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001. Un nuevo cuerpo

Un latido punzante en las sienes sacudió a Carlos del sueño. Sus músculos parecían pesados, torpes. Al abrir los ojos, vio el suelo húmedo, cubierto de musgo, y sintió el frescor que se filtraba a través de su ropa. Los rayos del sol atravesaban el follaje espeso, dibujando sombras inquietas sobre su rostro, como si el bosque jugara con su desconcierto. A su lado, un joven de cabellos dorados lo observaba con una expresión que entrelazaba preocupación con asombro.

—Buenos días. Veo que estás desorientada, mi nombre es Olano. ¿Te encuentras bien? —preguntó el joven, con una voz que intentaba ser amigable, aunque el matiz cauteloso no podía ocultarse.

—¿Dónde estoy? ¿Y quién eres tú? —Carlos intentó levantarse, pero su cuerpo reaccionó torpemente, como si estuviera desacostumbrado a su propia estructura. Miró al joven de cabellos dorados con recelo, sin apartar del todo su peso del árbol que lo sostenía.

Olano extendió una mano para ayudarlo, pero Carlos la apartó con un gesto brusco. Se tambaleó hasta un árbol cercano y, al aferrarse al tronco, algo en su cuerpo se sintió... diferente. Fue entonces cuando notó los primeros cambios. Su ropa tensaba en puntos inusuales, y su voz, al intentar formular palabras, resonó con una tonalidad más aguda de lo habitual.

—Esto no puede estar pasando —murmuró. Sus manos temblorosas recorrieron su rostro, palpando unos rasgos ajenos. Bajó la mirada, y el contorno de un pecho femenino lo dejó inmóvil. Su respiración se aceleró mientras apartaba las manos, como si el contacto confirmara una realidad que no quería aceptar.

Recordaba estar jugando a un MMORPG con su novia y otros compañeros de clan. Tras derrotar al jefe supremo, una voz enigmática anunció: "Ahora tendréis la oportunidad de vivir una vida real en este maravilloso mundo." Un destello y luego, la oscuridad.

—¿Podría ser verdad? —murmuró, tocándose las orejas puntiagudas y el cabello pelirrojo recogido en una cola. Todo indicaba que podría haberse transformado en su personaje del juego, una elfa. En su momento, había elegido esa apariencia por simple estética.

—¿Qué me ha pasado? ¿Por qué soy una elfa? ¡Yo era un humano! —La voz de Carlos se quebró, cargada de miedo. Buscó respuestas en los ojos de Olano.

—Quizás te golpeaste la cabeza... o algo más te ocurrió. —Olano dudó antes de continuar. —No temas, estás a salvo por ahora. —Aunque su tono buscaba ser tranquilizador, la sombra de la incertidumbre se reflejaba en su mirada.

Con cada movimiento, Carlos, ahora atrapado en un cuerpo desconocido, se sentía prisionero de una pesadilla de la que no podía despertar. Cada gesto le recordaba la crudeza de su nueva realidad, una realidad que le costaba aceptar.

—Necesito un momento, esto es demasiado para procesar —confesó, con la voz temblorosa y una lucha interna por asimilar la situación.

Olano asintió con comprensión y se apartó un poco, dándole espacio para enfrentar su nueva existencia.

—Soy una elfa en un mundo desconocido. —Carlos razonó en voz alta, más para sí mismo que para Olano. —Vale, como supongo que me parezco a mi personaje, a partir de ahora mi nombre es Sylvia —se presentó, con una reverencia torpe.

—Encantado, Sylvia. —Olano correspondió a la reverencia. —Un nombre peculiar para una elfa, pero si así lo deseas, así te llamaré. ¿Has llegado aquí a través de un portal mágico procedente de otro mundo? —preguntó, intrigado por la extraordinaria situación.

—Supongo que podría decirse así. ¿Dónde estamos? —Sylvia aceptó la nueva realidad con una mezcla de resignación y curiosidad.

Olano, con una calma que parecía inquebrantable, comenzó a explicarle su ubicación con precisión. —Nos encontramos en el Bosque Negro, a dos días de viaje de la ciudad de Aguas Claras y a cinco de Roca Oscura, una fortaleza enana excavada en la montaña de Muide.

—¿Roca Oscura? ¿Aguas Claras? —Sylvia murmuró; las palabras resonaban en su mente con una familiaridad inquietante. Recordaba esos nombres; eran localizaciones clave en el juego.

—¿El monasterio de la Rosa Ensangrentada está cerca de aquí? —preguntó; su voz revelaba una mezcla de esperanza y ansiedad.

—Sí, de hecho, estaba en camino para pasar la noche allí. Mi buey es viejo y no llegaré a la Posada de la Luna Negra antes del anochecer —Olano respondió, y luego, con una nota de duda, agregó—. Pero no sé si permitirán que se quede una mujer, y menos una elfa.

Sylvia tocó su cuello y sintió el relieve frío de una cadena. Alzó el relicario entre sus dedos, notando los grabados familiares que identificaban a los sacerdotes en el juego. Era más que un símbolo. Había salvado a su equipo tantas veces que casi podía escuchar las bromas de su novia al respecto: "Siempre confío en tu milagroso relicario". Ahora, ese pequeño objeto era lo único que tenía de su vida anterior. ¿Seguiría teniendo poder aquí? ¿O sería sólo un recuerdo inútil de un mundo que ya no existía?

—No te preocupes, creo que podré pasar allí la noche también. Podría ir contigo en tu carreta —propuso Sylvia, más decidida ahora que sentía el peso del relicario contra su pecho.

Olano la observó con escepticismo. Sylvia, aún aferrada al relicario, analizó la situación. No tenía muchas opciones y, aunque desconfiaba, la calma del comerciante era lo único que parecía sólido en ese momento. Finalmente, asintió, aceptando su ayuda. Había al menos tres horas de camino hasta el monasterio, y una compañera de viaje haría más llevadera la jornada.

—¿No vas a recoger tu bastón y mochila? —preguntó Olano, señalando hacia el lugar donde Sylvia había estado desmayada.

Al lado del árbol descansaba una mochila y junto a ella, un bastón largo y recto, demasiado perfecto para ser casual. La elfa corrió hacia ellos, agarró ambas cosas, y luego subió a la carreta junto a Olano. Juntos, se encaminaron hacia un destino incierto, entretejido con el misterio de un juego que se había vuelto dolorosamente real.

Mientras la carreta de Olano crujía y se balanceaba a través del Bosque Negro, los rayos de un sol menguante jugaban entre las hojas, tejiendo un tapiz de luz y sombra sobre el camino. Olano, un comerciante de mirada aguda y charla fácil, manejaba las riendas con pericia mientras conversaba con Sylvia.

Sylvia asentía sin prestar atención, su mente atrapada en un torbellino de preguntas. ¿Dónde estaría su novia? Recordó la última vez que hablaron, entre risas, mientras ella se burlaba de su predilección por los personajes femeninos en los juegos. "¿Qué harías si un día te convirtieras en uno?", había dicho. Ahora, esa broma parecía un eco cruel de su realidad. ¿Estaría aquí también? ¿Atrapada, sola? La posibilidad la asfixiaba. Se llevó una mano al pecho, como si pudiera calmar la opresión que sentía, pero las dudas seguían creciendo, más pesadas con cada minuto que pasaba.

—¿Y cómo es el comercio con los enanos? ¿Son difíciles en el trato? —preguntó Sylvia, tratando de mantenerse presente en la conversación.

—Los enanos no pierden el tiempo con palabras innecesarias. Un acuerdo con ellos es más firme que el acero que forjan. —Olano rió entre dientes, ajustando las riendas—. Claro que convencerlos de aceptar un precio razonable... ahí es donde empieza la verdadera negociación. —respondió Olano con una sonrisa.

El camino se volvía más áspero a medida que se adentraban en zonas menos transitadas del bosque. La densidad del bosque comenzó a disminuir, y los primeros indicios de civilización aparecieron a lo lejos.

Sylvia se aferraba a la esperanza de que, si realmente estaban en el mundo del juego, habría una forma de volver. Cada momento de silencio se llenaba con pensamientos sobre estrategias para reunirse con los otros. "Si todos somos personajes del juego, deben estar por aquí... ¿En qué parte del mapa aparecerían?", pensaba, mientras su corazón se apretaba al imaginar a su novia perdida en este vasto y peligroso mundo.

La conversación entre ellos se desvanecía ocasionalmente, sustituida por el murmullo del bosque y el sonido de la vida silvestre. De repente, la densidad del bosque comenzó a disminuir, y los primeros indicios de civilización aparecieron a lo lejos.

—Allí está el Monasterio de la Rosa Ensangrentada. Es un lugar de gran paz, pero también de poder. Muchos buscan refugio y sabiduría entre sus muros —dijo Olano, señalando hacia adelante.

De la bruma del atardecer surgieron los muros del monasterio, oscuros y altivos, como centinelas inmutables. Los símbolos esculpidos en el portón parecían brillar débilmente bajo la luz del crepúsculo, un recordatorio silencioso de que este era un lugar donde se juzgaban las almas tanto como los cuerpos. El portón, de madera maciza y adornado con símbolos sagrados, parecía un guardián que juzgaba a todo aquel que osara acercarse. El aire cargado de incienso flotaba hasta la carreta, añadiendo un toque solemne que heló a Sylvia hasta los huesos. Cada detalle de las tallas, desde las escenas olvidadas hasta los rostros esculpidos, parecía observar a Sylvia, evaluándola. La vista del monasterio, imponente y sereno, ofrecía un contraste sobrecogedor con la inquietud que Sylvia llevaba por dentro.

Mientras la carreta se detenía frente al portón, Sylvia se bajó, los pies tocando tierra firme, pero su mente aún seguía en vuelo. Con una mezcla de temor y determinación, miró hacia la estructura que prometía respuestas y, con suerte, un camino hacia la reunión con sus seres queridos.

Olano, tras bajarse y acercarse a la puerta, tiró de una cadena situada junto a esta. Por unos minutos, no ocurrió nada. Sylvia sugirió volver a tirar de la cadena, pero el mercader negó con la cabeza.

—En este monasterio reniegan de las prisas. Seguro que han escuchado la campana. Si insistimos, nos despacharán con un exabrupto —dijo con calma.

Sylvia lo miró escéptica, pero no se atrevió a contradecir a quien amablemente la había traído hasta las puertas del monasterio.

El sol ya estaba muy bajo. Aunque en el juego las distancias parecían cortas, sabía que no llegaría antes de medianoche a la Posada de la Luna Negra. Si no abrían, estarían en un problema. Finalmente, la puerta se abrió y un hombre vestido de forma similar a un templario medieval salió al encuentro.

—Hola, Olano. Cuánto tiempo sin verte. ¿Qué clase de locura es esta, Olano? Traer a una elfa a este lugar sagrado. ¿Esperas que abramos nuestras puertas a una criatura que ni siquiera debería estar aquí? Este no es un refugio para seres inmundos.

El mercader miró a Sylvia, negó con la cabeza y se encogió de hombros antes de responder.

—Tranquilo, la elfa es una persona que encontré en el camino. Si no puede pasar la noche aquí, no es asunto mío. Mi mercancía es lo primero.

El templario sonrió con cierta ironía y le dio el visto bueno para entrar. Sylvia lo observó contrariada mientras Olano se montaba en su carreta y cruzaba el portón. La joven se quedó de pie, sola, hasta que finalmente reaccionó.

—Perdón, quizás esto pueda hacerte cambiar de opinión —se apresuró a decir, sacando el relicario que colgaba de su cuello.

El templario lo miró detenidamente unos instantes, luego recorrió a Sylvia con la mirada, deteniéndose en sus orejas puntiagudas.

—El relicario es auténtico y te pertenece, no cabe duda, pero no puedo tomar esta decisión. Espera aquí en la puerta mi retorno —respondió antes de cerrar abruptamente la puerta tras de él.

Sylvia suspiró y miró al cielo. Si no la admitían, tendría que pasar la noche a la intemperie. El sol terminó de ocultarse, y las estrellas comenzaron a brillar en un firmamento despejado. El viento gélido calaba su piel, haciéndole estremecer. En algún lugar del bosque, un lobo aullaba, su llamado resonando en la oscuridad. Sylvia envolvió sus brazos alrededor del cuerpo, tratando de conservar algo de calor, cuando finalmente la puerta volvió a abrirse.

Esta vez, el templario regresó acompañado de otro hombre. Ambos la escoltaron al interior del monasterio en silencio, conduciéndola por un pasillo de piedra iluminado por antorchas que chisporroteaban con cada ráfaga de aire frío.

Llegaron a una humilde habitación en la que solo había una cama estrecha, un armario de madera oscura, una silla y una mesa donde reposaba un cuenco de sopa que aún humeaba.

—Tómate la sopa y descansa. Mañana se decidirá tu futuro —dijo el templario, con voz firme. Luego, ambos hombres salieron, cerrando con llave la puerta tras ellos.

Sylvia observó la pequeña estancia y suspiró. ¿Había sido demasiado osada? Se preguntó mientras levantaba el cuenco con ambas manos. El calor del líquido era reconfortante, y el aroma a hierbas y especias despertó un hambre que no sabía que tenía. Bebió despacio, dejando que el calor recorriera su garganta y calmara su estómago.

Sylvia alzó la vista hacia la ventana enrejada. Las estrellas brillaban sobre el cielo nocturno, tan distantes como su mundo perdido. Mañana enfrentaría las consecuencias de su osadía, pero esa noche sólo tenía su incertidumbre y el leve calor de la sopa para acompañarla.

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