Capítulo 1: Viajera del tiempo
Santa Cruz de Mapaurí, unos meses atrás.
Mere
Aunque haya repetido varias veces esta videollamada con Nelly, mi mejor amiga, no deja de ser el momento más terapéutico de mi horrendo día.
—Ey, Merita linda —me llama ella con cariño, viendo mi expresión deprimida—. No es que no te agradezca por escuchar mi habladera sobre cómo me fue hoy con mi proyecto final de Informática, pero...¿Te pasa algo? Hoy te noto rara.
¿Hoy? ¿Todavía puede considerarse «hoy» si he revivido el mismo día unas ochenta veces? Ochenta y tres, con esta. Puede que la Mere que vivió por primera vez el viernes veintitrés de junio se hubiese despertado de buen humor, el suficiente como para querer ayudar a Papá en la clínica—si decidimos llamar como tal a una chocita de paja con techo de palmas secas—, y de intentar llevar la fiesta en paz con Mamá, la impositiva capitana de la comunidad pemona de Manak Krü, que a menudo quiere liderar a su familia del mismo modo en que dirige a su sector de la tribu.
Puede que si no le hubieran dado a esa Mere la noticia que le dieron, hubiese sido capaz de cerrar la tarde escuchando a su amiga citadina sobre los vaivenes de su proyecto de Informática. Pero esta Mere, la que ha intentado cambiar su destino hasta el hartazgo, está muy, muy cansada.
—Háblame, amiga —me insiste Nelly, como cada vez que hemos revivido esta llamada, con sus ojos verdes comprensivos detrás de sus gafas de empaste negro, su blanca sonrisa encantadora y sus mechones rubios cayendo espontáneamente de su desajustada coleta de caballo sobre su estilizado rostro.
Quisiera decirle que ya hemos hablado del tema, que he intentado por todos los medios cada consejo que me ha dado para resolver mi problema, pero me trago mis palabras y dejo salir un desanimado suspiro en su lugar.
—Parece ser que no volveré a Caracas en un buen tiempo —confieso por fin, esperando su acostumbrada reacción, que no se hace esperar.
—¡¿Cómo?! —chilla Nelly, haciendo girar su silla morada de gamer lo justo para que contemple el desastre que tiene en su cuarto de lujo de Caracas: ropa acumulada en su cama, un plato con restos de pizza sobre su mesita de noche de madera blanca al lado de lo que parece una tropa de vasos vacíos, y partes de ordenadores viejos por todo el suelo—. No me digas eso. Habíamos hecho planes, como cada año. Mi papá ya te ha incluido en el itinerario de vacaciones, ¡y ya sabes cómo es él con las checklists!
—Lo sé —le sonrío débilmente. Me imagino al señor Gabriel tirándose de los pelos rubios bien conservados en su cuarentona cabeza cuando su hija le diga que no podré acompañarlos ese año. Ni ningún otro año—. Hoy la lideresa me ha dicho que, a partir de ahora, no debería salir de la comunidad, que la gente está empezando a cuestionarla porque su familia va y viene de Caracas.
—¿Qué? —pregunta Nelly, negando con la cabeza y arrugando los ojos. Sus manos jalan nerviosamente la cuerda de la capucha de su jersey púrpura con el texto «Coding is sexy»—. Eso es absurdo.
No, no es absurdo. Al menos no para el pueblo pemón. Mi madre, Teresa Bonilla, fue elegida a inicios de este año como la primera mujer capitana —o como a los noticieros les encanta llamarla: lideresa— de su sector. Hay ocho sectores conformados por sus respectivos capitanes y un concejo de ancianos, quienes dictaminan las buenas costumbres y las normas a seguir. Aparentemente, los hijos de los capitanes deben quedarse en la comunidad para dar un buen ejemplo a las otras familias.
Y la lideresa valora mil veces más la opinión del concejo que la felicidad de su propia hija, que está harta de vivir en Ciudad Bolívar y quiere irse a estudiar a la capital, pero esa discusión ya la tuvieron por ahí por el intento número diez de este día.
Nelly, como todas las otras veces que le he explicado esto, me suelta la joya de siempre:
—Okey, tu mamá es lideresa o lo que sea, pero tu papá no es indígena y aún así lo reciben en la comunidad como médico, ¿no? y a él sí lo dejan ir y venir de Caracas como le dé la gana. ¿Por qué a ti no, si también eres su hija?
Y aquí viene lo bueno, la parte más jugosa de mi pesadilla hecha realidad:
—Mis papás se van a separar —digo con voz robótica. Las primeras veinte veces que se lo conté, terminé llorando. No de tristeza, sino de rabia. Pero poco a poco me voy desensibilizando, poco a poco me he hecho una coraza más dura, como una piedra que ha sido golpeada por una ola salvaje y ni se inmuta—Me lo contaron hoy. Papá tiene...—«una nueva familia» quiero decirle, y masticar las palabras con odio, pero no lo hago—...cosas que hacer y acomodar en Caracas, así que tampoco puedo irme con él como solía hacer en vacaciones.
—¿Pero qué harás ahora? ¿Qué hay de la universidad? ¿No ibas a venir a estudiar a Caracas conmigo en septiembre? —Nelly todavía no sale de su asombro. Se ha puesto de pie y ahora camina en círculos en su desordenado cuarto.
—Parece que continuaré mi formación en Manak Krü, por lo que sé.
—¿Hay universidades allá? —pregunta con sorpresa, y yo paso de ofenderme, no después de tantas veces que la he escuchado soltar frases como esa sin pensar. Parece darse cuenta de cómo ha sonado y se disculpa—. Perdón, claro que debe haber, es sólo que...
—«Caracas es Caracas y lo demás es monte y culebra», ¿no? —Me río de buena gana, repitiendo el dicho que los capitalinos recitan cada vez que menciono el pueblo donde nací.
Manak Krü, la comunidad indígena más cercana a Santa Elena de Uairén —que muchos caraqueños tampoco conocen ni saben ubicar en el mapa— está pegadita a la frontera con Brasil, en la Gran Sabana venezolana. Somos 4200 habitantes, 600 de ellos no indígenas o mixtos, como yo.
No tenemos grandes centros comerciales, ni discotecas, ni locales de moda, ni cafeterías bonitas, ni bares temáticos, ni franquicias reconocidas. Estamos clavados en el corazón de la vasta selva del estado Bolívar, con su vegetación exuberante y variada y sus kilómetros y kilómetros de conucos donde se siembra yuca, ñame, batata, cambur y lechosa.
Pero cuando te cansas de puras matas, arbolitos y de trabajar en las parcelas de cultivo, la verdad es que te apetece escaparte un rato a una verdadera ciudad. Quizá pienso así por mi padre, que no es de campo, pero yo solía disfrutar mucho los meses de julio y agosto, cuando iba con él a hacer algún cursillo o campamento de verano, algo que él le insistió siempre a mi madre que yo necesitaba para tener una formación más integral. Y, durante un tiempo, ese acuerdo funcionó. Durante un tiempo, fui muy feliz.
En uno de esos campamentos infantiles fue donde conocí a Nelly, la loca obsesionada con las computadoras y la informática cuyo metabolismo es más rápido que el aleteo de un colibrí y que le impide engordar aunque se coma ella sola una pizza Margarita entera. Cuando me senté a su lado por primera vez, ambas con diez años, y le dije que no había usado un excel en mi vida, abrió la boca como un pez y se empeñó en enseñarme.
Sus métodos, aunque espartanos—Nelly se toma muy en serio la tecnología—, funcionaron. Me divertí mucho con ella en ese campamento, y aunque no aprendí mucho de excel, sí descubrí los beneficios del internet: fotos de otros países, blogs y relatos de todo lo que hay por conocer fuera de nuestras fronteras, un mundo nuevo.
Gracias a esos campamentos, la rubia descendiente de alemanes y la morenita de ojos rasgados pemones se volvieron inseparables. Cada año me emocionaba ir a la ciudad y estar con mi mejor amiga, prometiéndonos que cursaríamos nuestra vida universitaria juntas. Ella se convertiría en la mejor informática del mundo y yo en la primera médico cirujana pemona, siguiendo los pasos de mi padre, el mejor hombre del mundo.
Pero, por razones obvias, eso ya no va a poder ser.
—¿Y qué harás...allí? —inquiere Nelly con una temerosa anticipación. «Allí» suena a infierno, a una condena. Ya sabe mi respuesta, que recito como un doloroso verso de un poeta en su lecho de muerte.
—Trabajar la tierra, hacer turnos en los conucos, asistir a eventos públicos con la lideresa y estudiar una ocupación que me permita velar por los derechos pemones en la política local —describo con apatía la vida más bien bucólica y burocrática que me espera a partir de ahora, dentro de unas fronteras muy bien delimitadas—. Ya sabes, seguir los pasos de mi madre hasta convertirme en una segunda versión de ella.
—¡Mere! —grita Nelly, horrorizada—. Pero eso no es justo, tienes que hablar con tu mamá, decirle que eso no es lo que tú quieres.
—Lo sé, pero mi mamá está empeñada en que tengo que estar aquí, y mi papá...—«Se ha rendido conmigo, me abandona, me reemplaza, no me quiere en su vida»—...no puede ayudarme.
Suspiro; me siento derrotada, dolida. Las primeras veces, la ira me enardecía. A la octogésima tercera vez, el fuego en mi interior casi se ha extinguido...casi.
—Ya hemos hablado de esto, Nelly —le digo al ver que no se calma al otro lado de la pantalla.
—¿Qué? ¿Cómo podríamos haberlo hablado si me lo estás diciendo ahora?
Ups. Cierto. A veces olvido que Nelly no tiene recuerdos de las otras ochenta y dos veces que hemos tenido esta conversación. Pero me siento agotada. Me pongo de pie y dejo que Nelly observe el atardecer de Santa Cruz de Mapaurí, un poblado pemón cercano al de mi madre, caer a mis espaldas.
Hoy he venido hasta aquí para pedir un deseo. Es la primera vez que lo intento desde que empecé a vivir este horrendo día en bucle, y suena absurdo, pero quiero contárselo a Nelly de todas formas, porque es mi mejor amiga en todo el mundo. Lo peor que puede pasar es que se le olvide si decido hacer el intento número ochenta y cuatro.
Así que le digo la verdad.
—Te lo he contado antes, pero no lo recuerdas —empiezo a decir, caminando de espaldas al sol, que sigue descendiendo entre luces rojizas y naranjas—. Puedo viajar en el tiempo.
No hay pausa cómica, ni cejas levantadas, ni nada en mi tono de voz que adjudique mis palabras a una broma. Nelly me mira aturdida.
—He podido hacerlo desde que tengo memoria —sigo—, pero sólo puedo ir hacia atrás, y a momentos que conozco. Cuando lo hago, yo recuerdo todo, pero la gente a mi alrededor no.
—Mere, ¿qué estás dicien...?
—No es un poder muy práctico, y más bien es agotador —la interrumpo, permitiéndome ventilar mis frustraciones—. Se lo conté a mis padres cuando era más chica, pero nunca me creyeron. Mi abuela sí, pero su mente desvaría tanto que su apoyo no hizo mucha diferencia. Ella me decía que mi magia provenía de haber estado en contacto con esto desde pequeña.
Saco del cuello de mi blusa un collar que lleva conmigo desde mi nacimiento, una pequeña piedrita roja envuelta en un marco metalizado.
—Es cuarcita, y supuestamente es una de las piedras ancestrales de mi pueblo que ha sido heredada de generación en generación —cuento antes de volver ocultar mi collar bajo mi blusa roja de algodón. Mágico o no, siempre lo llevo encima, y su tacto tiene un efecto calmante sobre mí—. En fin, que casi no uso mi poder porque saltar al pasado no es tan divertido si no puedo moverme a otro sitio, pero cuando mis padres me dijeron que se separaban y que yo me quedaba aquí...—trago saliva sonoramente, sintiendo un escalofrío ante esa idea horrible—, pues volví al pasado, a repetir este día a ver si lograba cambiar algo: he hablado con ellos, negociado, llorado y pataleado, incluso me he escapado en un par de ocasiones, y siempre ocurre lo mismo: me quedo atrapada en este rincón olvidado del mundo.
Nelly, con una mano en la boca y ojos desorbitados, no encuentra palabras para responderme. Ahora me dirá con toda la sensibilidad de la que es capaz que no me cree.
—Merita, a ver, sé que esto debe ser duro, pero lo que dices parece un intento de, no sé, ¿distraerte de la realidad? —me suelta.
—Es normal que no me creas, no pasa nada. Si fracaso hoy también, no recordarás esto —reflexiono un momento—. Aunque espero no fracasar.
—¿Fracasar en qué? —De pronto se la ve asustada. Pega su rostro a la pantalla y me mira como si le estuviera diciendo que pretendo matarme— ¿Qué vas a hacer?
—Pedir un deseo a los dioses —contesto con una sonrisa torcida.
Mientras caminaba, he llegado a mi destino. Volteo la cámara de mi teléfono y dejo que Nelly vea lo que quiero enseñarle: una roca inmensa varada cual isla en medio de un mar de pasto y tepuyes. Su color, de un rojo majestuoso, se despinta con los escasos rayos del sol que todavía la cubren.
—Esta es la piedra Abuela Kueka —anuncio con tono magnánimo. Hasta cierto punto, ni yo misma me creo la locura que estoy a punto de intentar—. Es objeto de divinidad en mi pueblo, y mi abuela me contaba que podía conceder deseos si estos eran lo suficientemente intensos —hago una pausa y cojo aire—. Ya he intentado de todo a nivel racional, Nelly. Vamos a ver cómo me va con la fe.
—Mere, espera, hablemos de esto. No necesitas una piedra, lo que necesitas es...—Suena desesperada, cree que he perdido la cabeza. No la culpo.
—Chao, Nelly bonita —me despido—. Si todo sale bien, hablaremos de esto más tarde. Y si no, no te acordarás que pasó, así que no te preocupes —Le cuelgo.
Su voz se corta mientras me grita que espere.
Pero estoy harta de esperar. Me acerco más a la inmensa piedra Kueka, la abuela de mis ancestros. A mi alrededor, no hay más que hierbas silbantes por la brisa nocturna; el aroma a tierra húmeda y flores silvestres me inunda los pulmones y mis ojos se ajustan cual pupilas de jaguar a una cacería. Estoy decidida.
—No estoy lista, Abuela Kueka —enuncio ante el viento que sopla desde los tepuyes—. No estoy lista para convertirme en mi madre, y quizá nunca lo esté. Ella podrá ser feliz aquí, pero yo no. Hay mucho por ver, mucho por hacer, el mundo es tan grande y Manak Krü tan pequeño. Ella no lo entiende, por eso necesito...Bueno, tú seguro sabes lo que necesito.
Coloco una mano sobre la superficie rugosa y fría de la piedra. Sus treinta toneladas con forma de ballena roja demandan mi respeto mientras cierro los ojos y pido mi deseo.
«Por favor, Abuela Kueka, te lo pido con toda mi alma...»
Por unos segundos, nada sucede. Pero, de pronto, la zona de mi pecho empieza a escocer. Abro los ojos de par en par, y una luz rojiza traspasa mi blusa. Proviene de mi collar. Mi boca no termina de abrirse de la sorpresa cuando la oscuridad que reinaba en el prado se ve desplazada por un fulgor blanquecino que lo consume todo. Mi corazón se acelera y el vértigo se apodera de mí cuando mis pies dejan de tocar el suelo.
Ante mí, la Abuela Kueka se desfigura, mi mano ahora sólo sostiene una niebla escurridiza que escapa de mi alcance. Floto a la deriva mientras la noche estrellada se transforma en un pasillo tan largo como mi vista, y tan blanco como la nieve que sólo he visto en la televisión.
No sé si reír, gritar o llorar. ¿Esto está ocurriendo de verdad? Pero en medio de lo que promete ser el salto temporal más salvaje y alocado de mi vida, una sensación de peligro me invade. Logro girar la cabeza hacia atrás, donde mi camino recorrido ha desaparecido para dar lugar a más extensión del pasillo blanco. ¿Qué es eso que veo a lo lejos?
Una figura ensombrecida me acecha desde la distancia. Presa de un miedo indómito, no rio, ni grito, ni lloro.
En su lugar, echo a correr.
*
Notas de la autora:
¡Hola de nuevo! Aquí Anabel. Gracias por llegar hasta aquí 🙇♀️
Una viajera en el tiempo, siempre quise publicar algo así.
La piedra abuela Kueka existe, y les aviso desde ahora que pondré muchos detalles sobre esta piedra en la historia. La historia de la tribu pemona es fascinante y rica. Más de lo que la joven Anabel creía cuando los estudió allá en Venezuela...
Espero que lo disfruten. ¡En el siguiente capítulo conocerán más de esta mitología criolla!
Como siempre, ¡mil gracias por el apoyo!
Si te ha gustado el capítulo, no olvides votar ⭐
Y si me dejas un comentario con tus impresiones, críticas o teorías, pues sería mi deseo a la Abuela Kueka hecho realidad ✨
😆¡Gracias por leer! ¡En el próximo capítulo: Un viajero del espacio!😆
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