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Capítulo 5: La mañana del veinticuatro de junio

Mere

Cada una de las ochenta y tres veces que reviví el viernes veintitrés de junio, lo primero que veía al abrir mi ojos eran unos finos rayos de sol que se colaban por una pequeña fisura que hay en el techo de zinc de mi habitación en Manak-krü. Yo sentía que esa tenue lucecita que se derramaba por la pared despintada hasta rozarme las mejillas era la forma que tenía el universo de decirme que debía intentar, al menos una vez más, impedir la separación de mis padres.

Esa luz era una minúscula bandita sobre mi espíritu que se iba quebrando en pedazos cada vez más grandes, y empezaba a temer que ya no fuera suficiente...

Pero hoy no fueron esos humildes rayitos de sol los que me despertaron, sino la majestuosa luz del amanecer en todo su esplendor, empapando mi rostro con una cálida caricia. Me incorporo sobre una cama más grande, suave y acolchada que la mía. Veo con ojos entrecerrados a través de la ventana del ático de los Olivier, donde Tony me escondió para que pudiera pasar la noche anterior. El reloj digital que hay sobre la mesita de noche a mi lado indica las siete de la mañana del sábado veinticuatro de junio.

«Lo logré. Logré salir del bucle y de Manak-krü».

No logro contener mi emoción. Entierro el rostro en la almohada rellena de plumas y me echo a llorar. La blanca tela se empapa con mis sollozos conmovidos. El llanto se siente liberador. Me levanto y abro la ventana para dejar que el aire de la mañana me llene los pulmones y me seque el rostro. Las calles de tierra que conocía, rodeadas de montañas y palmeras, han sido reemplazadas por grandes casas idénticas con jardines floridos sacados de una postal suburbana.

En este momento no extraño mi pasado. Solo quiero vivir el presente: uno donde puedo seguir adelante.

Me planto de rodillas en el suelo, haciendo crujir los tablones de madera rústica, y hago mis rezos matutinos. Demasiados años viviendo bajo el yugo espiritual de la lideresa, supongo. Con las manos unidas sobre mi collar de cuarcita, agradezco al dios Makunaima y a la Abuela Kueka por haberme sacado de mi bucle temporal.

Otras personas estarían pensando en cómo volver, pero yo soy incapaz de pensar en otra cosa que no sea salir a explorar mi entorno. Sólo me aguanto porque Tony fue muy claro anoche: él vendría a buscarme al ático cuando no hubiera moros en la costa. Me pregunto cómo seguirá César...No sé si es porque ambos tenemos poderes, pero una férrea sensación de lealtad se apodera de mí cuando pienso en él.

Escucho el eco de unos tacones en la lejanía; luego, unas voces conversando. Pego la oreja contra la madera, pero no consigo distinguir lo que dicen. Un minuto después, se oye un tintineo parecido al de unas llaves, una puerta que se cierra...y unos pasos frenéticos que se acercan a toda velocidad. Me aparto para no bloquear la trampilla de la entrada, que se abre de golpe y revela a un acelerado Tony.

—¡Qué bien, ya estás despierta! César está en ello, pero tiene mala pinta —Yo ahogo un gemido. Tony hace un gesto despreciativo con la mano—. No, no, tranquila, eso es normal en él —me explica.

Me hace una seña para que baje por la escalerilla del ático y lo siga por los amplios pasillos de la mansión que tiene por casa. Las paredes se componen de un desfile de fotos enmarcadas de Tony y su madre celebrando cumpleaños, navidades y torneos donde el rubio sale sosteniendo trofeos en un podio, vestido como artista marcial y luciendo una sonrisa de oreja a oreja. De su padre no veo ni una sola imagen.

Casi me tropiezo con el ruedo del pantalón que me dejó ayer para dormir. Me queda demasiado largo; la vieja camiseta que me dejó también me queda volando. Recuerdo que la ropa de Nelly también solía quedarme grande cuando me dejaba alguna de sus pijamas en Caracas. Espero que mi amiga no esté muy preocupada por mí.

—Eh, César, que entro con Mere —anuncia Tony sin mucha ceremonia. Abre la puerta del cuarto con la sutileza de un ladrillo por una ventana.

—¡Joder, Tony! —le recrimina César, y lo que veo me hace llevarme las manos a los labios de la impresión.

César está totalmente empapado en sudor, su ropa del día anterior pegada a su piel mortecina como una segunda capa y sus extremidades temblando como gelatina. En sus manos tiene un pastillero que parece un muestrario de dulces, lleno de pildoritas de todos los colores, formas y tamaños. Mientras su garganta hace el esfuerzo de tragar tres de una sentada, escucho sus leves jadeos y veo un inmenso sufrimiento en sus ojos azul eléctrico. Mi primer instinto como aspirante a médico es correr hacia él y poner una mano sobre su frente.

—Estás ardiendo en fiebre —digo en un suspiro.

—Esto es normal —César repite lo que me ha dicho Tony, pero no concibo creerle al verlo en un estado tan lamentable—. Solo necesito unos minutos para...

No lo dejo acabar. Le levanto la camiseta hasta los hombros y le palpo el abdomen. Él suelta una exclamación de sorpresa, quizá por vergüenza, pero luego deja escapar un quejido de dolor. Veo lo que me sospechaba: tiene erupciones cutáneas de color rojo por todo el pecho y molestias abdominales. Procedo a sostenerle la cabeza con las manos y a dirigir su vista hacia la ventana por donde entra el mismo sol que a mí me acarició el rostro, pero que a él parece quemarle como a un vampiro.

— ¡Ah! —gruñe, apartándose de la luz que le irrita.

—Esto no me gusta nada —Niego con la cabeza.

—Mere, en serio, tú quédate tranquila...—Tony intenta apartarme de César. Lo fulmino con la mirada.

—Tiene una fiebre de mínimo treinta y nueve grados, erupciones en la piel, sensibilidad lumínica, respiración irregular, erupciones en el pecho, dolor abdominal...¡¿Y tú me dices que me quede tranquila?! —No puedo creer la actitud relajada de Tony. Por menos síntomas que esos mi padre ya habría pedido una ambulancia para trasladar al paciente a un hospital—. ¿Acaso no te preocupa tu amigo?

La actitud de Tony hacia mí cambia por completo. Su desaprobación me aniquila a través de un rostro mortalmente serio.

—No hables de cosas que no entiendes, tía —me dice con suficiencia, apretando los dientes.

—Para tu información, entiendo de esto. Mi padre es médico y yo también lo seré algún día —espeto, poniéndome frente a él para enfrentarlo aunque me saque una cabeza. Demonios, es demasiado alto. Empiezo a creer que el padre de Tony debe ser un europeo del este o algo así, porque su amplia frente y rostro anguloso no comparte casi rasgos con su madre o con los otros hombres españoles que he visto por la calle.

—Okey, tu papá será médico y todo lo que tú quieras, pero yo conozco a César mejor que nadie, ¿vale? —Se cruza de brazos. Su nivel de receptividad es equivalente al de una pared con ropa encima. Me enerva tanto que suelto lo primero que me viene a la cabeza:

—Ah, por eso sabías lo de sus poderes, ¿verdad? Ay, espera. No, no lo sabías.

El rostro de Tony enrojece, haciéndolo parecer un tomate con problemas de ira. Los orificios silbantes de su nariz puntiaguda se contraen y expanden con tanta violencia al respirar que sé que lo he herido en su orgullo. Sonrío con satisfacción. ¡A mí no me va a venir a fregar este españolito!

Pero el otro español del cuarto —el que realmente me importa ahora—, se ciñe de mi brazo y habla con una voz colmada de súplica.

—Mere, To-Tony tie... —Hace una pausa para tomar aire—...tie-tiene razón —Dios mío, las palabras reptan con dificultad por su garganta y salen roncas, débiles. Me siento de nuevo junto a él y acerco mis oídos al suyo para ahorrarle esfuerzos—. Solo necesito...media...hora...o así.

Me muerdo el labio, inconforme. Puedo escuchar un bufido socarrón por parte de Tony a mis espaldas. Odio que César le dé la razón, pero parece que no puedo hacer nada para hacer que vaya a un hospital.

—Al menos déjame ayudar a bajarte la fiebre —le ruego, la impotencia carcomiendo mis entrañas. No soporto ver a nadie sufrir. Me giro hacia Tony—. ¿Tienes un trapo húmedo para ponérselo en la frente? ¿O tampoco tengo permitido eso?

Tony sale del cuarto dando pisotones, farfullando cosas ininteligibles en el español más salvajemente rápido y apretado que he oído en mi vida. No le he entendido casi nada, pero creo haber escuchado algo así como: «joderconestatíapesaá». Cuando vuelve, me deja de mala gana un trapo limpio ya húmedo y una pequeña vianda con agua tibia.

—Gracias —le digo con una sonrisa forzada que he perfeccionado con los años. Nelly también tiene sus arranques de mal humor, sobre todo cuando no le compila un código o su padre le restringe el uso de la computadora.

He aprendido que a la gente necia hay que sonreírle y hacerlos sentir en control. El truco también me solía funcionar para equilibrar las batallas de egos que solía haber entre mis padres, uno médico y la otra líder espiritual. Estar rodeada de gente con temperamentos tan marcados puede ser agotador... Por eso, cuando me vuelvo de nuevo hacia César, tan indefenso, vulnerable, y medio sonriéndome con intenciones de hacerse el fuerte...Sencillamente arranca las malas hierbas alrededor de mi corazón.

Obligo a César a tumbarse. Al principio está incómodo e intenta fundirse con la pared que hace esquina con el borde de la cama de Tony, pero le digo que se deje de ridiculeces y me deje mojarle la frente. Él termina cediendo y trato de enfriar su piel casi hirviendo con el trapo limpio, cambiando el agua cada pocos minutos. Él suelta diminutos sonidos de alivio acompasados con temblores.

—Tengo escalofríos —me dice. Por un momento me planteo detenerme, pero él retiene mi mano con el trapo sobre su frente y me sonríe—. Pero esto ayuda. Gracias.

Arrugo la boca de la ternura; la alegría fluye en mi interior a borbotones. Este niño es más dulce que la caña de azúcar que cultivamos en mi pueblo.

—Los diarios de mi madre —comenta César de la nada, su mirada perdida en un horizonte imaginario.

—¿Cómo?

—Tiene que haber algo en los diarios de mi madre que explique cómo has llegado hasta aquí —dice con esfuerzo. Se sienta sobre el colchón y aparta unos sudados mechones negros de su frente—. Tengo que ir a su despacho, a su biblioteca...

Yo había asumido que la piedra Abuela Kueka me había mandado hasta acá con magia, pero la mente de César parece hacerse preguntas mucho más apegadas a lo que él considera lógico y razonable. En eso se parece a mi padre...siempre buscando explicaciones, síntomas, causas...Sonrío porque esa constante búsqueda por la verdad me parece una cualidad admirable.

—Necesito que me lo cuentes todo también —Prácticamente me ruega, apretando mi mano, que no ha soltado en todo este tiempo—. Por favor, Mere.

Abro la boca para responderle, pero Tony nos interrumpe. Ni siquiera me había dado cuenta de que había vuelto o que nos había dejado. Mi atención estaba dirigida a César y en este vínculo que me une a él, haciendo que necesite escuchar todo lo que dice. Jamás había sentido esto con otra persona.

Tony mira nuestras manos un instante y pone una mueca burlesca. César y yo nos separamos en un acto reflejo. Me arden las mejillas cuando Tony nos dice:

—He hecho el desayuno —Hace un ademán con el cuello para que nos incorporemos—. Mere, acompáñame a la cocina —Señala escaleras abajo.

—¡Pero tengo preguntas que hacerle! —se queja César.

—A ti primero te dejo la ducha, tío, que en serio te urge —Tony suelta una corta carcajada. César se sonroja hasta las orejas—. Mere y yo te esperamos abajo. Ya sabes dónde están las toallas, la ropa y todo. ¿Cómo sigues?

—Mejor —contesta César, todavía avergonzado. Noto que dice la verdad. Su cuerpo ha dejado de temblar y ahora puede hablar. No me mira a los ojos cuando carraspea y me dice —: Ejem...ahora mismo bajo. Me pegaré una ducha.

No tengo más opción que acompañar a Tony a la cocina de la planta baja. Es tan espaciosa que giro sobre mí misma para contemplarla, asombrada. Hay un refrigerador gris gigante, alacenas con acabados metalizados sacados de un catálogo de muebles caros y una preciosa isla de márbol blanco y negro ataviado con tablas de madera para cortar, juegos de cuchillos de vastos tamaños y cestas de manzanas del color del pasto más verde.

Pegada a la pared del fondo, hay una modesta mesa de vidrio con cuatro sillas alrededor; está llena de lo que me parece el desayuno intercontinental de un hotel de lujo: Pan tostado, jugo de naranja, huevos, bizcochos, quesos y un jamón que huele a gloria, con una capa de grasa tan brillosa que se me hace agua la boca.

—Hala, empieza a comer, que se enfría —dice Tony. Ocupa una de las sillas con un brazo sobre el espaldar en postura despreocupada. Coge un trozo de pan enorme embarrado en lo que huele como aceite de oliva y tomate triturado—. Por Dios, qué hambre traía encima. Anoche no cené y me estaba muriendo.

—Buen provecho —digo en modo automático. Me siento y agarro lo mismo que él. Cuando lo muerdo, el delicado sabor olivoso del aceite se esparce por mi boca. Las migajas del pan, un poco duro pero delicioso, se deshacen por el contraste de texturas. Tony me acerca un vaso y me sirve jugo de naranja sin mirarme a los ojos. Me está atendiendo demasiado bien y, de pronto, me siento culpable por haberme metido con él antes. Trago el mejor bocado que he probado en siglos e intento disculparme—. Oye, sobre lo que dije antes de los poderes de César...

Tony me calla subiendo una mano en el espacio que hay entre ambos.

—No pasa nada.

—Sí que pasa —le replico—. Me has recibido en tu casa, me has prestado tu ropa, me estás dando de tu comida...Y yo voy y me meto contigo como una malagradecida.

—Que no pasa nada —repite él con voz monótona, pero cálida. Al fin nos miramos a los ojos y me suelta un bufido cómico—. Mira, Mere, no sé lo que está pasando, ni de dónde has salido tú, pero se nota que te preocupa César. Eso es suficiente para mí —Coge una magdalena de chocolate la mesa y se la zampa en dos bocados —. Además, yo estaba rayado porque no había comido, así que no te preocupes.

Aquello me hace reír. Es otra cosa que tiene en común con Nelly, a quien el hambre convierte en una fierecilla que escupe fuego y veneno por la boca.

Otra cosa que presiento que Tony y Nelly tienen en común: ambos son buenos amigos.

Decido que lo mejor es llevar la fiesta en paz con él.

Continuamos desayunando en medio del cómodo tintineo de los cubiertos y el crujido de las tostadas, como si la comida mediara entre nosotros para que empecemos esta relación con el pie derecho. Funciona. ¡Nadie puede pelear con el sabor de este condenado jamón en la lengua!

Casi hemos terminado cuando César irrumpe en la cocina como un ciclón. La ropa que se ha puesto de Tony le queda casi tan grande como a mí. Se arremanga la camiseta de Bruce Lee mientras habla como si acabara de tener una epifanía.

—No tiene sentido, ¿verdad? —nos pregunta, sentándose a la mesa. Yo parpadeo confundida y Tony me transmite con sus ojos que lo que estoy a punto de presenciar también es algo normal. César sigue—: ¡No! ¡No tiene sentido! Un portal, Tony, un maldito portal. No, ¡una grieta espacio temporal! Toco una piedra, la misma que mi madre fue a investigar a Venezuela, ¡y pum! ¡llega una chica transportada de Venezuela! ¡Y pemona, además! No, no, no, no tiene sentido, pero tampoco puede ser una coincidencia.

—¿Quieres pan? —Lo corta Tony con lo que solo puedo llamar: el poder de la costumbre. Le extiende la cesta de pan a César, que la rechaza con un movimiento de cabeza y un gesto de su mano.

—Muy temprano, tío. Las pastillas —Se señala el estómago con un gesto de dolor. ¿Acaso no va a comer nada? ¡Con razón está en los huesos! Sigue hablando, esta vez hacia mí —: Cuéntamelo todo. No omitas ningún detalle, por favor.

—Okey...—asiento. Miro la magdalena con chocolate a medio comer de mi plato y hago un puchero—. ¿Puedo terminarme esto?

—Sí, sí, sí —asiente César, aunque con impaciencia—. Perdona, es que necesito entender.

Tony se ríe. Cómo se nota que está habituado a la intensidad de César y su afán de entendimiento. Termino mi magdalena y le cuento un resumen de mi situación: mi poder innato de viajar en el tiempo, las ochenta y tres repeticiones del veintitrés de junio, y mi deseo a la piedra Abuela Kueka en Santa Cruz de Mapaurí.

—¡¿Viviste el mismo día ochenta y tres veces?! —chilla Tony cuando termino mi relato—. Jo, tía, yo habría perdido la cabeza.

—No tiene sentido —Vuelve a decir César. Me causa gracia porque a este paso se volverá una nueva frase recurrente.

—Y que lo digas, mira que ochenta y tres...¡Buff! —Tony se mueve como si un escalofrío lo recorriera de la grima.

—No es eso. Me refiero a la parte de la Abuela Kueka —puntualiza César. Yo arqueo una ceja—. Es imposible que Mere haya ido hasta la piedra en Venezuela porque la piedra está en el museo, aquí en Madrid.

Tony y yo abrimos los ojos como platos. César tiene razón. ¿Cómo es posible que ambos hayamos tocado la misma piedra anoche en dos lugares completamente alejados uno del otro?

—Quizá...¿la piedra era falsa? —inquiere Tony, tratando de ayudar.

—Nuestra piedra lleva años en territorio pemón —explico, negada a creer que la magnificente piedra que toqué ayer no sea la original—. Si hay una piedra falsa, tiene que ser la del museo.

—Pero la señora Olivier la estudió de cerca —tercia César con una mano en su mentón, sus pensamientos adelantados años luz de sus palabras—. Ella es geóloga, ¿no se habría percatado de que la piedra era falsa?

—Joder...—murmura Tony. Exterioriza lo que los tres sentimos.

—Todas las piedras sagradas de mi pueblo son reales —insisto con terquedad. Saco mi collar de cuarcita roja de debajo de la camiseta y se los muestro—. Esta, por ejemplo, se cree que es de la misma época que la Abuela Kueka, y ha pasado de generación en generación en mi familia. Y cuando toqué la piedra anoche...

—¡Brilló! —exclama César, poniéndose de pie y apoyando las manos en la mesa. Emocionado, me señala el anillo blanquecino que resalta en su mano izquierda—. Igual que mi anillo.

—¿De dónde lo sacaste? —pregunto, perdiéndome en los familiares raspones y texturas de la pequeña piedra del anillo de César. No es un material que se compre en tiendas. Se ve demasiado artesanal, demasiado antiguo.

—Fue un regalo de mi madre —contesta con voz melancólica.

En ese momento nos miramos y, de verdad, lo juro, sentimos la extraña urgencia de tocarnos de nuevo, como en el cuarto de Tony. Él traga saliva, como si le apenara lo que hace, pero deja que su mano se deslice por la mesa hasta que sus dedos rozan los míos. Ambos damos un respingo como si nos hubieran electrocutado. Nuestras miradas se buscan, se anhelan.

¿Qué está pasando conmigo y por qué no puedo apartar la mano de la suya aunque queme?

—Eh, eh...—Tony intenta relajar el ambiente con una mueca ladina—. ¿Prefieren que os deje solos o...? —Su rostro se deforma de la sorpresa—. ¡¿Qué cojones es eso!?

Su grito nos distrae de los ojos del otro. Cuando vemos nuestras manos, mi collar y el anillo de César han entrado en contacto y están generando una luz cegadora que nos deja de una pieza. En segundos, la luz se combina con el espacio, dotándolo de textura, de forma; un remolino intrépido tergiversa la realidad y abre un hueco allí mismo, sobre la mesa de desayuno de Tony.

El portal que se forma no es más grande que una pelota de baloncesto, pero absorbe objetos a su paso: los cubiertos, los platos, los restos de comida...una ráfaga temible aspira con fuerza en su interior con una fuerza que, por suerte, somos capaces de resistir por su escaso tamaño. Colores vibrantes y disparatados se cuelan desde dentro de esta grieta inexplicable como auras diminutas, pero uno destaca sobre los otros, el color de un pasillo que, súbitamente, recuerdo haber visitado antes.

—El pasillo blanco...—digo con un hilo de voz.

—Esto es lo que vimos ayer —dice César, maravillado. No se ve asustado, a diferencia de mí—. Mi madre, mi madre tal vez esté...

Sus ojos brillan, cegados por un anhelo que no alcanzo a entender. Pero yo recuerdo el miedo acérrimo que sentí la última vez que alguien —o algo— me persiguió dentro del pasillo blanco. Apartar mi mano de golpe, espantada.

—¡Espera! —César ve con desesperación cómo el portal desaparece como un remolino desdoblado en el agua. Tan rápido como llegó, se fue—. ¡Mere! ¿Por qué lo has hecho? Intentemos de nuevo —Me extiende la mano, su anillo amenaza con brillar al acercarse a mi collar...

—¡No! —replico. Me echo hacia atrás con tanta fuerza que me caigo de la silla y me hago daño en la espalda. El brillo anhelante de los ojos de César desaparece para dar lugar a la culpa.

—¡Tío, relaja! —Tony corre a mi lado y me ayuda a incorporarme—. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué...? —Toma aire con los ojos cerrados—. César, ¿qué cojones está pasando?

—Tenemos que ir a la biblioteca de mi madre —dice César, dando unos pasos hacia atrás. La culpa sigue en su voz, en su rostro, pero no puede evitar continuar en su búsqueda de la verdad—. Mere, es importante. Necesito encontrarla.

—¿A tu madre? —No entiendo nada. ¿Qué tiene que ver su madre con todo esto?

—Está allí, estoy seguro. Te-tengo que encontrarla. Traerla de vuelta.

—César, para ya...—le ruega Tony con voz lastimada—. Tu madre está desaparecida. Quizá muerta. Tienes que dejarlo ir ya, tío...—Sus palabras, aunque duras, denotan compañerismo. Yo estoy perdida entre tantas revelaciones.

César enrojece y aprieta los puños. Está a punto de replicar cuando el timbre de la entrada resuena en todo el recinto, acallando nuestra discusión. Los tres palidecemos a la vez. César y yo miramos a Tony, esperando que él haga algo como el dueño de la casa.

—Voy a ver quién es —nos dice, tomando la iniciativa. Nos deja solos un momento.

Un momento que se alarga como si fueran días enteros. César no me quiere mirar a la cara, pero al mismo tiempo su rostro me busca, me evade, me vuelve a buscar...su indecisión me exaspera y lo confronto.

—¿Qué le pasó a tu madre? —le pregunto—. ¿Cómo es eso de que está desaparecida? ¿Y por qué crees que está en ese lugar? —«En el pasillo blanco, quizá encerrada con horribles criaturas...» pienso para mis adentros.

—Es...es muy largo de explicar —Se lleva las manos a la cabeza en señal de frustración—. Si vinieras conmigo, podríamos buscar los diarios de mi madre y...

—César —nos interrumpe Tony. Entra en la cocina con el cuerpo encorvado, intimidado por una fuerza que me atropella a mí también apenas veo al hombre que lo acompaña.

César traga saliva con dificultad y pierde todo rastro de su espíritu inquisitivo. De él solo queda el cuerpo, total y completamente sumiso ante el hombre trajeado y elegante que acaba de entrar y que nos acribilla con una mirada severa.

—Papá —lo llama César, el sudor volviéndose a formar en su frente.

La cocina queda sumida en el fondo de un océano de derrotismo. Sin importar lo que antes hubiera querido decir, siento que mi voz me ha abandonado porque la autoridad del padre de César es ineludible.

De pronto, extraño mucho a la madre de Tony y sus preguntas incómodas.

🔴🔴🔴

Notas de la autora:

¡Hola de nuevo! Aquí Anabel. Gracias por llegar hasta aquí 🙇‍♀️

Una de las cosas que más se me ha dificultado de estos capítulos es dejar las pistas adecuadas... aquí sentí que dejé demasiada información. ¿Serán los lectores capaces de adivinar lo que se viene? Solo el tiempo lo dirá 🤨

La relación de Tony y Mere empieza de modo turbulento, pero ambos han dado el primer paso para una buena amistad. El aprecio por César será lo que los una <3 Tan tiernos, mis niños. 

Como siempre, ¡mil gracias por el apoyo!

Si te ha gustado el capítulo, no olvides votar

(y avísenme si los caps se les hacen largos, que lo que queremos acá es tener dinamismo y mantener su interés 😜)

Si me dejas un comentario con tus impresiones, críticas o teorías, me divertiré mucho confundiéndote más XD

👀¡Nos vemos en el siguiente cap para conocer al único, al inigualable, al mejor arqueólogo ever y al padre que siembra el terror...Andrés Aquino!👀

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