Capítulo cuarenta y cuatro
Kalitralel
La mañana era tranquila y bastante fresca a pesar de estar acercándose la estación estival y era de agradecer que el viento que le recorría por el cuerpo refrescara su cuerpo sudoroso. Nïan, sin darse un respiro para secarse el sudor de la frente, aceleró en su carrera y esquivó las raíces de un abeto de un salto para virar rápidamente a la derecha y evitar la rama baja de un pino que a punto estuvo de golpearlo en la clavícula.
No muy lejos de él escuchó reír y silbar a Vlakx y Qiltarkx que, con soltura, lo adelantaron en un santiamén esquivando los obstáculos del Salón de Juegos. Con ese nombre tan inofensivo y cándido, los primeros hijos llamaban a una zona encantada del bosque Karal'sat por Zingora. Para que sus descendientes tuviesen un lugar digno para mejorar y poner a prueba sus habilidades, el dragón azul había dotado de vida a una zona profunda y muy frondosa del bosque. Y allí, cada mañana, se echaban carreras para mejorar los reflejos, la versatilidad y la flexibilidad de toda aquella nueva raza.
Y, a más a más, para divertirse un tanto, descargar tensiones y desahogar parte de las rivalidades patentes sin derramar ni una gota de sangre.
Nïan, flexionó las rodillas para dar un buen salto encaramarse con las manos a una rama, darse impuso y poder ponerse a la altura de sus dos antecesores. Vlakx, con una sonrisa ladina, le sacó la lengua mientras curvaba la espalda para esquivar otra rama de almendro. Aquel hombre tenía veintinueve años y era alegre y vivaz. Su cabellera dorada con tintes rojizos brillaba a la luz de los rayos solares que entraban en aquel lugar cuando los árboles se movían y dejaban que el astro rey se manifestase unos instantes.
Sus pies descalzos parecían volar en vez de correr y Kanian sintió una punzada de celos al verlos a los dos recorrer el Salón de juegos con tanta facilidad. Cierto era que ellos portaban haciendo aquello desde que eran capaces de correr, pero él siempre había creído que era capaz de aprender a hacer cualquier cosa en poco tiempo.
Se equivocaba.
Una rama silbó en su oreja derecha y Nïan no pudo esquivarla por completo y algunas ramas más pequeñas que sobresalían de la principal le arañaron el pómulo. Su magia enseguida sanó su piel irritada y eso le hizo soltar un reniego. Le molestaba sobremanera no estar a la altura de la mayoría de los primeros Hijos y mucho menos era capaz de soportar la mirada reprobadora de Zingora al otro lado del Salón de juegos.
- ¡Vamos, Kanian! ¡Hasta las viejas humanas corren más que tú! - gritó jocoso Vlakx. Qiltarkx se rió con saña y de forma burlona y, en un gesto de pomposidad hacia él, se dio media vuelta en carrera, le enseñó el dedo corazón y dio un salto mortal hacia atrás sorteando así dos grandes raíces que se levantaron al notar su presencia. Su cabellera hasta los hombros de color castaño claro brilló como la miel bajo el sol y su mirada ambarina no le quitó las pupilas de encima mientras esquivaba los árboles.
El joven dragón ignoró aquel gesto grosero y decidió no prestarles atención y seguir con el kalitralel, si es que a correr por un bosque encantado se le podría llamar "entrenamiento". Aunque ese no era su único entrenamiento: también estaba aprendiendo la lengua de los dragones y el propio idioma de Yurakxis.
El primer término que le enseñó el padre de su raza fue kalitralel que, si bien se podía traducir como entrenamiento, no era eso bien bien lo que quería decir aquel significante. Tras esa palabra había un complejo significado y simbolismo. El kalitralel simbolizaba el camino que debía recorrer todo dragón joven de la mano de un dragón ya adulto para poder acceder a la madurez. Ese aprendizaje era el paso que debía recorrerse a través de los años incluso después de terminar el propio kalitralel.
Él, como rara excepción, había comenzado a entrenarse antes de la edad estipulada por los dragones - que eran los trescientos años - y, para más inri, debería terminarlo antes de los mil. Eso no parecía satisfacer demasiado a Zingora pero, al haberle dado su palabra de dragón, ya no podía quebrantarla. Todos los dragones tenían una altísima moral y no estaba en su ética romper una promesa una vez pronunciada. Él se había comprometido a enseñarle lo más importante en el menor tiempo posible y Nïan se esforzaba al máximo para intentar que aquel tiempo fuese el menor posible.
Y parecía que todo caía en saco roto.
Sólo avanzaba - al igual que Gia - en el aprendizaje de las dos lenguas. Su compañero de viaje, al haber sido un Dios antaño, había conocido todas las lenguas de los mundos en los que había sido adorado y ahora simplemente se dedicaba a quitarle el polvo a esos recuerdos que guardaba en su mente. Él, gracias a su magia innata, asimilaba todos los términos a la perfección aunque lo más complejo era entender y absorber el simbolismo que había en las diferentes palabras del idioma de los dragones y las diferentes cargas de moralidad que tenían algunas palabras.
El entrenamiento era harina de otro costal.
Seis meses. Llevaba seis meses en el pasado y todavía no le habían enseñado nada grandioso o espectacular que sólo un dragón pudiese poder hacer. Lo único que se limitaba a hacer era a correr por las mañanas y a luchar con la espada por las tardes y nada le salía a derechas.
Mal que le pesase, los primeros Hijos eran más fuertes que los Hijos del Dragón de su época y, también, más fuertes que él cuando estaban en igualdad de condiciones. Sin magia, Kanian parecía un crío de pañales sin más habilidades que un simple aprendiz de guerrero. La lucha a muerte que tuvo con Kerri en Mazeks palidecía con las habilidades y los combates que ofrecían los primeros Hijos entre ellos o... con él.
Su versatilidad a la hora de moverse y su cuerpos tan flexibles se fundían con el arma que empuñaban y, por primera vez en su vida, pudo entender aquella frase que todo espadachín o guerrero en general solía decir: tu arma tiene que ser una extensión de tu cuerpo.
En ellos lo era.
Jamás había sido testigo de algo semejante. Fuese el arma que fuese que empuñase hombre, mujer o niño, era en todo el sentido de la palabra, parte de su cuerpo. La unión que había con ellas era perfecta y él, por mucho que entrenaba y los observaba, era incapaz de comprender cómo eran capaces de obtener aquella fusión armónica. Al principio creyó que se debía a sus armas. En aquella época todavía no se había descubierto el hierro y todas las armas eran de bronce; fabricadas todas en un equilibrio perfecto y con una resistencia extra que el bronce por si sólo no tenía.
Cuando supo desenvolverse con cierta soltura hablando en la lengua de los dragones - lengua oficial de los primeros Hijos - y cierta confianza en él mismo y en que los demás habitantes del bosque lo toleraban un tanto; fue a visitar al maestro armero y le preguntó sobre el metal que usaban. Iruk, un hombre de mediana edad físicamente pero con ciento veinte años a sus espaldas, le explicó que a la aleación de cobre y estaño le añadía escamas de dragón del mismísimo Zingora. Aquel extra le daba al metal más resistencia, mejor filo, equilibrio y mayor plasticidad.
- ¿Podría hacerme una arma para mí? - le habría preguntado tremendamente interesado. Aquella aleación era más poderosa que el hierro normal.
- No - dijo Iruk tajante y, sin dejarle protestar, lo echó de allí.
Kanian contuvo el aliento mientras continuaba corriendo y esquivando la naturaleza viva del Salón de Juegos. Sabía que no era bienvenido en Karal'sat y eso lo complicaba todo más a la vez que lo hacían sentir miserable y débil. Sus antepasados no lo respetaban y lo toleraban porque así lo había ordenado su padre. Todos desconfiaban de él, no podían concebir la aparición de un dragón - cuando se suponía que no había más que uno - y de vaya usted a saber dónde. Para preservar el futuro, ni Cronos, ni Zingora ni él mismo habían dicho de dónde había salido y para qué había ido allí. A causa de la escasa información, todos recelaban. Creían que podría ser un experimento de los elfos, un dragón entrenado por ellos para atrapar a Zingora o algo mucho peor.
El aparecer sin saber hablar la lengua originaria de su raza, hizo que la desconfianza fuese mayor a la vez que sus parcas habilidades completamente inferiores a las suyas. Tampoco ayudaba el hecho de que Zingora lo tratase como a un polluelo de dragón. Giadel, en cambio, era mucho más aceptado por su dominio de la lengua y por el aura que desprendía. Los primeros Hijos eran muy supersticiosos - como todos en Yurakxis en aquellos tiempos - y también poseían ciertas habilidades que los Hijos del Dragón del tiempo presente habían olvidado. Y una de estas habilidades era el percibir los poderes sobrenaturales de los seres vivos.
En Gia sentían la brillantez y la parte divina de su alma y, por ello, más que un ser mortal como ellos, creían que era una especie de espíritu de tierras lejanas que ellos no conocían.
"Al menos uno de los dos puede ir y venir sin problemas."
Y eso hacía.
A pesar de los seis meses que portaban en el pasado, Nïan había sido incapaz de sonsacarle adónde iba en muchas ocasiones o cómo pretendía aumentar sus poderes divinos. Cronos, que solía permanecer en silencio después de que él le formulase sus preguntas, negaba con la cabeza antes de decirle:
- No te preocupes por mí y presta atención a las palabras de Zingora.
- ¡Ya lo hago! - protestó él -. Hago todo lo que me dice y parece que no es suficiente.
- No, no lo haces. Te limitas a hacer lo que harías si fueses una persona normal y corriente, cosa que no eres. Debes centrarte en sus otras palabras.
- ¿En eso de que sea un dragón? ¡Sí ya lo soy!
- No, no lo eres. Al menos no en el sentido en el que él lo dice.
Nïan, gruñendo enfurruñado mientras plantaba bien sus pies desnudos en la tierra y aceleraba más y más, escuchó en su mente las palabras que Zingora le repetía todos los días desde que empezó el kalitralel:
- Debes dejar salir al dragón. Tienes que ser un dragón en todos los aspectos para sacar tu verdadero ser.
Muy bien y ¿qué significaban esas palabras? El padre de su raza no se refería a transformarse en dragón. Y, si no era eso, ¿qué era? ¿Qué era ser un dragón en todos los aspectos sin estar en esa forma? No lo sabía. Era incapaz de entenderlo.
- Hasta que no seas un dragón, no podrás avanzar.
La vegetación frondosa de esa zona del bosque se fue aclarando y Kanian, al fin, vio la salida. Cuando atravesó los últimos metros vio sin asombro y sí con frustración y amargura a Vlakx y Qiltarkx bebiendo agua de un odre. Zingora - en su forma humana - lo observaba sobre una roca redonda con las manos cruzadas. Sus ojos azules mostraban la misma decepción de todos los días y, sin decirle ni una palabra, abandonó su lugar y se marchó.
Otra mañana más, había fracasado.
***
En un recóndito lugar del bosque Karal'sat se alzaba el poblado de los primeros Hijos. Su nombre era Elamurk que en su lengua significaba "hogar oculto". Tal era así que las viviendas se confundían con el entorno de manera magistral. Las casas parecían haber nacido de la tierra y ser familia de los árboles autóctonos y de la vegetación que rodeaba aquel paraje escondido. Los tejados eran enredaderas entretejidas, otros eran las raíces con musgo de un pino, las paredes podían ser de piedra o madera y la altura dependía de la funcionalidad de cada edificación.
La "casa" de Zingora - el lugar donde Conros y él mismo se hospedaban - era una cueva natural que había en una parte de la cadena montañosa donde se encontraba el bosque y se encontraba a la misma altura que el poblado. La entrada estaba oculta por un cortinaje de enredaderas en flor y, sobre la parte rocosa que hacía por dentro de techo, en el exterior era una parte más del bosque donde crecían almendros, campanillas, violetas y muchísimas otras variedades de flora.
Elamurk contaba alrededor de ciento ochenta habitantes de los cuales ventaseis eran hijos naturales de Zingora con la humana Ar'kina. Por lo que le había contado el dragón, hacía casi los doscientos cincuenta años desde que su primer hijo Zaggar había nacido en aquel mundo. Poco a poco, sus hijos se fueron apareando y la nueva raza se fue reproduciendo a un ritmo constante, proviniendo así todos de un mismo árbol genealógico y evitando contaminar más la sangre de dragón que corría por sus venas. Gracias a ello, vivían una media de trescientos años, cien más que los Hijos del Dragón de su era.
El último de sus hijos, Alakëm, sólo tenía dieciséis años y era el único que vivía con ellos en la cueva y, además, el único que no parecía recelar de él y que lo trataba con gran amabilidad. Su corazón era sumamente bondadoso y en él no había grandes dosis de belicosidad y, por ello, tampoco era muy respetado entre los suyos. Tal vez fuese por eso que era simpático y amable con él, porque entendía perfectamente lo que significaba que se burlasen de uno y el no tener el respeto de nadie.
Su habitación estaba sumida en la semioscuridad. Una pequeña lámpara ardía con tuétano en su interior iluminando las paredes rugosas de la cueva decoradas ricamente con frescos y tapices. Las llamas hacían brillar la vaina de Zingora y el joven dragón no le quitaba la vista de encima. En esos seis meses, jamás había luchado con nadie empuñando la katana de su padre. Se sentía indigno de usarla siendo tan débil.
Si su padre estuviese allí ¿habría sido un total fracaso como él? ¿Habría entendido las palabras enigmáticas de su antepasado?
"No estoy progresando nada. Y, si no lo hago, no podré vencer a Kerri."
La desazón se hizo camino dentro de su alma. Si al menos estuviese Gali a su lado, todo no se le haría tan cuesta arriba. La mestiza, con su optimismo y su vitalidad, lo abrazaría y lo reconfortaría para darle ánimos. Le diría que no se rindiese, que era fuerte y poderoso y que podría lograr todo aquello que se propusiera si se esforzaba.
"Ya me estoy esforzando. ¿Qué más debo hacer?"
- ¿Kanian? ¿Estás aquí?
El susodicho se dio la vuelta y, ante la puerta entornada, apareció la figura largirucha y juvenil de Alakëm. Ataviado con unos pantalones de cuero oscuros, botas hasta las rodillas y una camisa negra, sus ropajes no se diferenciaban mucho del estilismo que usaban los Hijos del Dragón en la época de Varel. En sus orejas lucía dos zarcillos de amatista y en sus muñecas había dos pulseras de cuero trenzadas con cuentas de cristal. Su cabello corto y azul muy oscuro poseía el mismo volumen indómito de Zingora en su forma humana que casaba perfectamente con su rostro hermoso y aniñado por su juventud.
- La comida está lista - le informó el chico con una media sonrisa.
- Gracias, Alakëm - dijo Nïan apartándose de la mesa donde reposaba su katana.
- ¿Es tu espada? Jamás había visto una tan delgada.
- Desenfundada lo es aún más - le aseguró.
- ¿De veras? ¿No se romperá entonces?
- No. Esa katana a matado a un centenar de enemigos y no tiene ni una sola mella -. La nostalgia y la tristeza se abrieron camino a través de su voz -. Era de mi padre.
El chico asintió en silencio y dibujó una sonrisa comprensiva. Él no recordaba a su madre puesto que Ar'kina murió cuando él todavía no tenía ni un año de vida y, por lo tanto, comprendía el dolor de Nïan.
El joven príncipe no sabía cómo romper el silencio cuando unas voces inteligibles se hicieron eco por el pasillo. Nïan y Alakëm salieron de sus propios pensamientos y abandonaron el dormitorio del primero a paso ligero hacia el salón principal, el lugar donde se estaba desarrollando aquel griterío.
- ¡Aquí está! - dijo una voz varonil mientras un dedo lo señalaba nada más entrar a la gran estancia.
Kanian, confuso, observó al dueño del dedo - que no era otro que Qiltarkx - antes de volverse hacia Gia y la demás concurrencia.
- Nïan - dijo el mestizo nada más verlo. El hermano de Gali estaba acalorado y visiblemente enfadado.
- ¿Qué sucede? - preguntó frunciendo el ceño con Alakëm a la zaga.
- Pasa que hemos decidido que ya estamos hartos de tenerte por aquí, Balöv'il.
Balöv'il.
"Extraño" en la lengua de los dragones.
Así lo habían denominado todos los habitantes de Elamurk siendo Alakëm el único que lo llamaba por su nombre sin contar con Zingora.
- Ni tú ni nadie puede decidir eso - siseó Giadel mostrando su enojo sin tapujos. Kanian comprendía ahora el origen de las exclamaciones anteriores -. Tu padre le dió su palabra de dragón.
- Él no es de los nuestros. No sabemos nada de él y tampoco parece ser un dragón de verdad - afirmó convencido Qiltarkx con sus bellas facciones afeadas por el odio que había en ellas -. No lo queremos más aquí.
- No ha hecho nada malo - se quejó Cronos.
- Tampoco nada bueno - contraatacó Qiltarkx. La docena de personas que estaban tras él asintieron con la cabeza -. Por ello te exijo que te marches.
- ¡Hermano, son invitados de nuestro padre! - intervino Alakëm alzando la voz, algo que era muy raro en él.
- Cállate, escoria. Tú mejor que no digas nada - le espetó de malos modos usando el término "rel" que era el más denigrante que había en su lengua. Rel no sólo significaba escoria, también podía significar desgraciado, decadente o vergüenza en el sentido de que manchaba la reputación de alguien o el de un colectivo.
Eso era aquel pobre chico que no sabía desenvolverse con un arma en las manos, un rel.
Viendo que la situación se estaba descontrolando y que Gia iba a partirle la cara - o al menos intentarlo - a aquel sujeto, Nïan lo tomó del hombro y se colocó al lado de su amigo.
- Yo no voy a irme - le dijo fríamente a la vez que con calma. Qiltarkx dibujó una sonrisa irónica en sus facciones de trazos delicados pero tan fuertes como el mejor de los diamantes.
- Lo sé, por eso vengo a desafiarte a un combate - anunció con el consentimiento y los vítores de sus seguidores -. Si ganas tú - cosa imposible - te quedarás aquí hasta que gustes. Si gano yo, te largas al lugar del cual has salido antes de que te mate.
Giadel y Alakëm iban a protestar pero Kanian alzó una mano para detener sus diatribas. Ese duelo ya no podría detenerse; era algo que debería hacer para poder, al fin, ser aceptado. Sabía tan bien como Qiltarkx que él no podía obligarlo a marcharse mientras Zingora no decretase lo contrario, así que lo único que tendría que hacer era ir con el cuento al dragón y éste detendría aquella disputa.
No lo haría y Qiltarkx lo sabía.
Si quería ser uno más y ganarse el respeto de los primeros Hijos, debía aceptar el desafío y vencer fuese como fuese en combate singular.
- De acuerdo - aceptó sin titubeos en la voz.
- ¡No tienes por qué hacerlo, Nïan! - masculló Gia furioso para que sólo él lo escuchara.
- Sí que debo hacerlo. Si no, jamás podré ser uno de ellos.
***
El patio estaba a rebosar. Todos los habitantes de Elamurk se habían congregado en las gradas que rodeaban en un óvalo perfecto la arena de combate. En el centro, Qiltarkx, sin armadura alguna, saludaba a su público mientras unas cuantas mujeres lo alababan y lo animaban hasta desgañitarse. Kanian contempló la vestimenta que portaba su contrincante que era igual a la suya: pantalones de cuero rojos, chaleco negro, hombreras de cuero y brazales de bronce.
El joven dragón se miró los pies descalzos y sintió cómo la arena se metía entre sus dedos. En su mano derecha portaba su esbelta y fiel Zingora la cual no había vuelto a empuñar desde que llegó a Yurakxis. Apartó la mirada de la hoja desnuda de la katana y se volvió hacia la grada. En el lugar presidencial, Zingora lo observaba serio con Giadel a su lado como invitado de honor y con el resto de sus hijos directos.
El dragón azul no se había interpuesto entre él y su hijo, sabía que hacerlo era una mala posición para todos. Si se pusiese a favor de Nïan denotaría un claro favoritismo que sólo lograría perjudicar más la reputación que le habían otorgado los lugareños e insultaría a su hijo y le restaría autoridad dentro del clan.
No, el duelo era la mejor opción para todos.
Los gritos, los silbidos y las palmadas se hicieron eco en la arena y el hombre designado como maestro de ceremonias tocó un cuerno cuatro veces llamando la atención de los espectadores y de los combatientes.
- Hijos del Dragón - vociferó el hombre cuando se hizo el silencio -, nos hemos reunido aquí para contemplar el combate entre Qiltarkx y el Balöv'il para decidir si éste se marcha de nuestro hogar o se queda como uno más de los nuestros.
- ¡Fuera, fuera, fuera, fuera! - gritó la multitud de las gradas.
Qiltarkx sonrió satisfecho frente a él mientras jugueteaba con las dos hachas de mano que había escogido como armas para el duelo. Nïan contempló el filo afilado de aquel bronce especial y se colocó en posición defensiva calibrando su cuerpo y colocando su katana de tal modo que su punta apuntara hacia el suelo. El sol arrancó destellos en el hierro.
- ¡Que comience el combate! - exclamó el maestro de ceremonias a pleno pulmón.
La grada enloqueció y Kanian se concentró en su oponente. Qiltarkx, sabiéndose superior en todos los sentidos, salió disparado contra él. Sus pies desnudos levantaron una ínfima capa de arena y Nïan observó que las plantas casi no dejaban huellas en el suelo. ¿Cómo podía moverse de aquel modo?
Más por reflejo que por habilidad, Kanian bloqueó el hacha de su contrincante a la altura de su hombro izquierdo y, antes de que pudiese parpadear, Qiltarkx ya había apartado su hacha izquierda y, girando en semicírculo, lo atacó por su vientre desprotegido con su hacha derecha. Kanian, con su visión desarrollada, vió venir el golpe y se apartó. La tela de su chaleco se desgarró y uno de los cordones que lo ataban a su pecho se partió en dos.
La multitud enloqueció a la vez que Nïan comenzó a esquivar a duras penas una serie de golpes perfectamente dirigidos en el pómulo, la cadera, el muslo derecho o su cabeza. Los movimientos de Qiltarkx eran excelentes; estaban tan calculados al milímetro que parecían imposibles. Él y aquellas pequeñas hachas eran un solo ser y las manejaba con tanta soltura y maestría que Kanian - a su pesar - quedó maravillado.
¿Qué debía hacer? No podría vencerlo si no usaba su magia. Mas, si lo hacía después de pactar un combate singular estaría haciendo trampas. Lo único que podía hacer era usar sus poderes de dragón para acelerar su cuerpo y fortalecer sus músculos con hechizos sencillos. Convertirse en dragón tampoco era una opción.
¿Entonces, qué?
¿Qué podía hacer?
Los minutos pasaban y el sudor y el cansancio se acumulaban en su mente. Durante todo ese tiempo, lo único que había podido hacer había sido esquivar los golpes y los ataques de Qiltarkx y por muy poco. Si no hacía algo...
El filo de una de las hachas se clavó en su espalda, penetrando profundamente por su carne hasta llegar al hueso y partir algunas vertebras. Kanian gritó ante el dolor punzante que le recorrió por todo el cuerpo y martilleó su cerebro. Un torrente de magia se disparó para curar su herida mientras su oponente le propinaba una patada y lo apartaba así de su arma.
- Estoy cansado de este combate - le dijo mientras los huesos y la carne de su espalda se regeneraban -. Eres peor de lo que me esperaba y esta pantomima ya ha durado demasiado. Si no usas tu magia de dragón eres incapaz de vencer a nadie. ¡Eres débil!
Kanian rodó por el suelo evitando las dos hachas que se precipitaban sobre su costado vulnerable y se alzó para apartar e intercambiar golpes con Qiltrakx que, como un vendaval, no dejaba de atacarlo casi sin respirar. Al final, con sus dos hachas en forma de X, lo desarmó y Nïan vio como Zingora se escurría entre sus dedos y volaba por el aire hasta clavarse por la punta a cinco metros de él.
- Este es el fin - murmuró su contrincante con una sonrisa sedienta de sangre y venganza.
¿Así acababa todo?
¿Aquello era el final?
No, no podía terminar así. No podía perder porque eso equivalía a perder en su propio tiempo.
Perder era impensable porque implicaba la muerte de los suyos; de todos aquellos que se habían unido a su causa y que luchaban por devolverle el trono que los Dioses le habían profetizado. Perder era dejar a Kerri reinar en Nasak y dejar a su hijo nonato a su merced.
Perder aquí y ahora era perder a Galidel.
Su imagen apareció en su mente; hermosa y vital. Si estuviese allí le gritaría que no se rindiera, que luchara, que fuese...
"Un dragón."
Qiltrakx, con el rostro exuberante por la victoria, alzó su hacha para abrirle el pecho en dos cuando, con una velocidad imposible para cualquier ojo mortal, Kanian colocó su brazo en la trayectoria del arma. Se escuchó un ruido metálico y la multitud enmudeció al contemplar algo inaudito. El poderoso bronce del hacha del hombre se había partido en centenares de fragmentos mientras que el brazo de Nïan estaba completamente entero y sin un rasguño. Unas cuantas escamas azules saltaron frente a los ojos de un anonadado Qiltrakx.
Kanian, con unos ojos azules más inhumanos que de costumbre, barrió los pies de su oponente con una flexibilidad en los miembros superior a la de cualquier primer Hijo. Sin dejar que Qiltrakx se recuperase de la sorpresa y recuperase el equilibrio, se alzó y, con gran versatilidad, le propinó una patada que lo catapultó siete metros más allá de él.
El público, atónito, había enmudecido mientras Nïan, dándole la espalda tranquilamente a Qiltrakx iba a por su katana. Con la misma calma, desclavó su espada del suelo y, con un movimiento ligero de muñeca, se la lanzó a Gia que la tomó al vuelo.
- Ya no la necesito - dijo en un murmullo audible para todos. Una sonrisa imperceptible apareció en los labios de Zingora.
Sin moverse de su sitio, Kanian observó impasible la figura de su oponente. Qiltrakx, con la mano derecha desollada y sangrante, se incorporó con el rostro furibundo.
- Maldito bastardo - masculló airado -. ¡Te voy a destrozar!
- Inténtalo - lo retó sin moverse y mostrando todo su cuerpo completamente indefenso.
Con un grito rabioso, Qiltrakx se precipitó hacia él mientras Nïan contemplaba su avance con todos sus sentidos y tan despacio que comenzó a aburrirse, como si el tiempo del hombre se hubiese ralentizado en contraposición al suyo. Cuando estuvo a escasos metros de él con su única hacha agarrada con las dos manos, Kanian se internó dentro de su posición y le arrebató el hacha como el mejor de los ladrones.
- Pero qué...
Antes de que Qiltrakx pudiese terminar la frase, Nïan giró sobre sus pies - que casi no se apoyaban en la arena - y golpeó el rostro de su contrincante con la parte plana de su propia arma. El cuerpo del guerrero cayó fuertemente contra el suelo sin conocimiento. La arena de combate quedó completamente en silencio y todas las miradas se clavaron en él.
No le importó.
Era una dragón, él Dragón, y como tal poderoso y orgulloso.
Imbatible.
Su mirada buscó a Zingora y vio reconocimiento y aprobación en su iris azules.
Sí, al fin lo había comprendido. Por fin había podido ver aquello que su maestro quería decirle. Durante toda su vida había dejado su otro yo, al dragón de su interior, en un segundo plano y se había limitado a ser mas un Hombre que un Dragón. Su razonamiento, sus pensamientos, sus movimientos... todo dejaba fuera al dragón e incluso era racionalmente un Hombre cuando mudaba de piel por temor a descontrolar aquella parte salvaje de su ser que le nublaba el entendimiento.
Todo falso.
Ser un dragón no era ser salvaje: era ser algo más, otra cosa más poderosa y letal. Ser un dragón era una simbiosis entre naturaleza y poder. Ser un dragón era aceptar la naturaleza de esa raza. Ser un dragón no era formular hechizos, era dejar que la magia corriera por tus venas y saliera de tu cuerpo como un río que fluye, sin pensar en ella, sin buscarla en tu interior. Simplemente había que dejarla libre, que corriera por cada fibra de tu ser y que actuara del mismo modo que lo hacía el viento: de forma natural.
El dragón de su interior - lo que era Kanian en realidad y que él se había estado ocultando a sí mismo - rugió feliz bajo el cielo de Yurakxis y permitió que de su espalda salieran dos alas membranosas de color azul. Cientos de escamas azules como el zafiro salieron de su cuerpo y algunas de ellas se posaron en el cuerpo de Qiltrakx. Éstas comenzaron a sanar su magullado cuerpo al fundirse con su piel y el hombre recuperó el conocimiento.
- ¡El vencedor es Kanian! - rugió de improvisto Alakëm y, como si aquella frase hubiese sido un antídoto, la multitud comenzó a gritar y a aclamar el nombre del nuevo miembro de su clan.
- ¡Kanian, Kanian, Kanian, Kanian!
- Los has hecho muy bien, Nïan - le dijo Zingora mentalmente.
El joven sonrió mientras le tendía la mano al Hijo del Dragón.
- Buen combate - le dijo con una sonrisa.
Qiltrakx, con una sonrisa para nada hostil, le tomó la mano que le ofrecían.
- Bienvenido a la familia, hermano.
***
Se sentía agitado, intranquilo y nervioso.
Kanian abrió los ojos y se incorporó de inmediato en el lecho. Su dormitorio estaba en silencio, oscuro y solitario salvo por su propia presencia.
¿Pero había alguien más allí o había sido sólo un sueño? ¿Se había imaginado el contacto con Galidel? No, no había sido una ensoñación. Aquello era muy diferente a las alucinaciones que la droga de los nigromantes provocaron en su mente. El contacto había sido real y condicionado por algo con la misma esencia que la suya.
¿Qué era?
Un pinchazo en el pecho lo hizo sisear y se llevó la mano allí. Una imagen distorsionada cruzó su mente al igual que el corazón que compartía con Galidel se desbocaba en la lejanía dentro del pecho de la mestiza. Vio una habitación distinta, olió la sal del mar y escuchó gritos y objetos caerse.
¿Qué le estaba sucediendo a Galidel? ¿Y cómo era él capaz de tener aquella conexión tan fuerte con ella?
- Papi.
"El bebé".
- Ayuda.
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