Capítulo 3: Escape del museo
Mere
Mi corazón sigue acelerado de haber corrido tan deprisa. ¿Por qué? ¿De qué estaba huyendo? No lo recuerdo...
«A ver, concéntrate, Mere». Toqué a la Abuela Kueka, y de pronto estaba en aquel pasillo blanco. No había arriba ni abajo, ni orden espacial, pero sí estaban esos portales, como ventanas, y cada una de ellas era un vistazo a un paisaje distinto. Eran preciosas, ondulantes y brillantes, con promesas de aventuras aún por descubrir.
Luego, miedo. Terror, inclusive. Ay, no, qué escalofríos. Y qué horror no recordar la razón. Luego, corrí. Bueno, más bien hice el amago de correr, porque realmente estaba flotando, avanzando a base de movimientos circulares apremiantes, como si nadara en un mar sin agua. Luego, una voz. ¡Eso, oí una voz que me llamaba! Venía de una de las ventanas, la más clara y nítida de todas, me lancé sin pensarlo y...
...Y caí. ¡Es cierto! Me desplomé sobre el dueño de aquella voz. Pobrecito, menudo madrazo se ha dado. Nuestros rostros se encuentran frente a frente y, si soy honesta, no es lo que me esperaba. Creí que me encontraría con un emisario de los dioses, un guía espiritual, quizá, pero es sólo un chico. Hasta se ve más joven que yo. Le pregunto su nombre, y me dice que se llama César.
Eso sí, sus ojos son imponentes. Tras unas gigantescas y redondas gafas caídas, logro ver que los tiene de un azul eléctrico increíble. Nunca había visto un color así de impresionante. Me pregunta quién soy mientras lo ayudo a levantarse. Ummm...¿acaso me llamó sin saber quién era? Sospechoso.
Pero, bueno, la Abuela Kueka me ha mandado con él, así que debe haber un motivo para que nuestros caminos se hayan encontrado aquí y ahora. Donde sea y cuando sea que sea eso.
—Hola, César. Yo soy Mere—. Tras mi saludo, noto que se queda medio pasmado. ¿Se habrá dado muy duro en la cabeza? Demonios, tremendo guía espiritual me ha tocado—. ¿Tú...estás aquí para ayudarme a cumplir mi deseo?
César, mirándome como si fuera una rareza, parece no procesar mi existencia. Parpadea un par de veces, claramente confundido. Puede que me haya equivocado. ¿Será tan solo un chico normal de por aquí? Hablando de eso, en serio, ¿en dónde estoy? Miro a mi alrededor y parece que estoy en un...¿museo?
Pues sí, tiene pinta de museo, pero uno medio destartalado. ¿Qué ha pasado en este lugar, un huracán? Estoy en una sala llena de estantes caídos. El suelo, que antes creí que tenía losas de colores, realmente está cubierto por rocas que desprenden destellos naturales en la oscuridad. Pero ninguna brilla como la imponente Abuela Kueka, que vuelvo a tener frente a mí. ¿Acaso la he transportado aquí conmigo?
Me llevo las manos a las sienes e intento concentrarme en lo que acaba de pasar, lo que he vivido en aquel pasillo blanco. Al igual que los sueños al despertar, el recuerdo quiere huir de mi memoria, pero la sensación de haber pasado un miedo abismal persiste.
«Como cuando huyes de algo», reflexiono para mis adentros.
—Yo...—dice César de pronto. ¡Ay, al fin! ¡Habla, mijo, habla! Que me estás poniendo nerviosa.
Por cierto, no sé si son imaginaciones mías, pero me parece que este chico tiene un acento medio raro. Ya saben, como en los doblajes europeos de películas que a veces uno ve online.
—¿Sí?—pregunto en tono agudo creciente mientras alargo mi pregunta, abriendo mucho mis ojos para ayudarme a contener mi impaciencia.
Pero unos ruidos y otra voz se hacen presentes en la lejanía. Esta vez son los ojos eléctricos de César que se abren como platos.
—Viene un guarda—dice, su mandíbula y cuello quietos en tensión.
¿Un guarda? ¿Se refiere a un vigilante? Mis alarmas saltan a la vista. ¿Y si César no es un aliado, sino todo lo contrario? ¿Habrá destrozado él esta sala y pensará hacerle algo a la Abuela Kueka? ¿Por qué? Y lo más importante: ¿Pensará hacerme algo a mí?
Instintivamente, doy unos pasos hacia atrás, pero choco con un muro de vidrio a mis espaldas. Shit. Estoy atrapada. ¡¿Qué está pasando aquí?!
—¿Por-por qué me has...encerrado en esta jaula?—. El miedo se refleja en mi voz. Me obligo a tragar saliva. Calma, Mere, tal vez esto tenga una explicación razonable.
—No es una jaula, es una vitri...—me corrige César, antes de darse cuenta de que lo estoy acusando de secuestrador—. ¡Eh! ¡Que yo no te he encerrado!—se defiende con el rostro enrojecido, acomodando sus gafas en su rostro—. Yo no...
La luz de una linterna revela una sombra que se acerca por el pasillo, cada vez más deprisa.
Una sombra...en un pasillo...¡Argh! ¡Mi cabeza! Siento que va a reventar en cualquier momento. ¡¿Por qué me duele tanto?! César, con la respiración acelerada, cree que mi dolor es pánico por el individuo que se acerca.
—Tenemos que salir de aquí—declara. Sí, eso mismo opino yo.
Aunque yo no he aceptado ir a ningún lado con él, agrega con decisión:
—Tranquila, no pienso dejarte aquí sola.
Y hay algo en su voz, no sé el qué, pero que me resulta tan reconfortante. Mi precaución sobre él mengua, y una nueva sensación la reemplaza. Diría que es confianza. Sus ojos decididos, su voz solemne y resuelta, con un tono firme pero amable que no da lugar a dudas: es una persona de fiar.
—Okey...—digo, sorprendiéndome a mí misma. Qué raro. Hace unos segundos habría huido de él sin pensarlo, creyéndolo un falso emisario de los dioses, pero me ha apaciguado como un domador a una fiera. Eso es...poco usual.
El sonido de unas campanadas, quizá de una iglesia cercana, anuncia las nueve de la noche. Aquel momento se queda grabado en mi memoria, pues juraría que eran poco más de las seis y media cuando pedí mi deseo. El cántico de las campanas lo envuelve todo cuando César, con sus ojos desprendiendo la luz de la valentía en medio de la oscuridad, pone una mano sobre mi hombro, da una inhalación, y de pronto el espacio que nos rodea pierda su forma.
En un segundo estamos dentro de una rafaga que se desplaza a la velocidad de la luz a nuestro alrededor. Es como ver pasar las páginas de un libro eterno, y César y yo estamos parados justo en medio, intocables ante el papel escrito que compone el universo.
Al segundo siguiente, César y yo estamos en otra sala del museo, con otros stands y vitrinas que han sufrido un destino similar a las otras: algunas rotas, resquebrajadas o directamente esparcidas por el suelo.
—Esto, esto es...¡Nos acabas de teletransportar!—vitoreo, demasiado estupefacta para mover mis piernas. Me siento mareada y descolocada.
Lo cual es apenas uno de dos problemas. El segundo es que César no nos ha movido precisamente al sitio más seguro. Allí seguimos expuestos. Sus jadeos cansados llegan a oídos del guarda—como lo ha llamado él—que nos está dando caza. Aquel hombre de uniforme azul con negro nos alumbra con su linterna y nos contempla con ojos dilatados de adrenalina.
—¿¡Qué hacéis aquí!?—nos grita, corriendo hacia nosotros.
¡Debo huir! Pero-pero César está casi desplomado a mi lado... Parece que está a punto de desmayarse y no para de hiperventilar.
—¡Ay, Potöröto!—chillo «Ay, Dios» sin darme cuenta. Ah, sí, hablar en pemón en vez de en español es una señal de que estoy reaccionando cien por ciento a base de instinto.
—No puedo...no puedo—jadea César, la desesperación en su voz mientras me urge con expresión agonizante—. Vete, corre.
Pero no, me niego. No pienso dejarlo solo. Tengo que hacer algo. ¡Ahí viene el guarda! Tengo que ayudar a César, tengo que...tengo que...¡Ya sé! Mi cabeza sigue a punto de estallar, pero todavía puedo reaccionar con algo de sensatez. Esta vez soy yo quien toca el hombro de César y le sonrío con toda la confianza de la que soy capaz. Jamás he intentado esto con otra persona, pero aquí va.
—¡Una vez más!—me sale un grito, justo un instante antes de que la mano del guarda hiciera contacto con mi pelo. ¡El muy condenado iba a jalarme de las greñas! ¿Habrase visto semejante salvajada?
Pero no lo consigue, porque he viajado al pasado junto con César.
Nos llevo un minuto atrás. Hemos vuelto a la vitrina, la luz de la linterna del guarda sigue en el pasillo y el reloj de la iglesia canta las nueve otra vez. Jalo a un aturdido César detrás de la Abuela Kueka y le pongo una mano sobre la boca para acallar sus jadeos. El guarda pasa de largo. Estamos a salvo...por ahora.
—Has-has viajado en el ti-tiempo—tartamudea César cuando aparto mi mano de su boca. Me ve con incredulidad, pero no puede ser mayor que la que se refleja en mi propio rostro.
—Espera, ¿me estás diciendo que recuerdas lo que acaba de pasar?—pregunto asombrada. Eso no es normal. Todos a mi alrededor suelen padecer de un olvido colectivo cuando voy al pasado.
Él, visiblemente emocionado, presume de la oración más larga que le he escuchado hasta ahora.
—¡Que sí, que lo he visto! Bueno, no exactamente, pero lo he sentido—dice César llevándose una mano al pecho, en el lado del corazón.
Es increíble. ¿Cómo puede este chico recordar mis saltos temporales? Además, ¿cómo es que él puede teletransportarse? ¡Qué brutal! Nos escrutamos con la mirada con más ahínco que antes, y algo en su mirada, llena de alivio y sorpresa, me dice que es la primera vez que conoce a alguien que también tiene una habilidad especial. Para mí también es algo nuevo, el sentirme comprendida de un modo extraño, nuevo y totalmente íntimo, porque cualquier otra persona estaría completamente desquiciada después de haber visto lo que hemos hecho.
Esa breve sensación de complicidad, tan cosquilleante y agradable, hace que nos sonriamos mutuamente por unos segundos perfectos. No sé por qué la Abuela Kueka me ha mandado aquí, pero ahora estoy segura de que conocer a César no ha sido cosa del azar. Quisiera hacerle montones de preguntas, pero primero lo primero.
—¿Puedes teletransportarnos a un lugar seguro?
—No soy bueno con distancias largas todavía—me dice con algo de vergüenza.
—¿Cuántos viajes seguidos puedes hacer?—continúo preguntando, preocupada por su siguiente respuesta.
—No lo sé—me confiesa, de nuevo avergonzado.
Me llevo las manos a la frente y la estiro exageradamente, conteniendo un gruñido en mi garganta. Vale, César no es muy bueno usando su poder. ¿Hace cuánto lo tendrá? Más preguntas para después.
—¿Hay algún sitio cercano al que puedas llevarnos? ¿Uno no tan lejano, pero fuera de este recinto?—. Lo veo reflexionar. De pronto, su rostro pálido se ilumina.
—El dojo de Tony está cerca de aquí—contesta, emocionado—lo he visto al bajarme del metro, está en la esquina. Creo... Creo que puedo llevarnos hasta allí.
«¿Metro? ¿Es que viajé hasta Caracas? ¿Y quién demonios es Tony?». Me obligo a retraer mis labios hacia adentro, como si acabara de morder un limón. Quisiera continuar jugando a las veinte preguntas, pero César ha entrado en una zona de extrema concentración. Y menos mal, porque escucho la voz del guarda, que viene acompañado esta vez.
—Te digo que he oído algo. Creo que algún chaval se ha colado tras el temblor.
—¡Eh! ¿Hay alguien? EHHH—exclama un segundo guarda con voz de trueno, encendiendo las luces de la sala y asustando a César.
Vuelvo a cubrirle la boca e intento infundirle valor. Nuestros ojos se encuentran y procuro transmitirle que confío en él, que sé que puede sacarnos de allí y que todo estará bien. No tengo manera de saberlo con certeza, pero es lo que realmente creo. Esta noche la fe me ha dado buenos resultados.
—Puedes hacerlo—susurro para que sólo él me oiga—. Creo en ti, vamos.
César asiente lentamente y cierra los ojos. Vuelvo a percibir las páginas del universo pasar volando junto a mí y transportarnos a otro punto en su extenso mapa. Me tambaleo y casi caigo al nuevo suelo bajo mis pies, igual que él, pero mantenemos el equilibrio sosteniéndonos el uno al otro por los brazos. Nuestra estupefacción es tan mutua como palpable, y ambos abrimos la boca como dos peces de acuario al vernos a salvo.
—¡Lo has conseguido!—celebro junto a él, zarandeándolo con emoción. César me corresponde con una media sonrisa incrédula y feliz.
—No puedo creerlo—dice en un susurro—. De verdad ha funcionado.
—¡Claro que sí! Mira, nos has traído a...—. Elevo la cabeza para contemplar a mi alrededor, y se me pone la piel de gallina al darme cuenta de en donde estamos—. Ay, Potöröto...
Yo estoy acostumbrada a los sonidos de la naturaleza y a la oscuridad de Santa Cruz de Mapaurí. Como mucho, estoy acostumbrada a las tardes que pasaba en Caracas, siempre en casa de Nelly o de Papá, pero quedo maravillada al encontrarme en el corazón de una verdadera ciudad europea, porque acabo de descubrir—si las imágenes que salen en Google cada vez que fantaseo con viajar no me han mentido— que estoy en Madrid. ¡En Madrid! El acento de César cobra sentido. ¡Estamos en España!
La ciudad es como un caleidoscopio de luces y vida nocturna. Las calles están pavimentadas con adoquines que brillan bajo farolas ornamentales. A lo largo de las aceras, los edificios se alzan majestuosos, sus fachadas de ladrillos centenarios cuentan historias silenciosas de tiempos antiguos, pero un bullicio distinto es el que llena el aire.
Es la gente. Conversaciones animadas en varios idiomas se entremezclan con risas y el murmullo de grupos que disfrutan de las terrazas de cafés y bares. Música suave se filtra desde los locales, creando una sinfonía urbana que me envuelve de un modo único, distinto al de la melodía de los árboles danzantes de mi tierra.
¿Y qué es esto que huelo? ¡Dios! De los restaurantes de las aceras llegan aromas que me hacen salivar. Percibo el olor a patatas asadas, carne a la parrilla, pescado frito, cerveza, licores destilados y especias varias que se combinan en una revolución de culturas en una sola calle.
Parejas pasean de la mano junto a nosotros, sus risas llenando el aire. Coches pasan con gracia por las calles más amplias que he visto en mi vida, con las luces de sus faros pintando rayas de luz en el suelo. Me olvido de todo, porque siento que acabo de volver a nacer.
Después de haber hecho un recorrido de trescientos sesenta grados sobre mi impactado eje, mis ojos vuelven a caer sobre César, quien me contempla igual que yo contemplo a la ciudad: con una curiosidad espolvoreada de pura fascinación.
—¿De dónde has salido tú?—pregunta, pero no sé si habla conmigo o consigo mismo.
Abro la boca para responder que soy una indígena mixta, que me he escapado de casa usando la magia de una piedra ancestral y que no quepo en mi felicidad de estar al otro lado del Atlántico, pero una enérgica voz de profundo matiz me interrumpe.
—¿César? ¿Qué haces aquí, tío?
En un milisegundo la expresión de César adquiere un cariz de alerta y posa su mano de nuevo sobre mi hombro, como si en cualquier momento fuera a teletransportarnos otra vez, pero al ver al dueño de aquella voz, sus músculos se relajan.
—Eh, Tony—saluda al dueño de la voz con un movimiento de cabeza.
Un muchacho de rubios cabellos se acerca desde un moderno edificio con ventanales amplios donde se ve a un grupo de chicos haciendo movimientos de artes marciales en asidua sincronía. Él mismo lleva un kimono blanco y un cinturón negro atado a su cintura. Tiene una complexión atlética que no pasa desapercibida y unos ojos verdes colmados de simpatía.
—¿Qué milagro es este, tío?—pregunta el tal Tony con una sonrisa de oreja a oreja, haciendo un saludo secreto de manos con César que me hace notar que entre ellos hay una relación de total confianza—. Tenía semanas sin saber de ti. ¡No me has escrito ni nada! ¿Y quién es ella? Espera, no puede ser, ¿acaso te has echado novia?
César se ve abrumado con tanta pregunta, y le suplica a Tony con la mirada que se detenga. El rostro del rubio reemplaza la fresca sonrisa por súbita preocupación. Dudo si debo intervenir o no, pero parece que César al fin recupera su voz y habla atropelladamente.
—Ella es-es Mere. Es...una amiga que viene de lejos. Es un poco rollo de explicar, pero no tiene donde quedarse y no puedo llevarla a mi casa...¿Po-podemos quedarnos los dos esta noche en la tuya?—pregunta de golpe, con un tono dubitativo y un ojo a medio cerrar, como si se preparara para recibir una negativa inmediata.
Pero su urgencia parece calar en Tony, que no se lo piensa mucho. Me mira, yo le sonrío con un deje de nerviosismo, él vuelve a mirar a César y lo calma con una simple frase.
—Por supuesto, tío. Déjame llamar a mi madre. Ya me cuentas en casa qué ha sido de tu día—se monta un enorme bolso de entrenamiento al hombro con facilidad y nos insta a seguirlo—. Tiene pinta que ha sido movidito.
César suspira de alivio y me hace una señal con la cabeza para que también siga a Tony, quien nos guía a la parada de metro más cercana.
¿A dónde vamos? ¿Quiénes son estas personas y por qué los sigo, poniendo mi vida en sus manos sin rechistar? Todo eso y más en el juego de las veinte preguntas que tiene lugar en mi cabeza, pero estas dudas quedan sepultadas por el emocionante cosquilleo que todavía me eriza la piel tras el mejor salto temporal de mi existencia.
Sólo puedo decir una cosa...el metro de Madrid es...es...¿cómo lo dirían en esas pelis con doblaje europeo? Ah, sí. ¡ES FLIPANTE, TÍO!
*
Notas de la autora:
¡Hola de nuevo! Aquí Anabel. Gracias por llegar hasta aquí 🙇♀️
¿Qué les ha parecido la primera visión de España de una joven pemona-venezolana? (Así me sentí yo cuando bajé del avión al emigrar, por cierto, TODO ME FLIPABA).
Glosario:
(1) Potöröto: Dios, traducido del Pemón.
Como siempre, ¡mil gracias por el apoyo!
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