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Capítulo cincuenta y seis

Llamada a la batalla

Nïan contempló su desayuno. Aquel iba a ser el último que tomara en aquel tiempo y en aquel lugar. El joven dragón cogió el tenedor y pinchó un trozo de revuelto con setas a las finas hierbas y se lo metió en la boca con un pedazo de pan de centeno recién horneado.

El comedor entero estaba sumido en un silencio sepulcral sin contar el sonido metálico de los cubiertos.

Kanian tomó un trozo de mantequilla que untó en el resto de su pan caliente y miró a Gia por el rabillo del ojo. El mestizo, sentado frente a él con el joven Alakëm a su izquierda, comía con cierta tranquilidad su plato de revuelto con el acompañamiento de cerveza negra espumosa. Alakëm, por el contrario, estaba con la cabeza gacha, las manos descansando en su regazo y el plato del desayuno inmaculado. El joven no se había servido y el príncipe sabía que no lo haría.

El invierno había llegado a Yurakxis y afuera caía una ligera nevada. Llevó su mirada azul hacia la pequeña ventana y contempló con cierta nostalgia los pequeños copos. Hacía ya dos años que estaba en aquel lugar junto a Giadel y, finalmente, había logrado lo que había ido a buscar. Después de una batalla encarnizada donde se vio en el dilema de ponerse a prueba y de haber tenido que luchar a pesar de no querer hacerlo; con penas y trabajos, había superado el Kalitralel en un tiempo record.

Nïan dejó el tenedor suspendido en el aire con la mirada todavía dirigida hacia los copos de nieve. Una ligera lágrima descendió desde su lagrimal y recorrió su tersa mejilla. Al fin lo había logrado. Por fin había conseguido el poder de un verdadero dragón y los conocimientos más importantes para poder vencer a su primo y a los Señores del Dragón.

"Finalmente podré hacer aquello por lo que nací. Padre, madre, Hoïen, os juro que a partir de hoy, vuestras muertes no habrán sido en vano."

Apartando a un lado la tristeza, las dudas y los arrepentimientos del pasado, el chico volvió a su desayuno y lo devoró con avidez. Al verlo, Cronos sonrió e hizo lo propio. Volver al presente iba a ser mucho más fácil que haber llegado hasta allí, pero los dos necesitarían todas sus fuerzas para correr hacia la batalla. Eso era en verdad lo que preocupaba al antiguo Dios.

Si bien había sido relativamente fácil aparecer en el tiempo de Zingora, no era para nada sencillo volver al presente justamente en un día concreto. Debería dejar un espacio de margen de error puesto que sería incapaz de trasladarlos con exactitud dos o tres días antes de la batalla final contra Kerri en Sirakxs. Kanian también conocía aquel problema y, la única solución era intentar ajustar para materializarse antes del choque decisivo.

Mas, antes de eso...

Gia y Nïan se miraron a los ojos antes de volverse hacia la figura encogida del hijo menor de Zingora. El chico, mundo, parecía una estatua de cera. Kanian sintió que le daba un vuelco en el corazón al ser capaz de percibir con asombrosa nitidez el dolor, la desazón y la soledad del muchacho. En ciertas ocasiones, sus poderes eran más una maldición que una bendición. No le gustaba hurgar en los sentimientos de los demás pero, en esa ocasión, se veía incapaz de ignorar lo que le decían los sentidos y no involucrarse.

Comprendía perfectamente los sentimientos de abandono que estaba experimentando el joven Hijo del Dragón. Él también experimentó lo mismo por cien años y le costó muchísimo tiempo, sufrimiento y palabras hirientes conseguir anular aquella soledad punzante y amarga de su alma. Y, por eso, no deseaba que Alakëm fuese partícipe de ello.

El día anterior, cuando le dijeron al joven odiado y marginado por su familia que iban a marcharse al día siguiente, en un primer momento, lo aceptó con gran entereza y asintió conforme. Esa reacción hizo que Giadel se relajara un tanto hasta que Alakëm preguntó:

- ¿Cuándo nos iremos? ¿Tardaremos mucho en llegar? Lo digo por las provisiones.

- Espera, espera – musitó él sin saber muy bien qué decir.

- Alakëm – tomó la palabra Cronos con gran seriedad -. Tú no puedes venir con nosotros.

El joven se quedó estupefacto durante unos instantes. En ese breve tiempo, Kanian pudo ver un cambio profundo y oscuro en los ojos cobrizos del él.

- ¿Cómo? ¿Y por qué? – preguntó sin comprender la negativa.

- Porque no – dijo con rapidez el mestizo con cierta dureza.

- No seré un estorbo – aseguró el joven con unas sonrisa forzada y una sombra dolorosa en la mirada -. Tú y Kanian me habéis enseñado a luchar, puedo ser de ayuda en esa batalla tan importante que debéis librar.

Kanian apretó los puños ante la difícil situación que se estaba gestando. Desde luego que Alakëm sería un gran aliado contra los Señores del Dragón, pero no podían llevarse a alguien del pasado al presente. Eso podría originar un gran cambio en la historia que podría afectar a su situación y no podían correr ese riesgo.

- Este es tu hogar – intervino él con suavidad y cierto tono de persuasión -. Tu padre no desearía verte marchar.

- ¡Yo no le importo a mi padre! –rugió el chico completamente enfurecido y con los ojos rebosantes de lágrimas amargas -. ¡Yo no le importo a nadie!

- Alakëm, es que no lo entiendes – suspiró Giadel con tristeza.

- ¡Claro que lo entiendo! ¡Los dos habéis jugado conmigo! ¡Os habéis aprovechado de mí, como siempre hacen todos!

- Eso no es cierto – se apresuró a negar Kanian.

- ¡Sí que lo es! – sentenció el chico echando chispas -. La única que me quería de verdad era mi madre y también decidió dejarme por el bien de todos. ¿Y mi bien? ¿Qué pasa con lo que yo quiero? ¿Es que yo soy menos importante?

- Alakëm no es sencillo. - Cronos se acercó a él con intención de abrazarlo. El muchacho lo apartó de un fuerte manotazo -. ¿Cómo puedes decir que te hemos usado? Kanian y yo te queremos – le aseguró.

- ¡Mentira! Si me quisierais de verdad me sacaríais de este infierno.

Sin decir nada más, el joven se marchó y los dos amigos, desasosegados, se fueron a descansar con un mal sabor de boca. Y, por lo que parece, la cosa no va a mejorar – se dijo el Dragón volviendo a mirar al gemelo de Gali. Sabía que , entre esos dos, había un lazo de unión demasiado fuerte. Estaba claro que Alakëm sentía amor pasional por el mestizo. Pero ¿y Gia? ¿Qué sentía el joven por aquel chiquillo tan falto de cariño y de comprensión?

La mirada brillante y dorada de Cronos destilaba una gran preocupación y una conmovedora tristeza. Comprendía el sufrimiento y la desesperanza del chico. Éste, al sentirse observado, se apresuró a recoger los platos vacíos y llevárselos a la cocina para lavarlos. Aquella era su oportunidad, se dijo. Moviéndose con la celeridad de una estrella fugar y el silencio de los felinos, Giadel siguió a su presa y arrinconó al chico nada más cruzar la entrada a la cocina.

Espero que sepa lo que hace – pensó Nïan suspirando y sin ninguna intención de intervenir.

Alakëm, sin prever que Gia lo siguiera hacia allí, se encontró con la espalda en la pared, los platos en las manos y el cuerpo esbelto y fuerte de Gia encima de él con una separación de unos diez centímetros. El mestizo tenía el brazo derecho apoyado en la pared, el rostro a la misma altura que el suyo y la mano izquierda sobre su brazo.

El corazón se le disparó al igual que un fuerte estremecimiento hizo que su cuerpo temblara. Sintió ganas de llorar al sentirse tan vulnerable ante Gia y tan débil. Él era fuerte y ágil, mucho más que él y podría apartarse de él sin pestañear.

Pero no podía.

Era incapaz de apartarse de la persona que amaba. Porque se había enamorado por primera vez en su vida. En Giadel había encontrado aquella persona especial, alguien que lo aceptaba tal y como era. Él jamás lo había insultado ni mirado como si fuese más asqueroso que una babosa. Había sido todo lo contrario. Siempre había en sus labios una palabra amable, una sonrisa y una gran calidez en aquella mirada dorada tan fascinante y milenaria. Él le había enseñado a defenderse, a luchar como un verdadero Hijo del Dragón y había confiado en él. Por Urano, si lo había acompañado a aquellas tierras lejanas y habían luchado juntos codo con codo con una compenetración admirable.

"¿Por qué me abandonas ahora?"

- Quítate – musitó el chico intentando apartar el rostro del inquisitivo semblante de Gia.

- No – negó este.

Perturbado e impotente por el poder que aquel hombre tenía sobre él, Alakëm sacó fuerzas de flaqueza para escapar de aquel cerco. Sin embargo, Giadel lo atrapó. Los platos cayeron al suelo y se partieron en grandes trozos mientras él acababa en los brazos del hombre que amaba. El corazón se le subió a la garganta y una sensación de revoloteo se manifestó en su estómago a la vez que lo invadía el vértigo.

Cronos abrazó con fuerza aquel cuerpo que sentía desfallecer entre sus brazos. Nada le importaban los platos rotos ni los cubiertos esparcidos por el suelo. Lo único que quería era tener al chico así y no dejarlo nunca. Hacía mucho que no se sentía de aquel modo. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo había logrado aquel chico calarle tanto y llegar tan adentro de su alma? Ni siquiera Anil, la enamorada de Giadel, había sido tan vital para él. Era cierto que continuaba sintiendo amor por ella pero, al igual que Anil, en el fondo los suyo no era un amor pasional que te quemase las entrañas. Entre los dos había habido un amor cómplice y una gran amistad. Los dos se entendían bien y hubieran sido felices si no hubiesen encontrado a otros que despertaban aquella desesperación, aquella pasión y aquel fuego que te consumía y que sabías que era amor de verdad.

Ese amor que no muere nunca.

Ese era el amor que había sentido siempre por Eneseerí y por Rea que era su reencarnación. Y ahora lo siento también por él – se dijo enormemente sorprendido mientras besaba aquel cuello tembloroso. Las manos de Alakëm se aferraron a su camisa y Giadel sintió sus sollozos y la calidez de sus lágrimas. ¿Aquello era lo que había sentido Araghii? ¿Había sentido que se partía en pedazos al amar fuertemente a dos personas a la vez y no ser capaz de olvidar ni renunciar a ninguna?

Porque así se sentía él.

No quería separarse de él. No quería dejarlo allí solo para que toda aquella panda de imbéciles lo martirizase. Alakëm no merecía el trato vejatorio que recibía todos los días por aquellos que eran su familia. Si pudiese llevarlo con él...

Era imposible.

Había demasiados secretos, situaciones que Alakëm no sería capaz de comprender en un tiempo convulso y, lo peor de todo: su destino no era estar juntos y lo sabía por las palabras que le dijera el Universo en su templo.

- No pienses que ella no te ama – había dicho Universo -. Ella te ha amado desde el día en que te conoció y jamás dejará de hacerlo. Tenlo siempre presente. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Siempre había sido así. A pesar de las desavenencias, de las heridas y los malos entendidos, él estaba destinado a estar junto a Rea como hijos de los Dioses que eran. La suya era una relación que estaba unida por el hilo rojo del destino, mas el hilo de Alakëm iba hacia otra dirección alejándose cada vez más de él. Él, por mucho que lo amara también, no podía ni quedarse allí a su lado ni llevarlo consigo por mucho que le partiese el alma destrozar a un chico noble y amable que no merecía ser herido. Con ese "ya sabes lo que tienes que hacer", Universo le recordaba aquello que había ido a hacer y lo que no debía hacer a causa de un impulso.

"No puedo cambiar la historia. No puedo sacarte de tu tiempo y crear un futuro alternativo."

- Gia – sollozó el muchacho -. Llévame contigo. No me separes de tu lado.

- Alakëm...

- Te quiero –le confesó con sus preciosos y puros ojos llenos de lágrimas.

Con el alma y el corazón en un puño, Gia fue incapaz de reprimir una lágrima de impotencia ante la confesión desesperada y sincera del joven. Sin poder mantener bajo control sus sentimientos, Cronos acercó su rostro al del Hijo del Dragón y lo besó en los labios. Despacio, muy lentamente, los dos fueron moviendo sus labios sedientos del otro, con candidez, necesidad y, a la vez, despedida. Giadel sabía que aquella iba a ser la única vez que probaría aquellos dulces y jóvenes labios y Alakëm, aunque no quisiera reconocerlo, también era consciente de ese hecho.

- Yo también te quiero – confesó Cronos separando su boca de la del él -. Pero no puedo llevarte allí donde voy.

- No lo entiendo – negó él -. Si los dos nos queremos...

- No he sido del todo sincero contigo, Alakëm – lo interrumpió -. Ni yo ni Kanian pertenecemos a este mundo y tú sí. Es por eso que debes quedarte y que él y yo debemos volver donde realmente pertenecemos.

Con gran pesar, Gia se separó de Alakëm y el joven, abatido, no opuso resistencia.

- No puedo cambiar tu destino. Ni quiero ni debo hacerlo -. El mestizo se volvió hacia él -. No sé qué te espera en este mundo, pero estoy seguro de que harás grandes cosas.

- Pero yo no quiero hacer grandes cosas – negó con la cabeza y sin dejar de llorar -. Yo sólo quiero estar a tu lado. Por favor, no me dejes – volvió a suplicarle.

La tentación era tan fuerte.

Pero el deber lo era más.

No podía ser egoísta. Ninguno de sus compañeros ni su hermana ni su abuela merecían que él lo enviara todo al garete por un momento de debilidad. Rea tampoco – se dijo-. A pesar del daño que nos hemos hecho, ella me está esperando y yo necesito pedirle perdón por haber sido siempre un egoísta y no haber pensado nunca en cómo se sentía.

- Adiós, Alakëm. Ha sido un placer conocerte – se despidió. Sin volver la vista atrás, comenzó a dirigirse hacia la salida de la cocina.

- No... - suplicó el joven cayendo de rodillas y llorando con más fuerza-. No te vayas. ¡No me abandones! ¡Gia!

Haciendo oídos sordos y aguantando el tremendo dolor de su corazón, Giadel volvió al lado de Kanian.

- Gia... - lo llamó su amigo. Kanian no había podido evitar escuchar su conversación -. ¿Estás bien?

- Sí, no temas por mí. Es hora de irse. Hemos estado aquí demasiado tiempo.

***

Una ligera capa de nieve blanca vestía la vegetación del bosque Karal'sat. La temperatura era bastante fría y, a pesar de ello, los tres hombres caminaban con atuendos más propios de la primavera que del invierno. El más bajito de los tres y guía de la expedición, era el que parecía estar en su elemento con unos pantalones de algodón, una camisa de lino y los pies descalzos. El que le seguía tampoco parecía sentir el acuciante frío de la estación con una capa de algodón y unos pantalones de cuero. En su espalda colgaba la elegante vaina de madera de una katana y un petate con una valiosísima información dentro. Por último, el tercero, si bien iba algo más abrigado, lo más sorprendente en él era su total indumentaria.

Aquel, con el cabello cobrizo por debajo de los hombros y tres trenzas entrelazadas desde su sien izquierda, portaba una armadura ligera con placas de bronce con aleación de escamas de dragón. De pies a cabeza iba completamente enfundado en algodón oscuro pero sus grebas, coraza, protectores en muslos, antebrazos y hombreras estaban fabricados por aquel metal tan o más resistente que el hierro y muchísimo más ligero. Con sus ojos completamente maquillados con kohl negro y con pendientes de ámbar en sus orejas, era el típico Hijo del Dragón que marcha hacia la guerra. En su cadera estaba bien sujeta su fiel espada corta de doble filo, tres dagas y en su espalda su carcaj a rebosar de flechas y su arco corto alrededor de su cuerpo con la cuerda puesta y tensada.

La primera figura se abrió paso entre los diferentes árboles que poblaban el bosque hasta llegar a un gran lago. Éste tenía las aguas en un primer estadio de congelación: sólo una finísima capa de su agua estaba realmente en estado sólido. Zingora se detuvo y Nïan y Gia hicieron lo propio. Los dos seres mortales provenientes del futuro mantuvieron las distancias y esperaron pacientes. Zingora, como siempre, era incapaz de no quedarse contemplando el lago y recordar el día en que conoció a su amada Ar'kina. Cuando se rehízo de su propia nostalgia, se volvió hacia ellos.

- Aquí no seréis molestados y nadie os verá regresar a vuestro tiempo.

Los dos jóvenes asintieron.

- Gracias por todo – dijo Kanian tomando el petate de su espalda donde se podía distinguir la silueta de un grueso libro encuadernado en cuero -. Esto es muy importante para mí – musitó refiriéndose al libro.

- Espero que te sea de mucha ayuda una vez finalice la batalla.

Nïan asintió e introdujo la espada y el petate en su interior usando sus poderes. Si por algún motivo perdía contra su primo, el secreto de los dragones moriría con él. El joven se volvió hacia su compañero. Cronos asintió y Kanian dejó que su otra esencia se manifestara y mudó de piel. Su cuerpo antrópico cambió de forma rapidísima y su forma de dragón azul se manifestó.

Giadel le hizo una profunda reverencia a Zingora.

- Muchas gracias por todo -. El último dragón asintió.

- Mucha suerte. Y gracias por haber cuidado de mi hijo.

- Por favor, te ruego que, si sufre demasiado, hagas que me olvide – le rogó.

- Verdaderamente, es mejor sufrir una eternidad que olvidar a los seres que amamos. Sufrir sin saber el porqué, es mucho más horrible que sufrir conociendo el motivo.

Cronos asintió y se dirigió hacia Kanian. Con gran facilidad, se subió a su cuello y se acomodó en él.

- ¿Estás preparado? – le preguntó.

- Sí. La guerra nos llama – musitó -. Puedo sentirla.

- Pues no la hagamos esperar – concluyó Cronos.

Sus ojos dorados se tornaron más brillantes y, a sus pies, Kanian fue testigo de aquel circulo complejo que apareció la vez anterior. Como en su primer viaje, había en él millares de números y aquello que parecían agujas, empezaron a girar por ellos al igual que los tres engranajes que eran el motor de dichas agujas. Una fuerza abrumadora alzó su descomunal cuerpo de dragón hacia el cielo sin necesidad de que él hiciese nada y, allí, los engulló la oscuridad para devolverlos al lugar del cual habían venido.

A todo esto, Zingora permaneció impasible mirando sin parpadear como uno de los suyos y un antiguo Dios se desvanecían ante sus ojos regresando a ese futuro en el que él ya no estaría.

El último de su raza volvía a estar en completa soledad.

Había disfrutado con la compañía de Kanian, la esperanza para que su ancestral especie volviera a aquel mundo desolado por culpa de los Elfos. Contempló con sus ojos de reptil la superficie del lago ligeramente congelado. Nuevamente caía una ligera nevada que le refrescaba su piel siempre demasiado caliente para un cuerpo en forma antrópica. Se apartó el cabello que le caía por los ojos y se colocó el flequillo hacia un lado.

Había llegado el momento de volver a casa y a su rutina diaria. Aquella rutina llena de amargura y sinsabores desde el sacrificio injusto de Ar'kina.

Algo de naturaleza incierta y con una abrumadora fuente de poder se movió a su espalda. Zingora se dio la vuelta a gran velocidad justamente para evitar la punta de una flecha de obsidiana que había volado directamente hacia su cabeza. Un frío que nada tenía que ver con la estación del año recorrió su columna vertebral hasta la punta de los dedos de sus pies descalzos.

- Pasarán años, pasarán siglos y eones, pero algún día cuando vuestra sangre sea más fuerte y la raza de los Hombres se cruce en vuestro nuevo hogar, mi marca azul en un ojo aparecerá y el elegido con una de sus princesas se desposará y los dragones podrán regresar.

Aquellas habían sido las palabras de Kanian; la profecía que él les diría a sus hijos antes de perecer.

Zingora, sin moverse ni cambiar de expresión, contempló la figura encapuchada y completamente abrigada con aquella piel de bisonte que la cubría de pies a cabeza. En sus manos había un inmenso arco largo de madera de roble con intrincadas runas que él conocía pero que no sabía ni quería leer. En el carcaj de su cadera había veinte saetas.

El ser tomó otra entre sus manos enguantadas en cuero y volvió a apuntarle. Zingora, con gran celeridad, se apartó de nuevo de la letal trayectoria de la saeta y, con el cuerpo inclinado hacia delante, corrió hacia su enemigo. Haciendo que su mano delicada se transformara en una letal garra, atacó al encapuchado y éste, con una velocidad equiparable a la suya, esquivó su acometida y guardó su arco para sacar una daga de obsidiana: de una verdaderamente especial y templada con magia.

Zingora recubrió su garra con escamas azules y volvió a atacar. El enemigo detuvo el golpe con su arma y dio un paso hacia atrás.

- Dragón – musitó con asco.

- Elfo – respondió él del mismo modo.

- Al fin he podido dar contigo, sucio y asqueroso dragón. ¿A dónde ha ido ese engendro azul? Dímelo y te mataré sin torturarte.

El dragón, sin despegar los labios, volvió a abalanzarse contra aquel maldito Elfo y esta vez logró herirlo en el muslo. El Elfo gruñó y pudo bloquear la patada que le hubiese roto el brazo con el que sujetaba su arma.

- Aunque te lo dijese, jamás lograrías alcanzarlo – siseó Zingora cogiendo impulso con los pies una vez estuvo en el suelo. Su cabeza se transformó en la testa y en el cuello de un gran dragón y, de un bocado, se metió medio cuerpo del Elfo en la boca.

El cuerpo mutilado de cintura para abajo cayó al suelo sin vida mostrando los intestinos y manchando la nieve de escarlata y vísceras. Masticando lo que tenía en la boca, Zingora escupió el amasijo irreconocible que era el explorador Elfo y, después de hacer una mueca cargada de repulsión, expulsó una gran llamarada y quemó los restos. Recuperando su forma humana, Zingora observó el cielo nublado.

Su destino había ido a por él.

Su final estaba cerca.

***

Estaba a punto de amanecer.

El día había llegado.

Malrren, en pie desde hacía muchísimas horas, se levantó del catre de su tienda y se dirigió hacia el extremo de su tienda de general donde descansaba su armadura.

La armadura del General Rojo.

Con gestos meticulosos y bien conocidos, el General al mando del ejército hasta la llegada del rey, empezó a colocarse cada una de las piezas que componían su indumentaria de guerra; aquella que había pertenecido al mejor guerrero y general que jamás había vivido en todo el continente. Cuando terminó de ajustarse las protecciones de los antebrazos, Malrren fue hacia la mesa donde tenía un pequeño espejo. Su armadura roja como la sangre refulgió bajo la luz de las lámparas.

Sentado frente al espejo, el Hijo de Dragón se colocó los dos zarcillos de ónice y se maquilló los ojos con el típico kohl negro que siempre habían usado los suyos. Sus iris rubí destacaban muchísimo más con el delineador negro y, tal era su semejanza con su difunto padre que su valor y coraje aumentaron. El general escuchó pasos en la entrada de su tienda y alguien retiró el pliegue de tela que hacía de puerta.

- Buenos días, padre – lo saludó su hijo.

Malr contempló al tercero de sus cuatro hijos varones. Los dos mayores habían muerto años atrás y ahora la responsabilidad de cuidar de los dos menores había pasado a él. Zerch, serio, dejó caer la tela y la tienda volvió a quedar cerrada. Vestía con la indumentaria especial que habían fabricado para él y su escuadrón los mejores maestros armeros de Mazeks. Totalmente enfundado en cuero negro, portaba una coraza de cuero con placas de acero fino pero resistente, grebas, protecciones en muslos y antebrazos y un gorjal para evitar recibir flechazos en el cuello. A su espalda portaba un arco corto de tejo y un carcaj.

- Buenos días, hijo. ¿Estáis tú y los demás Jinetes Mecánicos listos?

- Sí, general – asintió el muchacho -. Todos los dragones están listos al igual que el armamento que en ellos llevamos.

Malrren asintió. Durante todo aquel mes habían hecho una y mil mejoras y habían trazado una y cien mil estrategias para luchar de tú a tú contra Kerri y los Señores del Dragón.

- Muy bien, vamos allá – concluyó el general al mando.

Zerch asintió y retiró la tela de la tienda. El alba todavía no despuntaba en el cielo y ya había gran ajetreo en el campamento. Nada más salir de su tienda, Malr vio a los demás generales y amigos de mayor confianza: Corwën, Gaiver, Araghii, Ther, Chisare y su madre Fena.

Había llegado el momento que tanto había anhelado.

La llamada a batalla había comenzado. 

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