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Capítulo cincuenta y ocho

Alea iacta est

A pesar del voluminoso ejército, los valientes solados de infantería recorrían las tierras de la destruida Sirakxs a buen ritmo. Xerdon, que iba a la cabeza como comandante indiscutible de los ciento veinte mil infantes, miró por encima de su hombro a sus guerreros de a pie. Él, como ostentaba el mayor rango militar y tenía el honor de tener la confianza del monarca, montaba en la vanguardia en su flamante semental: un gigantesco orequs negro como el tizón.

El apuesto comandante volvió sus ojos azul turquesa hacia el frente. A pesar de contar con veintiocho años solamente, había realizado en muy poco tiempo una carrera militar meteórica. En el pasado, con el mandato del rey Xeral – que Cronos lo tuviese en su santa gloria -, había sido ascendido como capitán de escuadrón a una edad muy temprana. Sólo con diecisiete años ya estaba en el cuerpo de élite como uno de los capitanes más prometedores de su promoción.

Ahora, cuando su majestad Kerri había tomado la corona de su difunto padre, lo había ascendido a general y le otorgó el honor de ser él mismo el encargado de llevar a cabo la tarea de conquistar y arrasar con la guarida activista del norte – o de las nieves como vulgarmente se llamaban aquella escoria entre ellos -. Esa misión fue un nuevo éxito dentro de su inmaculada carrera militar y su cursus honorum personal. Logró en muy pocos días asolar aquel lugar infestado de ratas traidoras, hacer suya toda la información que allí se almacenaba y puso en fuga a los cobardes que no tuvieron el arresto suficiente para plantarle cara.

"Ahora ocurrirá lo mismo. Haré trizas a esos desgraciados y sin la ayuda de esos energúmenos engreídos."

Xerdon arrugó la nariz como si acabase de oler un excremento. Los energúmenos engreídos que él tanto detestaba no eran otros que los Señores del Dragón. Él, que provenía de una familia humilde, no podía más que detestar - con la misma intensidad que lo detestaban a él -, al "auténtico" cuerpo de élite del Señorío. Según aquellos niños ricos, los verdaderos guerreros valiosos de todo el continente eran ellos, aquellos escogidos para montar a un dragón mecánico, la mayor máquina bélica jamás creada por el ser mortal.

Ja.

Cada vez que escuchaba eso de un energúmeno engreído tenía que contener las carcajadas. Qué sabrían ellos lo que era entrenar, luchar y jugarse la vida. Ellos, que apenas si tenían que lidiar con los verdaderos problemas y conflictos del Señorío, eran los lameculos del monarca de turno. Allí sentados sobre un armatoste de metal, poca cosa tenían que hacer salvo lanzar cuatro llamaradas y deshacerse del enemigo sin casi mover una pestaña y mucho menos su pedante trasero.

¡Aquello no era de guerreros!

Ser un guerrero era luchar en tierra, arma en mano, y enfrentarte cara a cara con el enemigo en un combate singular. Ellos, aquellos niños ricos que no habían sufrido penurias en la niñez o en la adolescencia, no tenían derecho a creerse mejor que los soldados rasos que debían pasar por mil situaciones decadentes y denigrantes para conseguir ascender dentro del ejército; una carrera completamente llena de buitres y de cuervos que estaban dispuestos a devorarte a la mínima oportunidad.

¿Cuántas veces tuvo que soportar las palizas de los mayores? ¿Cuántos mendrugos de pan tuvo que robar sin que lo pillaran una vez ingresó en los barracones para convertirse en soldado? Y, mientras él debía dormir con un ojo abierto por las noches – para evitar ser apuñalado o apalizado -, los energúmenos dormían calentitos en las camas de sus lujosas casas o en La Fortaleza y no en un barracón sucio y en un jergón lleno de pulgas y chinches.

No. Esos señoritingos y nobles no eran la élite de nada.

"La élite es la que ahora mismo estoy comandando yo."

- Comandante, deberíamos virar hacia el noroeste – le informó su primer oficial.

- Muy bien – asintió.

Ya había amanecido y el día prometía ser caluroso y sin una nube en el cielo. Era un día perfecto para masacrar a todos los traidores que pululaban en Nasak de un solo tajo. Como si todos ellos fuesen un único cuello tierno y bien dispuesto a ser cercenado.

Cuando su majestad Kerri le dijo hacia donde se hallaría el enemigo, Xerdon no pensó en nada especial. ¿Qué importaba el lugar en una pradera más plana y pelada que la cabeza de un calvo? En la llanura de Sirakxs no había nada de nada; ningún lugar estratégico para que el enemigo pudiese establecer algún tipo de trampa o emboscada. Por ese preciso motivo, el rey había escogido aquel lugar precisamente para eliminar al Dragón: a parte del elemento simbólico, en aquel lugar costero no había ni un mejor sitio ni otro peor para combatir.

Por la posición del sol, el comandante calculó que ya serían alrededor de las nueve de la mañana. Portaban más o menos una hora de marcha y pronto llegarían al lugar que el enemigo había propuesto para su confrontación. Xerdon comprobó con una mirada el estado de sus soldados. Ninguno de ellos mostraba ningún tipo de señal de fatiga y eso hizo que se sintiese orgulloso. Aunque desde su posición le era imposible contrastar el estado de todos sus infantes, sabía que ninguno de ellos estaría agotado por la marcha. Y eso se debía al riguroso entrenamiento al que debían someterse los soldados de a pie.

Para ser un buen infante y poder ganarle la partida a esos cerdos engreídos de latón, cada día había que entrenarse caminando grandes distancias equipados con pesados bagajes y armaduras. Con ello se lograba una resistencia sin igual y una disciplina total verse a su comandante y capitanes de escuadrón. La infantería era una piña; estaban unidos por el sufrimiento, el sudor y las batallas superadas. ¿Qué tenían los Señores del Dragón en comparación? ¿Estatus social? ¿Posesiones? ¿Poder? Nada de eso te salvaba de morir en una batalla. Es más, lo único que podía salvarte de la muerte era tu habilidad y la ayuda de tus compañeros.

Y todo eso lo cumplía con creces todos los integrantes de la infantería.

El ejército siguió su avance bajo el sol de la mañana. La tierra estaba comenzando a recalentarse y la humedad de aquella zona del continente fue aumentando progresivamente.

- Es detrás de ese recodo – volvió a informarle su oficial -. Cuando lo superemos, llegaremos a las ruinas de Sirakxs. Allí está el enemigo.

- Informad a los capitanes de escuadrón – ordenó a uno de los mensajeros que podían utilizar caballos para trasmitir la información del comandante con suma diligencia -. Que todo el mundo esté preparado para luchar en cuanto nuestros ojos vean al enemigo.

El mensajero se marchó al galope para cumplir con sus órdenes y, en menos de diez minutos, la infantería del rey Kerri vio las tristes y deprimentes ruinas del Palacio de Sílex y a un millar de guerreros en posición y completamente inmóviles.

En la guerra hay un código no escrito que todo el mundo conoce. Cuando se va a luchar en una batalla ya acordada, ninguno de los dos ejércitos ataca antes de que el otro estuviese completamente en posición para poder responder del mismo modo. Aquel código que siempre se había respetado y seguido en Nasak, también se tuvo en cuenta en esta ocasión.

Xerdon, en su orequs gigantesco, avanzó hacia las ruinas sin dejar de mirar la formación del enemigo. Aquel ejército de infantes menor que el suyo, estaba dispuesto en cuatro escuadrones. Uno en vanguardia, otros dos en los flancos derecho e izquierdo y un último en la retaguardia para hacer de refresco. El Hijo del Dragón posó sus ojos turquesa en los acantilados que quedaban a su izquierda y evitó echarse a reír. Era sumamente ridículo. ¿Habían elegido aquel lugar por esos acantilados?

Qué estupidez.

¿Qué podría esperarse de unos gusanos que iban en contra del orden establecido? Unos peleles comandados por un Dragón que había sido sometido durante cien años y que, hoy, sería eliminado de la faz de la tierra por su magnífico rey. El cambio que había experimentado Kerri había sido divino, colosal y magnífico. El Dios Cronos le había ofrecido unos atributos que nadie jamás habría podido imaginar y que ningún otro ser mortal merecía.

Xerdon conocía la grandeza de Kerri y su buen corazón. Él fue quien lo salvó de unos matones cuando era solo un niño y mendigaba por Salerna, una ciudad situada al noroeste del Señorío desde donde podía vislumbrarse las ruinas del antiguo castillo de Senara. Fue en ese día que decidió que pagaría ese favor con su vida e ingresó en los barracones de la ciudad para convertirse en soldado y luchar al lado de Kerri y defender su vida del mismo modo que él salvó la suya.

Todavía era capaz de recordar el rostro de un Kerri preadolescente con sus ojos amarillos amables y su sonrisa amistosa. Le extendió la mano y le preguntó si se encontraba bien con tanta dulzura que prácticamente fue incapaz de contener las lágrimas. El buen príncipe heredero le dio unas cuantas monedas de plata para que se buscara algún maestro artesano que le enseñase un oficio digno y se marchó.

Y eso hizo el pequeño Xerdon: usó aquel dinero para ingresar en el ejército.

"Y hoy demostraré que fue la mejor decisión que pude haber tomado."

El comandante, seguido de su escuadrón principal, descendió de su semental y dejó que éste se alejara del lugar. Cuando todo hubiera terminado, con un silbido, su fiel animal iría a su encuentro. El guerrero tomó su formidable alabarda con una sola mano y observó de nuevo la línea enemiga. Buscó con la mirada a ese "reyezuelo" que quería hacerse con el poder, mas no había ni rastro. El único rostro que pudo reconocer fue el de la figura enfundada en la armadura del difunto Gueneral Rojo: Malrren, el nuevo Gran General activista. Una sonrisa sedienta de sangre y de lucha encarnizada cruzó sus labios. Así que aquel miserable Dragón dejaba a su primer hombre en primera línea para que se ocupase de todo mientras él se escondía como una rata mojada.

¡Qué vergüenza y desfachatez!

"Yo me encargaré de hacerlos morder el polvo y de entregarle a ese cobarde a mi rey en bandeja."

Sin decir ni una palabra y después de que todos sus infantes formaran en seis escuadrones - tres al frente, dos en los flancos y uno en la retaguardia –, alzó su gigantesca arma de acero ultraligero y dio la señal de ataque: el grito de guerra de la infantería del Señorío.

En aquel preciso instante, moviéndose a la par y a la misma velocidad, sus guerreros comenzaron a precipitarse contra el enemigo y éste, a su vez, respondió del mismo modo. El primer choque de espadas llegó y la sangre comenzó a derramarse bajo el sol de la mañana.

***

- ¡POR KANIAN!

El grito de batalla fue unánime y su escuadrón de treinta y cinco mil hombres salió hacia el campo llano y limpio para encontrarse con el enemigo. Malrren, espada en ristre, fue adelantado por muchos de sus valientes subordinados deseosos de ser ellos los primeros en intercambiar golpes y muertes con el enemigo.

El Gran General dejó de lado el pensamiento en los demás y se concentró en él. Todos sabían las órdenes, conocían el plan y sabían cómo proceder en aquella primera fase de la batalla de Sirakxs. Por ello, cuando el primer infante enemigo llegó hasta él con la intención de acuchillarlo por las axilas, Malr giró sobre sus talones mientras se agachaba y, con la punta de la espada hacia arriba, atravesó al infeliz de parte en parte.

Con una patada violenta, Malr liberó su arma que refulgió roja bajo el sol en consonancia con su armadura y sus iris furibundos y concentrados en el arte de la guerra. Tal y como habían calculado, el ejército de Kerri era colosal. El monarca no había escatimado en recursos y se había traído a casi toda su fuerza militar, limitándose a dejar pequeñas guarniciones en las ciudades, puntos conflictivos y en La Fortaleza.

"Y todavía no han venido los peores."

El Hijo del Dragón propinó a un contrincante un puñetazo certero en el rostro antes de cortarle la cabeza a un imbécil que pretendía atacarlo por la espalda. Alzó la mirada lo justo para ver que su flanco izquierdo comandado por Gaiver estaba comenzando a cercar a los enemigos evitando que pudiesen llegar a su retaguardia.

Bien. De momento su plan estaba yendo viento en popa.

Aprovechando el vigor del principio que otorgan las fuerzas frescas y las primeras oleadas de adrenalina, Malrren tomó del hombre que acababa de decapitar su lanza y mató con ella a un enemigo que estaba a punto de liquidar a uno de los suyos. Después, derribando a otro y lanzándolo por los aires, le aplastó la tráquea una vez tocó el suelo y lo desposeyó de su espada corta y de hoja ancha. Armado con dos letales hojas, empezó a luchar con frenesí mirando el cielo de vez en cuando.

Antes de que el sol apuntase hacia las diez de la mañana, debía conseguir romper aquella formación compacta del enemigo y, la única manera era haciéndoles retroceder hacia la izquierda, donde Gaiver hacía presión y deformaba sutilmente la formación, tres, dos, uno del enemigo. Debían separarlos un poco, hacer que las tres primeras formaciones se mezclasen entre ellas y se juntasen de forma aglomerada y desordenada.

Los rayos del sol hacían brillar a Gaiver.

El hombre, con su armadura de oro, atacaba a diestro y siniestro con su espada larga de doble filo. El enemigo, al ver tanto destello, no podían evitar caer intimidado ante su descomunal figura y sus gráciles movimientos. Aunque debía admitir que aquellos infantes eran realmente hábiles y que la pelea estaba siendo demasiado igualada. Muy cerca de él, como si fuesen sus escuderas, las gemelas Erdila y Redila hacían lo que mejor sabían hacer: acribillar al enemigo a base de flechazos.

Cargadas con sus arcos cortos de madera de tejo y con armaduras ligeras de cuero y acero, las gemelas atacaban a distancia evitando que se le acercara más de un enemigo a la vez. Sus cabelleras sueltas y tan rubias bajo la luz matutina, hacían que destacara más el color verde de sus puntas y se asemejaban más a criaturas enviadas por Gea para vengarse de los infieles que seres mortales.

Por otra parte, Bidgoht y Arkul tampoco se quedaban atrás. Los dos primos luchaban codo con codo protegiéndolo a él y a las gemelas con su brutalidad habitual. Puede que sus dos ejércitos estuviesen igualados en general, pero en el suyo había guerreros sin igual que valían por diez soldados normales. Aquel era el caso de aquellos dos Hijos del Dragón. Ellos, al haberse criado en el cruel y despiadado mundo de la insurrección política y vivir siempre escondidos al margen de la ley, habían pasado muchas penurias físicas y emocionales. Las luchas habían sido constantes para intentar diezmar el poder de Xeral y, de todo ello, sus hombres habían aprendido y muchos de ellos habían destacado como seres hechos para la lucha y la muerte.

Bidgoth, con su increíble y descomunal maza de pinchos que medía casi los metros que medía él mismo, barría a los enemigos con su fuerza brutal mostrando su sonrisa demoníaca y sus ojos castaño oscuro inyectados en sangre. Nada más verlo, aquellos que no portaban mucho tiempo en los campos de batalla, quedaban aterrorizados. Y, si había alguien que osaba enfrentarse a él y demostraba tener buenas habilidades, tantas que ponían al coloso en problemas, Arkul lo eliminaba con su increíble velocidad armado con una de sus espadas en forma de hoz.

Gaiver se quitó de encima a otro más de la treintena de enemigos que había eliminado y contempló el cielo. El sol pronto estaría colocado en el punto de las diez de la mañana. Se permitió detenerse unos segundos para tomar aire y contemplar el panorama. El escuadrón de Malrren se había movido hacia su lado y el de Araghii, muy cerca de los acantilados, se había movido más hacia el centro y estaba cerrando a su vez ese lado para evitar que el grueso de los tres primeros escuadrones del ejército enemigo se recompusiera y dejara de irse tan hacia la izquierda – o su derecha – a causa de su planificado empuje.

"Un poco más. Sólo un poco más y los tendremos cercados."

Con nuevas fuerzas renovadas y un gruñido de guerra, Gaiver volvió al fragor de la batalla.

***

Araghii contempló a Ámonef y éste lo miró a él.

Sin decirse ni una palabra, comunicándose simplemente con la mirada, los dos cabecillas del pequeño escuadrón de quince mil guerreros fue separándose progresivamente de los acantilados y cercando las huestes enemigas. Lanzando proyectiles de largo y corto alcance, aquellos pocos guerreros únicamente debían limitarse a reagrupar y desordenar la infantería enemiga que, sin percatarse de ello, estaban moviéndose y colocándose en el lugar que Malrren quería.

Al ser menospreciados tan ostentosamente por el enemigo, éste ni se molestaba en comprobar el cambio progresivo que estaban haciendo dentro del terreno. Aunque parecía no ser únicamente eso. El comandante de la infantería parecía tener mucha prisa por mandarlos a todos al infierno, tanta que no estaba teniendo en cuenta la posible estrategia del oponente.

Estaban teniendo mucha suerte.

De momento.

- Pronto serán las diez y ese Dragón todavía no ha aparecido– suspiró Ámonef hablando por primera vez desde que había comenzado la batalla. Su cabello trenzado y plateado caía pulcramente por su espalda atado con una cinta en la nuca y hacía el pego con sus ropas de seda de un vivo color rojo con filigranas doradas y su armadura de acero.

- ¿Estás insinuando algo? – le reprochó él frunciendo el ceño.

- Me limito a señalar lo evidente – se limitó a decir el mandamás del Mercado Negro fulminándolo con sus iris color canela.

- Te limitas a joder un rato. ¿Es que te aburres?

- Un poco – reconoció -. Aunque pronto llegará la diversión – y señaló el cielo -. Ya es la hora de que mis juguetitos entren en acción.

Araghii volvió el rostro hacia atrás y, al igual que todos sus guerreros, observaron la sucesión de grandes piedras que, de la nada, habían salido volando hacia el enemigo.

***

Cuando Xerdon se dio cuenta de la trampa ya era tarde.

No pensó en los magos negros.

No pensó en el trasfondo que había detrás de la elección del terreno.

¡No pensó en nada, maldita fuese su sangre y estampa!

Ni siquiera escuchó el sonido de la madera, de las cuerdas o de las bisagras y los tornillos que mantenían aquella construcción letal llamada catapulta. Fue casualidad que viese la enorme roca. Es más, lo que hizo que mirase al cielo – al igual que a todos los demás – fue la gran sombra que, de repente, vieron en el suelo de la llanura de Sirakxs. Entonces, al mirar hacia arriba, sus ojos azul turquesa vieron lo impensable: una gigantesca roca iba a por ellos. Que el enemigo se retirase no le hizo pensar en que no huían sino en que se alejaban del peligro.

Su instinto le dijo que corriese, que se alejase de aquella sombra funesta guiada por la Parca. Entre el desorden y los gritos, Xerdon corrió en desbandada juntamente con el resto de sus infantes. Más piedras surcaban el aire cuando la primera cayó aplastando a un gran número de los suyos. El sonido de los huesos, la carne, vísceras y sesos aplastados se le metió en los oídos mientras corría y corría para evitar las piedras que seguían cayendo.

El hombre giró sobre sí mismo para ver el panorama. ¿De dónde salían las letales rocas? Cuando habían llegado allí no había podido ver ningún tipo de construcción bélica para asaltos. Ante sus ojos, de la nada, diez gigantescas torres aparecieron ante él. Cinco de ellas eran grandes catapultas que no dejaban de lanzar proyectiles hacia sus soldados para desestabilizar el ejército de a pie y para separarlos. Las otras cinco eran torres de siete pisos donde en tres de ellos había grandísimas ballestas con saetas de más de dos metros de largo por medio de ancho que apuntaban al cielo.

A lo lejos escuchó como alguien daba la orden pertinente y, al unísono, las descomunales saetas con puntas en espiral, salieron volando hacia el cielo.

Hacia los Señores del Dragón.

***

Ydánia sentía que el corazón iba a salírsele del pecho. A su lado, uno de sus camaradas y amigo la cogió de la mano para intentar reconfortarla.

- Todo saldrá bien – le dijo.

Ella asintió y continuó mirando el cielo.

A pesar de lo que vivió en los Bosques Sombríos y en La Fortaleza, todavía no había podido acostumbrarse al estado de guerra. Al estar siempre al borde de la vida y la muerte, a tener que luchar juntamente con los tuyos para poder sobrevivir.

Ya no había marcha atrás. Había llegado el momento de luchar por lo que uno creía y por lo que uno deseaba. Y ella deseaba tener una vida normal con Tehr. Quería estar con él en un mundo en paz, tener hijos y formar una familia donde jamás tuviese que correr la sangre inocente. Ydánia buscó a su esposo con la mirada. El erudito se encontraba en la zona de las catapultas, justamente a dos torres de ella, que se encontraba en el piso de unas de las torres donde habían apostados gran número de arqueros.

A pesar de estar en un lugar peligroso, ella debía estar justamente en ese punto para actuar como catalizadora. Después del éxito del encantamiento que conseguía que los nigromantes fuesen capaces de crear un escudo de oscuridad capaz de repeler las llamas negras de los dragones mecánicos, los científicos habían intentado mejorar aquel sistema. Era peligroso hacer un círculo y ponerla a ella en medio. Aquella figura geométrica sería muy visible desde el cielo y, en cuanto los vieran los Señores del Dragón o Kerri, los matarían.

No, debían ser más inteligentes y pensar en otra solución, una que, en verdad; no fue tan difícil de encontrar. En vez de estar en círculo y colocar a Ydánia en el centro como eje central y receptáculo de la energía que controlaría a la oscuridad, se colocarían en forma de pirámide, teniendo a Ydánia en el vértice central. ¿Y cuál sería entonces su posición? Los magos negros se repartirían por las torres y por la zona de los acantilados para evitar ser detectados, mantener la formación de pirámide y mantener aquellas máquinas de guerra – cortesía de Ámonef – completamente ocultas de la vista del enemigo hasta las diez de la mañana; tiempo suficiente para que Malrren, Gaiver y Araghii lograsen conducir al ejército enemigo a un punto en concreto. Y allí, los encargados de las catapultas, lanzarían sus proyectiles mientras que los encargados de las ballestas buscaban a sus presas en el cielo despejado.

Aquello era lo único que podían hacer para resistir.

Sin el príncipe Kanian y sin Cronos, lo único que podían hacer los Activistas era intentar ganar tiempo y diezmar tanto como fuese posible el ejército de Kerri para que, al menos, nos los arrasasen en menos que cantaba un gallo en cuanto apareciesen los Señores del Dragón.

- ¡Ya es la hora! – gritó una voz.

- ¡Fuego! – gritó otra.

Ydánia sintió como temblaba todo a su alrededor y vio como los brazos de las catapultas dejaban de estar en posición horizontal para salir despedidos hacia arriba. Las piedras que habían estado asentada en las cucharas, salieron volando a una velocidad vertiginosa formando un arco tan perfecto como peligroso. El corazón se le subió a la garganta a la vez que las ballestas apostadas en su torre comenzaban a apuntar al cielo. Ydánia alzó la mirada y vio a un centenar de figuras aladas yendo hacia su dirección acompañados de doce zepelines.

- Ydánia – la llamó su compañero.

La joven dejó que la ilusión que ocultaba las máquinas de guerra se desvaneciera y comenzó a concentrar todo su poder y el de los demás científicos en su cuerpo. La segunda fase de aquella batalla estaba a punto de comenzar.


Cursus honorum: Carrera de los honores. Los antiguos romanos llamaban de ese modo el hacer carrera política.

Nota de la autora:

A pesar de no haber terminado mis exámenes, he tenido algo de tiempo y os dejo con el capítulo de esta semana. La semana que viene - el lunes - tengo el último examen y entonces podré subir de forma más regular.

Gracias por vuestra comprensión.

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