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El destino de las bestias

—Pienso que deberías descansar. No, no lo digo por eso. Has... Has pasado por momentos demasiado duros y... Jack te necesita. Os necesitáis. ¿Tommy todavía está despierto? Haz el favor, Luvinia, no puedes ser tan caprichosa. Sí... Sí, de acuerdo. Vale, nos vemos. Voy a colgar, estoy de turno. No me desobedezcas y descansa. Adiós, adiós.

Después de observar el teléfono durante unos segundos, Korram suspiró. Luvinia Johnson había aprendido la lección, afortunadamente. Sin embargo, la puerta del armario se abrió de improviso y eso provocó que hiciera otra mueca de disgusto. Una risita incómoda salió del conserje, como si le hubiese pillado en una situación comprometida, y dijo:

—¿Algún problema?

—Ninguno —respondió Korram, echándose a andar pasillo abajo sin dirigirle, siquiera, una sonrisa de cortesía. Arvie era un hombre que no le causaba ningún respeto: de aspecto orondo y curioso a niveles aborrecibles, lo único bueno que tenía era su capacidad de dejar el museo como los chorros del oro. Habían entrado a trabajar al Quiram casi al mismo tiempo, entusiasmados por la institución, pero el conserje siempre conseguía hacer de aquel empleo un fastidio. A veces suponía que en un intento torpe por forzar una amistad entre ambos.

Los primeros años de convivencia quiso ahondar en su relación con Luvinia. No obstante, lo peor vino en los días posteriores a lo de Mary.

—¿No te parece un poco raro? —preguntaba cada vez que coincidían— Ya sabes, esa pobre chica... ¡Y su familia! Tú los conoces de toda la vida, ¿no crees que es una falta de respeto exhibir al animal que la mató?

Mantenían oculta a la bestia en uno de los almacenes del mundo terrestre y, desde su llegada, había llamado la atención hasta de Korram, que no le gustaba meterse ni en los asuntos que le incumbían. De hecho, una de aquellas interminables noches había decidido escabullirse para observarla, con Arvie siguiéndolo de cerca, y podía afirmar que los morbosos y preocupados habitantes de Agat iban a quedarse con la boca abierta. Según el informe, la alimaña medía dos metros si se contaba el hocico y pesaba como el rinoceronte blanco que mostraban en la zona de la sabana. En el periódico local lo habían descrito como «una nueva subespecie de oso», los niños de la isla lo apodaban «hombre lobo», pero, incluso ahora, a Korram le continuaba pareciendo un gorila de uñas largas.

Una vez aislado en el mundo marino, se detuvo a observar el estanque de los pingüinos. Permanecerían eternamente sobre el hielo, igual que el resto del espectáculo. Aunque, sin duda, algo debían hacer con esa colección anónima que había obligado a la misma directora a inventarse semejante leyenda. Los trabajadores la conocían de memoria. Empezaba con un inmigrante francés conocido como Chastel que salía corriendo de Tortuga a principios de la revolución haitiana, acompañado de su amante y esclava, Rosaline. Sin saberse muy bien cómo, ni por qué, ambos acababan en la ciudad de Beach Sand —entonces Saint Mary Sand—, a mil seiscientos setenta y nueve kilómetros de Agat, antes de instalarse de manera definitiva en la isla. Allí, Chastel se cambiaba el nombre, hacía buenas migas con el alguacil y, con el dinero que le quedaba, mandaba reformar una pequeña mansión que pertenecía al abuelo de Irons Gary para, más pronto que tarde, contraer matrimonio con su hija Birdie, ya que Rosaline no podía darle herederos. Pervertida por sus celos, la haitiana se dedicó a envenenar a Birdie con una extraña bebida del color del tabaco, y a cantar por las noches como los monstruos están destinados a acabar con su estirpe. Pero, a pesar de sus esfuerzos, esta terminaba concibiendo un hijo. La esclava no era consciente de que el éxito de su plan vendría durante el parto, cuando, al finalizar la historia, el público se percataba de que Birdie daba a luz a un niño monstruoso que se comía a su madre, y cuyo padre y abuelo complacerían con animales disecados a los que pudiera fingir cazar hasta que los devorara también.

Korram sabía lo genial que era ver las expresiones de los niños mientras uno de los guías recorría las marcas de garras en el caparazón de la tortuga gigante, para hacerlos dudar de la realidad. Sin embargo, con las muertes, volver a esa leyenda se estaba transformando en algo de mal gusto. En especial, gracias a la gente que la relacionaba con otros incidentes. Como Arvie, por ejemplo.

—Fíjate que han pasado diez años —le dijo un día, después de andar por su lado en el mundo de la oscuridad—, pero seguimos recordando cada detalle de lo ocurrido con los Lostray. Dos niños perdidos en estas montañas... ¿Estás seguro de que esa cosa no tuvo nada que ver?

—Acribillaron a un oso que tenía partes del niño en el estómago —replicó el guardia, sin dejar de mirar a los pingüinos, como en ese instante—. No creo que haya mucho más que sacar de lo sucedido.

—Ya, pero, ¿y qué hay de lo que dijo su hermana? Jenny. ¿No dijo que a su hermano se lo había llevado...?

—El «hombre oso» —le interrumpió Korram, volviendo a caminar—. Sí. Y precisamente eso es a lo que la policía mató. Buenas noches.

—¡Espera! ¿Y qué hay de lo de Herber Gibbs y su hijo? ¡Hace años, en un aparcamiento! ¿De verdad no piensas que...?

—¡Deberías haberte hecho detective y no conserje, Arvie! —gruñó su compañero, logrando acabar con la conversación.

De repente, el teléfono sonó y le devolvió a la realidad. La fotografía de Luvinia se iluminaba en el bolsillo de su uniforme y tuvo ganas de bostezar. Al final, había vuelto a caer.

—Hola, de nuevo —contestó, sabiendo ya que esa noche sería la más larga de todas—. Esperaba que pudieras aguantar más, Luv, estoy decepcionado. Espera. Espera... ¿Qué dices? No te entiendo, Luvinia. ¿Cómo? Vale, estás perdiendo el juicio. ¿Dónde está Jack? ¡No he dicho que estés loca! Pásame a Jack, anda. ¿Cómo? ¿Y dónde está? En el salón con ella, ¿no? Claro. Venga, pásamelo. ¡Hola, Jack! Me ha dicho Luvinia qué... ¿Qué? ¿Es esa voz que oigo? De acuerdo. ¿Estáis viendo vídeos caseros? ¡No te he llamado loco, Jack, pero eso es imposible! Escúchame, ¡escucha! Mary... Escúchame, Jack, Mary está muerta. No está ahí con vosotros, ¿vale? ¿Cómo qué si me la pasas? ¡Jack! Perdón, ¿quién es? No sé quién eres, ¡pero lárgate de ahí, inmediatamente! ¿Qué clase de persona...? Seas quién seas, lo que estás haciendo es ruin, ¿me oyes? ¡Deja de hacer eso y márchate antes de que la policía...! ¿Jack, eres tú? Sí, la he oído. Me pasas con Luvinia, por favor. Vale, gracias. Buenas noches, sí. Luv, llama a la policía. ¡No seas idiota, pues claro que no es Mary! Por mucho que se parezca... ¿Cómo? ¿Cómo que le falta...? Haz el favor de llamar a emergencias, Luvinia. No sé quién es esa chica, pero lo que está haciendo merece una buena reprimenda. ¿Cómo me voy a alegrar? ¡No es Mary, Luvinia! Lo sé. Sé que esto ha sido traumático, pero... No, no, no me cuelgues. ¿Cómo que ahora vais a comer? ¡Si ya ha pasado la hora de cenar! De hecho, ¿dónde está Tommy? Luvinia, como me cuelgues te... ¿Luv? ¿Hola?

Arvie apareció de la nada y preguntó qué pasaba. Pero el guardia de seguridad lo ignoró, marcando él mismo al 6-1-1 de Agat.

—Hola, buenas noches. La emergencia es en el número dieciséis de la calle Glendon. ¡Ha entrado un intruso! No, yo... No estoy ahí ahora mismo. Trabajo en el museo de la calle Fitzgerald, he recibido una llamada de la familia informándome de la situación. Somos amigos de la infancia. ¡No han llamado porque se creen que la intrusa es su hija mayor! —se rio, un tanto nervioso—. Sí, ella... Falleció hace poco. Bien. De acuerdo. Dense prisa, por favor. De acuerdo, muchas gracias. Hasta luego.

Colgó. El conserje siguió insistiendo, vacilante, antes de que un ruido hiciera fruncir el ceño de su compañero. Korram sacó su linterna y apuntó a la oscuridad de la sala siguiente, esperando ver la sombra de algún niñato que, retado por sus amiguitos, hubiera decidido colarse a ver al gorila. La directora ya se lo había advertido. Sin embargo, fue esta misma la que apareció, contra todo pronóstico. Se tambaleaba y sonreía con toda la cara, quejándose de la maldita luz. Korram supo enseguida que estaba borracha, otra vez, y no se molestó siquiera en entablar una conversación.

Arvie, en cambio, prefirió llevarle la contraria, como siempre.

—Hola, señora Garland —la saludó—. ¿Qué hace aquí?

—Pues venir a trabajar, ¿qué voy a hacer?

—Vete a casa, Lorelei —adujo el guardia, sin compasión—. No son horas.

—Siempre estás así —resopló la mujer—. Tampoco es que ahora tenga nada que hacer.

Korram estuvo a punto de devolverle una respuesta mordaz, pero decidió callarse, a sabiendas de lo mal que lo estaba pasando su jefa últimamente. Mary había muerto cuidando a su hijo, un bebé rechoncho de siete meses del que no quedó más que una gota de sangre. Si para los Johnson era una tortura, para Lorelei, que deseaba ser madre desde siempre, debía estar siendo un verdadero infierno. Además, Theo era un niño adorable.

—Igual de tranquilo que tú —le había susurrado en alguna ocasión, repantingados en la mesa de su despacho. Aunque al guardia no le gustaba pensar en el significado de aquello. Sobre todo, si veía a su jefa tropezar con el aire y esparcir los papeles que llevaba consigo por las baldosas del museo. Arvie fue ayudarla enseguida, como el cobista que era, pero Korram decidió encargarse de lo demás. Eran las típicas antigüedades que la biblioteca de la calle Chaney guardaba al servicio de los interesados. En este caso, un fragmento de lo que parecía ser un diario anónimo.

«Es primero de octubre. Se acerca el invierno y durará hasta mayo. TOTAL: 33. 4 en Dante y 7 entre Landis y Price. Fiztgerald ya acumula 6», leyó en una de las hojas. «Jackson (7), Fox (5) y Busey (4) son los que presentan un mayor peligro.».

—Así se llamaban las calles de la isla hasta el cambio de alcaldía en mil novecientos sesenta y cinco —le aclaró Lorelei, casi como si le hubiese leído la mente.

—¿Y se puede saber qué haces con esto? —contestó él, al tiempo que continuaba recogiendo las páginas y se las pasaba de una mano a otra con poco interés.

La directora sonrió y le dijo: «¡Ya verás!», pero eso solo le hizo suspirar. Al menos, hasta que uno de los documentos le llamó la atención con lo siguiente:

«El treceavo de octubre de 1864, fue enterrada Eva Birdwhistle, sin sacramentos, siendo asesinada por una de sus alimañas feroces, en presencia de Ira Nory y Jean-Antoine Castel», ponía; un registro de defunción escrito de puño y letra por el sacerdote de la época, del que Korram reconoció varias cosas. Principalmente, relacionadas con la dichosa leyenda que Lorelei decía haberse inventado.

El guardia de seguridad la miró, desconcertado, y ella se encogió de hombros.

—Toda historia tiene algo de verdad. ¿Por qué estás tan sorprendido? —dijo y, luego, añadió: —De igual manera, ella misma se lo buscó. Lo pone en otro de mis papelitos. Birdwhistle vivía en este museo cuando era solo una mansión, y estaba rodeada de animales exóticos a los que secuestraba de su hábitat para lucirse. ¡Así que el karma se la acabó comiendo!

—¿En serio? —intervino el conserje, para sorpresa de nadie—. ¿Y de dónde salió la malvada esclava del relato?

—¡Si buscas, encuentras! —bufó la directora, sin apartar su mirada insidiosa de Korram—. ¿Cómo nosotros, eh?

Este no se dignó a prestarle atención, en ese momento inmerso en las fotocopias que ella habría sacado de algún libro de historia. La primera mostraba lo que había sido el Quiram a finales del siglo XIX, una mansión de color plata rodeada de nada a la que los años le habían pasado por encima. La segunda reconstruía un juicio de brujería contra varias mujeres de Agat, en la que destacaba una esclava embarazada bebiendo un ungüento frente a sus acusadores. Y la tercera mostraba ese mismo juicio hundido en el caos, después de que el monstruo resultante, destrozara a su madre por dentro y el rostro de uno de los testigos.

«Todo atado y bien atado», pensó él, receloso. Sin embargo, por más que lo meditó, aquel recuento del principio no lograba encajar en ningún sitio y volvió a torcer el gesto en una mueca vil.

Había más páginas al respecto, distribuidas entre otros retazos de información, en las que el número total variaba hasta convertirse en cero; Dante se transformaba en la actual Glendon, y la letra del individuo alteraba su forma hasta convertirse en un simple garabato. No había ni rastro de nombres o fechas claras, y a Korram eso solo le hacía sentirse más irritado de lo normal. La borracha de Lorelei haciendo de las suyas, es lo que creía. Así que se le acercó; estaba medio dormida en los brazos de Arvie y tanto la nariz, como la frente, se le habían enrojecido al punto de la vergüenza. Para colmo, lo miraba mal. ¡Tenía que darse prisa, antes de que le replicara! No obstante, la insolencia no terminó viniendo de ella sino de su teléfono. Luvinia, otra vez.

El guardia lo cogió de inmediato.

—¿Diga? ¿Luv? ¿Tommy? Hola, pequeño. ¿Va todo bien? ¿Dónde está tu madre? Tommy, no llores. ¿Ha venido la policía? ¿Qué...? ¿Y qué haces en el ático? ¿Un...? Vale, calma. Calma. Tranquilo. ¿Ves luces afuera? Mira por la ventana, anda. ¡Bien, eso es bueno, Tommy! Es la policía. Tienes que hacerles saber que estás allí arriba. No, no debes tener miedo, ellos son los buenos. Exacto, Tommy: ya no hay ningún monstruo; estás a salvo. Muy bien, pequeño. ¿Estás bajando? De acuerdo... ¿¡Qué pasa!? ¿Có...? Sal fuera, Tom. Voy para allá, ¿vale? ¡No importa adónde ha ido el monstruo! Sal fuera, ¡ahora! Bien. ¿Están ahí los agentes? —Un silencio se estableció en su garganta—. ¿Cómo? Entonces ve a casa de los vecinos y escóndete. ¿La señora Neighbourest tiene luz aún? ¡Corre hacia allí, Tommy! Bien, muy bien hecho, pequeño. Pásale el teléfono a... Hola, señora Neighbourest. Sí... ¿Qué lo ha...? De acuerdo, mire, ¿puede cuidar de Tom hasta que yo vaya? Muchas gracias. No tardaré, se lo prometo. ¿Ha llamado a emergencias? Fantástico. Nos vemos allí. Cuídese.

—¿A dónde dices que vas? —dijo Lorelei—. Todavía no has averiguado el misterio...

Korram salió pitando hacia el pasillo principal, con los ojos clavados en la entrada, solo para que el sonido de un cristal rompiéndose le hiciera detener sus prisas y mirar en todas direcciones. Arvie se puso a gritar de asombro y, aunque dudó, el guardia finalmente regresó al mundo marino. El conserje estaba en el suelo, lloriqueando, al mismo tiempo que la directora se arrastraba hacia la réplica de un cachalote.

—¡La bestia! —chilló el varón— Es... ¡Es la bestia! ¡Ha resucitado! —aclaró.

Korram lo miró como a alguien que ha perdido el juicio, lo cual, viniendo de Arvie, no sería de extrañar. No obstante, la voz de la directora le ganó en eso, también.

—¡Vienen a por nosotros, Korram! —dijo mientras trepaba por la lengua del falso animal—. Eso es lo que encontré, ¿sabes? Después de lo de Theo, pensé que lo que oía en su cuarto por las noches era mi depresión... Pero no. El domingo pasado vi lo que era. Estaba escondido en uno de los cajones de la cómoda. Una especie de... rata mutante a la que le faltaba la mitad del pelo y de la carne; todo dientes y sin cola, que quiso morderme.

Otro estruendo hizo que tanto el guardia, como el conserje, viraran el rostro en busca del que lo hubiese provocado. Korram se armó con la porra y la linterna y asomó la cabeza hacia el lugar de donde había venido. No vio nada más que la decoración traumática de siempre. En el techo, los pájaros disecados parecían apuntar en una sola dirección, pero la entrada quedaba lejos del alcance de la luz. Y el eco que producía Lorelei en el interior de aquel cetáceo fue lo único que, de verdad, escuchó.

—Después de eso, hui a casa de mi hermana. ¿Te lo ha contado? —le preguntó, pero no le dio la oportunidad de contestar—. Seguro que sí... Habláis más que cualquier amante de telenovela que haya visto. ¡Menuda historia de amor! De amigos de la infancia, a amor imposible por un embarazo sorpresa. ¡Qué suerte tuvo Luv de encontrar a alguien tan compresivo como Jack! —se rio con amargura—. No como yo, que tuve que conformarme contigo... ¿Acaso lloraste, siquiera, cuando murieron tus hijos?

—Cállate —le suplicó Korram e intentó concentrarse en la oscuridad y no en la sensación que le carcomía la consciencia.

—Me diste unas palmaditas en la espalda, cabrón sin sentimientos —insistió ella—. ¡Como si no fuera asunto tuyo, también! Pues no voy a dejar que lo olvides... Y ellos, tampoco.

—¿A qué se refiere, señora Garland? —tartamudeó el conserje, encogido en su lugar.

—A qué, como te he dicho antes, si investigas encuentras. Y, vaya, lo que he encontrado.

El tiburón que tenían colgado cerca de la ventana rota, cayó al suelo y Arvie se encaramó a la pierna del guardia. Le dijo que si había escuchado ese siseo de gato furioso... Korram no le respondió, demasiado absorto en su misión. Estaba convencido de que el adolescente cruel que estuviera haciendo aquello aparecería en cualquier instante y...

—¿Me escuchas aún, Korram? —volvió a hablar la directora. Su voz parecía la de un fantasma—. Vamos a morir, igualmente. Y yo te quiero, aunque no te lo creas. Voy a ser buena y a darte lo que necesites para abrir los ojos, ¿vale? En realidad, no es tan difícil.

Arvie la interrumpió con un susurro de advertencia. Korram, también, veía los pies descalzos que se manifestaron desde la oscuridad del pasillo, bajo la luz de su linterna. Sin embargo, este chistó al conserje para que se callara. Por una vez, tenía ganas de escuchar lo que Lorelei tuviese que decir.

—Seguro que piensas que me encontré con ese diario de casualidad en la biblioteca —continuó ella, inmutable a su alrededor—... Pues te equivocas. Cuando guardábamos algunas de las cosas de Mary, Luvinia fue la que dio con él en su desván. Se caía a cachos y... ¿No es curioso que lo hallara justo dónde abatieron a esa alimaña? —añadió—. Y hablando de alimañas... Cuando el control de animales fue a mi casa, tampoco encontraron rastros de mi rata. ¿Dónde podría haberse escondido más que en los ángulos de las paredes?

Korram estalló en un grito de rabia, instándola a dejar los rodeos a un lado. Cada vez percibía con más claridad lo que se ocultaba en aquel museo, y estaba convencido de que era lo que menos quería del mundo.

—¡No me grites, maleducado! —se defendió Lorelei—. Pero, está bien, te lo resumiré.

»El caso es que, a partir de ese momento, no dejé pasar ni un día sin visitar la biblioteca de Chaney. El viejo Ellebeen me ayudó a recolectar todo lo que, deduzco, todavía tienes en las manos. Pero seguro que solo los has repasado por encima, como yo hice en su día. Es que... ¡Es de locos lo ciegos que hemos estado, ¿verdad?! No hemos querido ver que la bestia del almacén llevaba con nosotros más de lo esperado...

—¿Qué quiere decir? —cuestionó Arvie con una mirada de orgullo.

—Una de esas hojas son recortes de periódico que, no sé por qué, todos pasamos por alto en su día —contestó ella—. Una anciana y su nieta declararon a principios de los dos mil que escucharon gruñidos inentendibles en su jardín, antes de que, a la madrugada siguiente, algo masacrara a sus perros. ¿Te suena que solo se comieran un pedazo del abdomen de los caninos?

Claro que sí, dijo el guardia en su mente y Lorelei continuó:

—Como es natural, le echaron la culpa a un oso.

»Más atrás, allá por los ochenta, la radio local recibió una llamada de un presunto asesino en serie que dijo haber decapitado, en total, a treinta y tres miembros de su familia desde que tenía diecisiete años, para después abandonarlos en las montañas. Nunca le atraparon. Ni encontraron los cuerpos de los que hablaba, así que creyeron que se trataba de una broma de mal gusto. Fue por ese tiempo cuando Herber Gibbs y su hijo desaparecieron...

»¿Sabías que muy cerca de aquel aparcamiento, una mujer fue asesinada en una parada de autobús dos años antes de lo Theo? ¿Sheila Torres? ¿Qué declaró que no podía escapar de lo que la acechaba porque la habían hipnotizado?

No, no tenía ni idea. Mary había dicho durante su llamada a emergencias que no podía escapar después de mirar fijamente a su asesino. O eso es lo que le contaron los Johnson, a quiénes habían dejado oír los últimos momentos de su hija por petición propia. Sin embargo, Korram había llegado a la misma conclusión que el resto de ciegos de Agat.

—No lo tengo claro —admitió la directora de repente—. El viejo Ellebeen me dijo que ese diario debe tener entre unos treinta y sesenta años. No queda lejos de la época en la que ese supuesto criminal llamó a AGATERN... Pero no me lo quiero creer porque eso significaría que... Que...

»Me encuentro mal, Korram. Cógeme en brazos y llévame contigo, antes de que...

«¿Son solo estúpidas teorías, entonces?», quiso recriminarle, pero no le salieron las palabras pues, justo entonces, la figura oculta dio un paso al frente y el guardia pudo observarla en todo su esplendor. Se quedó sin aliento, estático. Era Mary. Arvie lo gritó a los cuatro vientos, a la par que, tras de sí, unas pequeñas patas lobunas recorrieron las baldosas y se adentraron dentro de la ballena. Lorelei emitió un sonido de asfixia, pero tanto el guardia, como el conserje, fueron incapaces de ayudarla. No podían moverse y... ¿Habían sido los ojos de Mary tan amarillos en vida? Caminaba hacia ellos lentamente, cubierta por la típica tela transparente en la que los isleños envolvían a sus muertos. Y Korram sintió que algo malo iba a sucederle; que algo malo ya estaba sucediendo. Y que no podía hacer nada, por más que intentara ocultarse en cualquier rincón de Agat.

De pronto, Arvie se le meó encima y pareció salir de aquel trance espectral. «Cobarde», pensó Korram mientras comprendía que lo abandonaba a su suerte. «¿Ahora no te interesa curiosear?». Mary no lo persiguió; sino que llegó hasta él y le abrazó, dejándolo aturdido. Korram notó el hueco en el lado izquierdo de su abdomen, el que había acabado con su vida, antes que el mordisco. Pero en cuanto lo hizo, empezó a entender su final.

Mary consumió su sangre y sus gritos hasta que una cría de lo que se asemejaba a un gorila de uñas largas, se les arrimó y terminó con lo que toda bestia debía. Tal y como cantaban las brujas en sus cuentos.

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