voz baja, Kanian se apartó de todos ellos para que nadie pudiera ver las lágrimas que caían de sus ojos.

¿Por qué estaba llorando?

¿Por qué deseaba que esa mujer de su visión estuviese a su lado?

Algo le decía que aquello no era lo correcto. Que debía salir de allí y regresar. Pero, ¿regresar a dónde?

***

El lápiz cayó de entre sus dedos cuando vio algo insólito.

Jamás había visto nada semejante en alguien que estuviese bajo los efectos de las drogas. Ydánia, la encargada de velar aquella noche el sueño eterno del príncipe dragón, contempló perpleja como lágrimas de sangre caían de sus ojos cerrados y descendían por sus macilentas mejillas.

La muchacha dejó los informes en los que estaba trabajando y se acercó al reo. ¿Acaso la droga estaba afectando al metabolismo del Dragón? ¿O tal vez su organismo estaba intentando expulsar aquel veneno? No, eso no era posible. En ningún momento dejaba la droga de introducirse en su organismo mediante los tubos conectados en sus brazos, así que era totalmente imposible que su magia lo pudiese sanar si estaba anulada las veinticuatro horas del día.

¿Entonces por qué lloraba?

¿Por qué sangre y no lágrimas?

"Tal vez sea por que está sufriendo."

La científica negó con la cabeza. Aquello era absurdo; su droga era paradisíaca, afrodisíaca en pequeñas dosis. Los sueños y las irrealidades que ella creaba en las mentes de sus víctimas siempre eran placenteros porque atacaban aquella facción del cerebro que contenía los buenos recuerdos y los deseos de las personas. No era viable que Kanian sufriera en su alucinación.

Sería una anomalía.

Ydánia, con su túnica negra de nigromante, se agachó para recoger el lápiz y apuntar aquello en el diario del experimento nº 7102 que correspondía al primo del rey Kerri. La muchacha iba a escribir el fenómeno cuando unos ruidos espantosos procedentes de la planta de arriba llamaron su atención. Sus ojos grises miraron el techo y las llamas de las lámparas y los candelabros titilaron. Un escalofrío recorrió su espina dorsal y se apartó de su mesa de trabajo. ¿Qué estaba sucediendo en la cuarta planta? ¿Habría algún tipo de problema?

La joven miró al hombre atado. De sus ojos aún salían lágrimas sangrientas. De nuevo miró al techo y un nuevo sonido hizo que diera un respingo. ¿Estarían de maniobras? No, era demasiado tarde para ello. Normalmente, los simulacros de batalla lo hacían a horas más tempranas y solían avisar a la comunidad científica para no asustarlos.

Ydánia salió de la sala con un candelabro en la mano y sin molestarse en cerrar la puerta con llave alguna puesto que éstas se cerraban y abrían solamente ante las vibraciones mágicas de un mago negro. La joven recorrió el pasillo en el más absoluto de los silencios y sin encontrarse con ninguna alma descarriada.

Todos dormían.

Seguramente únicamente ella había escuchado aquellos sonidos tan extraños y fuera de lugar.

La científica avanzó con la compañía del sonido de sus sandalias de cuero y contempló la boca de oscuridad de la escalera principal que conducía al piso de arriba: donde se encontraban los barracones de los soldados que el rey Xeral dejara en el pasado para proteger su sede ante cualquier peligro y que el nuevo monarca mantenía en funcionamiento. Tragando saliva, la chica avanzó sin vacilar hacia delante y subió los peldaños de las escaleras con el corazón martilleándole los tímpanos.

"No es nada. Seguro que todo está bien. No debes preocuparte."

Claro, sería algún incidente sin importancia, mas se quedaría mucho más tranquila una vez averiguara el origen de aquellos fuertes estruendos para luego, aliviada, regresar al lado de aquella cobaya medio humana medio dragonil. Debería anotar el incidente de la sangre y limpiarle el rostro: alguien tan hermoso no debería tener las mejillas sucias.

Subido el último escalón, Ydánia sintió la presión conocida de una barrera protectora. Ésta, al notar el calor de una presencia viva, se manifestó y símbolos violetas se hicieron visibles sobre un círculo del mismo color. La joven colocó la palma de su mano en el étero escudo y éste la reconoció y le permitió la entrada. Ydánia traspasó el dispositivo de defensa y caminó por el pasillo completamente a oscuras.

Eso la extrañó. En todas las plantas había lámparas encendidas en las paredes cada cierta distancia para iluminar aquel lugar subterráneo donde jamás entraba la luz del astro rey; la luz de Urano, el Dios del Mundo. Un mal presentimiento la recorrió de arriba a abajo mientras avanzaba despacio hacia delante.

- ¿Comandante? - llamó a Esoey, el oficial al cargo del ejército que allí residía -. ¿Hay alguien ahí?

Nada.

Silencio.

Ydánia giró hacia la izquierda sin evitar que una creciente angustia la dominara cada vez más. En pocos segundos dejó de ir caminando y comenzó a correr hacia el puesto de guardia del cuarto piso. En su carrera, con el candelabro en la mano y sin ver nada más que lo que alumbraba éste, tropezó con algo y no pudo evitar caer al suelo de bruces. El candelabro voló lejos de ella y las velas se apagaron de golpe. El sonido del hierro hizo eco en el pasillo durante largos instantes y Ydánia intentó incorporarse.

Algo pegajoso le cubría la túnica, el cuello y las sandalias. La nigromante se quedó arrodillada esperando que sus pupilas se acostumbraran a la luz y, al hacerlo vio que una especie de líquido espeso manchaba el suelo y que se dirigía hacia una de las estancias más grandes y abiertas en la roca. Como si alguien tirase de ella, se incorporó con la ayuda de la pared y, con paso comedido y la angustia cernida en su garganta, Ydánia avanzó por el pasillo hasta una bifurcación. Las manchas del suelo se dirigían hacia la derecha y ella siguió el pasillo donde, al final de todo, atisbó una pequeña luz mortecina.

Avanzó y avanzó apoyando las manos en la pared con la respiración agitada y el corazón encogido. Estaba a punto de llegar; ya faltaba poco.

Muy poco.

Y, de repente, todo se tiñó de rojo y de cadáveres frente a sus ojos bajo las luces de las lámparas que se sostenían en las bigas. Una montaña de cuerpos estaba amontonada en el centro de la sala y la joven se quedó paralizada. Aquel líquido pegajoso de los pasillos era sangre; la sangre de todos los soldados que protegían aquellos muros escondidos de los ojos de los Dioses.

Y estaban todos muertos.

Despedazados y mutilados con grotescas muecas en sus rostros carentes de vida.

- No te muevas - dijo una voz en su oído a la vez que en su cuello se instalaba la fría y letal hoja de un sable -. Si lo haces, te mataré.

Ydánia, conmocionada y con lágrimas de terror, no se habría ido muy lejos aunque no la estuviesen amenazando. ¿Qué podría hacer asustada como estaba y completamente manchada de sangre?

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