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El despertar de Andrés

Sabía que iba a llover. En cuanto sus rodillas advertían cualquier indicio de humedad, surgía ese crac incómodo que lo obligaba a evitar escaleras y pendientes pronunciadas. En días como aquel, Andrés buscaba cartones, periódicos, sacos... Lo que fuera con tal de no pasar frío. Mientras el sol lo acompañaba en su indefinido deambular todo iba bien, pero las cosas cambiaban drásticamente al llegar la noche.

«Seguro que Paco está calentito en el albergue», pensó. La calle se tornaba gélida al atardecer, olvidando la frenética actividad de viandantes y vehículos. Por suerte, el barrio donde se movía habitualmente estaba lleno de comercios, de manera que el circuito de transeúntes no cesaba hasta la noche. En cuanto la gente regresaba a sus casas, tanto si habían terminado un paseo de improvisadas compras como si era ya la hora de acabar su jornada laboral, comenzaba la pesadilla para Andrés.

Con la bajada de temperaturas era extraño encontrarse a alguno de sus amigos en la calle. Casi todos ya tenían los mejores sitios ocupados: portales, garajes vacíos, cajeros automáticos... Paco, probablemente su mejor amigo, era un pobre enfermo que había optado por pasar las noches en el albergue para evitar esas condenadas neumonías. Salvo él, ninguno de los sintecho que conocía quería pasar la noche en el albergue, fundamentalmente porque eso significaba aceptar su situación de desamparo. La mayoría de ellos eran alcohólicos y toxicómanos a los que sus respectivas familias consideraban casos perdidos, pero Andrés no acabó en la calle por un vicio malsano. Tras años de entrega profesional y de mantener un estilo de vida cómodo, se vio envuelto en una vorágine de terribles y nefastas coincidencias: un despido inesperado, el abandono de su esposa, un desahucio salvaje y, finalmente, el ocaso. En esas condiciones, por muy compleja que estuviera siendo la supervivencia, era difícil aceptar ayuda de otros. No, eso dejaría de manifiesto su fracaso, o al menos así lo veía el bueno de Andrés que, herido de orgullo, prefería apañárselas solo.

La primera noche que pasó en la calle quiso resguardarse del frío en el parquin exterior del supermercado. A priori parecía un sitio seguro, con marquesinas metálicas, ideales para evitar la lluvia y muy próxima a la estación de tren, cuyos aseos visitaba a diario. Sin embargo, acabó descartando el lugar por culpa de los grupos que allí se concentraban para beber en los coches durante fines de semana y días festivos.

La música y las risas no eran un problema, pero sí las ganas de bronca de algunos que bebían más de la cuenta. Por terrible que parezca, dormir a la intemperie no es tan grave si se compara con tener que correr para sortear una paliza.

Por entonces, oxidado tras años de vida sedentaria, se movía despacio, torpe, pero a base de golpes aprendió a moverse deprisa, incluso memorizó la ubicación de las calles sin salida para no quedarse atrapado a la hora de huir. «El peligro repara el ingenio», pensaba.

A veces, cuando el hambre se volvía una tortura insoportable, se acercaba a una pizzería donde había pedido trabajo. El negocio tuvo que prescindir de algunos empleados por falta de ingresos, de modo que el jefe del local, Braulio, se vio obligado a rechazar su solicitud. Aun así, le dijo que si alguna vez necesitaba comida no dudara en pedirla. El orgullo de Andrés, quizá el peor de sus enemigos, lo castigaba durante semanas si se arrastraba hasta allí para comer: «¿Vas a pedir comida como un perrito otra vez? ¿Dónde coño está tu dignidad?».

Coexistir con esa versión de sí mismo era, sin lugar a duda, el peor de los lances que debía enfrentar.

Claro que con el paso del tiempo descubrió o, mejor dicho, se convenció de que estar en aquellas condiciones tenía ciertas ventajas, como no depender del reloj, ni andar preocupado por el montón de facturas o la dichosa hipoteca. Había regresado de algún modo a los orígenes humanos, a esa esencia olvidada debido a siglos de impuesta civilización. Sólo debía preocuparse de comer y dormir, y aunque la tarea a veces fuera dura y complicada, no dejaba de ser algo sensato, natural.

Antaño odiaba a las palomas, tan insalubres y molestas en las ciudades. Sin embargo, ahora las admiraba. Resultaba increíble ver cómo se habían adaptado a un entorno tan hostil, intrépidas entre la circulación, sin ese miedo paralizante que a él lo invadió nada más llegar. Y las ratas, ellas sí que eran valientes, expuestas a peligros de toda índole: trampas, venenos, humanos necios...

Ratas y palomas, compañeras de Andrés en infinidad de caminos hacia la nada, sirvieron de inspiración a un hombre que había perdido la fe y las ganas de seguir adelante. A eso había llegado: a compararse con dos especies repudiadas.

La frialdad nocturna no se hizo esperar. Y la lluvia tampoco. Una tromba de agua lo sorprendió cuando aún no había encontrado el lugar definitivo para pasar la noche. Todos los buenos sitios estaban ocupados. Ni siquiera había respiraderos de metro disponibles. Ahí hubiera podido recibir al menos el aire caliente que expulsaran, pero de todos modos esa no era una opción que le entusiasmase. Padecía de vértigo y cuando se tumbaba sobre una de esas rejillas metálicas sentía que de un momento a otro acabaría cayendo al vacío.

Pasó entonces por el único cajero con puerta que había en toda la manzana y comprobó que una pareja se estaba dando el lote en el interior. Por un momento estuvo tentado a pedirles el acceso, pero cambió de parecer cuando recordó cómo unos sinvergüenzas sin corazón quemaron a un pobre mendigo en esa misma calle. «Y el problema son las ratas o las palomas... —musitó—. Algunos no saben que conviven con monstruos mucho peores».

Todavía quedaba una alternativa: el albergue. Paco hablaba maravillas del lugar, aunque allí no le permitían beber, como es lógico. Ese era el único inconveniente, según él. La posibilidad de darse un baño y tumbarse sobre un colchón le pareció de lo más apetecible, y un lujo, dadas las circunstancias. Pero ahí estaba su yo impertinente, gritándole que nadie le ayudó cuando debía dinero al banco, o cuando en las entrevistas de trabajo le rechazaban como si le dieran el pésame por tener más de cuarenta. «No, Andrés —murmuró—. Salimos de esa nosotros solos, y solos continuaremos sobreviviendo».

Anduvo bajo la lluvia casi una hora, bordeando la plaza hasta que, exhausto y cargando con el atuendo empapado, miró la Iglesia y pensó: «el cura cierra por la noche, pero igual puedes sentarte bajo el arco de la entrada para no seguir mojándote».

Allí permaneció al menos veinte minutos, calado hasta los huesos y con el estómago rabioso, pidiendo comida en todos los idiomas posibles. «¡Maldita sea, deja de rugir de una vez! —dijo mirándose la barriga—. ¡Estoy pensando, no me atosigues!».

Salvo el de la lluvia, ningún ruido mancillaba el entorno. Sin embargo, lejos de encontrarlo una estampa de apacible quietud, una donde ningún gamberro le haría jugarretas o cosas peores, Andrés se empezó a agobiar. Si la ciudad continuaba viva, con su ir y venir de coches y el crepitar de zapatos sobre los adoquines de la plaza, todo cobraba un color distinto, uno más agradable que el grisáceo tono que ahora tenía enfrente. Daba igual lo que marcara el termómetro de la farmacia, o si el servicio de limpieza municipal le pedía que se apartara para barrer aquella entrada si no quería que lo barrieran a él junto al resto de porquerías acumuladas en el suelo. Estar solo era, de lejos, el peor de sus problemas. La soledad traía de vuelta al Andrés tiránico, al insoportable sujeto que lo forzaba a odiarlo todo, incluido a sí mismo.

—Señor, ¿se encuentra bien?

La mujer, ataviada con un chubasquero, traía consigo un termo y un edredón. Parecía amable y realmente preocupada por él.

—Sí —respondió tras titubear un poco—. Está cayendo una buena, ¿eh?

—Le traigo sopa. Sé que no es mucho, pero le ayudará a entrar en calor.

Su estómago intervino ansioso, saltando de alegría ante la idea de tomar algo caliente. Sin embargo, rechazó el obsequio.

—No se moleste, señora. Estoy bien.

—¿Tiene dónde dormir? —preguntó con ojos vidriosos.

—El mundo entero es mi cuarto —esbozó una sonrisa—. Gracias por su interés, pero me las apaño.

—Vivo ahí enfrente, en el segundo A —comentó señalando un bloque de edificios cercano—. El portal no es gran cosa, pero al menos tiene calefacción. Puedo dejarle ropa de mi marido mientras se seca la que lleva puesta. ¿Qué me dice?

Era una buena mujer, lo supo nada más verla. Aun así, Andrés percibió su lástima, la pena que la mayoría siente al ver a un desamparado. Y detestaba estar en aquella posición.

—Mire, le agradezco el detalle, pero ustedes, las personas que tienen problemas de conciencia, creen que pueden redimirse atendiendo a los necesitados. Apuesto a que visita esta Iglesia a menudo, ¿no es así?

—No creo en ninguna deidad —respondió ella—. No mientras haya gente sufriendo como usted.

Andrés se echó a reír. Reprimió la angustia con la imperiosa necesidad de seguir mostrándose duro; el sintecho con la piel de esparto que sucumbió al dolor tan de golpe que los sentimentalismos habían perdido toda importancia.

—¿Cree que le tengo lástima? —dijo la mujer—. ¿Por qué no piensa que soy yo la que viene a pedirle algo?

—¿Es que no ve la precariedad de mi existencia? ¿Quién en su sano juicio le pediría algo a un tipo en semejantes condiciones? ¿Está loca o qué?

—Yo viví como usted, ¿sabe? Y también rechazaba la ayuda de los demás por esa chorrada que llaman dignidad. No conozco su historia, pero usted tampoco sabe la mía, así que no interprete mi acercamiento como un medio para sentirme mejor conmigo misma, porque le aseguro que he hecho cosas que no van a desaparecer sólo porque le dé una colcha vieja y un termo lleno de sopa instantánea. Mi ayuda no significa nada. Su realidad mañana será la misma que hoy. Y pasado. Y el otro. ¿Quiere saber si le respeto como individuo? La respuesta es sí, por supuesto. Pero, déjeme hacerle una pregunta: ¿se respeta usted? ¿Cree que merece algo mejor que una simple sopa y un edredón lleno de agujeros?

Andrés, luchando contra el peso de su ropa mojada, se levantó del suelo y dijo:

—Creo que no es lo mismo merecer que necesitar. Puede que no lo merezca, pero sí lo necesite. O tal vez merezca algo mejor y debido a la necesidad tenga que aceptarlo, por poco que sea. Así que, en esa ecuación, es la necesidad la que marca la diferencia.

Ella le dio la razón y sonrió. Después de decirle que era una reflexión interesante, extendió el termo con sopa y se despidió de él recordándole que aún podía dormir en el portal si lo deseaba.

Andrés, que esta vez no rechazó la cena, dio las gracias y se sentó a beber el caldo, pensando en las palabras que él mismo había pronunciado: «la necesidad no se escoge, sin embargo, para merecer algo has de ganártelo».

Al fin dejó de llover. El sol comenzaba su ascenso, asomándose entre edificios y carteles publicitarios mientras algunos ciudadanos ponían rumbo a sus respectivos trabajos. Estaba cansado y con infinidad de contracturas musculares. Tras la conversación con aquella señora, no dejó de darle vueltas a la cabeza, creyendo que tal vez se había negado a sí mismo la ayuda por temor a convertirse en alguien que no quería ser. Odiaba el término «necesitado», pero la cuestión era empezar a aceptar que, en efecto, precisaba la caridad de otros.

Tenía previsto levantarse y pedir limosna en los lugares más concurridos, cuando, de repente, reparó en el termo y la colcha que le llevó la mujer. «Debería devolver todo esto», pensó. La idea de acudir al bloque de pisos se le antojó vergonzante y un poco incómoda, pero aun así se dirigió hasta allí dispuesto a hacer lo correcto.

«Se necesita portero» rezaba un cartel en la entrada.

Localizó el segundo A en el interfono y cuando la mujer respondió, le notificó que venía a devolverle sus cosas. Minutos más tarde, ella bajó hasta el portal.

—Gracias por su amabilidad, señora —declaró Andrés extendiendo la colcha y el termo.

—Me llamo Trini y soy más joven que usted. ¿Puede dejar de llamarme señora? Me toca un poco la moral... —expuso ella.

—Está bien, Trini —rio. Luego echó un vistazo atrás y señaló el cartel de la entrada—. ¿Ese puesto sigue vacante?

Sonriendo, ella preguntó:

—¿Necesitas el empleo?

—Lo necesito, sí. Y también lo merezco.

—Tendrás que demostrarlo —dijo tajante.

Andrés expuso entonces los motivos por los que debía ser escogido, aludiendo a su alto sentido de la responsabilidad y su buen carácter. Tenía claro que con una imagen tan dañada como la suya obtener el puesto sería prácticamente imposible, pero no contaba con que Trini, mujer de sólidos principios, tendría en cuenta otros muchos factores.

Como presidenta de aquella comunidad debía velar por los intereses de los vecinos, máxime teniendo en cuenta que su propia familia vivía allí. Sin embargo, el hecho de que Andrés prefiriese hablar de sus capacidades de cara al puesto en lugar de venderse a sí mismo como un hombre desesperado que precisaba ayuda urgentemente le pareció algo muy significativo. Ella, que en otro tiempo también estuvo vagando por las calles sin nada que llevarse a la boca, conocía a los personajes generosos de la zona, incluido claro está, Braulio, el pizzero que nunca negaba comida a cualquiera que estuviese en apuros. Fue éste quien, al enterarse de que andaba buscando un portero para su edificio, le habló de Andrés: «es muy buen hombre. Puede que te lo hayas encontrado alguna vez: alto, delgado, ojos claros... Suele estar por la plaza, la que está a pocos metros de tu bloque. Vino una vez a pedir trabajo y yo no podía contratarle. Le vi tan mal que le ofrecí un plato de comida cada vez que lo necesitara. Y él, en lugar de aprovecharse de la situación, sólo viene a comer cuando las cosas se ponen muy, muy feas. Además, siempre hace algo a cambio: barre, limpia los cristales, recoge las mesas... No quiere que le regalen nada. Pienso que merece una oportunidad».

—El puesto es tuyo —dijo Trini—, no porque lo necesites, sino porque te lo mereces.

Y así fue como Andrés, huyendo de la necesidad, se dio cuenta de que nunca había sido un necesitado. 

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