La entrada del enemigo
Dormir, dormir, dormir. No debes hacerlo. Recuerda, no debes dormir. ¿Por qué no hacerlo? No lo sabes, pero sabes que no debes, por tu bien.
Por suerte estás preparado. Instalaste todas estas luces de diferentes colores para que tus ojos no caigan ante la seductora promesa del descanso. También trajiste la silla incómoda, ¿verdad? Estás sentado en ella. Perfecto.
No puedes dejar nada a la suerte. Si caes por un segundo volverá la marea roja, no puedes permitir que eso ocurra.
Alguien viene. Escuchas sus pasos recorrer el pasillo. Viene hacia acá y sabes quién es. Podrías reconocer su forma de caminar así ella estuviera a cien metros y tuvieras los oídos lastimados. Viene hacia acá, defiéndete.
—Darío, ya basta. No puedes seguir así, llevas encerrado dos días con todos estos focos funcionando las veinticuatro horas. —Su voz tiene tonos dulces, pero también severos. Sabe cuándo usar cual. Hoy le toca al segundo.
Volteas y la miras. Es una mujer bonita, con sus largos cabellos rizados que llegan hasta la mitad de su espalda y sus ojos grandes que parecen confortarte. Y dice que te quiere. Te lo ha dicho tantas veces que tal vez y sea verdad. Pero, si te quiere... ¿Por qué no comprende que solo te proteges? Claro, es que ella no puede ver el mar de sangre. Mejor así; tú también la amas y te daría mucha tristeza verla hundirse como lo haces tú cada vez que cierras los ojos.
—Dos días y catorce horas —replicas, porque ella no puede desmerecer todo el esfuerzo que pones en esto—. Es una marca personal. A papá le encantaban.
—A papá no le gustaría verte así, ¿no lo ves? Tienes los ojos colorados. Parecen un tomate. No quiero hacer esto, no me hagas hacer esto, por favor.
Suelta una lágrima. Esta recorre su rostro fino y manchado de pecas. Llega hasta su boca y parece saborearlo. Debe saber a mar.
Después de eso te abraza. ¿Por qué no te suelta? Sabe que en sus brazos terminarás por quedarte dormido. Si te quiere, debe soltarte.
Pero no lo hace.
—Entren —grita hacia el exterior.
Otras nuevas pisadas se escuchan; vienen desde el salón principal, cruzan el mismo pasadizo por el que ella vino y entran en el recinto. Como no puedes cerrar sus ojos, los observas, pero sus rostros no te dicen nada; son dos tablones de madera, sin pestañear ni hacer gesto alguno.
Te toman por un brazo, el brazo derecho. Intentas zafarte, pero estás muy cansado, necesitas dormir (No, no necesitas dormir, no lo olvides). Te sujetan tan fuerte que tu mano se reciente ante el dolor y sueltas un grito; tu madre se niega a dejarte ir. Te introducen una aguja en lu vena y vierten en ella un líquido incoloro. Después de eso no ves nada, solo escuchas la voz de la mujer que más te quiere.
Lo siento, te dice.
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